Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Cristo coronando a San José", de Zurbarán, en la sala VI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 19 de marzo, Solemnidad de San José, esposo de la Bienaventurada Virgen María, varón justo, nacido de la estirpe de David, que hizo las veces de Padre para con el Hijo de Dios, Cristo Jesús, el cual quiso ser llamado hijo de José, y le estuvo sujeto como un hijo a su padre. La Iglesia lo venera con especial honor como patrón, a quien el Señor constituyó sobre su familia [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Cristo coronando a San José", de Zurbarán, en la sala VI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala VI del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Cristo coronando a San José", de Francisco de Zurbarán (1598-1664), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, realizado en 1631, con unas medidas de 2'50 x 1'66 m., procedente del Convento de San José de los Mercedarios Descalzos, de Sevilla, tras la Desamortización en 1840.
Escena que se desarrolla íntegramente en la esfera celestial, con un fondo de definidas y doradas nubes. Aparece San José de perfil, arrodillado, y de edad avanzada, se lleva una mano al pecho sosteniendo la vara florida. Frente a él, Jesucristo de pie, con la mano derecha sujeta una cruz que se apoya contra su cuerpo y con la izquierda esta coronando de flores al santo.
Desde el ángulo superior izquierdo de la composición, en rompimiento de gloria, Dios-Padre contempla la escena mientras sostiene la esfera terrestre. Junto a Él, aparece entre las nubes la paloma del Espíritu Santo.
En cuanto al tratamiento del color, predomina un fondo dorado sobre el que se conjugan los tonos oscuros del ropaje de San José, marrón del manto y gris verdoso de la túnica, y los más claros y vivos de la vestimenta de Cristo, en rosa y azul muy planos (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
El nacimiento de Francisco de Zurbarán tuvo lugar en 1598 en Fuente de Cantos, una pequeña población de la provincia de Badajoz. Desde muy joven vivió en Sevilla, donde hizo su aprendizaje con Pedro Díaz de Villanueva, pintor que actualmente es desconocido. Durante los años de juventud, transcurridos en Sevilla, debió de conocer a Velázquez puesto que prácticamente tenían la misma edad y ambos se estaban formando en el oficio de pintor. Cuando terminó su aprendizaje volvió a su tierra natal y allí comenzó su carrera como artista. Sin embargo pronto comenzó a recibir peticiones de pinturas desde Sevilla, lo que en 1626 le movió a instalarse en esta ciudad.
En pocos años Zurbarán se convirtió en el pintor preferido de las órdenes religiosas sevillanas, por ello realizó numerosas obras para dominicos, mercedarios, cartujos, franciscanos y jesuitas; igualmente fue solicitado por la burguesía y la aristocracia realizando para ellos composiciones religiosas, naturalezas muertas y retratos.
En 1634 su fama era muy elevada por lo que fue llamado a Madrid, quizá recomendado por Velázquez, para pintar al servicio del rey Felipe IV en el palacio del Buen Retiro. Cuando volvió a Sevilla, continuó su trayectoria triunfal, al estar considerado como el pintor más importante de la ciudad. Igualmente recibió encargos para pintar en poblaciones próximas y así fue solicitado por los cartujos de Jerez y los jerónimos de Guadalupe.
Sin embargo, a partir de 1645 coincidiendo con los comienzos de la actividad de Murillo en Sevilla, su estilo comenzó a quedarse anticuado y la clientela por ello se dirigió a otros pintores buscando un arte más dinámico y descriptivo. En 1658 Zurbarán abandonó Sevilla y se trasladó a vivir a Madrid, pensando que allí su fama le serviría para seguir obteniendo el favor de la clientela y quizá también con la esperanza de ser nombrado pintor del rey. Pero su momento de esplendor ya había pasado y murió en 1664 en Madrid sin haber conseguido sus objetivos.
No murió Zurbarán pobre y olvidado como algunas veces se ha indicado, puesto que en su testamento se señala que no tenía deudas que pagar. Se ha precisado también que el ambiente doméstico en el que falleció era modesto tal y como se deduce del inventario de sus bienes. La explicación radica en que Zurbarán tenía sus recursos económicos en Sevilla y su domicilio, situado en esta ciudad en el Callejón del Alcázar, no había sido trasladado a Madrid lo que justifica la escasez mobiliaria y la provisionalidad de su domicilio madrileño, circunstancia impuesta por la espera del nombramiento de pintor real que nunca llegó a obtener.
La pintura de Zurbarán en sus momentos de plenitud refleja perfectamente el espíritu calmado y sereno de la vida española en su época. Pintó formas sólidas y estables que traducen la quietud del cuerpo y del alma, captando con asombroso realismo los aspectos exteriores de los objetos y las texturas y brillos de las telas. Es Zurbarán el pintor del silencio y de la vida interior, aspectos que dan siempre a sus personajes una potente trascendencia espiritual.
No se conoce exactamente la procedencia de esta magnífica pintura de San José Coronado por Cristo, ya que los antiguos inventarios del Museo señalan indistintamente el convento del Santo Ángel y de San José. Por otra parte, aunque no ofrece ninguna credibilidad el inventario realizado en el Alcázar en 1810 con las pinturas requisadas por los franceses, se indicaba que esta obra era de Bernabé de Ayala; sin embargo, su composición solemne y estática y su característico dibujo evidencian con cierta seguridad que se trata de una obra de Zurbarán (Enrique Valdivieso González, Pintura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
LEYENDA
José, esposo de la Virgen y padre nutricio de Jesús, apenas es mencionado en los Evangelios canónicos; y el de san Marcos ni siquiera lo nombra.
