Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el banco de la provincia de Zamora, en la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 1 de marzo, se conmemora el aniversario de la Toma de Toro (1 de marzo de 1476), hecho histórico que se representa en el panel cerámico central del banco de la provincia de Zamora en la plaza de España, así que hoy sea el mejor día para Explicarte el banco de la provincia de Zamora en la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 1 de marzo, se conmemora el aniversario de la Toma de Toro (1 de marzo de 1476), hecho histórico que se representa en el panel cerámico central del banco de la provincia de Zamora en la plaza de España, así que hoy sea el mejor día para Explicarte el banco de la provincia de Zamora en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 4 al 8 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España es una vía que se encuentra en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur, y se encuentra delimitada por las avenidas de Isabel la Católica, de Portugal, del Gran Capitán, la calle Nicolás de Alpériz, y la plaza del Ejército Español.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
La estructura de cada banco provincial consiste en un panel frontal representando un acontecimiento histórico representativo de la provincia en cuestión, incluyendo por lo general escenas con los monumentos más representativos de la ciudad o provincia. Flanquean el conjunto anaqueles de cerámica vidriada, destinados originalmente a contener publicaciones y folletos de la provincia en cuestión. Rematando el banco aparece un medallón cerámico en relieve con su escudo. En el suelo se reproduce en azulejos el plano de la provincia y sus localidades más destacadas. Entre los arcos figuran los bustos en relieve de los personajes más importantes de la historia de España. La ejecución de la mayoría de los mismos corrió a cargo del escultor ceramista Pedro Navia Campos.
La Exposición Iberoamericana tuvo sus motivaciones políticas y propagandísticas, y éstas influyeron en algunos detalles. Respecto a las escenas históricas representadas en los bancos de las provincias, algunos de ellos fueron retirados precipitadamente en los meses previos a su inauguración por sus incorrecciones históricas o su inconveniencia política, ya que se consideró que no sintonizaban con la idea de unidad y paz que pretendía proyectar el recinto monumental.
En el banco de la provincia de Zamora, situado entre los de las provincias de Vizcaya y Zaragoza, y entre la puerta de Navarra y la Torre Sur de la Plaza de España, la escena histórica representada en su panel central es la toma de Toro, tras la batalla homónima acaecida el 1 de marzo de 1476, flanqueado por los escudos del rey Alfonso XIII y de la provincia de Zamora, obra de la Fábrica de la Viuda e Hijos de Ramos Rejano, y en los extremos unos anaqueles, también cerámicos, donde se colocaron originalmente folletos de cada localidad. Los originales fueron modelados en la fábrica de Pedro Navia, aunque muchos han sido sustituidos en la intervención global llevada a cabo por la escuela Taller Plaza de España entre 2000 y 2010. En la zona inferior encontramos otro panel cerámico con el mapa de la provincia y tres bancos en forma de "U" decorados con dibujos vegetales derivados de los típicos candelieri centrados por cartelas con los nombres de las siguientes poblaciones: Alcañices, Benavente, Bermillo de Sayago, Cubillos, Gema, Moraleja, El Perdigón, Puebla de Sanabria, Toro, y Villalpando. Sobre el balcón, encontramos una balaustrada centrada por el escudo, en forma de tondo, de la provincia, decorado con una especie de corona de laurel. En el arco que está sobre él, aparecen en sus enjutas los relieves con los bustos de Marcelino Menéndez Pelayo, Menéndez Pelayo (1856-1912), erudito, polígrafo, historiador, crítico literario, escritor, y Andrés Manjón y Manjón, Padre Manjón (1846-1923), sacerdote, canonista y pedagogo, como personajes relevantes de nuestra historia (www.retabloceramico.org).
Conozcamos mejor el hecho histórico que aparece en el panel principal del banco de la provincia de Zamora: La Batalla de Toro;
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
La estructura de cada banco provincial consiste en un panel frontal representando un acontecimiento histórico representativo de la provincia en cuestión, incluyendo por lo general escenas con los monumentos más representativos de la ciudad o provincia. Flanquean el conjunto anaqueles de cerámica vidriada, destinados originalmente a contener publicaciones y folletos de la provincia en cuestión. Rematando el banco aparece un medallón cerámico en relieve con su escudo. En el suelo se reproduce en azulejos el plano de la provincia y sus localidades más destacadas. Entre los arcos figuran los bustos en relieve de los personajes más importantes de la historia de España. La ejecución de la mayoría de los mismos corrió a cargo del escultor ceramista Pedro Navia Campos.
