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martes, 17 de noviembre de 2020

El Sepulcro de Cristóbal Colón, de Arturo Mélida, en la Catedral de Santa María de la Sede

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Sepulcro de Cristóbal Colón, de Arturo Mélida, en la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.        
   Hoy, 17 de noviembre, es el aniversario (17 de noviembre de 1902) de la traslación de los restos de Cristóbal Colón al Mausoleo de la catedral hispalense
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el Sepulcro de Cristóbal Colón, de Arturo Mélida, en la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, calle Cardenal Carlos Amigo, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
     En la Catedral de Santa María de la Sede, podemos contemplar el Sepulcro de Cristóbal Colón [nº 026 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede]; El cenotafio de Cristóbal Colón da la espalda al andén que, en alto, servía y sirve de soporte al reloj interior desde comienzos del siglo XVI; el actual, que aún funciona, es el que terminó fray José Cordero en 1788 (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).
    Sobre un podio se alzan cuatro grandes heraldos de bronce policromado, con rostros de alabastro, representando a Castilla, León, Navarra y Aragón, que por­tan el féretro con los restos del Almirante.
   Es obra de Arturo Mélida y Alinari quien  lo diseñó en 1891, con destino a la catedral de La Habana; fue traído a Sevilla siete años después instalándose en la Capilla de la Virgen de la Antigua y colocado en el actual lugar en 1902.
   Es obra claramente romántica, con evidente inspiración de otras análogas borgoñonas.
   Mide el basamento 4'30 x 2'50 mts. Los heraldos (bronce; rostros y manos de alabastro) miden 2'50 mts. Firmado y fechado: "Arturo Mélida 1891-1902". Inscripción en el basamento neogótico: "Cuando la isla de Cuba se emancipó de la madre España, Sevilla obtuvo el depósito de los restos de Colón y su Ayuntamiento erigió este pedestal" (José Hernández Díaz, Retablos y esculturas, en La Catedral de Sevilla. Ediciones Guadalquivir, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia del Sepulcro de Cristóbal Colón;
CRISTÓBAL COLÓN, UN PERSONAJE CUESTIONADO
   Llamamos "personajes" a las figuras de ficción del Teatro o de la Novela, pero también los historiadores designamos del mismo modo a aquellos humanos que, sobresaliendo por sus actos sobre los demás mortales, se convierten en "personajes históricos". Colón es uno de ellos, y también una de las figuras, de más importancia del copioso y decisivo pasado histórico de España, cuyos hechos revolucionaron el paso de los siglos -como dijera López de Gómara, en repetidísima frase- de un modo sólo superado por el nacimiento y muerte de Jesucristo.
   Personaje histórico, sí, pero cuestionado. Quizá no hay figura histórica que haya planteado más problemas a los investigadores y que, por lo tanto, haya dado lugar a una bibliografía más amplia, que va desde la severa "hipercrítica" de un Harrisse, hasta la banal y muchas veces irresponsable, improvisación de periodistas de enciclopedia. Todo en él ha sido cuestionado, y naturalmente llegaría un momento en que también en torno a sus restos se levantaría una polvareda, en cuyo análisis entramos luego.
   ¿Cuáles son las "quaestiones" -de ahí que digamos que es un personaje cuestionado- o preguntas, interrogantes, que se han planteado sobre la vida y hechos del gran Almirante de la Mar Océana? Brevemente hay que reseñarlas, para que quede en su verdadera proporción la relativa a sus restos, en que -como vere­mos- más hay de intereses políticos de momento y nacionalismo, que de verdadera entidad científica.
   1ª Cuestión: Su patria. Aunque él mismo dijera que era genovés, y que en esta ciudad nació, no han faltado imaginativos defensores de un origen gallego, portugués, extremeño, catalán, francés, y.... hasta judío. Si el investigador italiano Asseretto no descubre un contrato, suscrito en Génova, por un Cristóforo Colombo con unos armadores genoveses, por una cantidad determinada, y cuyos nombres y la misma cantidad indica Colón a sus herederos que sean pagadas, en su testamento, continuaría hasta hoy la discusión de la patria. Que en la polémica hubo nacionalismos no cabe la menor duda. Recordemos ésto cuando lleguemos al tema de los restos. Colón era genovés.