Los Evangelios Apócrifos, especialmente el Protoevangelio de Santiago y la Historia de José el carpintero, escritos coptos del siglo IV, se dedicaron a colmar esta laguna con detalles pintorescos copiados en su mayoría del Antiguo Testamento.
Relatan que José, descendiente de la estirpe de David, a pesar de sus orígenes reales, ejercía el humilde oficio de carpintero (faber lignarius), que fabricaba yugos, arados y hasta ratoneras. Según otra tradición, menos difundida, que se explica por el significado habitual de la palabra faber (obrero, artesano), habría sido herrero.
Este pretendido descendiente «proletarizado» de los reyes de Israel habría tenido más de ochenta años cuando se casó con la Virgen que tenía catorce. El milagro del florecimiento de la vara gracias al cual se impuso a los otros pretendientes más jóvenes, es una copia evidente del relato de la designación de Aarón como sumo sacerdote, que está en el Pentateuco (Números, 17).
Del mismo libro (Números, 6:11-29) los Evangelios Apócrifos copiaron la historia de María bebiendo el agua probática en el templo, Juicio de Dios infligido a José y a la Virgen, después del descubrimiento de su embarazo.
Las revelaciones de las místicas María de Ágreda y Catalina Emmerich, lo asimilan a su homónimo, José de Egipto. Igual que éste, habría sido perseguido por sus hermanos. Demás está decir que estas novelas piadosas sólo tienen un objetivo edificante.
Los teólogos de la Edad Media han discutido interminablemente acerca de la naturaleza del matrimonio de José: ¿Ha sido el marido, o sólo el protector de la Virgen?¿El vínculo que les unía debe calificarse de copula carnalis o de maritatis societas?¿Puede llamarse esposos a quienes viven juntos sin tener relaciones carnales?
Los doctores de la Iglesia opinan con la afirmativa. Explican que ese matrimonio casto (virginale conjugium) era indispensable para que la Virgen no fuera acusada de haberse dejado seducir, lo cual la habría expuesto a ser lapidada, y sobre todo para dar el pego al demonio, siempre al acecho, y ocultarle el misterio de la Encarnación (Huic Maria desponsatur ne Diabolo prodatur ratio mysterii).
La virginidad de María no basta a los teólogos de la Edad Media: además, pretenden establecer, por añadidura, la virginidad de José antes y después de su boda. La tradición le atribuía numerosos hijos de su primera mujer, pero a santo Tomás de Aquino le repugna admitirlo. Según éste, debe creerse que así como la madre de Jesús permaneció virgen, lo mismo ocurrió con José. «Credimus quod, sicut Mater Jesu fuit virgo, sic Joseph.» Un hagiógrafo contemporáneo lo califica de padre virgen de Jesús.
José acompaña al Niño Jesús a Egipto y lo trae de nuevo a Nazaret tras la muerte de Herodes. Después de lo cual desaparece de la escena. Ignoramos la fecha de su muerte, aunque la leyenda lo haya convertido en un patriarca centenario, se supone que murió antes de la Pasión de Jesús, puesto que no aparece en las Bodas de Caná, adonde sin duda habría sido invitado en compañía de la Virgen. En cualquier caso, está ausente en la Crucifixión y reemplazado en el Descendimiento de la Cruz y en el Enterramiento, por otro José, José de Arimatea.
Casi no se puede dudar -escribió san Francisco de Sales-que el gran san José falleció antes de la muerte del Salvador quien, de no ser por ello,no hubiese encomendado su madre a san Juan.
CULTO
No existen reliquias personales de san José, de lo cual se creyó poder concluir, al igual que en el caso de la Virgen, que su cuerpo había sido elevado al Cielo.
La colegiata de Saint Laurent de Joinville, en Champaña, se jactaba de poseer el verdadero cinturón de san José, que habría sido confeccionado por la Santísima Virgen y llevado a la cruzada de 1254 por el Señor de Joinville. Nada más singular que la curva o representación gráfica del culto de José, quien después de haber sido escarnecido durante la Edad Media como un personaje menor, e incluso cómico, a partir del siglo XVII se convirtió en uno de los santos más venerados de la Iglesia católica, asociado con la Virgen y con Jesús en una nueva Trinidad que se llama la Trinidad jesuítica (Jesús, María y José) y promovido en 1870 a la jerarquía de patrón de la Iglesia universal. En los anales de la devoción existen pocos ejemplos de un ascenso semejante y de un retorno tan completo.
El escarnio de José
Puede decirse que en la Edad Media san José también ha sido sistemáticamente rebajado al tiempo que se exaltaba a la Virgen. En verdad, se trataba de probar la divinidad de Cristo, nacido de una Virgen y del Espíritu Santo, y de no permitir que se creyera que José pudiera ser su verdadero padre. De ahí la tendencia auspiciada por la Iglesia de reducirlo a la condición de un mero figurante.