La Exposición Iberoamericana tuvo sus motivaciones políticas y propagandísticas, y éstas influyeron en algunos detalles. Respecto a las escenas históricas representadas en los bancos de las provincias, algunos de ellos fueron retirados precipitadamente en los meses previos a su inauguración por sus incorrecciones históricas o su inconveniencia política, ya que se consideró que no sintonizaban con la idea de unidad y paz que pretendía proyectar el recinto monumental.
En el banco de la provincia de Zamora, situado entre los de las provincias de Vizcaya y Zaragoza, y entre la puerta de Navarra y la Torre Sur de la Plaza de España, la escena histórica representada en su panel central es la toma de Toro, tras la batalla homónima acaecida el 1 de marzo de 1476, flanqueado por los escudos del rey Alfonso XIII y de la provincia de Zamora, obra de la Fábrica de la Viuda e Hijos de Ramos Rejano, y en los extremos unos anaqueles, también cerámicos, donde se colocaron originalmente folletos de cada localidad. Los originales fueron modelados en la fábrica de Pedro Navia, aunque muchos han sido sustituidos en la intervención global llevada a cabo por la escuela Taller Plaza de España entre 2000 y 2010. En la zona inferior encontramos otro panel cerámico con el mapa de la provincia y tres bancos en forma de "U" decorados con dibujos vegetales derivados de los típicos candelieri centrados por cartelas con los nombres de las siguientes poblaciones: Alcañices, Benavente, Bermillo de Sayago, Cubillos, Gema, Moraleja, El Perdigón, Puebla de Sanabria, Toro, y Villalpando. Sobre el balcón, encontramos una balaustrada centrada por el escudo, en forma de tondo, de la provincia, decorado con una especie de corona de laurel. En el arco que está sobre él, aparecen en sus enjutas los relieves con los bustos de Marcelino Menéndez Pelayo, Menéndez Pelayo (1856-1912), erudito, polígrafo, historiador, crítico literario, escritor, y Andrés Manjón y Manjón, Padre Manjón (1846-1923), sacerdote, canonista y pedagogo, como personajes relevantes de nuestra historia (www.retabloceramico.org).
De tres a seis horas. Ese escaso tiempo fue el que duró la contienda que, en 1476, cambió el devenir de la Península Ibérica: la sucedida en Peleagonzalo, un pequeño pueblo cerca de la ciudad de Toro –Zamora- el 1 de marzo. Aquel día, las tropas de Fernando el Católico consiguieron acabar con las huestes del monarca de Portugal, Alfonso V. Un hombre que –mediante el matrimonio con la hija del fallecido rey de Castilla (Juana la Beltraneja, de apenas 12 años) y las armas- buscaba unificar ambos reinos bajo su real cetro. Sin embargo, y a pesar de que la lucha fue de lo más igualada, tras esa lluviosa jornada el luso fue derrotado y se vio obligado a retirarse a su cuartel general, renunciar a sus deseos de expandirse hacia el este y admitir a Isabel y Fernando como los nuevos monarcas de Castilla y Aragón.
En su día, la batalla de Toro ayudó a forjar la futura España al allanar el camino a los futuros Reyes Católicos hacia el trono y garantizar, así, la unión de Castilla y Aragón.
El 1 de marzo después de que sus tropas pasasen todo tipo de penurias, Alfonso determinó que lo mejor era detener el asedio a Zamora, recoger el petate, y cobijarse de nuevo entre los muros de Toro. Así pues, ordenó a sus militares desmontar el campamento y marcharse a toda prisa hasta su cuartel general. Según calculaba el monarca, su contingente podría realizar la marcha en unas cuatro horas, un breve período en el que Fernando no tendría tiempo de armar a sus huestes para salir en su busca. Sin embargo, el aragonés tardó mucho menos de lo esperado en organizar una fuerza para perseguir a su enemigo cuando, tras llegar el alba, se percató de que no quedaba ni un alma en los alrededores de la urbe.
