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domingo, 1 de septiembre de 2024

Un paseo por la avenida Gran Capitán (XI avenida Núñez de Balboa durante la Exposición Iberoamericana de 1929), en el Parque de María Luisa

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la avenida Gran Capitán (XI avenida Núñez de Balboa durante la Exposición Iberoamericana de 1929), de Sevilla, dando un paseo por ella.
   Hoy, 1 de septiembre, es el aniversario del nacimiento (1 de septiembre de 1453) de Gonzalo Fernández de Córdoba, "El Gran Capitán", así que hoy es el mejor día para ExplicArte la avenida Gran Capitán (XI avenida Núñez de Balboa durante la Exposición Iberoamericana de 1929), de Sevilla, dando un paseo por ella.
     La avenida Gran Capitán es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur; y va de la avenida de Isabel la Católica, a la avenida de Portugal.
     La avenida no posee siempre una adscripción precisa. En términos generales corresponde a un gran eje urbano, bien caracterizado desde el punto de vista genético, porque estructura el crecimiento de la ciudad; morfológico, ya que es ancha; y funcional, sobre todo por canalizar el tráfico rodado. Sin embargo, de acuerdo con esta definición, no hay razones, más que las convencionales, para considerar a unas vías como avenida y su prolongación, como calle. En otros casos, las avenidas constituyen el eje principal de un sector determinado o de una barriada, y si bien poseen las características de vía principal en relación a ese sector, no alcanzan dicho valor en el conjunto de la ciudad. 
     La avenida posee sobre todo un valor simbólico, y prueba de ello es que en Sevilla la avenida por excelencia es la hoy denominada de la Constitución, centro neurálgico de la ciudad, tanto de sus fiestas religiosas como de la actividad bancaria, y así es es reconocida sólo como la avenida. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.  
     Fue rotulada en 1943 en homenaje a Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), jefe de los tercios que conquistaron el sur de Italia. Surgió como resultado de la construcción de la plaza de España, edificio de forma semicircular de Aníbal González, entre 1914 y 1928 sobre terrenos del Prado de San Sebastián, y describe una amplia curva rodeándola (v. Plaza de España). De regular anchura, está asfaltada y sus aceras son de losetas de colores en la derecha, y de albero compactado en la izquierda. En ambas márgenes están plantadas hileras de castaños de Indias y en la acera derecha, en el espacio ajardinado, junto al bar Citroen, existen unos jardines con palmeras, pinos y un magnolio gigante. Se ilumina con farolas de báculo. El único edificio que la configura es la fachada norte de la plaza de España, y las dependencias que durante muchos años han servido de Gobierno Civil de la provincia. A ella abren sus puertas almacenes de distintos organismos del gobierno central allí instalados. Sirve de aparcamiento a funcionarios y público que visita las dependencias oficiales. La colonia de palomas que hasta hace pocos años tenía la plaza de América como centro de refugio, ha invadido también estos edificios [Salvador Rodríguez Becerra, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Conozcamos mejor la Biografía de Gonzalo Fernández de Córdoba, "El Gran Capitán", a quien se encuentra dedicada esta vía;  
      Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán. (Montilla, Córdoba, 1 de septiembre de 1453 – Granada, 2 de diciembre de 1515). Estadista, diplomático, alcalde, caballero renacentista, almirante, capitán general, virrey de Nápoles, artífice de la nueva concepción de la infantería que dio lugar a los Tercios de Flandes.
     Nació en el seno de una familia de la alta aristocracia andaluza, los Aguilar y Fernández de Córdoba, originarios de Castilla, pero afincados en la subbética desde tiempos de la reconquista de Fernando III el Santo. El padre, Pedro Fernández, reunió en torno a él diversos señoríos como VIII señor de la casa de Córdoba, VII señor de la Cañete de la Frontera, Priego, Montilla, y en sus funciones de alcalde mayor y alguacil de Córdoba; la madre, Elvira de Herrera, descendía por línea materna de la familia Manrique. Después de una adolescencia a la sombra de su hermano mayor, Alfonso de Aguilar, el primogénito y, por tanto, el heredero de los bienes familiares, aprendiendo todas las normas que regían la clase social a la que pertenecía y conociendo de primera mano los sinsabores de la guerra civil que enfrentó al Monarca con la aristocracia de su tierra, a los doce años, en 1465, fue conducido a la Corte como paje del infante Alfonso, futuro rey Alfonso XII, gracias al apoyo de los viejos amigos de su padre, Alfonso Carillo, arzobispo de Toledo, y Juan Pacheco, maestre de Santiago. Tres años duró esa estancia en la Corte, sin que se sepa demasiado de su aprendizaje en el arte de la caballería, en el uso de las armas y en el conocimiento de las letras, una formación habitual en aquellos años para los donceles de buena familia.
     En julio de 1468 regresó a Montilla tras la muerte del infante Alfonso. Pasó unos años trabajando para los intereses de la familia, siguiendo de cerca las escaramuzas en la frontera con los musulmanes del reino nazarí de Granada. Probablemente también estuvo presente en el famoso duelo mantenido en la puerta de las Armas de la Alhambra entre el conde de Cabra y su hermano, el señor de Aguilar, a mediados de 1470 con el que se aspiraba a poner fin al viejo pleito entre ambas secciones del linaje de los Córdoba. Fue por estas fechas cuando contrajo su primer matrimonio con Isabel de Sotomayor, prima suya, hija del señor de El Carpio. Un acto al que se unió su nombramiento como alcalde de Santaella y su ulterior prisión en manos del conde de Cabra.
     En septiembre de 1476 salió por segunda vez de su casa para instalarse en la Corte de los reyes Isabel y Fernando, convencido de que el parentesco con el Rey, por vía de los Manrique, le abriría las puertas del servicio al Estado. Desde su llegada a Segovia, donde en aquel momento estaba reunida la Corte, comprendió las nuevas ideas políticas de los Monarcas, que exponían con vivacidad mosén Diego de Valera y Gonzalo Chacón, en cuyos textos aprendió las obligaciones del nuevo cortesano. Se inició en la política gracias a su amistad con Fernando el Católico, su primo, quien le introdujo en los senderos de la administración y el servicio público.
     El matrimonio de Juana (de Aragón), hermana de Fernando, con Ferrante, rey de Nápoles, su primo (era hijo de Alfonso el Magnánimo), supuso un primer contacto con el arte de la alta política internacional y le abrió los ojos al mundo del Mediterráneo, por el que la casa de Aragón mostraba gran interés desde siempre. Pero fue sin duda el comienzo de la guerra con Granada el que despertó sus sueños de promoción ligados al servicio del Estado. Formó parte desde el primer momento de los contingentes del rey Fernando y le acompañó en diversas ocasiones en las campañas militares y diplomáticas, aprendiendo de él la sutil diferencia entre unas y otras. Los tres primeros años de guerra (1482-1485) significaron su verdadera iniciación, aunque ésta ya había tenido lugar años atrás en la campaña portuguesa.
     Fue después de la llegada de la reina Isabel al teatro de operaciones, en 1485, y tras ser nombrado alcalde de Íllora, cuando logró abrir paso a un posible acuerdo entre los reinos de Castilla y Granada, proyecto político que le obligó a trabar una sólida amistad con el rey nazarí Boabdil. Realizó entonces sus primeras hazañas en la Vega de Granada y comenzó la leyenda de su pericia en el arte militar, coincidiendo con su segundo matrimonio, esta vez con María Manrique.
     La primera lid singular de corte caballeresco la realizó en un campo cercano al que luego fue el monasterio de San Jerónimo. A partir de 1489 se inicia la redacción de las Capitulares de rendición de la ciudad y el reino, en las que intervino gracias a su conocimiento del árabe y a su amistad con el Rey nazarí. Sin embargo, la campaña continuaba y algunos hechos de armas alarmaron a ambas partes. La quema de las tiendas del Real contribuyó a su favor por parte de la reina Isabel, debido a la decidida actuación de su esposa que contribuyó generosamente a la reposición del ajuar doméstico. La construcción de la ciudad de Santa Fe significaba el reconocimiento de la firmeza de los Reyes de sostener hasta el final la capitulación de Granada. Así, en enero de 1492, se produjo la toma de la ciudad que provocó el fin del reino nazarí y el ulterior exilio a Marruecos de su familia real.