Los autos sacramentales del teatro de los Misterios le asignaban un papel ridículo de anciano pasmado, tenía el empleo del «bufón» de los dramas shakespearianos. En el momento del parto, la Virgen lo envía a buscar una linterna; como si se hubiera resfriado en la gruta, José estornuda y apaga la luz. María le pide que caliente la sopa, pero él vuelca el caldero con torpeza. Como no tenían pañales para arropar al recién nacido, él ofrece unos viejos calzones agujereados.
Su torpeza sólo se iguala con su avaricia de roñoso. Se apresura a meter en el cofre las ofrendas de los Reyes Magos, y cuando se trata de pagar un óbolo para la Presentación de Jesús en el templo, mete la mano en la bolsa refunfuñando.
Durante la Huida a Egipto, su comportamiento es aún más indigno. Un ángel le anuncia los malos designios de Herodes y le ordena evacuar hacia Egipto a la Virgen con el Niño. Ejecuta la orden de muy mala gana, después de haber empeñado el velo de la Virgen y su propio turbante para conseguir dinero que le permita comprar vino (o cerveza, según un auto de fe alemán).
Se queja porque debe cargar el equipaje en solitario, y recomienda a la Virgen María que llene bien su cantimplora, puesto que es viejo y necesita reconfortarse con tragos frecuentes. E incluso invita a la Virgen a beber un trago con él, y ésta le reprocha que haya vaciado la botella que debiera durar al menos tres días más.
Los versos del poeta Eustache Deschamps muestran hasta qué punto «el bueno de José» era poco respetado a finales de la Edad Media:
En Égypte s'en est alié,
Tout lassé,et troussé
D'une cotte et d'un baril.
Viel, usé
C'est Joseph le rassoté.
(A Egipto se fue / Cansado y provisto / De un sayal y un barril. / Viejo, gastado / Está José, el tonto.)
Auténtica «cabeza de turco», es el blanco de los versificadores del teatro de los Misterios, que lo acribillan con burlas irreverentes, al igual que a otro personaje de los Evangelios, Nicodemo, el «descendedor» de Cristo, cuyo nombre abreviado dio el sustantivo nigaud (bobo).
Aún en la época del concilio de Trento, el teólogo Molano confirma que a José se le endilgó reputación de tonto que apenas podía contar hasta cinco (Qui vix quinque numerare possit).
En el siglo XVIII, Gentileschi lo muestra durmiendo a pierna suelta, parece oírsele roncar mientras la Virgen amamanta al Niño.
La Glorificación de José
¿Cómo semejante personaje de comedia pudo convertirse en uno de los santos favoritos de la devoción popular? El mérito corresponde a las campañas de sus defensores franceses, el más ardiente de los cuales fue el canciller de la universidad de París, Jean Gerson; a las órdenes especialmente dedicadas a la Virgen (carmelitas, servitas) ya los predicadores populares. Los Martirologios lo llaman gemma mundi, nutritor Domini. El anillo de boda de ónice que habría dado a la Virgen, era venerado en Perusa, en la Capilla del Anillo (Cappella dell' Anello). Su bastón se conservaba en la iglesia de los camaldulenses de Florencia. A principios del siglo XV, el teólogo Juan Gerson compuso en su honor un poema latino de tres mil versos titulado Josephina: en él se solicita al concilio de Constanza la institución de la fiesta de los Desposorios de san José. En el año 1489, Tritemio (Trithemius) compuso un tratado que se titula De Laudibus S. Josephi. Por último, el papa franciscano Sixto IV (1471-1484) introdujo la fiesta de san José en la liturgia de la iglesia romana.
En el siglo XVI, el dominico Isolano redactó en Pavía, en 1522, un Sumario de los dones de san José, a quien atribuye los siete dones del Espíritu Santo. Fue él quien popularizó el relato apócrifo de la Muerte de José.
La corporación de los carpinteros de obra y carpinteros, edificó en 1958 la primera iglesia romana que se puso bajo la advocación de san José: San Giuseppe dei Falegnami. En Bolonia se le había dedicado otra, más antigua.
Su creciente popularidad después del concilio de Trento, sobre todo se debe a santa Teresa, reformadora de la orden carmelita, a los fundadores de la orden jesuítica y de la orden salesiana: san Ignacio de Loyola y san Francisco de Sales.
Santa Teresa adoptó como patrón al glorioso san José a quien llamaba «El padre de su alma», le atribuía su curación y le dedicó su primer convento de Ávila. La iglesia de los carmelitas de París también fue puesta bajo la advocación de Saint Joseph.
Los jesuitas le concedieron un sitio en su Trinidad: J. M. J.(Jesús, María, José), popularizada por esta oración:
O veneranda Trinitas
Jesus, Joseph et Maria.
En el siglo XVII, Francisco de Sales, quien consideraba a José como el mayor de todos los santos, lo convirtió en patrón de las religiosas salesianas (de la orden de la Visitación). Las ursulinas siguieron el ejemplo de las salesianas y de las carmelitas.
La nueva devoción a san José es una copia de la que se profesaba a la Virgen. Los Siete Dolores y los Siete Gozos de san José están simbolizados por un cordón de siete nudos que los devotos llevaban bajo la ropa.