   2ª Cuestión: La ciencia colombina. Nunca pretendió Colón ser un sabio, ni un cosmógrafo, sino simplemente un nauta experimentado. El mismo lo dice en una carta dirigida a los Reyes Católicos: "En la marinería me fizo Dios abondoso; de astrología me dió lo que abastaba, y ansí de geometría y arismética; y engeño en el ánima y manos para debuxar esfera..." La polémica, muy varia, se centraba en la verdadera ciencia de Colón y la ignorancia de los profesores salmantinos, tema estudiado por el P. Cappa y posteriormente por Antonio Ballesteros Beretta, que al par­ticular recuerda otra frase de la misma carta: "Pudiera ser que VV.AA. y todos los otros que me conoscen, y a quien esta escritura fuera mostrada, en secreto o publicamente, me reprendieran de represión de diversas maneras, de non doto en letras, de hombres mundanal". Esto lo escribió siendo Almirante ya. Lo que formó la cultura de Colón, lo aprendió en España, y en Salamanca adquirió, sin género alguno de dudas, las Tablas o cartones de Ibrahim Zakut, que le salvaron la vida en Jamaica, cuando asustó a los indios prediciendo un eclipse.
   3ª Cuestión: ¿Qué idea tenía Colón sobre nuevas tierras? Sobre ella también se han vertido ríos de tinta, comenzando por la pregunta de sí en verdad creía que había nuevas tierras. Unos argumentan que antes de llegar a Portugal no había nacido en él, la idea de na­vegar a Poniente para llegar a Levante, pero varían en cuanto a la explicación. Para unos es la información de los Pelestrelo, su familia política portuguesa, facilitada por su suegra, quizá papeles de un "piloto desconocido"; para otros hay un pre-descubrimiento. Desde un comienzo se habló que se había llegado a Las Indias, a las que habían tenido acceso los portugueses posteriormente (Vasco de Gama en 1498). Y Colón murió creyendo que había arribado a las costas orientales de dichas Indias, nombre oficial del orbis novus descubierto. Recordemos este título de los nuevos dominicos españoles en Ultramar y que el nombre de América, aunque figure en la Cosmografia de Waldseemüller, no se empleó universalmente hasta siglos después. No lo olvidemos.
   4ª Cuestión: Muy grave, como consagración de Historia sucedida: que los españoles fueron ingratos con los Colón y con el fundador de la dinastía. Colón regresa una vez vestido de franciscano, humilde y convencido de su fracaso como gobernante, y los Reyes no lo tienen en cuenta. Otra vez viene procesado, o al menos encausado, saliendo de las Indias cargados de Cadenas, y los Reyes le envían dineros para que se presentase decorosamente ante ellos, y le proporcionan un nuevo viaje. Carlos V, como se verá, concede honores extraordinarios a los Colón, nada menos que concediendo que fueran sepultados en la Capilla Mayor de la Catedral de Santo Domingo, contra todo los precedentes, promoviendo un pleito con el Deán: el Cabildo catedralicio de la Española. Un panteón en un templo importante -catedralicio, para mayor abun­damiento- era extraordinario. Felipe II tendría que construir El Monasterio de El Escorial para que la dinastía reinante tuviera su Panteón. A los Colón se lo concedió Carlos, como dicho va.
   El consagrador de esta especie -aunque se documentó ampliamente- fue el escritor romántico Washington Irving, que hace una sensiblera reflexión acerca de la ingratitud de los monarcas de la tierra, en especial D. Femando V el Católico. A negar esta ingratitud dedican parte de sus trabajos, con pruebas documentales irrefutables, el P. Cappa y Ballesteros Beretta. Afortunadamente se trata de una conseja, no de una realidad histórica, pero debemos recordarla, porque llegado el momento -a finales del siglo XIX- se exhibirá como una apatía hispana por mantener el respeto hacia Colón, desde el momento de su muerte en Valladolid, en 1506, que no sólo actuaría (según esta tendencia) en el respeto debido a su memoria en su sepelio peninsular, sino en el posterior cuidado de la me­moria de donde estaba su tumba, en Santo Domingo (La Española).