     Por su parte, Gonzalo se abstuvo de apoyar a los sectores duros que proponían un sometimiento de la población musulmana contrario al espíritu y la letra de las Capitulaciones, pero no se sumó tampoco al sector crítico. Permaneció entregado a sus actividades como rentista, ahora centradas en poner en marcha las alquerías obtenidas en el reparto de tierras musulmanas, y así se mantuvo expectante durante casi dos años viviendo en Granada con algunas esporádicas visitas a la Corte o a la ciudad de Montilla, donde firmó ante el escribano Alfonso Pérez unos poderes a favor de su amigo Gonzalo de Herrera, responsable del cobro de las alcabalas de Córdoba, unas rentas que tenía “por juro de heredad” y que ascendían a más de 50.000 maravedís. En 1494 acompañó a su amigo Boabdil a su exilio en Fez.
     Pero su destino estaba en Italia, y allí marchó por mandato del rey Fernando el 30 de marzo de 1495 al frente de un pequeño contingente de tropas que tenía como objetivo defender la frontera del Reino de Nápoles, recién conquistado por el rey de Francia Carlos VIII, con el Reino de Sicilia. Los despachos no dejaban el menor rastro de duda: la defensa del faro era su misión; pero, una vez en Mesina, donde recibió al completo a la Familia Real napolitana, al frente de la cual se encontraba la reina viuda, Juana (de Aragón), la hermana del rey Fernando, Gonzalo tuvo dudas de las órdenes recibidas. Contra la voluntad de los Reyes, Gonzalo dejó Sicilia para pasar a la Calabria con lo que ponía un pie en el Reino de Nápoles, invitando así a entrar en guerra al ejército francés. Los primeros contactos con aquel sofisticado cuerpo de ejércitos fueron desalentadores, pero sin desanimarse puso manos a la obra consistente en organizar las tropas, transformando el orden táctico y la moral de combate del ejército español. Lo hizo aplicando tres importantes decisiones: Una profunda y nueva organización del cuerpo expedicionario, punto de partida de la reforma necesaria y urgente, pues sobraban ballesteros y faltaban arcabuceros, había demasiado jinetes ligeros y faltaba una sólida infantería y un cuerpo de caballería pesado como lo había en los ejércitos de Francia, Borgoña, Inglaterra y Milán, las potencias con las que debería medirse España a partir de ese momento. Así nacieron las famosas “coronelias”, que propiciaron la profesionalización del Ejército. La segunda decisión consistió en entender la guerra moderna como un trabajo de equipo, donde cada individuo tenía una función que cumplir. Por ese motivo se rodeó siempre de excelentes colaboradores en todos los ámbitos de la milicia, desde artilleros como Pedro Navarro hasta generales de caballería como los hermanos Colonna. La tercera decisión fue reconsiderar a fondo el papel de la caballería pesada en el orden táctico. Con estas tres decisiones llevó a cabo una nueva concepción del arte de la guerra, un instrumento de poder como no lo había tenido ningún rey hispánico hasta entonces, y fundamento en último término del futuro imperio.
     En la primavera de 1496 comienza la campaña calabresa con prudencia, apoyando la política del rey de Nápoles, Fernandino (Ferrante II), lo que le conduce a la organización de los castillos fronterizos y a la victoria de Atella, que se compensaron con algunos reveses de sus tropas, aunque sin su presencia, por parte del general escocés Robert Stuart, señor d’Aubigny, que venció a las tropas españolas el 21 de junio de 1495 en Seminara. Tras la muerte de Fernandino, la reina Juana de Aragón le necesitó de nuevo para que con sus tropas apoyase la coronación de Federico (o Fradrique) como nuevo rey de Nápoles. En febrero de 1497, el papa Alejandro VI requiere su presencia en Roma con el fin de conquistar la plaza fuerte de Ostia, perfectamente guarnecida y al mando del capitán vasco Menoldo Guerra. El 9 de marzo de ese mismo año ya la había conquistado, en una rápida maniobra, pronto admirada en toda Europa y premiada por el Papa con la Rosa de Oro, máxima condecoración pontificia. Temeroso ante la posibilidad de perder a un soldado como él, el Rey de Nápoles le concede los títulos de duque de Monte Santangelo y Terranova, con sus propiedades anexas de Marzote, Rocadevalle, Pinillo, Montenegro y Torremayor. Al regreso de Roma, tras tomar la Roca Guillermo, los soldados de su regimiento y los franceses que la habían defendido comienzan a darle el apelativo con que más tarde la historia le conocerá: el Gran Capitán.
     Pero todos esos éxitos militares no sirven para aplacar a los Reyes Católicos que reclaman su regreso a España para someter sus conquistas al examen de la Hacienda pública, en ese momento en manos de Alonso de Morales, que dio lugar a las primeras Cuentas del Gran Capitán, manuscrito que se conserva en la Real Academia de la Historia. Pasará los dos años siguientes en sus propiedades de Granada, pensando, quizás, que su tiempo como militar y hombre de Estado había acabado para siempre. Pero el azar, esa mano del destino, sale a su encuentro en forma de un ataque de los turcos a la costa dálmata, con lo que la ciudad de Venecia volvió a percibir el peligro de otros tiempos. El dogo veneciano, el papa Alejandro y el rey de Francia organizan una coalición a la que invitan a los Reyes Católicos para que formen parte de ella, pero con la condición de que el mando de las tropas de la colación recayese en el Gran Capitán, el único según ellos capaz de obtener una rápida victoria sobre el potente ejército turco. La resistencia de los Reyes fue pareja a la del propio Gonzalo, receloso de la actuación hacia él en las campañas calabresas de los años anteriores. Por fin, sin embargo, se consigue un acuerdo y es nombrado capitán general y almirante de la Armada. Con tales títulos y sus fuerzas aumentadas con barcos venecianos al mando del almirante Benedetto Pesaro y con naves francesas, hace frente a los turcos en Cefalonia, obteniendo una importante victoria militar el día de Navidad de 1500.