A los pocos minutos, Fernando envió a unos 300 caballeros al mando de Álvaro de Mendoza con órdenes de hostigar la retaguardia de Alfonso. Una vez preparado, él también salió en persona de Zamora con el objetivo de presentar batalla al portugués. «El rey aragonés fue tras el portugués y le dio alcance a una legua de Toro, hostigando a su retaguardia. Las tropas portuguesas cruzaban un desfiladero y Fernando forzó a sus enemigos a entablar batalla en una llanura cercana. Las fuerzas en presencia eran bastante desiguales. Los portugueses contaban con unos 10.000 peones, 3.500 jinetes y alguna artillería. Fernando solo tenía 3.000 peones y 2.000 caballos».
Fernando y Enrique decidieron darse de bofetadas, después de semanas jugando al pilla-pilla, aquel 1 de marzo de 1476 cerca de la zamorana ciudad de Toro, hogar del monarca partidario de la Beltraneja. El lugar concreto fue el pueblo de Peleagonzalo, a 11 kilómetros aproximadamente de la urbe principal. Una región, por cierto, bastante escueta en lo que se refiere a pobladores, aunque de gran riqueza en agricultura. «Son los campos fértiles, la tierra fresca y abundante […] el número de los moradores no es grande, y aunque su asiento es llano [Toro] es famosa por sus muros y castillos», explica el cronista Juan de Mariana. El mediodía se aventuraba cuando sus majestades portuguesa y aragonesa hicieron formar a sus contingentes a voz en grito. La contienda, como se dijo posteriormente, decidiría en buena medida el destino de la Península.
Don Fernando formó en el campo de batalla con tres cuerpos de ejército. El primero, ubicado en el centro, era dirigido por él mismo. Este grupo contaba con la «guardia mayor» del propio monarca (su guardia real), así como –según corrobora Laínez- las milicias de Salamanca, Zamora, Ciudad Rodrigo, Medina del Campo, Valladolid y Olmedo. Además de todos estos combatientes, destacaba la presencia del Mayordomo mayor (un cargo de suma importancia para la época) Enrique Enríquez y los hombres del Conde de Lemos, procedentes de Galicia. Aquella era la fuerza principal de militares a pie, la que, llegado el momento, debería aguantar el grueso del duro combate que se iba a suceder.
El flanco derecho del ejército de Fernando estaba formado por siete escuadrones (la mayoría de ellos de jinetes ligeros) dirigidos respectivamente por Álvaro de Mendoza, Alfonso de Fonseca (obispo de Ávila), Pedro de Guzmán, Bernal Francés, Pedro de Velasco, Vasco de Vívero y Pedro de Ledesma (oficial al mando de los zamoranos, quienes eran reconocibles gracias a su rojo estandarte). Finalmente, en el ala izquierda destacaban (además de los correspondientes combatientes a pie), los caballeros pesados del contingente. Todos ellos, divididos en tres grupos de combate a las órdenes del cardenal González de Mendoza, el duque de Alba y el almirante de Castilla Alonso Enríquez.
Alfonso, de forma similar a Fernando, dividió a sus hombres en tres fuerzas principales. La primera, la del centro, era comandada por él y contaba, además, con una serie de ilustres caballeros castellanos que apoyaban los intereses de la Beltraneja. En palabras de Hernando del Pulgar –cronista de los Reyes Católicos- el luso hizo formar a los combatientes ubicados en esta zona (la mayoría infantes) en cuatro grupos. «En la batalla suya iba el Conde de Lenle, é Pereyra, su guarda mayor con sus genes, e muchos caballeros y escuderos», explica el contemporáneo de los monarcas. A su vez, entre las filas formaba Duarte de Almeida, alférez portugués encargado de portar el estandarte real hasta la muerte.
A su izquierda (frente al ala derecha fernandina) se encontraba el infante Juan. Este comandaba a sus huestes propias entre las que destacaban unos 800 jinetes pesados. La élite del contingente, según explica del Pulgar en sus textos. Con él, siempre en palabras del cronista, se hallaba el Obispo de Évora con «gran número de espingardas e otro tipo de artillería». Finalmente, el flanco ubicado a la diestra del monarca luso se hallaba formado, principalmente, por tropas castellanas contrarias a Isabel y dirigidas por –entre otros- el Arzobispo de Toledo (Alfonso Carrillo), quien solía decir sobre Isabel lo siguiente: «La quité de la rueca y le di un cetro. Ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca». Su presencia, aunque pueda parecer baladí, era de soberana importancia, pues no en vano el populacho solía decir que, quien le tuviera de su lado, ganaría la guerra.