   5ª Cuestión: La pobreza final del Descubridor, y su familia -parte de la conseja anterior ya indicada- en el momento de su fallecimiento. Algunas versiones insisten en la extrema pobreza del que había donado a España el dominio de un mundo nuevo, de millones de kilómetros cuadrados de extensión, con lo que quieren indicar que su sepelio fue casi de limosna, vergonzante, sin intervención de los estamentos oficiales. Los datos espigados en documentos irrefutables por el P. Cappa dejan fuera de toda duda que el Almirante y su familia gozaron siempre de suficientes riquezas, y que si se ha exhibido con frecuencia las quejas de que no se le pagan las rentas, la "ochava" parte y diezmos, todo esto no es más que la muestra del deseo de Cristóbal Colón de que se le diera lo que creía le era debido. Así, cuando Bobadilla se apoderó de "quatro cuentos" (millones) de los bienes y oro de Colón en La Española, los Reyes dieron numerosas cédulas ordenan­do que se le reembolsaran, y se le reembolsó. Cuando muere en Valladolid en 1506, las exequias no fueron vergonzantes, sino adecuadas a la categoría del difunto, así como su traslado a otro sitio, como se verá más adelante.
   Dicho lo consignado (parte de lo cual recogeremos luego) no debe extrañarnos que haya surgido, artificial­mente, una cuestión nueva: la sexta.
   6ª Cuestión: ¿Dónde reposan los restos mortales del Descubridor de América? Tenemos documentalmente probados los caminos que siguieron sus restos, desde Valladolid a Sevilla, de Sevilla a La Española, de La Española a Cuba y desde Cuba a Sevilla. Es la que podíamos llamar versión fidedigna (que quiere decir dig­na de credibilidad o fe) y que algún mal intencionado ha llamado versión española, como si en el decurso de una explicación histórica, documentada, pudiera intervenir una deformación patriotera. Pero hay, a base de esta motivación nacionalista, otra versión, que con justicia hay que llamar versión italo-dominicana.
   Todo ha sido, pues, cuestionado en torno al primer Almirante de la Mar Océana, y no podía faltar que surgiera esta sexta Cuestión, que no permite siquiera la paz de los sepulcros.
RELATO HISTÓRICO DE LOS TRASLADOS DE LOS RESTOS COLOMBINOS
   Parecía que con la muerte, de cuyas circunstancias hablamos seguidamente, descansaría por fin el ajetreado cuerpo del Almirante, que se había negado la paz a sí mismo, en un incansable movimiento por todos los meridianos. De joven a Quíos, luego náufrago en el Cabo S. Vicente, residente en Lisboa y en Porto Santo en la gobernación de su cuñado, viajero a Guinea y quizá a Islandia. Luego de un lado a otro en la península ibérica: Palos, La Rábida, Córdoba, Baza, etc. etc., hasta su partida para el Descubrimiento. La isla de la Gomera, Guanahaní, La Española, en el primer viaje -el del Descubrimiento- y posteriormente tres más, vagando impaciente por entre los grupos de islas antillanas, por la costa venezolana, cruzando en total ocho veces el Atlántico. ¡Por fin su descanso en Valladolid! Moría a los cincuenta y cuatro años de su edad, pero con un aspecto de muchos más. Pero si su cuerpo vivo había ido de un lado al otro, su cuerpo muerto no pararía, entre la Península y las Antillas, renovando en muerte el tránsito por el Océano de sus gestas. Veamos, en un detenido examen histórico, la aventura de sus restos.
   El relato de esta aventura post-mortem tenemos que hacerlo con minuciosidad, no por afán de lucimiento erudito, sino porque es necesario, en vista de los sucesos -que luego se narran- del año 1877. En otras palabras, los detalles de los traslados son una argumentación anticipada contra el desatino (pensemos piadosamente que bien intencionado, por haber sido obra de una alta dignidad eclesiástica) del año citado. Para llegar a hilvanar una secuencia coherente ha sido necesario la consulta de documentos fehacientes y amplia bibliografía, sobre la autoridad nada discutible de dos importantes informes emitidos por la Real Academia de la Historia, el de D. Manuel Colmeiro de 1879 y el de D. Antonio Ballesteros Beretta, de 1946.
MUERTE DE COLÓN
   El 19 de mayo de 1506, sintiéndose morir, el gran Almirante redacta su testamento en Valladolid, en el cual (además de identificarse con el Cristóforo Colombo genovés, al recomendar a sus herederos que pagaran una deuda que aquel había contraído) ordena a sus sucesores que en la Isla Española levanten en la ciudad de la Concepción una iglesia servida por tres capellanes, donde se recen diariamente tres misas por la Trinidad, la Concepción de la Virgen, y por las áni­mas de su padre, madre y mujer, "...si puede ser en la Isla Española, que Dios me dio milagrosamente, holgaría que fuera allí, a donde yo la invoqué...". Estas palabras serían interpretadas años después por su nuera, doña María, la esposa de Diego, su primogénito, virreyes de las Indias y 2° Almirante, como deseo de descansar eternamente en las tierras antillanas, con el natural efecto de llevar su cadáver allí. Al día siguiente de redactar este documento, seguramente en borrador desde algunos días antes, el Descubridor de América (y recalco este título, que es de hoy, para volver sobre él con ocasión de la mixtificación de 1877) entregaba su alma a Dios. Todos los detalles de los momentos emocionantes del tránsito de Colón así como la fijación de la fecha, han sido precisados por otro ilustre académico D. Cesáreo Fernández Duro.