     En febrero de 1501 es nombrado lugarteniente general de Apulia y Calabria, desde donde llevará a cabo un silencioso pero eficaz programa de restauración a la moderna de los castillos y las fortalezas de la región, adaptándolos a las nuevas exigencias creadas por la balística. Destacó en ello el cambio del artillero circular por el apuntado o esputón y más tarde por las tijeras, la creación de cercas abaluartadas, de merlones aspillerados y de cañoneras de buzón. Asimismo, mostró sus dotes diplomáticas mediando entre la familia de los Orsini y la de los Colonna, tradicionalmente enfrentadas, consiguiendo un importante acercamiento entre ellas. Pacificó la región y estuvo siempre a la expectativa de los movimientos de las tropas francesas, sobre todo cuando el rey Luis XII envió un poderoso ejército con el fin de conquistar de nuevo el Reino de Nápoles, una vez hubo fracasado el acuerdo de partición con los Reyes Católicos. La presencia del poderoso ejército al mando del joven e impetuoso duque de Nemours le obligó a reforzar las defensas de Barletta y Tarento, las plazas de las que partió su famoso contraataque de 1503. Así, en efecto, el 28 de abril de 1503, las tropas francesas de Luis d’Armagnac, duque de Nemours, se enfrentaron con las tropas españolas e italianas de Fernández de Córdoba en la localidad de Ceriñola, en la región de Apulia. La ladera cubierta de viñedos estaba ocupada por las tropas del Gran Capitán en posición de combate: en el centro los lansquenetes bávaros y la infantería española al mando de García de Paredes y Pizarro, padre del futuro conquistador del Perú; un poco más retrasados, en las alas, se encontraban los hombres de armas al mando de Próspero de Colonna y Diego Hurtado de Mendoza. Detrás, la artillería con Pedro Navarro. Y en un extremo, a la retaguardia, la caballería ligera de Fabrizio Colonna y Pedro de Pas. En el centro de todo ese dispositivo táctico, sobre un pequeño promontorio, se situó Fernández de Córdoba, vestido con sus armas y la cara descubierta, para queja de sus allegados. Los hombres estaban sudorosos y cansados. La marcha por la ribera del río Ofanto había sido agotadora. Se disponían a descansar, pues el día estaba avanzado, y no parecía prudente comenzar la batalla al caer la tarde. El duque de Nemours no pensaba así. El orden de las tropas francesas era el siguiente: en vanguardia se colocaron los hombres de armas al frente de los cuales se situó el propio Nemours, junto a D’Ars. Detrás, la infantería suiza y gascona al mando de Chandieu; en retaguardia, la caballería ligera comandada por Yves d’Allegre. Todo parecía indicar que Nemours ordenaría la carga de la caballería pesada contra las posiciones españolas. En apenas unos minutos, más de tres mil muertos franceses quedaron en el campo de batalla. Al caer la noche, el de Córdoba se refugia en su tienda de campaña, mientras deja que los Colonna y otros capitanes se diviertan en las tiendas de los vencidos. Sigue triste y perplejo. Pregunta por Nemours, su enemigo, cuya suerte aún no conoce. De repente se fija en un criado con un vestido que reconoce, robado deslealmente del cadáver del duque. Se apartó, retrocediendo dos pasos, y se pegó a la tela de la tienda para ver mejor al felón. Se enfureció y luego exige ser llevado junto al cuerpo de Nemours, a quien encuentra en el campo completamente desnudo, con una teja tapándole sus partes. No necesita más. Siente náuseas y ordena que lleven al duque hasta el campamento. Organiza un oficio de difunto; siente una enorme ternura por aquel joven altivo y desgraciado.
     Cualquier lector de Paolo Giovio se da cuenta de que este relato sobre el encuentro de Gonzalo con el cadáver de su antiguo enemigo tiene la fuerza, o el valor, o la sabiduría, de mostrar la grandeza de un gesto social que no siempre se entiende. Gonzalo era un rostro vestido de tristeza. La reacción del rey Luis XII no se hizo esperar. Un nuevo ejército francés avanzó sobre Nápoles al mando de Louis de la Tremoïlle, mientras en Roma agonizaba el papa Alejandro VI, víctima de la malaria. El 18 de agosto llegó el fatal momento, casi al mismo tiempo que el Gran Capitán fortificaba la región. Abandonó Mola y Castellone y se retiró al otro lado del río Garellano, para situar su cuartel general en San Germano. Esto le obligó a controlar las tres fortalezas que defiendían el río: Rocasecca, Aquino y Montecassino. El choque se hacía esperar, pero era inevitable. Lo que se ha dado en denominar “batalla del Garellano” fue en realidad la larga y pesada campaña del otoño-invierno de 1503. El renovado ejército francés, con más de cinco mil suizos y un tren de artillería como nunca antes se viera, se había desplegado sobre aquel fondo de fortalezas duramente defendidas por las tropas españolas. Lo mandaba Giovanni Francesco Gonzaga, marqués de Mantua, al haber enfermado Louis de La Tremoïlle. Era un cambio importante. El Gran Capitán tenía ante sus ojos al hombre que, años atrás, se había enfrentado a Carlos VIII en la llanura de Fornovo, y lo tenía al frente de un ejército moderno, bien pertrechado y convencido de su superioridad. Más adelante aún, y siendo ya evidente que nunca lograrían la victoria, los cronistas franceses insistieron en el hermosísimo despliegue táctico del marqués de Mantua. Fernández de Córdoba había llegado muy cansado al Garellano, sabiendo que tendría que sufrir el crudo otoño de aquella zona: lluvioso y frío, a veces casi inaguantable. Inquietos por su actitud defensiva o por sus respuestas demasiado prudentes (en contadas ocasiones se atrevía a cruzar el río hacia la zona francesa), sus colaboradores más próximos, incluido Próspero Colonna, que mandaba la caballería ligera, hicieron el esfuerzo de seguirle en sus constantes movimientos desde Roccasecca, Montecassino y Aquino hasta Sessa, mientras Gonzaga se fortificaba en Pontecorvo, Roca Guillerma y Castelforte; y todo ello a través de infranqueables barrizales, poniendo a prueba el valor y la disciplina de unos hombres ateridos por el frío y la humedad. En la noche del 27 de diciembre, las tropas del Gran Capitán cruzan el Garellano. A Bartolomeo de Alviano lo envía al norte, a Suio, mientras que a Fernando de Andrade lo manda al sur, directamente a Traietto. El grueso del ejército atravesará el río con él. Se ha discutido mucho si el marqués de Saluzzo se dio cuenta alguna vez de la estrategia ideada por Gonzalo de Córdoba; si el marqués hubiera podido prever que el ataque de Alviano era simplemente una estratagema, las cosas habrían sido diferentes, pero nunca lo tuvo claro. El nerviosismo de su gente embarcando a toda prisa los cañones para la defensa de Gaeta (muchos fueron a parar al fondo del río y los demás a manos de los españoles), mostraba que el ataque les había cogido por sorpresa. Aun así, el de Córdoba pasó un momento de verdadero peligro cuando Próspero Colonna fue rechazado y él tuvo que dirigir personalmente a los lansquenetes bávaros hasta que llegó Bartolomeo de Alviano con la infantería desplegada. El éxito fue total. Unos días después se rendía Gaeta y con ello se puso fin a la presencia francesa en el Reino de Nápoles. Eso es lo que ocurrió en el Garellano, que no fue una batalla en el sentido clásico de la palabra, aunque en su ejecución se vean muchos rasgos de lo que fueron las batallas de las guerras modernas. Fernández de Córdoba se adelantó a su tiempo y por eso mismo venció en aquellas largas jornadas de sangre, sudor y lodo.
     El gobierno del Gran Capitán en Nápoles coincidió con la época de la recuperación de la virtù nacional italiana y enseguida con los valores que los historiadores del arte llaman el Renacimiento, enfrentados en parte con la cultura del gótico tardío, procedente en su mayor parte de Flandes, donde se desarrollaba un esquema estético diferente que era al mismo tiempo una concepción del mundo. La situación en Nápoles era difícil. Aislado en el corazón de una Italia fuertemente republicana y de intereses mercantiles, donde había sido fácil el ascenso de banqueros al poder político, como en el caso de Florencia con los Médicis, rodeada de ambiciosos y gigantescos vecinos, el Imperio alemán y el Imperio turco cada vez más frente a frente en los Balcanes, el Reino de Nápoles era la llave para que España pudiera entrar en la alta política internacional con su propio rostro.
     Durante los años del Gran Capitán como virrey de Nápoles se recrudecieron las tensiones entre él y el rey Fernando, que sin embargo no actuó hasta la muerte de la reina Isabel. Su viaje a Italia en compañía de la nueva reina, Germana de Foix, en el verano de 1506 dio lugar al famoso encuentro en Nápoles, convertido en legendario gracias a la pluma de Lope de Vega que lo hizo el telón de fondo de su comedia sobre Las cuentas del Gran Capitán. El fulminante cese de su cargo de virrey y su regreso a España incrementaron la fama y la leyenda de hombre melancólico, sobre todo tras obtener de la reina Juana un puesto en la Administración al concederle la tenencia de la fortaleza de Loja como alcalde de la ciudad, cuya toma de posesión tuvo lugar el 15 de julio de 1508.