Dicen las crónicas que la batalla comenzó cuando la noche comenzaba a cernirse sobre los contendientes y la lluvia caía de forma constante sobre la tierra. La primera carga corrió a cargo de los fernandinos. La realizaron una parte de los jinetes ligeros del flanco derecho al mando de Álvaro de Mendoza. Así pues, unos 300 caballeros se lanzaron con bravura contra ocho centenares de peones portugueses (todos ellos dirigidos por el príncipe Juan) entre los que se destacaban varias decenas de arcabuceros. Después de que varios atacantes cayeran muertos al ser recibidos con una lluvia de pólvora, comenzó la contienda a lanza y espada. El baile de aceros, que se podría decir. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que los hombres a caballo se percataron de que su número era demasiado escaso para hacer huir a sus contrarios.
«Como enjambre de abejas se estrella contra una pared de piedra, así cayeron los 300 caballeros ligeros de Álvaro de Mendoza sobre los 800 peones que regía el príncipe don Juan. Así, al adelantarse aquella incontrastable masa de hierro, de donde salían, al propio tiempo, mortíferos tiros de pólvora, en ella se estrellaron los caballeros ligeros de Castilla», explica el historiador del SXIX Fernando Fulgosio en su obra «Crónica de la provincia de Zamora». Así pues, aquellos caballeros que habían hostigado la retaguardia del ejército portugués durante varias horas no tuvieron más remedio que retirarse con el objetivo de volver a reagruparse en la retaguardia. La primera acometida embraveció a los lusos. Pero, no desmotivó al centro comandado por Fernando, que se lanzó a la carga para enfrentarse a los hombres dirigidos por Alfonso V.
Mientras el contingente central corría para repartir espadazos entre los lusos, los oficiales del flanco izquierdo se movilizaron para cubrir la retirada de Mendoza y tratar de hacer huir al hijo de Alfonso. El príncipe no se quedó mirando el bello paisaje, sino que le puso arrestos y envió más combatientes para tratar de superar por ese lado a sus contrarios y envolver, así, a Fernando. «Los españoles eran con los que más fuerza reñían pues, habiendo acudido el duque de Alba y el cardenal en ayuda de Álvaro de Mendoza, violes con rabia el Arzobispo de Toledo y contra ellos envió, yendo por último él también, a cuantos tenía en derredor», completa el historiador español en su obra. En este lado del campo de batalla la lid, por lo tanto, se generalizó.
Minutos después comenzó el combate entre las fuerzas centrales, cada una dirigida por su rey. Apenas existen datos sobre esta lucha más allá de que lo sangrienta que fue. Al menos, así lo explica del Pulgar en sus crónicas: «Quebradas las lanzas, vinieron al combate de las espadas. E todos revueltos unos con otros, sonaban los golpes de las armas y el estruendo del artillería e las voces; unos nombrando su apellido, otros gimiendo sus llagas e caldas, otros demandando ayuda, otros reprehendiendo los que veían negligentes en pelear, y esforzándolos que le peleasen. E porque entre los castellanos e portugueses había la vieja qüestion sobre la fuerza y el esfuerzo de las personas, cada uno por su parte se disponía a la muerte por alcanzar la vitoria». El caos se extendió por el campo de batalla cuando, además, el ala derecha entró también en la lid.
A pesar de la escasa información que existe sobre esta parte de la contienda, sí se conoce que, en el centro de la batalla, se vivió un combate singular entre un soldado fernandino, Vaca de Sotomayor, y Duarte de Alemeida. El primero luchó contra el luso con el objetivo de arrebatarle el estandarte real –un severo agravio para el bando que perdía la insignia-. En este combate singular el alférez perdió el brazo derecho debido a un terrible tajo del español. Sin embargo, asió aquel trapo con la mano izquierda para evitar que cayera en poder de su enemigo. En ese momento se sucedió uno de los actos de valor del día cuando –según cuenta la leyenda- el militar del ejército de Fernando le cortó también su extremidad siniestra. Al no poder agarrar el palo, lo cogió con sus dientes. Con todo, no pudo evitar que se lo arrebatasen.