   En sus últimos momentos fue asistido D. Cristóbal por padres y hermanos de la Orden de Frailes Menores de la Observancia, o sea franciscanos, a los que tanto debía el descubridor (recordemos a Fr. Juan Pérez y Fr. Antonio de Marchena, sus introductores en los altos medios cortesanos, decisorios para sus proyectos), siendo él mismo hermano de la Venerable Orden Tercera. No es de extrañar que su cuerpo, después de las exequias, fuera trasladado para ser depositado -que no enterrado permanentemente- en la Iglesia del Convento de los Franciscanos, hoy desaparecido. Los funerales fueron oficiados en Santa María "la antigua", con gran solemnidad, como recuerda Colmeiro, sustentando su aserto en los documentos colecciona­dos por Fernández de Navarrete. Colmeiro añade que "Las solemnes exequias son una circunstancia digna de notarse, para corregir la opinión extraviada por escritores mal informados, o parciales, que suponen fue Cristóbal Colón enterrado oscuramente y poco me­nos que de limosna".
   Parece que hubiera un destino hispalense desde el momento mismo -o casi inmediato- de su deceso, puesto que se le va a trasladar al monasterio de Las Cuevas en Sevilla, que estaba muy vinculado con la casa de los Colones, pues allí se habían depositado todos los papeles del archivo familiar, desde cartas pri­vadas hasta documentos oficiales. Allí sería depositado el féretro del Almirante, por varios años. Pero sólo depositado, no inhumado -enterrado en el humus terrestre, enterrado- como si fuera de tránsito. No obstante, como observa Ballesteros Beretta, «Diego Colón en 1523... manifiesta "E por cuanto yo no tengo asignado lugar cierto para la perpetua sepultura del Almirante, mi señor padre, que santa gloria haya, ni del mío, digo que mi voluntad sería y es que se hiciese una sepultura muy honrada en la capilla de la nueva Iglesia Mayor de Sevilla, encima del postigo, que es frontero a la sepultura del Cardenal Mendoza; y cuan­do allí no pudiese ser, mando que mis albaceas escojan la iglesia y lugar que, más competente fuera para nuestra honra, estado y salud, dándole perpetua renta y dotación". Después de tantos avatares, como veremos en este estudio, las previsiones del segundo Almirante, Diego Colón, se han cumplido y sus "albaceas" han sido los gobernantes españoles, que determinaron -en momentos liquidadores del imperio que ayudara a construir Colón- que los restos del fundador de la dinastía reposaran eternamente en la "iglesia principal de Sevilla".
   Si Colón expresó o no su deseo de ser depositado en el monasterio de las Cuevas de Sevilla, no consta, pero lo cierto es que por las razones de estar allí su archivo, parece lógico que lo dijera a sus familiares, como quizá lo prueba que su hijo Diego también sería llevado allí posteriormente, a su muerte. Según los datos que proporciona el protocolo del Monasterio de Nuestra Señora Santa María de las Cuevas fue llevado a la capilla de Santa Ana, que el prior Don Diego Luján mandó labrar en el año de 1507. La duda de la fecha en que se hizo el traslado desde Valladolid a Las Cuevas fue resuelta en 1930, cuando se publicó el acta de depósito y entrega del cadáver del Descubridor, el 11 de abril de 1509 "a ora de la campana del abe maría ".