     Gonzalo Fernández de Córdoba convirtió Loja en un observatorio de la política nacional y de la internacional, una pequeña Corte a la que acudían, sin embargo, celebridades del campo de la literatura, lo que aumentaba los recelos del Rey, cada vez más predispuesto a favor del duque de Alba, y las envidias del marqués de Mondéjar afincado en Granada. La revuelta nobiliaria de su sobrino, el marqués de Priego, terminó con la demolición del castillo familiar de los Aguilar en Montilla, un gesto del Rey poco apreciado por la nobleza de la región, en el que algunos vieron la prueba de su creciente enemistad con el Gran Capitán. Pero la derrota de los ejércitos españoles al mando del duque de Cardona en Rávena, provocó la creación de una nueva alianza entre España, el Papado —ahora en manos de Julio II— y Venecia. Los aliados decidieron ofrecer el mando de las tropas al Gran Capitán, el único que en verdad podía enfrentarse con garantías al poderoso ejército francés de Luis XII. Pero la muerte de éste y la obstinada animadversión de Fernando el Católico malograron la empresa.
     En esos años finales, vividos en Loja, mantuvo una importante correspondencia con el cardenal Cisneros y otros grandes del reino; recibió la visita del futuro gran historiador florentino Francesco Guicciardini y mantuvo firme la Corte como señala su secretario de esos años, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo.
     A finales de la primavera de 1515 enferma de gravedad en Loja y decide marchar a Granada junto a su mujer y su hija. El 30 de noviembre reforma su testamento, a petición de sus amigos y de su secretario, Juan Franco, permitiendo que en su identificación se coloque el título de “Gran Capitán” y aceptando que su cuerpo descanse en el monasterio de los Jerónimos. Dos días después moría en Granada. Su muerte dio paso a la elaboración de su mito como hombre singular, según el juicio del historiador Paolo Giovio. Una elaboración en la que colaboraron las más insignes plumas de la literatura española del Siglo de Oro y también de la francesa, del Romanticismo y del mundo moderno (José Enrique Ruiz-Domènec, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Núñez de Balboa, puesto que durante la Exposición Iberoamericana de 1929, está vía se dedicó a este personaje;
     Vasco Núñez de Balboa, (Jerez de los Caballeros, Badajoz, c. 1475 – Acla, Panamá, 13-19 de enero de 1519). Conquistador, descubridor del océano Pacífico.
     Fue fundador y alcalde de Santa María la Antigua del Darién, primera ciudad española en la América continental, y de Acla, así como conquistador de una gran parte de la región transístmica americana. Tuvo los títulos de adelantado de la Mar del Sur y gobernador de las provincias de Panamá y Coiba.
     Debió de nacer hacia 1475, pues Las Casas afirmó que en 1510 era “mancebo de hasta treinta y cinco o pocos más años”. Su padre fue Nuño Arias de Balboa, “hidalgo y de sangre limpia” y su madre una señora de Badajoz de nombre desconocido. Este matrimonio tuvo varios hijos: Gonzalo y Juan, y quizá otros dos llamados Vasco y Alvar. Vasco entró como criado en casa de Pedro Puertocarrero, señor de Moguer, donde se educó en letras, modales y armas. Allí debió de asistir al protagonismo de Moguer en la empresa colombina. A fines de siglo, se trasladó a Sevilla y en 1500 se enroló como escudero en la expedición organizada por el escribano público de Triana Rodrigo de Bastidas y el cartógrafo Juan de la Cosa. Parece que era buen espadachín. Las Casas lo describió como “bien alto y dispuesto de cuerpo, y buenos miembros y fuerzas, y gentil gesto de hombre muy entendido, y para sufrir mucho trabajo”.
     La expedición, formada por una nao, una carabela y un bergantín, partió de Cádiz hacia marzo de 1501 y llegó a Coquibacoa o la Guajira, desde donde navegó lentamente (durante cinco meses) hacia occidente, descubriendo la actual costa atlántica colombiana (Santa Marta, bocas del Magdalena, Cartagena, etc.) y luego la costa atlántica panameña desde Urabá hasta un punto desconocido, quizá el Retrete, situado a unas 150 millas del Darién. El mal estado de las naves a causa de la broma (molusco lamelibranquio que perforaba las cuadernas de roble de las quillas) obligó a detener el descubrimiento, ante la amenaza de hundimiento. Juan de la Cosa logró llegar con las naves hasta Jamaica y desde allí a la isla La Española. Intentaron inútilmente reparar las naves y finalmente se hundieron en las cercanías de Puerto Príncipe en febrero de 1502. Los expedicionarios llegaron a pie a Santo Domingo, divididos en tres grupos. Se inició el proceso a Bastidas y tuvo que volver a España, pero Balboa se quedó en la isla de Santo Domingo. Debió de participar en la conquista ovandina, pues fue premiado con un reparto de tierras en Salvatierra de la Sabana, población que ayudó a fundar. Inició un negocio de cría de cerdos que le fue mal. Endeudado, fue a Santo Domingo, donde se encontraba en 1509 buscando la forma de salir de la isla. Sus acreedores le impidieron salir en la expedición de Ojeda al Darién y tuvo que esperar hasta que se organizó la del bachiller Martín Fernández de Enciso, socio del anterior y su alcalde mayor, que partió de Santo Domingo el 13 de septiembre de 1510, para reforzar a su jefe y socio, con una nao y un bergantín con cincuenta y dos hombres. Balboa iba de polizón, con su perro Leoncico, escondido en una vela o dentro de un tonel (existen ambas versiones). Descubierto en alta mar, estuvo a punto de ser abandonado en una isla desierta por Enciso (parece que era uno de sus acreedores), quien finalmente le dejó a bordo a ruegos de los tripulantes. La flotilla siguió su rumbo a Urabá y encontró frente a Cartagena los restos de la expedición de Ojeda, mandados por Francisco Pizarro. Se supo entonces que había fracasado el intento de poblar San Sebastián en el golfo de Urabá, por lo insalubre del lugar y porque estaba habitado por indios que usaban flechas envenenadas. El propio Ojeda había sido herido y tenido que abandonarlo en busca de refuerzos, tras dejar a sus hombres al mando del Pizarro y con autorización para hacer lo que estimaran conveniente si no regresaba en un plazo de cincuenta días. Los españoles habían cumplido con el plazo, tras el cual habían embarcado en las naves que encontró Enciso.
     Enciso puso proa a San Sebastián y, al llegar, naufragó la nao. Comprobó que era cierto cuanto le habían dicho. Es más, los indios habían quemado las treinta chozas construidas por los españoles. Convocó entonces una junta para decidir si regresaban a La Española o buscaban otro lugar para poblar, lo que no parecía fácil. En plena deliberación pidió la palabra Vasco Núñez para decir algo parecido a esto que transcribió el padre Las Casas: “Yo me acuerdo, que los años pasados, viniendo por esta costa con Rodrigo de Bastidas a descubrir, entramos en este Golfo, y a la parte de occidente, a mano derecha, según me parece, salimos en tierra y vimos un pueblo de la otra banda de un gran río, que tenía muy fresca y abundante tierra de comida, y la gente de ella no ponía hierba (veneno) en sus flechas”. Fue una sugerencia providencial que todos aceptaron, empezando por el propio Enciso. Dejaron 65 hombres en San Sebastián y el resto siguió hasta el lugar señalado por Balboa, que encontraron pasado el golfo, en un río del Darién. Era la provincia del cacique Cémaco, cuyos guerreros fueron vencidos fácilmente por Enciso, que les combatió tras encomendarse a la Virgen de Nuestra Señora del Antigua (Las Casas dio una versión mas idílica del encuentro con los naturales). Los vencedores se apoderaron de la población y quemaron a los homosexuales (muy frecuentes en el istmo), en aplicación de la ley de 1254, y recogieron un pequeño botín de oro. Mandaron luego venir a los que habían quedado en San Sebastián y procedieron a establecer una población que llamaron La Guardia en noviembre de 1510. No hubo fundación formal y Oviedo asegura que unos meses más tarde Balboa decidió bautizarla con el nombre de Santa María de la Antigua del Darién. Fue la primera capital española en la América continental. Su emplazamiento se ha discutido mucho, pero parece ser en un afluente del río Tanela, muy cerca de un buen puerto, que debería de ser Puerto Escondido.