Patronazgos
Las únicas corporaciones que lo reivindican son las de los trabajadores de la madera: carpinteros de obra y carpinteros, a las cuales se asocia la de los zapadores, porque colocaban el maderamen de los puentes. En nuestra época se lo convirtió en el patrón de los obreros en general.
Como en Belén no encontró alojamiento para la Virgen y él, se convirtió además en el patrón de los mal alojados o sin casa, clientela singularmente importante en nuestros días de crisis de la vivienda.
Su fama de virgen le valió el ser invocado por los laicos, y sobre todo por los religiosos, para conservar su castidad. Se recurría a él para reprimir los impulsos de la carne (carnis motus refrenare) o para enfriar los ardores llevando el cordón de san José (pro castitate servanda) sobre la piel.
O sancte Joseph, propera.
Aestum carnis refrigera.
Los himnos compuestos en su honor lo glorifican por haber sido: senex expers libidinis, sponsus pudicissimus, e incluso hasta «eunuchus puerperae».
San Bernardo lo comparaba con su homónimo José de Egipto, tanto por su castidad como por la frecuencia con que Dios lo advertía en sueños.
Al mismo tiempo, se convirtió en el patrón de la buena muerte. En efecto, se contaba que Jesús lo había asistido durante su agonía y le había enviado a los arcángeles Miguel y Gabriel para recoger su alma acechada por el demonio. De ahí deriva el hecho de que su intercesión sea invocada por los moribundos, con preferencia a la de los ángeles que tienen la misma función en el Ars bene moriendi.
El nombre de pila José era practicamente desconocido en la Edad Media. Fue a partir del siglo XVII que se dio a los grandes señores, e incluso a los reyes de Portugal o a los emperadores de la dinastía de los Habsburgo.
En 1621, el papa Gregorio XV decidió que la Iglesia entera celebrara la fiesta de san José el 19 de marzo.
En el siglo XIX se consagró oficialmente su triunfo. En 1847, Pío IX instituyó el culto del Patronazgo de san José. En 1870 el papa elevó el rito de su fiesta (19 de marzo) y lo proclamó patrón de la Iglesia universal. El mes de marzo se convirtió en el mes de san José, para formar pareja con el mes de María.
El culto del santo se difundió tanto que la Santa Sede se vio obligada a calmar el fervor de los devotos. La Congregación de los Ritos condenó el culto al corazón de San José copiado del profesado al Sagrado Corazón de Jesús, en 1873; al igual que la plegaria Ave José, que es un calco del Ave María.
A pesar de dichas advertencias y frenos, la devoción a san José adquirió en Canadá un auge prodigioso. Ya en 1624 los primeros habitantes de Quebec lo habían elegido como patrón. En 1904, F. André construyó cerca de Montreal un modesto oratorio de madera que en 1941 se convirtió en una majestuosa basílica de piedra blanca cuya cúpula rivaliza en amplitud con la de San Pedro de Roma. Es el mayor santuario del mundo dedicado a san José. Montreal se convirtió en un centro de Joselogía.
ICONOGRAFÍA
La iconografía de san José es paralela a la evolución de su culto; es tardía, y alcanzó su apogeo con posterioridad al concilio de Trento.
Comporta dos tipos muy diferentes. En el arte de la Edad Media, el esposo virginal de la Virgen (virgineus sponsus Virginis) está representado casi siempre con los rasgos de un anciano de cabeza calva y barba blanca. A partir del siglo XVI, los artistas lo rejuvenecieron y le confirieron el aspecto de un hombre de cuarenta años, con todo el vigor de esa edad. Los teólogos habían tomado la delantera, desde principios del siglo XV, en el concilio de Constanza, el canciller de la universidad de París, Juan Gerson, sostenía que san José no tenía ni cincuenta años cuando se casó con la Virgen María.
Además, mientras el arte medieval casi nunca lo representa aisladamente, sin duda por temor de justificar mediante imágenes la herejía de la concepción natural de Cristo, después de la Contrarreforma se lo honró representándolo por sí mismo, ya como carpintero de obra, ya como padre nutricio de Jesús.
l. En el primer caso, tiene como atributos los utensilios de su oficio: un hacha, una sierra, una garlopa o una escuadra.
2. En el segundo caso, se lo reconoce por su vara florecida, que alude a su victoria sobre los otros pretendientes de la Virgen, transformada en tallo de lirio, símbolo de su matrimonio virginal. Tiene un cirio o una linterna durante la noche de la Natividad. Lleva al Niño Jesús en los brazos o le conduce de la mano como el arcángel Rafael acompañando al joven Tobías. Excepcionalmente, está caracterizado como Judío por el cuchillo de circuncisión y el sombrero puntiagudo de la judería.
A veces forma pareja con su homónimo, José de Arimatea. Los dos José del Nuevo Testamento forman de esa manera una pareja hagiográfica análoga a la de los dos santos Juanes.
Gracias a la propaganda de su defensora, santa Teresa, se hizo singularmente popular en el arte español. Es, junto a la Virgen de la Inmaculada Concepción, el tema preferido de Murillo (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco de Zurbarán, autor de la obra reseñada;
Francisco de Zurbarán y Salazar (Fuente de Cantos, Badajoz, 7 de noviembre de 1598 – Madrid, 27 de agosto de 1664). Pintor.