   El acta afirma que por parte de Juan Antonio Colón, pariente y mayordomo del Almirante D. Diego, entregaba al prior Diego Luján "un cuerpo de persona defunta metida en una caxa, que dijo el dicho Juan An­tonio que hera del cuerpo del sennor Almirante don Christobal Colón defunto, que santa gloria aya, padre del dicho sennor almirante don Diego Colón". Este sepelio fue presenciado por Fray Gaspar Gorricio, tan amigo de Colón en vida, y el acta va autorizada por el escribano de Sevilla Juan Rodríguez. Por si fuera poco este irrefutable documento notarial, tenemos un importante documento testamentario, que es la última voluntad de Diego Colón (en un primer testamento, de 16 de mayo de 1509, que en la manda número 11 afirma: "para lo que pertenece a la sepultura perpetua del Almirante, mi señor padre, que Dios haya, que la dicha limosna del diezmo de mi mayorazgo sea dada a los padres del monasterio de Las Cuevas de Sevilla, a donde yo mandé depositar el dicho cuerpo en 1509".). Notemos que aunque habla de "sepultura perpetua'', sigue diciéndose que el cuerpo está depositado.
   Añade Ballesteros Beretta -como dato complementario, que ilustra la devoción de los Colones por el mo­nasterio- que en la misma capilla de Santa Ana se depositaron los cuerpos de D. Diego, su hermano, D. Diego, su hijo (muerto en la Puebla de Montalbán el 23 de febrero de 1526), y el hijo de éste, el inquieto D. Luis Colón y Toledo. En la capilla citada, pues, se juntaron en muerte, diversos familiares de los Colón, junto al venerado resto del fundador de la dinastía.
   Pese a lo que Diego Colón, 2° Almirante, dice en su testamento de 1509, años después ya no piensa en sepultura perpetua para su padre en Sevilla, sino en Santo Domingo. Analicemos un poco las causas de la variación. En 1509 Diego había heredado las dignidades almiranticias de su padre, y posteriormente -sin que ello supusiera la resolución de los pleitos de los Colón con la Corona- Femando el Católico lo designa virrey, con sede en Santo Domingo, la ciudad fundada por su tío Bartolomé. Y allí se traslada, al Alcázar que construiría, para el ejercicio de su mando, que fue fecundo en muchos aspectos, en especial por la penetración de los castellanos en la Isla de San Juan Bautista, luego llamada Puerto Rico. Sin duda cambia entonces su ángulo de visión de las cosas de él y de su familia. Sevilla queda muy lejos, con sus muertos depositados en el entrañable monasterio de Las Cuevas, tan lejano como la Sevilla misma. Quizá en su residencia dominicana, después de residir, con intervalos, más de dos lustros en ella, recuerde el testamento de su padre, el primer Almirante, y su deseo de que se edifique una capilla para rezar por todos ellos, en Santo Domingo -y volveremos a copiar esta frase del testamento de Cristóbal Colón- "y que si esto puede ser en la Isla Española, que Dios me dio milagrosamente, olgaría que fuese allí, a donde yo la invoqué, que es la vega que se dice de la Concepción". Estas palabras últimas de su padre y primer Almirante, operaron sin duda en la memoria del primer virrey de las Indias, que en 8 de septiembre de 1523, en Santo Domingo, hace nuevo testamento, ordenando que en la ciudad de este nombre -ya que la de la Concepción se estaba despoblando- se edifique un monasterio dedicado a Santa Clara, la beatífica hermana de San Francisco de Asís, donde se pueda ente­rrar al Almirante , a su madre Felipa Moniz y a él mismo, amén de su tío Bartolomé.
   Se afirmaba, por lo dicho, entre los Colón, la idea de que sería en Santo Domingo donde habían de enterrarse, para una sepultura definitiva. Esta idea, como sucede generalmente, fue haciendo su camino en el sub­consciente, operando años después en la viuda -precisamente- del 2ª Almirante, doña María de Toledo, a la que seguía denominándose "la virreina", que recogiendo sin duda conversaciones familiares, recuerdos del "Almirante viejo" como se llamaba a D. Cristóbal, y papeles del archivo, testamentos etc., se convenció de que el deseo de su suegro era el de haber sido enterrado -"eterna sepultura" como dice D. Diego- en la Isla Española, que Dios le diera milagrosamente, como había suscrito D. Cristóbal el 19 de mayo del año 1506.
   Muerto en 1526 el primer virrey de las Indias, como se ha dicho (D. Diego, 2° Almirante), su viuda Dª María parece que determina convertir Santo Domingo en el Panteón de los Colón, ayudada por su hijo Luis, y sus gestiones culminan en una Real Cédula de Carlos I, de 2 de junio de 1537 (han pasado once años de la muerte de D. Diego), cuya parte más interesante es aquélla en la que el Rey-Emperador dice que "por la presente hacemos merced al dicho Almirante D. Luis Colón de la dicha capilla mayor de la dicha Iglesia Catedral de la dicha Ciudad de Santo Domingo de la dicha Isla Española, y le damos licencia y facultad para que pueda sepultar los dichos huesos del dicho Almirante don Cristóbal Colón, su abuelo, y se puedan sepultar los dichos sus padres y hermanos y sus herederos y sucesores en su casa y mayorazgo, agora en todo tiempo para siempre jamás".