     Enciso ejerció provisionalmente el mando, pero se enemistó pronto con sus hombres por haberles prohibido comerciar con oro bajo pena de muerte y se negó además a repartir el botín de oro capturado a los naturales, ya que en su opinión esto le correspondía hacerlo al gobernador Ojeda. Balboa aprovechó la ocasión para minar su autoridad, pidiendo la creación de un Cabildo para que gobernase la ciudad. Se reunieron los conquistadores y resultaron elegidos como alcaldes Vasco Núñez y Benito Palazuelos (sustituido luego por Zamudio). El tesorero fue el médico doctor Alberto, el alguacil Bartolomé Hurtado, y los regidores Diego Albítez, Martín de Zamudio, Esteban Barrantes y Juan de Valdivia. El Cabildo se apoderó de los barcos y empezó a actuar como máxima autoridad local. Protestó Enciso, argumentando que representaba al gobernador Ojeda, de quien era alcalde mayor, pero no pudo presentar su nombramiento porque se había perdido en el naufragio de la nao, según dijo. Los cabildantes no le hicieron caso alguno.
     En la segunda quincena de 1510 llegó a Santa María Rodrigo de Colmenares con dos naves y los refuerzos para su jefe Diego de Nicuesa, a quien debía encontrar en algún lugar situado al oeste del golfo de Urabá. En la ciudad no se sabía nada de Nicuesa y Colmenares la abandonó, siguiendo por la costa panameña tras el rastro de su gobernador. Lo encontró pasado Nombre de Dios. Nicuesa había fracasado en su objetivo poblador y le quedaban sólo treinta hombres. Al saber que existía Santa María, decidió ir a la ciudad y reclamarla como parte de su gobernación, ya que estaba pasado el golfo de Urabá y había convenido con Ojeda que Urabá se dividiría por la mitad para sus dos gobernaciones. Tardó mucho en llegar y se le anticiparon las noticias de sus desastres, por lo que el Cabildo de Santa María se juramentó para no recibirle por gobernador. Cuando Nicuesa arribó a Santa María se le conminó a no desembarcar y luego a retirarse. Tras muchos incidentes fue obligado a reembarcarse el 1 de marzo de 1511. Puso rumbo a La Española, donde pensaba reclamar sus derechos, pero murió en el naufragio de su nave en alta mar. Fernández de Oviedo atribuye todo esto a maquinaciones de Balboa y Pedro Mártir atribuye culpa a los dos, Enciso y Balboa. Enciso exigió luego dos tercios del botín (sacado el quinto) por su aportación de los barcos y por su supuesto título. Se le negaron; antes al contrario se le acusó de usurpación de autoridad y tentativa de apropiación indebida. Se le puso en libertad, pero decidió ir a España para reclamar sus derechos. Embarcó en la carabela de Colmenares el 4 de abril de 1511. Le acompañaban el alcalde Zamudio y el corregidor Juan de Valdivieso, a quienes Balboa envió a Santo Domingo para pedir ayuda y mercedes. Consecuencia de esto último fue que el virrey Diego Colón reconociera a Vasco Núñez el título de gobernador interino del Darién, desconociendo los derechos de Enciso. Lo mismo haría luego el Rey por Cédula de 23 de diciembre de 1511, en espera de nombrar gobernador en propiedad.
     Vasco Núñez de Balboa había quedado como la única autoridad del Darién desde el 4 de abril de 1511, cuando lo abandonó Enciso y un mes después de partir Nicuesa. Su gobierno duró tres años durante los cuales realizo la conquista y el descubrimiento del Pacífico. En mayo se dirigió al cacicazgo de Careta para pedir alimentos a su jefe Chima. No se los dio y Balboa le prendió. Acordaron entonces que Chima entregaría anualmente alimentos y algún oro, a cambio de que Balboa le ayudara en su guerra contra el cacique Ponca. El cacique selló el pacto con la entrega de varias mujeres, entre ellas a su hija Anayansi, que tenía trece años y se convirtió en la amante y mujer de Balboa. Chima aceptó ser bautizado con el nombre de Fernando, como el Rey.
     Balboa mandó recoger toda la gente de Nicuesa que quedaba en Veragua y la trasladó a Santa María. En agosto de 1511 procedió a organizar la ciudad. Distribuyó solares a los vecinos, se trazaron calles, se construyeron casas y se señalaron sementeras de maíz. Para cumplir lo prometido a Careta, atacó al cacique Ponca. Los naturales se escondieron, por lo que saqueó su territorio. Fernando le pidió entonces que hiciera lo mismo con otro enemigo suyo, el cacique Comogre (su territorio iba del Caribe al río Bayano). Éste recibió bien a los españoles y tras agasajarlos con comida y bebida abundantes, aceptó luego bautizarse como Carlos y les regaló setenta esclavos y piezas de oro, valoradas en unos 4000 pesos. Balboa ordenó separar el quinto real y repartir el resto del botín entre sus hombres, que disputaron por las mejores piezas. Panquiaco, hijo mayor del cacique, intervino para aconsejar a los españoles que fueran a buscar el oro donde abundaba, que era en las tierras de Pocorosa y Tubanamá, cerca de la mar que estaba al Sur, según señaló (por la inflexión del istmo), y a solo tres días de marcha de las montañas del valle de Bayano. Pedro Mártir recogió un discurso muy florido de Panquiaco, que es improbable que lo dijera, y Las Casas creyó que Panquiaco se refería a la riqueza del Perú, cosa aún más improbable. Balboa y sus hombres regresaron a Santa María, donde encontraron a Valdivia, que había regresado de la Española con el nombramiento de Vasco Núñez como gobernador interino por el virrey. Balboa le mandó regresar nuevamente a Santo Domingo para informar al virrey de las noticias sobre la Mar del Sur y pedirle un refuerzo de mil hombres, armas y vituallas. Le entregó asimismo el quinto real de los botines logrados hasta entonces, que subían a unos 15.000 pesos. La nave de Valdivia naufragó, por lo que Colón no recibió las noticias ni el quinto real. El año se cerró con el nombramiento real de Balboa el 23 de diciembre de 1511 como gobernador y capitán de la isla de Darién “entre tanto que mandamos proveer de Gobernador e Justicia de la provincia del Darién”. Fue resultado de las gestiones de Zamudio en España, pero no le llegaría a Balboa hasta 1513, por lo que ejerció con el que le había dado Colón.
     Ningún historiador ha explicado la razón por la cual Balboa no emprendió la jornada del descubrimiento de la Mar del Sur en 1511, tras recibir los informes de Panquiaco, como sería esperable. Aguanto casi dos años para hacerlo, pese a saber que habría llegado al Pacífico en sólo unas semanas. Balboa dedicó el año 1512 y la mayor parte del año siguiente a establecer buenas relaciones con las tribus de la zona transístmica y, lo que es aún más raro, a realizar su expedición a la culata de Urabá, como si presintiera que allí podría haber otro camino alternativo a la Mar del Sur. Organizó una fuerza de ciento sesenta hombres de la que nombró segundo a Rodrigo de Colmenares y la embarcó en un bergantín y una flotilla de canoas para explorar el golfo. Desembarcó en Urabá y penetró hasta la provincia de Ceracana (su cacique era Abraibe), donde recogió otro botín de oro de 6.000 pesos. Subió luego por el río Atrato hasta el río Sucio, al que llamó Negro, desde donde alcanzó la tribu de Albanumaque. Aquí oyó hablar del mito del Dabaibe (sus hombres cogían pepitas de oro como naranjas y las transportaban en cestas). No pudo ir en su busca, porque le llegaron noticias de que en el Darién había surgido una sublevación indígena para destruir Santa María. Regresó a la ciudad y logró deshacer la conspiración urdida por los caciques Cémaco, Abraibe, Abanumaque y Abibaibe en octubre de 1512. Incluso le tendieron una emboscada con cuarenta guerreros disfrazados de campesinos, de la que logró salir indemne por el miedo que les infundió su sola presencia. Pese a todo, la situación de la colonia era mala. Los vecinos llevaban dos años sin refuerzos, viviendo por sus medios, y decidieron pedir ayuda, Construyeron un pequeño bergantín en el que embarcaron el veedor Juan de Quicedo, Colmenares y once tripulantes y partieron el 28 de octubre de 1512. En Santa María quedaron sólo ciento sesenta españoles. Quicedo y Colmenares llegaron a La Española, donde trataron de desacreditar a Balboa, y luego a España en 1513, donde siguieron hablando mal del gobernador, lo que decidió al rey Fernando a enviar un gobernador titular y una fuerza pobladora al Darién.