De madre extremeña, Isabel Márquez, su padre, Luis de Zurbarán, de origen vasco, tenía una mercería y posición desahogada. No se sabe de dónde proviene su segundo apellido, Salazar. El 15 de enero de 1614, Zurbarán, entra en el obrador del “pintor de imaginería”, Pedro Díaz de Villanueva, por un periodo de tres años. Al terminar su aprendizaje regresa a Extremadura, concretamente a Llerena, donde se casa con María Páez en torno a 1617 y bautiza a su hija María, el 22 de febrero de 1618.
En este año, realiza para la fuente de la Plaza Mayor de Llerena un dibujo preparatorio por encargo del Ayuntamiento y pinta una imagen de la Virgen para la puerta de Villagarcía de esa localidad. A los pocos años, nacería su hijo Juan, concretamente en 1620, uno de los más interesantes bodegonistas del XVII, quien probablemente se formaría con su padre, y que moriría tempranamente en 1649 por la peste que asoló a la ciudad de Sevilla.
A pesar de residir en Llerena, sigue contratando trabajos para Fuente de Cantos, como es el dorado de las andas para la Hermandad de Madre de Dios de su pueblo natal. En 1623 nacería su hija, Isabel Paula, y al poco queda viudo, pues su esposa María Páez, es enterrada el 7 de septiembre de 1623 en la iglesia de Santiago de Llerena. De estos momentos no se conocen obras, tan solo encargos de piezas no localizadas como el contrato publicado por Garraín-Delenda de 1624 entre el artista y los Mercedarios de Azuaga para la ejecución de una escultura de un crucificado. Al poco tiempo, vuelve a casarse con una mujer viuda de edad avanzada y posición acomodada, Beatriz de Morales, y en 1625 se documenta su trabajo para el retablo de la iglesia de Montemolín, para el que pinta un lienzo.
El 17 de enero de 1626, siendo todavía vecino de Llerena, firma contrato con el prior del Convento Dominico de San Pablo de Sevilla para realizar en ocho meses veintiún cuadros sobre la vida de santo Domingo y padres y doctores de la Iglesia. El Museo de Bellas Artes de Sevilla conserva un San Ambrosio, San Jerónimo y San Gregorio y la actual iglesia de la Magdalena de la ciudad hispalense, guarda dos lienzos representando La curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleáns y Santo Domingo en Soriano, sin duda, obras de este conjunto. Lo sorprendente es que en estas primeras pinturas están ya presentes las características definitorias de su estilo: robustez en las figuras, volumetría escultural y un tratamiento de las telas rico y quebrado, además del gusto por los detalles de naturaleza muerta, tal y como se aprecia en la pequeña mesa del beato Reginaldo donde aparece una taza de peltre en un plato con una rosa y una fruta. Errores de perspectiva evidentes en la articulación de las figuras y, sobre todo, en el tipo de santas vestidas de ricas telas.
De este convento de San Pablo el Real de Sevilla también procede una obra magistral: El Crucificado del Chicago Art Institute fechado en 1627 y verdadero ejemplo de naturalismo y verismo. El éxito de esta pintura fue notable e incluso se le solicitó que se quedara en Sevilla, pero regresaría a Llerena, pues el 29 de agosto de 1628 recibe el encargo del comendador de la Orden de la Merced de la ejecución de veintidós escenas de la vida de San Pedro Nolasco destinados para el segundo claustro del Convento de la Merced Calzada de Sevilla. Para la ejecución de este conjunto quedaba claro que se trasladaba con los ayudantes y oficiales de su obrador desde Llerena, por lo que en fecha tan temprana estaba completamente establecido de una forma casi empresarial y concluiría la serie entre 1629 y 1630. De los lienzos del conjunto, los más sobresalientes son los conservados en el Museo del Prado: La visión de san Pedro Nolasco y Aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco (1629) además del recientemente localizado por Odile Delenda, La Virgen entrega el hábito de mercedario a San Pedro Nolasco y conservado en colección particular. Al conjunto también pertenecen la Salida de San Pedro Nolasco para Barcelona (Museo Franz Mayer, México), La entrega de la Virgen del Puig a Jaime I (1630) (Museo de Cincinati, Estados Unidos) y La rendición de Sevilla (1634) (colección del Duque de Westminster). Dado que se trata de retratos de mercedarios, probablemente pertenecerían también a este conjunto, los que conserva la Academia de Bellas Artes de San Fernando. De estas obras destacan por su monumentalidad y magnetismo Fray Jerónimo Pérez, Fray Francisco Zumel y Fray Pedro Machado obras en las que se advierte nuevamente el tratamiento escultural de la figura y el contraste lumínico donde brillan los blancos.
Precisamente de esta serie hay que mencionar una obra que sobresale por su fuerza tremendista y su verismo: el San Serapio conservado en el Wadsworth Atheneum de Hartford, pintura procedente de la sala de Profundis del Convento de la Merced, firmada en 1628, que ha sido citada en varias ocasiones, de modo un tanto equivocado, para justificar el carácter tremendista y cruel de la pintura barroca española.