No obstante, el estandarte real portugués no duró mucho tiempo en manos de los hombres de Fernando, pues fue recuperado por las tropas del infante Juan. «Viendo los portugueses su estandarte en manos ajenas, al punto acudieron en pro de Almeida, y todos combatieron tan fiera y señudamente, que la enseña quedó hecha pedazos», añade Fulgosio. A día de hoy, se desconoce qué fue del portaestandarte portugués. Algunos historiadores afirman que fue hecho prisionero, mientras que otros determinan que cayó muerto ante la espada de los hispanos. Fulgosio, por su parte, aboga por la segunda teoría, mientras que del Pulgar afirma en sus escritos que logró sobrevivir y fue trasladado hasta Zamora. Para su desgracia, de nada le sirvió a Duarte combatir de forma tan determinante pues, en las seis horas que duró la lecha bajo la potente lluvia, sus compañeros fueron perdiendo cada vez más y más terreno ante los isabelinos.
Tras las horas y horas de lucha. Tras un combate en el que cada bando se afanó en acabar con su enemigo para ganar un trono para su monarca, la batalla terminó cuando Alfonso V, viendo que el centro de su ejército había empezado a huir hacia el cuartel que habían instalado en Toro, dio media vuelta y tocó a retirada. La huida se generalizó entonces en el flanco izquierdo y el centro luso, donde había sido imposible resistir el envite de los fernandinos. Aquella fuga por las bravas fue desastrosa, pues muchos soldados se vieron obligados a pasar a través de las aguas del Duero y, debido al barro, tropezaron y se fueron al otro mundo ahogándose. Y es que, para entonces la noche era cerrada y poco se veía más allá de la luz ofrecida por una antorcha. Las aspiraciones del luso tocaron así a su fin. Los textos de la época afirman, incluso, que muchos de ellos salieron en una gigantesca estampada al creer que su líder había perecido en batalla.
Mientras el rey portugués se retiraba, su hijo aún tuvo tiempo de desbaratar el flanco izquierdo fernandino con sus caballeros causando una considerable molestia al ejército atacante. Sin embargo, y al igual que le pasó a Almeida, su esfuerzo no sirvió de mucho ya que, cuando se percató de que su padre había salido por piernas, poco pudo hacer. Aunque eso sí, se mantuvo estoico en la posición que había conquistado durante algún tiempo. «Visto que la gente del rey su padre era vencida y desbaratada, pensando en separar algunos de los que iban huyendo, subióse sobre un cabezo en donde tañendo las trompetas e faciendo fuegos e recogiendo a su gente estuvo quedo con su batalla en el campo y no consintió de ella salir a ninguno», añade del Pulgar. Su heroicidad no fue pasada por alto por Fernando, quien –en una carta a Isabel- señaló que, si no hubiese sido por él, Alfonso habría caído presa de sus soldados: «Si no viniera el pollo, preso fuera el gallo». A pesar de que Fernando logró hacer huir a Alfonso, el que Juan mantuviera el territorio y ambos bandos sufrieran un similar número de bajas (aproximadamente 400 castellanas y 900 lusas) hizo que el resultado fuera muy parejo sobre el campo de batalla. Sin embargo, el futuro rey católico tuvo la habilidad de enviar decenas de emisarios con misivas proclamando su victoria. El movimiento propagandístico surtió efecto y, a las pocas jornadas, toda Castilla y Aragón sabían que el monarca luso había huido del campo de batalla para salvar su vida. Con todo, e independientemente de los muertos y los mensajes, la verdad es que esta contienda marcó el principio del fin de las aspiraciones de Alfonso de arrebatar el trono a Isabel. Y es que, con el paso de los meses, todos los nobles díscolos que habían acudido a su región buscando la ayuda del portugués acabaron abandonando a la Beltraneja. El huido, por su parte, vio su fuerza mermada y, finalmente, renunció a subir sus reales al trono hispano en 1479 mediante el tratado de Alcáçovas (Fernando Martínez Laínez, Fernando el Católico, Crónica de un reinado. EDAF, 2016)
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El 1 de marzo después de que sus tropas pasasen todo tipo de penurias, Alfonso determinó que lo mejor era detener el asedio a Zamora, recoger el petate, y cobijarse de nuevo entre los muros de Toro. Así pues, ordenó a sus militares desmontar el campamento y marcharse a toda prisa hasta su cuartel general. Según calculaba el monarca, su contingente podría realizar la marcha en unas cuatro horas, un breve período en el que Fernando no tendría tiempo de armar a sus huestes para salir en su busca. Sin embargo, el aragonés tardó mucho menos de lo esperado en organizar una fuerza para perseguir a su enemigo cuando, tras llegar el alba, se percató de que no quedaba ni un alma en los alrededores de la urbe.