     El descontento de Santa María fue dirigido por los alcaldes y regidores, como el bachiller Corral, cierto Alonso Pérez de la Rúa, Luis de Mercado y Gonzalo de Badajoz. Hicieron una “pesquisa secreta” e intentaron apoderarse del botín de 10.000 pesos de la Tesorería. Balboa encarceló a varios de ellos y los puso luego bajo la custodia de los franciscanos. Llegaron entonces unos refuerzos de La Española, enviados por Colón (Sebastián Ocampo entre ellos). Las Casas afirmó erróneamente que también llegó el nombramiento real de Balboa como gobernador interino, pero fue posterior. Vasco Núñez envió a Colmenares por procurador suyo a La Española, con un memorial para el Rey, fechado el 20 de enero de 1513, en que criticaba a sus antecesores, Nicuesa y Ojeda, y ponderando sus descubrimientos, el cuidado de Santa María, el buen tratamiento dado a los indios, los botines logrados y la enorme riqueza que se escondía en los ríos que iban al otro océano. Ocampo partió con sus naves y tardó mucho en llegar a España. Arribó además enfermo y murió en Sevilla en 1514, transfiriendo a Noya la defensa de Balboa.
     Poco después llegaron al Darién varias naves de La Española con víveres, correspondencia y cuatrocientos colonos, según el piloto Juan de Ledesma que iba con ellos, o 150, según Las Casas. En la correspondencia llegó el nombramiento real de Balboa por gobernador interino otorgado por el rey en 1511, así como noticias (quizá de Zamudio) de que el Rey pensaba nombrar un gobernador en propiedad, ajeno a las facciones existentes. Balboa decidió entonces (por qué no lo hizo antes) jugar la carta escondida del descubrimiento del Pacífico, pensando sin duda que era su gran oportunidad para ascender de gobernador interino a propietario. Dejó en Santa María doscientos hombres y salió a su descubrimiento con ciento noventa. Su plan era ir a Careta, Ponca y luego a la tierra de Chima, que le facilitaría las guías y porteadores para llegar a la Mar del Sur. Zarpó del puerto de la ciudad el 1 de septiembre de 1513 con un barco pequeño y nueve canoas rumbo a la tierra de Chima. El itinerario que iba a seguir, visto en un mapa moderno, supone cruzar Panamá desde Sasardí Viejo, en la costa atlántica, hasta el golfo de San Miguel, en la pacífica. En la época suponía ir desde Careta, en la costa atlántica, hasta el cacicazgo de Ponca, en la sierra, bajar luego a la de Quareca y subir la sierra de este nombre hasta un lugar desde el cual podría divisar el océano Pacífico. Sabía a dónde iba y por dónde. Aunque tardó veintidós días en cruzar el istmo, sólo anduvo durante unos diez días de ellos. Eso sí, lo hizo al comenzar el invierno tropical, lo que añade otra incógnita al problema de la fecha escogida para la expedición. Los españoles marchaban en fila india por las trochas, seguidos de los porteadores y mujeres de los indios, con lo que sería una columna de varios kilómetros.
      Hizo por mar la pequeña travesía hasta Puerto Careta, donde dejó más de la mitad de sus hombres asentados en un real, y partió con sólo 92 soldados y dos sacerdotes. Tras dos días de marcha por la selva alcanzó Ponca. Mandó llamar a su cacique y le interrogó sobre la ruta que debía seguir. Después de esto envió a retaguardia algunos enfermos y siguió hacia la tierra de Quareca, cuyo cacique, llamado Torecha, era enemigo de Ponca. Este trayecto fue el más duro del viaje. Tardaron en cubrirlo cinco días, dado lo abrupto del mismo. Cruzaron el Chucunaque, las fuentes del Artigatí y del Sabanas y finalmente llegaron a su objetivo el 24 de septiembre. En Quareca tuvieron un combate con los indios. Les vencieron fácilmente y saquearon la población. Balboa estableció otro nuevo real de apoyo con quince hombres y partió con el resto, sesenta y cinco soldados y el clérigo. Abandonó Quareca el 25 de septiembre, a las seis de la mañana, dispuesto a subir hasta la cima de las montañas aquel mismo día. Lo logró en unas cuatro horas. Hacia las diez de la mañana los guías le indicaron el lugar desde el cual podría ver la otra mar. Balboa ordenó detenerse a su gente y partió solo, pues deseaba ser el primer español que viera la Mar del Sur. Coronó la montaña en unos minutos y desde allí contempló extasiado el Pacífico. El escribano de la expedición, Andrés de Valderrábano, escribió luego en su diario: “Y en martes veinte y cinco de aquel año de mil e quinientos y trece, a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de todos los que llevaba por un monte raso, vido desde encima de la cumbre del la Mar del Sur antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí iban”. Llamó entonces al resto de sus hombres para que contemplaran la maravilla. A continuación procedió a tomar posesión en nombre de los reyes de Castilla: cortó varias ramas de los árboles, amontonó piedras y grabó sobre los troncos de algunos árboles los nombres del rey Fernando y de la reina Juana. Los indios miraban asombrados toda la ceremonia. Balboa hizo venir al escribano y le ordenó tomar los nombres de todos los que habían estado presentes en el acontecimiento: 67españoles. El primero era naturalmente el de Balboa, el segundo el del clérigo Andrés de Vera y el tercero el del teniente de la expedición, Francisco Pizarro, el hombre que años después encontraría en dicho océano el fabuloso Perú. El “martes” 25 de septiembre de 1513 cayó en domingo, por lo que Rómoli piensa en un error numérico en el acta del escribano (un domingo no habría pasado inadvertido para los clérigos), y que fuera realmente el martes, pero 27 de septiembre, cuando efectivamente se descubrió la Mar del Sur. Efectivamente, Oviedo transcribió el acta de Valderrábano con el error, de donde lo tomaron todos los historiadores.
     Los españoles descendieron hasta la costa y acamparon en Chape, cuyos habitantes huyeron. El cacicazgo los ostentaba una mujer, a la que no vio Balboa, que mandó llamar a los que habían quedado en Quareca. Cuando todos estuvieron reunidos, el 29 de septiembre, fiesta de san Miguel Arcángel, preparó la ceremonia de la toma de posesión. Seleccionó a veintiséis hombres y partió con ellos hasta la misma orilla del mar. Todos lucían sus mejores galas de combate; corazas, cascos, plumas y llevaban en vanguardia un estandarte con la imagen de la Virgen y las armas de Castilla. Había llegado a un ancón de un golfo que en el futuro se llamaría de San Miguel. Eran las dos de la tarde y la playa ofrecía aspecto deplorable, pues había marea baja y parecía un inmenso fangal. Balboa había calculado mal la marea, al regirse por el océano Atlántico. En vista del panorama existente, los españoles decidieron posponer la ceremonia. Se sentaron en la playa y esperaron que subiera la marea. Entonces y sólo entonces consideró Vasco Núñez que había un marco adecuado para la toma de posesión. El escribano Valderrábano anotó a este respecto: “Llegó [Balboa] a la ribera a la hora de vísperas y el agua era menguante. Y sentáronse él y los que con él fueron, y estuvieron esperando que el agua creciese, porque de bajamar había mucha lama e mala entrada, y estando así (sentados) creció la mar, e vista de todos, mucho y con gran ímpetu”. Balboa se puso la coraza y el yelmo, tomó el estandarte en la mano derecha y con la espada desnuda en la izquierda se adentró algunos pasos, hasta que el agua le llegó a las rodillas. Luego empezó a pasear de un lado para otro diciendo: “Vivan los muy altos e poderosos señores reyes don Fernando e doña Juana, Reyes de Castilla e de León, e de Aragón, etc. en cuyo nombre e por la corona real de Castilla tomo e aprehendo la posesión real e corporal e actualmente destas mares e tierras, e costas, e puertos, e islas australes”. Preguntó luego desafiante si alguien se oponía a la posesión, pero nadie replicó. A continuación preguntó si los españoles presentes estaban dispuestos a defender con sus vidas la posesión por los reyes de Castilla, a lo que contestaron todos afirmativamente. Después ordenó al escribano dar fe del acto y escribir los nombres de todos los presentes. Valderrábano anotó veintiséis nombres, encabezados por los de Balboa y Pizarro. Los testigos probaron el agua y aseguraron que era salada, como la de la otra mar. Por último Balboa dio unos sablazos a las aguas y salió a la playa, donde hizo con un puñal tres cruces en los árboles, en nombre de la Santísima Trinidad. Los acompañantes secundaron su acción cortando ramas y grabando cruces. Todo el formalismo quedó así cumplido.