El éxito público alcanzado con esta serie debió valerle a Zurbarán el deseo de quedarse en la ciudad de Sevilla, dado el alto número de encargos que podía acometer. No en balde el cabildo, representado por uno de los caballeros Veinticuatro, Rodrigo Suárez, le pidió que se instalara en ella “por las buenas portes que se han conocido de su persona [...]”. Al poco tiempo, en 1629, se instala definitivamente con su familia, lo que sin duda despertó la animadversión del gremio de pintores, ya que nunca se examinó ante los maestros veedores del arte de la pintura. El duro esquema gremial imperante en la ciudad de Sevilla exigía al artista que pasara por el examen, encabezada la petición por Alonso Cano. Finalmente nunca se examinó y siguió contratando obras sin mayores problemas, evidenciándose la protección del Cabildo por el encargo de una Inmaculada para el Ayuntamiento. Ejemplo de estos contratos fue el que contrajo el 29 de septiembre de 1629 con la Trinidad Calzada. Al año siguiente, firma la Visión del Beato Alonso Rodríguez conservada en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Esta obra presenta ya la división de planos con la nebulosa intermedia, además de los fondos arquitectónicos realizados con una torpe perspectiva y la presencia de las criaturas angélicas, de rostro andrógino, y vestidas con amplias telas quebradas.
En el momento en que se llevan a cabo estos encargos, y desde 1627, Francisco de Herrera el Viejo había estado trabajando para la iglesia del Colegio de San Buenaventura para donde realizó cuatro lienzos con escenas de la vida de san Buenaventura. Por razones que se desconocen Herrera abandona el proyecto y el encargado de terminar las escenas es Zurbarán, quien ejecuta otras cuatro: San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino ante el crucifijo (firmado y fechado en 1629) (destruido en 1945 en el Museo Kaiser Friedrich de Berlín), San Buenaventura en oración (Gemäldegalerie, Dresde), San Buenaventura en el concilio de Lyon (Museo del Louvre) y Exposición del cuerpo de San Buenaventura (Museo del Louvre).
Estas obras pueden considerarse, por su calidad, de las mejores ejecutadas por Zurbarán hasta el momento y en ellas se advierte la maestría del artista cuando interviene solo en los encargos, mostrando las telas, la intensidad de los rostros y los detalles de naturaleza muerta de un modo portentoso.
A partir de este momento, comienza la etapa en la que Zurbarán da lo mejor de sí mismo y este ciclo comienza con la pintura colosal de la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino encargada en 1631 para el colegio mayor de los dominicos. En este lienzo ya se advierten los modos de trabajo del artista: la dependencia de las estampas nórdicas editadas por Philippe Galle sobre composición de Vredeman de Vries en su serie de pozos para los fondos arquitectónicos, así como la distribución de los personajes en un esquema ordenado que dependen de la tradición del último manierismo en la pintura sevillana, tomando como referente la Apoteosis de San Hermenegildo de Juan de Uceda y Alonso Vázquez.
Del año siguiente es la Inmaculada del Museo Nacional de Arte de Cataluña en la que Zurbarán sigue apegado a esa ordenación armónica, equilibrada y simétrica que apreciamos igualmente en estampas de Sadeler. De igual modo se observa que la precisión, el análisis y el ritmo equilibrado de las composiciones se aprecian en las naturalezas muertas. Ejemplo de éste último género es la conservada en la Norton Simon Fundation (Pasadena, Estados Unidos) firmada en 1632 y donde la serenidad que ofrece la disposición de los elementos así como el contraste lumínico y la calidad táctil de los limones y naranjas, hacen de este bodegón una de las piezas más singulares de este género en la España del siglo XVII.
1634 es un año trascendental en la vida del artista, la maestría que iba alcanzando con sus obras, le vale la invitación para trabajar en la Corte en la decoración del Salón de Reinos. El 12 de junio de ese año recibe ya 200 ducados a cuenta por el trabajo de pintar doce cuadros con Las Fuerzas de Hércules. Finalmente fueron diez las obras ejecutadas más dos lienzos dedicados al Socorro de Cádiz. De estas obras conservamos en el Museo del Prado los citados Trabajos de Hércules y la Defensa de Cádiz contra los Ingleses, ya que la otra pintura que escenificaba la batalla se perdió.
Son obras que acercan al artista a la pintura al aire libre, aunque hay algunas escenas tenebrosas, pero que adolecen de la falta de conocimientos de perspectiva y de anatomía en los Hércules, que dependen de estampas de Hans Sebald Beham.
La importancia de la estancia en la corte reside fundamentalmente en su conocimiento de la pintura italiana y flamenca, crucial para la evolución de su pintura y sobre todo para que su paleta se llene de luminosidad.
La pintura de la Defensa de Cádiz se integraba en el complejo conjunto de series de batallas destinadas al Salón de Reinos y tenían como objeto dignificar a los Austrias. En el conjunto participaron también Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Juan Bautista Maino, Diego Velázquez, Antonio Pereda, Jusepe Leonardo y Félix Castello.
El cuadro de Zurbarán se concibe como un gran cartelón donde la maestría del pintor reside en el modo de solucionar los trajes y sobre todo la fuerza de los rostros. La composición no resulta coherente y el fondo no parece creíble.