Fernando y Enrique decidieron darse de bofetadas, después de semanas jugando al pilla-pilla, aquel 1 de marzo de 1476 cerca de la zamorana ciudad de Toro, hogar del monarca partidario de la Beltraneja. El lugar concreto fue el pueblo de Peleagonzalo, a 11 kilómetros aproximadamente de la urbe principal. Una región, por cierto, bastante escueta en lo que se refiere a pobladores, aunque de gran riqueza en agricultura. «Son los campos fértiles, la tierra fresca y abundante […] el número de los moradores no es grande, y aunque su asiento es llano [Toro] es famosa por sus muros y castillos», explica el cronista Juan de Mariana. El mediodía se aventuraba cuando sus majestades portuguesa y aragonesa hicieron formar a sus contingentes a voz en grito. La contienda, como se dijo posteriormente, decidiría en buena medida el destino de la Península.
El flanco derecho del ejército de Fernando estaba formado por siete escuadrones (la mayoría de ellos de jinetes ligeros) dirigidos respectivamente por Álvaro de Mendoza, Alfonso de Fonseca (obispo de Ávila), Pedro de Guzmán, Bernal Francés, Pedro de Velasco, Vasco de Vívero y Pedro de Ledesma (oficial al mando de los zamoranos, quienes eran reconocibles gracias a su rojo estandarte). Finalmente, en el ala izquierda destacaban (además de los correspondientes combatientes a pie), los caballeros pesados del contingente. Todos ellos, divididos en tres grupos de combate a las órdenes del cardenal González de Mendoza, el duque de Alba y el almirante de Castilla Alonso Enríquez.
A su izquierda (frente al ala derecha fernandina) se encontraba el infante Juan. Este comandaba a sus huestes propias entre las que destacaban unos 800 jinetes pesados. La élite del contingente, según explica del Pulgar en sus textos. Con él, siempre en palabras del cronista, se hallaba el Obispo de Évora con «gran número de espingardas e otro tipo de artillería». Finalmente, el flanco ubicado a la diestra del monarca luso se hallaba formado, principalmente, por tropas castellanas contrarias a Isabel y dirigidas por –entre otros- el Arzobispo de Toledo (Alfonso Carrillo), quien solía decir sobre Isabel lo siguiente: «La quité de la rueca y le di un cetro. Ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca». Su presencia, aunque pueda parecer baladí, era de soberana importancia, pues no en vano el populacho solía decir que, quien le tuviera de su lado, ganaría la guerra.
«Como enjambre de abejas se estrella contra una pared de piedra, así cayeron los 300 caballeros ligeros de Álvaro de Mendoza sobre los 800 peones que regía el príncipe don Juan. Así, al adelantarse aquella incontrastable masa de hierro, de donde salían, al propio tiempo, mortíferos tiros de pólvora, en ella se estrellaron los caballeros ligeros de Castilla», explica el historiador del SXIX Fernando Fulgosio en su obra «Crónica de la provincia de Zamora». Así pues, aquellos caballeros que habían hostigado la retaguardia del ejército portugués durante varias horas no tuvieron más remedio que retirarse con el objetivo de volver a reagruparse en la retaguardia. La primera acometida embraveció a los lusos. Pero, no desmotivó al centro comandado por Fernando, que se lanzó a la carga para enfrentarse a los hombres dirigidos por Alfonso V.
Minutos después comenzó el combate entre las fuerzas centrales, cada una dirigida por su rey. Apenas existen datos sobre esta lucha más allá de que lo sangrienta que fue. Al menos, así lo explica del Pulgar en sus crónicas: «Quebradas las lanzas, vinieron al combate de las espadas. E todos revueltos unos con otros, sonaban los golpes de las armas y el estruendo del artillería e las voces; unos nombrando su apellido, otros gimiendo sus llagas e caldas, otros demandando ayuda, otros reprehendiendo los que veían negligentes en pelear, y esforzándolos que le peleasen. E porque entre los castellanos e portugueses había la vieja qüestion sobre la fuerza y el esfuerzo de las personas, cada uno por su parte se disponía a la muerte por alcanzar la vitoria». El caos se extendió por el campo de batalla cuando, además, el ala derecha entró también en la lid.