     Al caer la tarde regresaron a Chape, donde el hermano de la cacica les obsequió oro y perlas. Balboa exploró los alrededores pues quería encontrar las perlas por su propia mano. Embarcó a sesenta hombres en unas piraguas y navegó por un brazo del río Congo hasta Cuquera, donde cogió a los indios otra buena cantidad de perlas y oro. Volvió a Chape y pidió más canoas. Se embarcó en ellas el 17 de octubre con sus hombres, dispuesto a llegar a las islas de las perlas. Al día siguiente arribó a las tierras del cacique Tumaca, unas veinte millas al norte del golfo de San Miguel. Lo bautizó como “golfo de San Lucas”, aunque los indios lo llamaban Chitarraga. El cacique Tumaca le dijo que las perlas estaban en las islas que se veían a lo lejos. Balboa trató de conseguir una gran canoa para llegar a ellas, pero no pudieron alistarla hasta el 29, cuando se adentró con ella en el mar acompañado de veintitrés españoles. Había mar gruesa y sólo pudo navegar hasta la desembocadura del río Chiman, desde donde tuvo que contentarse con ver la silueta de la isla de Terarequí, que distaba unas veinte millas. La bautizó como “Isla Rica”. Valderrábano volvió a levantar acta con el testimonio de los veintitrés tripulantes de la canoa. Se dirigieron luego al lugar donde los indios pescaban las perlas. Varios buceadores indígenas sacaron cuatro grandes cestas de ostras. Los españoles las abrieron con voracidad, esperando encontrar perlas, pero no hallaron ninguna, y se quedaron extrañados de que los indios se comían su contenido. Volvieron a Tumaca y desde allí, el 23 de noviembre, emprendieron el regreso a Santa María. Habían estado casi un mes en la costa del Pacífico.
     Regresaron por un camino distinto, con objeto de descubrir otras tierras y recoger más botines. Dieron un rodeo para pasar del río Maje al Bayano. Llegaron al cacicazgo de Thevaca y luego a los de Pacra y Bucheribuca. Entraron en Pocorosa el 8 de diciembre. Desde allí hicieron una incursión a la provincia cacique Tamaname, donde se sospechaba que existían minas de oro. Resultó un fracaso y volvieron a Pocorosa. Los hombres estaban exhaustos y Balboa se hallaba enfermo de fiebres (quizá de paludismo), por lo que se hacía transportar en una hamaca. Desde Pocorosa siguieron a Comogre el 1 de enero de 1514 (el viejo cacique había muerto, sucediéndole Ponquiaco); luego a Ponca y Careta, en cuyo puerto embarcaron (en el mismo bergantín que les trajo) hasta Santa María. Atracaron en su puerto el 19 de enero de 1514. El balance de la entrada no podía ser mejor: habían descubierto la Mar del Sur y recogido un botín de más de dos mil pesos en oro y perlas, y no habían perdido un solo hombre.
     Balboa recibió en Santa María unas noticias alarmantes que le trajo el comerciante Pedro de Arbolancha desde La Española: la nave de Valdivia que llevó el quinto real había naufragado y los procuradores y Enciso habían informado en contra suya, por lo que el Rey había nombrado un nuevo gobernador para el Darién, rebautizado como “Castilla del Oro”. Se llamaba Pedro Arias de Ávila y estaba próximo a llegar con una gran flota y dos mil colonos. Vasco se apresuró a comunicar al Rey su descubrimiento. Hizo una relación del mismo y un mapa de la Mar del Sur, que adjuntó al nuevo quinto real, a una petición de que se le nombrase gobernador de la Mar del Sur y a una relación de los vecinos de Santa María sobre sus servicios. Lo envió a La Española con Arbolancha, pero sus enemigos hicieron desaparecer los documentos. En espera de la llegada de Pedrarias envió a Andrés Garavito con ochenta hombres para descubrir otra vía alternativa hacia el Pacífico; desde Bea a las fuentes del río Arquiati, confluencia de los ríos Payá y Tuira y golfo de San Miguel. Fue el camino llamado ‘del Suegro’, porque el cacique de Tamahe casó a su hija con Garavito.
     Pedrarias arribó al puerto de Santa María el 26 de junio de 1514, con diecisiete buques y unos dos mil colonos, artesanos y funcionarios (obispo incluido). Desembarcó y mandó notificar su llegada a Balboa, poniéndose en camino a la ciudad. Balboa recibió la noticia cuando estaba reparando el tejado de una casa y salió a recibirle inmediatamente con la ropa de trabajo que tenía; una camisa y un calzón viejo de algodón. El encuentro se produjo en mitad del camino entre la ciudad y su puerto y no pudo ser más ridículo. Pedrarias portaba armadura completa y cabalgaba sobre un caballo enjaezado, rodeado de su señora, sus parientes y criados. Tras él venía el obispo bajo palio, con mitra y cruz de plata, rodeado de religiosos, precediendo una comitiva de funcionarios (tesorero, veedor, alguacil, etc.), soldados, abanderados, mujeres, traíllas de perros, etc. Balboa besó el anillo del obispo e hizo una reverencia a Pedrarias, que le entregó sus credenciales. Las miró, las besó y las puso sobre su cabeza, como era preceptivo. Se hicieron las presentaciones de turno y ambos grupos regresaron a la ciudad. Cuando Pedrarias contempló Santa María se quedó asombrado, pues eran sólo unas doscientas casas de tablas y paja en las que vivían quinientos españoles y mil quinientos indios de servicio. No tenía infraestructura para recibir aquella enorme población que le acompañaba. Pedrarias pidió a Balboa un informe pormenorizado de la colonia: fuentes de aprovisionamiento, tribus confederadas y hasta el camino para llegar a la Mar del Sur. Balboa se los entregó puntualmente, pero estos papeles se han perdido. El nuevo gobernador ordenó entonces al licenciado Espinosa que abriera juicio de residencia a Balboa, lo que era usual, e inició por su cuenta una pesquisa secreta sobre la actuación de su predecesor, lo que era insólito. Intervino el obispo y la pesquisa secreta quedó pendiente. Como Santa María no podía albergar una población de dos mil quinientos españoles, Pedrarias ordenó una serie de campañas contra los territorios indígenas; cinco expediciones para descubrir minas de oro y, en realidad, para quitarse bocas en la ciudad. Produjeron un botín de 30.000 pesos, pero destruyeron la labor pacificadora de Balboa y dejaron a los naturales enemistados con los españoles.