De este momento, y vinculable con los trajes que aparecen en esta pintura, que selecciona del libro de Thibault de Ambers, Academia de la Espada, Zurbarán acomete el retrato de Alonso Verdugo de Albornoz probablemente en 1635 y conservado actualmente en el Museo de Berlín. Tras su paso por la Corte el primer documento nos lo sitúa en Llerena el 19 de agosto de 1636, comprometiéndose a realizar un retablo para la iglesia, lo curioso es que en el contrato se deja claro que habría de hacerse en Sevilla “por la comodidad de madera y oficiales” comprometiéndose Zurbarán “a poner su nombre”. Pero el regreso a Sevilla supone el establecimiento de un importante obrador que tendrá como objetivo el atender a la cuantiosa demanda de pinturas para el mercado americano. Se conoce, gracias a las investigaciones del profesor Palomero, un pleito que Zurbarán interpuso y en el que aparecen testificando oficiales, aprendices y ayudantes que eran los encargados de atender la demanda de este tipo de pinturas, generalmente series de apostolados, fundadores de órdenes, ángeles, santas vírgenes, césares romanos a caballo, patriarcas y sibilas. Series de pinturas en las que la mecánica de trabajo en el obrador se basaba fundamentalmente en el uso de estampas ajenas para solventar las composiciones, generalmente de una sola figura y de una calidad muy inferior a lo que se solía hacer para el mercado sevillano. De entre sus oficiales, sin duda el que destacó y consiguió independizarse como pintor fue Ignacio de Ries, quien a pesar de estar marcado por la huella del maestro, fraguó una personalidad diferente, con un catálogo de obra independizado de la del maestro y al que recientemente le dedicamos una monografía.
Generalmente estas pinturas eran enviadas a América sin que existiera un contrato de parte. El hecho de desconocer a la parte contratante hacía que las exigencias fueran menores pues además, en un envío podían mandarse hasta dos y tres docenas de pinturas. Las ferias de Portobelo eran los principales puntos de entrada de esta mercancía, desde donde se redistribuían al virreinato del Perú y al de la Nueva España.
Ejemplo de este tipo de trabajos para el mercado andaluz es el Apostolado y una Inmaculada que contrata el propio Zurbarán en 1637 para la iglesia parroquial de Marchena y que presenta una gran desigualdad de calidad en relación con otros trabajos que acomete el artista en solitario. Este mismo año firma un contrato para las Clarisas de la Encarnación de Arcos de la Frontera y en el finiquito publicado por Delenda el artista se declara “pintor de su majestad”.
Sin embargo, entre 1638 y 1639 Zurbarán va a acometer los dos conjuntos más relevantes de su vida: el de la Cartuja de Jerez y el del Monasterio de Guadalupe. Desgraciadamente el primer conjunto se dispersó por diferentes circunstancias, encontrándose hoy entre el Museo de Grenoble, el Metropolitan de Nueva York, Museo de Poznan en Polonia y el Museo de Cádiz. Se trataba de las pinturas del retablo mayor de la Cartuja de Nuestra Señora de la Defensión y del Sagrario que se situaba tras el retablo, verdadero santa santorum y adornado con una belleza sin igual, donde los jaspes y mármoles rivalizaban con la belleza de las tablas de los monjes cartujos entre los que destacaban: San Bruno, San Hugo de Grenoble, San Antelmo, San Airaldo, San Hugo de Lincoln, Cardenal Nicolás de Albergati y el Beato John Houghton, además de dos ángeles turiferarios.
La calidad a la que llega Zurbarán en este conjunto, sobre todo en las tablas del sagrario y en los lienzos del retablo: Anunciación, Adoración de los Reyes, Circuncisión (firmada y fechada en 1639), Adoración de los pastores (firmada y fechada en 1638, llamándose “Pintor del Rey”), Batalla del Sotillo y Apoteosis de San Bruno es realmente sobrecogedora. No sólo por el tratamiento de las telas, sino por el conocimiento de la pintura al aire libre y por la intensidad y el recogimiento que logra en algunas de sus escenas de los cartujos en meditación.
El conjunto destinado al Monasterio de Guadalupe se concentra en la Sacristía, donde los lienzos de Zurbarán se sitúan en un complejo conjunto iconográfico destinado a exaltar a la Orden Jerónima y a las virtudes de sus monjes, como estudió el profesor Palomero, además de la histórica relación del Monasterio de Guadalupe con la Monarquía. De los lienzos que se sitúan en la Sacristía destacan, entre los demás, por la belleza e intensidad del retratado: Fray Gonzalo de Illescas así como La misa del padre Cabañuelas donde encontramos una construcción de espacios arquitectónicos totalmente artificial y, como ya demostramos, dependientes directamente de las estampas de Philippe Galle sobre composición de Maarten van Heemsckerk. La obra que representa al Hermano Martín de Vizcaya repartiendo pan a los pobres es un prodigio de naturalismo al apreciar el modo totalmente realista y casi crujiente de lo panes de la cesta.
También para Guadalupe Zurbarán pintó entre otras obras las Tentaciones de San Jerónimo y La flagelación de San Jerónimo, sendas pinturas son prodigio de quietud y prudencia así como pretexto para una atención a las telas en las jóvenes que intentan hacer pecar a san Jerónimo, ciertamente deslumbrante y que contrastan con las movidas y dinámicas mujeres que plasma Valdés Leal en su representación para el Convento de San Jerónimo de Buenavista de Sevilla.