A pesar de la escasa información que existe sobre esta parte de la contienda, sí se conoce que, en el centro de la batalla, se vivió un combate singular entre un soldado fernandino, Vaca de Sotomayor, y Duarte de Alemeida. El primero luchó contra el luso con el objetivo de arrebatarle el estandarte real –un severo agravio para el bando que perdía la insignia-. En este combate singular el alférez perdió el brazo derecho debido a un terrible tajo del español. Sin embargo, asió aquel trapo con la mano izquierda para evitar que cayera en poder de su enemigo. En ese momento se sucedió uno de los actos de valor del día cuando –según cuenta la leyenda- el militar del ejército de Fernando le cortó también su extremidad siniestra. Al no poder agarrar el palo, lo cogió con sus dientes. Con todo, no pudo evitar que se lo arrebatasen.
Tras las horas y horas de lucha. Tras un combate en el que cada bando se afanó en acabar con su enemigo para ganar un trono para su monarca, la batalla terminó cuando Alfonso V, viendo que el centro de su ejército había empezado a huir hacia el cuartel que habían instalado en Toro, dio media vuelta y tocó a retirada. La huida se generalizó entonces en el flanco izquierdo y el centro luso, donde había sido imposible resistir el envite de los fernandinos. Aquella fuga por las bravas fue desastrosa, pues muchos soldados se vieron obligados a pasar a través de las aguas del Duero y, debido al barro, tropezaron y se fueron al otro mundo ahogándose. Y es que, para entonces la noche era cerrada y poco se veía más allá de la luz ofrecida por una antorcha. Las aspiraciones del luso tocaron así a su fin. Los textos de la época afirman, incluso, que muchos de ellos salieron en una gigantesca estampada al creer que su líder había perecido en batalla.
Mientras el rey portugués se retiraba, su hijo aún tuvo tiempo de desbaratar el flanco izquierdo fernandino con sus caballeros causando una considerable molestia al ejército atacante. Sin embargo, y al igual que le pasó a Almeida, su esfuerzo no sirvió de mucho ya que, cuando se percató de que su padre había salido por piernas, poco pudo hacer. Aunque eso sí, se mantuvo estoico en la posición que había conquistado durante algún tiempo. «Visto que la gente del rey su padre era vencida y desbaratada, pensando en separar algunos de los que iban huyendo, subióse sobre un cabezo en donde tañendo las trompetas e faciendo fuegos e recogiendo a su gente estuvo quedo con su batalla en el campo y no consintió de ella salir a ninguno», añade del Pulgar. Su heroicidad no fue pasada por alto por Fernando, quien –en una carta a Isabel- señaló que, si no hubiese sido por él, Alfonso habría caído presa de sus soldados: «Si no viniera el pollo, preso fuera el gallo». A pesar de que Fernando logró hacer huir a Alfonso, el que Juan mantuviera el territorio y ambos bandos sufrieran un similar número de bajas (aproximadamente 400 castellanas y 900 lusas) hizo que el resultado fuera muy parejo sobre el campo de batalla. Sin embargo, el futuro rey católico tuvo la habilidad de enviar decenas de emisarios con misivas proclamando su victoria. El movimiento propagandístico surtió efecto y, a las pocas jornadas, toda Castilla y Aragón sabían que el monarca luso había huido del campo de batalla para salvar su vida. Con todo, e independientemente de los muertos y los mensajes, la verdad es que esta contienda marcó el principio del fin de las aspiraciones de Alfonso de arrebatar el trono a Isabel. Y es que, con el paso de los meses, todos los nobles díscolos que habían acudido a su región buscando la ayuda del portugués acabaron abandonando a la Beltraneja. El huido, por su parte, vio su fuerza mermada y, finalmente, renunció a subir sus reales al trono hispano en 1479 mediante el tratado de Alcáçovas (Fernando Martínez Laínez, Fernando el Católico, Crónica de un reinado. EDAF, 2016)
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