     El 20 de marzo de 1515 llegó a Santa María el nombramiento real de Vasco Núñez como adelantado de la Mar del Sur (se había dado por cédula de 23 de septiembre de 1514) y gobernador de las provincias de Panamá y Coiba, aunque sujeto a Pedrarias. Éste quiso guardarse la Cédula pero se opusieron el obispo y varios funcionarios. Tuvo que entregársela a regañadientes, pero prohibió a Balboa reclutar gentes para sus empresas descubridoras, ya que dijo necesitar todos los hombres que había en Castilla del Oro. Balboa mandó entonces a Garavito a la isla La Española para que los reclutara. Tenía el proyecto de fundar poblaciones a orillas de los dos océanos, bien en el eje Careta-golfo de San Miguel, bien en el que luego sería Nombre de Dios-Panamá, y construir unas naves para navegar doscientas o trescientas leguas por la Mar del Sur con objeto de encontrar las islas de la Especiería. De no hallar éstas, pensaba singlar hacia el sur para tratar de hallar un paso interoceánico en América, cosa que preocupaba al Rey. Eran grandes proyectos que lamentablemente no pudo acometer.
     Pedrarias viajó a Careta, pero tuvo que regresar rápidamente a Santa María a causa de un cólico hepático. Allí encontró sesenta soldados de Cuba, que habían llegado a petición de Balboa. Acusó a éste de conspiración y rebelión frustrada y le metió en una jaula en el patio de su casa. Balboa estuvo allí dos meses, hasta que un día Pedrarias le abrió la jaula, le pidió perdón y le concedió la mano de su hija María. Balboa no lo pensó dos veces y aceptó los esponsales, lo que disgustó mucho a su amante Anayansi. La reconciliación tuvo otras dependencias, como construir una población en Careta (sería Acla), no emplear más de ochenta hombres en sus empresas y concluirlas en un plazo máximo de año y medio.
     Balboa fundó Acla a fines de 1516, donde organizó la Compañía de la Mar del Sur, con aportaciones de accionistas de Santa María. Luego mandó construir las piezas necesarias para ensamblar varios bergantines que pensaba botar en el Pacífico (se decía que la broma no atacaba la madera de aquel lugar, lo que resultó falso). En 1517 envió a Francisco de Compañón a la costa pacífica, para que escogiera el lugar apropiado para el astillero. En agosto de 1517 comenzó a trasladar las piezas de los bergantines, así como las jarcias, brea, velas, anclas, etc. El propio Balboa cargó con tablones. El astillero se montó junto al río de las Balsas (posiblemente el Chucunaque, cerca de la actual Yavisa). Los españoles trabajaron en cuadrillas que se ocupaban de talar árboles, construir las naves, recoger víveres y en abrir un buen camino a Acla. Cuando estaba todo listo para la botadura sobrevino una riada del Chucunaque que arrastró el astillero al mar. Balboa, apesadumbrado, hizo reunir el Consejo de la Compañía para decidir qué hacer. Se acordó seguir adelante. El adelantado botó los bergantines, pero se hundieron de inmediato a causa de la broma. Pidió a su suegro otro plazo y dinero y volvió a empezar con unos préstamos. Balboa reflotó los bergantines, les tapó las vías de agua y se embarcó en ellos hasta llegar a una de las islas de las Perlas; la Isla Rica o Isla del Rey (antigua Terarequí), que había sido esquilmada por Morales, un lugarteniente de Pedrarias. No se desanimó por ello, sin embargo. Construyó otras dos naves y navegó hacia el sur (la ruta al Perú), hasta alcanzar un puerto que llamó Puerto Peñas (creyó que estaba lleno de arrecifes, pero eran ballenas en realidad), el mismo lugar que luego Pizarro bautizó como Puerto Piñas (actual Jaqué). Desde allí regresó a Chochama y al golfo de San Miguel. Envió entonces a Valderrábano a Santa María para que insistiese ante Pedrarias en la solicitud de una prórroga. En vez de ésta, le llegó la noticia de que el Rey había sustituido a Pedrarias por un nuevo gobernador llamado Lope de Sosa, que estaba próximo a llegar. Surgió entonces la “traición” de Balboa, que le costó la vida.
     No se conoce bien cuál fue el delito de la “traición”. En versión de Fernández de Oviedo, que vio el expediente, consistió en que Balboa se precipitó ante la noticia de la llegada del nuevo gobernador, pensando que éste le iba a prohibir realizar descubrimientos en la Mar del Sur, y decidió fundar una población en la costa del Pacifico, exactamente en Chepavare, en el camino de Chepo a Panamá, para salir desde allí al océano con dirección sur, donde los indios decían que había muchas riquezas (el Perú). Balboa creía, al parecer, que si continuaba Pedrarias como gobernador podría realizar su navegación, en lo que se confundió. Envió a Santa María a sus fieles Valderrábano, Garavito, Muñoz, el archidiácono Pérez y Luis Botello. El último de éstos debía anticiparse y llegar a Acla para saber si había arribado Sosa. Tuvo la mala fortuna de ser detenido por un centinela y conducido a presencia de Francisco Benítez, enemigo de Balboa, que le hizo confesar todo el plan, comunicado de inmediato a Pedrarias. Todos sus compañeros fueron detenidos al llegar a Santa María. Pedrarias ordenó al tesorero Puente que levantara una acusación formal contra Balboa. Luego se trasladó a Acla, desde donde escribió una carta muy cariñosa a su yerno, rogándole que se presentara en dicha población para tratar de los asuntos de la expedición que deseaba realizar. Balboa no receló nada. Al entrar en Acla fue apresado y acusado del delito de traición. Se le tuvo preso en la casa de Juan de Castañeda, adonde fue a visitarle Pedrarias para decirle que no se preocupara, porque había sido detenido por algunas acusaciones seguramente infundadas. En una segunda visita cambió de tono y le acusó de haber traicionado al Rey y a él. Mandó ponerle guardias y trasladarlo a la cárcel común. En el proceso testimoniaron todos los enemigos de Balboa y hasta su amigo Garavito, que estaba enamorado de Anayansi y había sido rechazado por ésta. Pedrarias añadió al expediente su pesquisa secreta e infinidad de acusaciones, como haberle dado informes falsos sobre los indios para que fracasara en sus entradas, haber maltratado a los indios contra sus instrucciones, haber actuado malintencionadamente contra Ojeda y Nicuesa y, sobre todo, haber urdido un plan para proclamarse independiente en la Mar del Sur. Pedrarias negó la apelación y le condenó a muerte.
     Se levantó un cadalso en la plaza mayor de Acla, donde se cumplió la sentencia un día desconocido de la semana del 13 al 21 de enero de 1519. Se ajustició a Balboa, Fernando de Arguello, Luis Botello, Hernández Muñoz y Andrés Valderrábano. Antes de que le cortaran la cabeza, Balboa tomó la palabra y dijo a los presentes que todo era una falsedad y que jamás había traicionado al Rey. Las cabezas de los sentenciados cayeron sobre una artesa vieja. Fernández de Oviedo, testigo del suceso, afirma que “E desde una casa que estaba diez o doce pasos de donde los degollaban (como carneros, uno a par de otro) estaba Pedrarias mirándolos por entre las cañas de la pared de una casa o bohío”.
     Lamentablemente no existen obras, ni tampoco ninguna colección de los documentos que hizo Balboa, salvo los publicados por Altolaguirre como apéndice a su conocida biografía de este personaje, muchos de los cuales proceden de testimonios recogidos por Fernández de Oviedo. El padre Las Casas buscó informaciones para tratar la figura de Balboa, pero no aportó documentación. Tampoco ofreció ninguno Anglería, que se limitó a recoger datos sobre el descubridor del Mar del Sur, fiel a su forma de trabajar. De estos tres cronistas, el más valioso es el primero, que coincidió once meses en el Darién con Balboa (luego volvió) y le conoció personalmente, pero fue un historiador muy poco proclive a Pedrarias Dávila, con quien tuvo algunos diferendos. El padre Las Casas no perdonó a Balboa su trato con los indios, especialmente los aperramientos y quema de homosexuales. Otro cronista interesante fue Andagoya, pero lo difuminó todo en beneficio de enaltecer su propia figura como precursor del descubrimiento del Perú (Manuel Lucena Salmoral, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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