   Pocos han parado atención en lo que esto significaba en aquel tiempo, aunque Colmeiro en su Informe lo pone de relieve. Sólo los monarcas o los grandes no­bles, en iglesias de su fundación, como el Condestable en su capilla de la Catedral de Burgos, podían arrogar­ se el derecho de ser enterrados ellos -"y sus herederos y sucesores", como dice Carlos I en el escrito copiado- en una Catedral, y menos en su capilla mayor, el presbiterio y sus aledaños. Felipe II mismo, construye un enorme templo para que sirva de panteón real, pero no edifica una Catedral para que en ella, la capital (Madrid) que ha elegido, estén por "siempre jamás" los miembros de la dinastía. Y el Rey-Emperador lo firma en favor de los Colón, pero bien asesorado por los que redactaron el documento, no es su Cédula un "sepan todos", sino un escrito dirigido al Obispo, Deán y Cabildo de la Iglesia de Santo Domingo. Era una orden.
   Sí, una orden, pero que fue cuestionada por aquéllos a quienes iba dirigida, resistiéndose a cumplirla, por lo que el Rey los requiere de nuevo en 22 de agosto 1539 y redacta una nueva cédula en 5 de noviembre de 1540. Antes de conocer su tenor, fijémonos -para conocer la fecha en la cual aún estaban los restos colombinos en Las Cuevas- que el Rey dice que "el Almirante don Cristóbal Colón... se mandó depositar en el monasterio de las Cuevas, extramuros de la ciudad de Sevilla, donde al presente está". Carlos I era terminante. 
 No hay por que cansar con datos -que sin embargo Colmeiro en su informe prodiga, ad abundancia cordis, para marcar el interés real por dignificar a la familia de los Almirantes- pero baste saber que los hispa­no-dominicanos de entonces (especialmente Deán y Cabildo) no estaban conformes, entre otras cosas por­que había obispos enterrados allí, que era necesario trasladar para dar cabida única a los Colón. Pero, a nuestro intento, lo que interesa es saber, de momento, que en 1540 Colón, su cadáver, estaba aún en Sevilla.
   ¿Cuándo se realizó el traslado desde el depósito de las Cuevas a la eterna sepultura dominicana? Como la cédula del Rey-Emperador es de 1540, se dice que aún están los restos en el monasterio, hay que pensar que fuera en fecha posterior. Pudo ser D. Luis, que en ese mismo año estaba en Santo Domingo, pero parece más probable que fuera en la gran flota que sale de Sanlúcar de Barrameda en 10 de julio de 1544 y que llega a Santo Domingo el 9 de septiembre. Estos detalles no alteran una realidad histórica, que es que los restos del Primer Almirante de la Mar Océana fueron trasladados a Santo Domingo, según los deseos de Dª María de Toledo -la pugnaz defensora de los intereses familiares de los Colón- y que allí ya se depositaron. Aparece nuevamente la palabra depósito, porque la capilla principal de la Catedral dominicana no fue terminada hasta el año 1540.
   López Prieto pretende que D. Luis fue el que recibió con honores la llegada de los restos de su abuelo, lo que plantea una breve interrogante: ¿desde esta llegada hasta que se terminaron las obras de la Capilla Mayor, dónde estuvo la huesa del Almirante? Cuestión que no cambia lo sustancial, que es que en 1549 tenemos testimonio de que allí estaba "la sepultura del gran Almirante D. Cristoval Colón, donde están sus huesos" y que "era muy venerada e respetada aquella santa iglesia'', es decir, la Catedral. Esto lo escribe, refiriéndose al año 1549 nada menos que D. Alonso de Fuenmayor, primer arzobispo de la diócesis dominicana. Abona la pregunta que hacemos a comienzos de este párrafo el que en el citado Protocolo del monasterio de las Cuevas, en lo referente al año 1536 se dice que en esta fecha "fueron entregados los cadáveres de D. Cristóbal Colón y su hijo D. Diego, para trasladarlos a la isla de Santo Domingo, en Indias".