En 1641 su hijo Juan de Zurbarán se independiza y comienza a contratar pinturas en solitario, a los pocos años en 1644, su padre vuelve a contraer matrimonio con Leonor de Tordera, una joven viuda de veintiocho años. En estas fechas hay constancia documental de la ejecución del retablo de la Virgen de los Remedios en la iglesia mayor de Zafra, conservado in situ en la actualidad y ejecutado entre 1643 y 1644, destacando en él La Imposición de la casulla a San Ildefonso y un San Miguel Arcángel de gran belleza y refinamiento. A partir de estos años se documentan todavía envíos al Nuevo Mundo, lo que constata lo activo de su obrador y el contrato de 22 de mayo de 1647 con la abadesa del Convento de la Encarnación de la Ciudad de los Reyes (Lima) entre las que se le pedían veinticuatro vírgenes de cuerpo entero. Se puede decir que Zurbarán puso de moda a estas santas vírgenes que con paso lento hacen crujir sus telas y se hallan en pleno estado de éxtasis al asumir con resignación su martirio y convertirse en modelos de belleza persuasiva y devoción cristiana.
Estas santas mandadas a América no eran más que la corrupción y degeneración formal de otras mucho más refinadas y exquisitas en su ejecución, presuntos retratos a lo divino, de señoritas de su época y de las que destacan por su calidad la Santa Casilda del Museo del Prado, la Santa Margarita de la National Gallery de Londres o las Santa Catalina y Santa Eulalia del Museo de Bellas Artes de Bilbao. El Museo de Bellas Artes de Sevilla conserva un conjunto interesante de santas debidas al obrador del pintor, tal y como eran las que se mandaban al Nuevo Mundo y donde se advierte el seguimiento de los modelos del maestro, pero sin tanta calidad.
Es habitual encontrar santos aislados de una gran calidad de los que luego el propio artista repitió merced a su popularidad y a requerimiento de la clientela piadosa. El caso de San Francisco es de los más frecuentes. El ejemplar de la National Gallery de Londres o el del Museo Soumaya de México nos hablan de la calidad e intensidad a las que puede llegar el maestro en el tratamiento de las telas remendadas y raídas.
Por los años de 1655 se suelen situar los tres lienzos para la Cartuja de las Cuevas de Sevilla representando a la entrevista de San Bruno y el Papa Urbano II, San Hugo visitando el refectorio y La Virgen de los cartujos. Obras quizás pintadas en un estilo retardatario tal y como se aprecia en el tratamiento de telas e intensidad de los volúmenes más cortantes y rotundos. Sin embargo en este conjunto la deuda con las estampas sigue estando presente, por lo menos en San Hugo visitando el refectorio siguiendo una antigua estampa florentina para la novela de Gualteri e Griselda donde se plantea la composición tal cual y en la Virgen de los cartujos una estampa de Schelte a Bolswert de San Agustín protegiendo a la iglesia.
En fechas cercanas al verano de 1658 Zurbarán debió trasladarse a la Corte, dejando la ciudad de Sevilla. El posible ocaso del mercado americano y la necesidad de buscar otro tipo de clientes le hacen marchar a Madrid, dejando todavía probablemente activo su obrador sevillano, ya que es de suponer que sus ayudantes y oficiales seguirían con esta actividad que repetía los modelos y la “marca de la casa”.
Zurbarán, una vez instalado en Madrid, cambia por completo la temática de sus obras y reorienta su producción hacia la clientela privada con lienzos de pequeño formato, devocionales y mostrando una blandura y dulzura poco habitual en sus años anteriores y dando entrada a la luz y los aportes italianos sublimados en las formas de Guido Reni y con una sutileza en los colores notable. Obras como El descanso en la huida a Egipto de 1659 del Museo de Budapest o La Virgen con el Niño y San Juan de 1662 del Museo de Bellas Artes de Bilbao, dan buena prueba de su talento y del dominio del color, además de la seguridad de que son obras ejecutadas exclusivamente por él. También en este periodo final ejecutó varias versiones de la Inmaculada con una belleza en la matización de los azules y elegancia en la estilización de la figura notables, casos como la de la iglesia de San Gervasio y San Protasio de Langon de 1661 o la del Museo de Budapest.
En sus último años y para Alcalá de Henares realizó en torno a 1660 para el retablo mayor de la iglesia del Convento de las Magdalenas, perteneciente a las Agustinas dos obras representando en una a Santo Tomás de Villanueva dando limosna (actualmente en la colección de Várez Fisa) y a San Agustín en su celda (Madrid, San Francisco el Grande). Son obras que dejan entrever lo que ha asimilado en la corte y la blandura en la que ha desembocado su estilo.
El 26 de agosto de 1664, Zurbarán había hecho testamento pidiendo ser enterrado en el convento de agustinos descalzos de Madrid (lo que hoy es la Biblioteca Nacional), moriría un día después, dejando como herederas a sus dos hijas del primer matrimonio, María y Paula. De los bienes que aparecen en él destacan mercaderías, algunos muebles de cierta calidad, paisajes y lienzos preparados para pintar y bastantes estampas, elemento este último muy preciado a lo largo de su carrera merced al socorrido uso que encontró en ellas. Probablemente murió sin ver cumplido su deseo más secreto, ser nombrado alguna vez pintor del rey (Benito Navarrete Prieto, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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