LOS ENTERRAMIENTOS
   Ya tenemos a D. Cristóbal -el Almirante viejo- en Santo Domingo. Sabemos que por la orden del Rey Carlos, se habían de sepultar en la catedral, pese a la re­sistencia de cabildantes y Déan. Ballesteros-Beretta se pregunta quiénes fueron los enterrados allí, y hace nómina de ellos, comenzando por Cristóbal Colón, cuyo ataúd estaba en la parte del Evangelio del Presbiterio, y en el mismo Presbiterio el 2° Almirante, su hijo Diego. Según Moreau de Saint Mery en su Description, "fuera de la peana del altar, a derecha e izquierda, reposan en dos urnas de plomo los huesos de don Cristóbal Colón y los de D. Luis su hermano". Como Cris­tóbal el viejo no tuvo ningún hermano llamado Luis, Moreau se está refiriendo a los nietos del Descubridor, lo que confirma que están "fuera de la peana del altar mayor". Que fuera del presbiterio -considerado lugar de verdadero honor- no se sepultara más que a los dos primeros almirantes, lo que confirma el testamento que redactó Dª María de Toledo, en que dice, respecto a su enterramiento, que éste sea "en la capilla mayor de esta ciudad de Santo Domingo, donde están sepultados los almirantes mis señores, no en la misma sepultura del almirante D. Diego mi señor y mi marido, sino debajo de él, en el suelo de la dicha capilla, junto al presbiterio del altar mayor, porque estemos juntos en la muerte, como Nuestro Señor quiso que estuviesemos en vida".
   Si insistimos en estos detalles, aparentemente sólo eruditos, es porque confirman desde el momento mis­mo en que aún vivían los que habían participado en los traslados, que no había duda sobre el lugar que ocupaban cada uno de los sepultados, y la jerarquía (en el presbiterio, a los lados, o en el suelo) que se les atribuía.
   Cuando, como veremos, se trasladan los restos del descubridor a La Habana, su sepulcro -con toda certeza certificado- no tenía inscripción alguna, lo que ha servido de argumento de que debido a esto pudo haber confusión en la exhumación realizada. Pero no ignoramos que sí hubo testimonio de que tuvo lápida e inscripción, ya que el citado Protocolo dice textualmente: "Este cavallero fue el celebre almirante de la mar y progenitor de la casa de Veragua,  para  cuyo elogio basta el mote del sepulcro donde yace en la isla y ciudad de Santo Domingo; dice así: A Castilla y a León Nuevo Mundo dió Colón". ¿A que se debió el que tal inscripción  no existiera, como se dirá, en el momento del traslado? Pudo ser por desidia, o por otras razones. La desidia no pudo existir, porque Santo Do­mingo se glorió con mantener en su seno los restos mortales del gran descubridor. Las causas fueron otras.
   Santo Domingo fue objetivo de ataques frecuentes de filibusteros, y se tomaron medidas para que en caso de posibles saqueos, no se ultrajaran los sagrados restos. Aparte de esto, la isla sufrió varios terremotos. Ambas incidencias podemos seguirlas siglo a siglo. En 1586 Santo Domingo fue saqueado por Drake, en 1655 Santo Domingo fue atacado por una flota inglesa, amenazando con un poderoso desembarco, que, afortunadamente pudo ser evitado, lo que produjo que D. Francisco Pío, arzobispo de la diócesis ordenara que "las sepulturas se cubran, para que no hagan en ellas desacato o profanación los hereges, e ahincada­mente lo suplico en la sepultura del Almirante Viejo, que está en el Evangelio de mi sancta Iglesia y capilla..." Esta es prueba de que se sabía exactamente donde estaba colocada la tumba del Descubridor, más de un siglo después.
   En 1673 un nuevo terremoto dañaba nuevamente la iglesia Catedral, de tal manera que tres años después (1676) el arzobispo Juan de Escalante se dirigía al Consejo de Indias, poniendo de manifiesto no sólo la pobreza de la propia Catedral, destrozada por el seismo, sino la necesidad de que se le ayudara, en entre otros argumentos porque "a la diestra del altar, en la capilla mayor, yace sepultado el ilustre D. Cristóbal Colón". Sobre los mismos datos insiste un Synodo Diocesano celebrado el 5 de noviembre de 1683. Menos de veinte años después (1702) en una solemne ceremonia celebrada en la Catedral, se recordaba  a "D. Cristoval Colón, cuyos huesos aquí a nuestro lado se  hallan...". Aunque de muchos años después -pero datos valiosos para conocer que no había dudas sobre la ubicación de los restos del Almirante Viejo­ Coleti afirma en 1771 que se conocía donde estaban los restos colombinos, y lo mismo Antonio de Alcedo y Herrera en su Diccionario en la década siguiente, con la autoridad de haber residido largamente en América, de donde además era natural, pues había nacido en Quito.
   Un viajero curioso de las cosas de Santo Domingo, Méderic Louis Elic Moreau de Saint Mery, visitó la isla de Santo Domingo en 1780 y se interesó por los restos de Colón, y para ello consultó a José Solano, que había sido gobernador de ella, y éste -para contestar responsablemente a su corresponsal- escribe a su sucesor D. Isidoro Peralta, que le contesta con algún retraso, acompañando un certificado (de 20 de abril de 1783) del Deán de la Catedral, José Núñez de Cáceres, en que se hace referencia al citado Synodo, y que era tradición que al "lado del Evangelio... encierra los huesos del Almirante Cristoval Colón, y la del lado de la Epístola los de su hermano Bartolomé..." De todo ello deja Moreau de Saint Mery testimonio en su libro, pu­blicado en 1796.
   Hay, pues, una línea casi continua que lleva desde el monasterio de las Cuevas sevillano hasta el presbiterio, en el lado del Evangelio, de la Capilla Mayor de la Iglesia Catedral de Santo Domingo, en La Española. Documentos y certificaciones lo prueban, y como dijeron muchos de los que los escribieron, era también tradición corriente entre los habitantes de la ciudad y de la Isla. Si insisto en todos estos datos es para dar seguridades sobre el destino último de los restos de Colón.
NUEVOS TRASLADOS
   El destino itinerante que el gran Descubridor tuvo en vida, había de continuarse postmortem, y ya no por voluntad suya, puesto que no había decretado nada sobre el particular en su testamento, ni en las instrucciones dejadas a su familia, de las que se había hecho eco doña María de Toledo. Serán circunstancias históricas, de su patria de adopción, las que impondrían nuevos viajes de sus restos, una vez más a través del Mar de las Anti­llas y del Océano Atlántico, aguas que él había surcado y descubierto. Veamos cuales son estas circunstancias.
De La Española a Cuba
   En julio 22 del año 1795, en virtud del Tratado de Basilea, España cedía a la nación francesa -regicida del primo del Rey de España- la mitad española de la isla de Haití (ya no valía la pena de llamarla La Española, pues dejaba de serlo). ¿Quedarían a merced de unos go­bernantes antimonárquicos, y debeladores de la importancia de España, los restos del Almirante? No opinaba así el Teniente General de la Real Armada D. Gabriel de Aristizabal, que en 11 de diciembre del mismo 1795, comunicando que consideraba un "deber de español" el no dejar los restos del Almirante en Santo Domingo, sino trasladarlos a la Isla de Cuba. Es un autor norteamericano el que hace el elogio de esta medida. Washington Irving escribe que Aristizabal "expresaba el deseo de que se hiciese este traslado oficialmente, y con mucha exactitud y formalidad, para que no quedase en poder de nadie, por descuido o negligencia, y se perdiese una reliquia enlazada con un suceso, que glorificaba la época más brillante de la historia española y que se manifestase a todas las naciones, que los españoles, a pesar del transcurso de los siglos, nunca dejaban de honrar la memoria de aquel digno y venturoso general de los mares, ni le abandonaban al emigrar de la isla las varias corporaciones públicas que representaban el dominio  español. Como no había tiempo sino muchos inconvenientes para consultar sobre aquel asunto a los soberanos, recurría al gobernador como viceprotector regio de la isla, esperando que se accedería a su solicitud, exhumando y conduciendo a la isla de Cuba de los restos del Almirante en el navío "San Lorenzo". Aristizabal se dirigió también al arzobispo de Santo Domingo Fernando Portillo y Torre (que accedió entusiasta) y a los representantes del Duque de Veragua y al Deán y Cabildo catedralicio de Santo Domingo. Ya el Duque de Veragua había expresado su deseo de que los restos del Primer Adelantado (Bartolomé Colón) fueran también trasladados.
   Dice Ballesteros Beretta que se obró "sin Precipitación ni apresuramiento de ninguna clase, transcurridos varios días, desde el 11 de diciembre..." Estamos en el año mismo del Tratado de Basilea. El 20 de diciembre se reunieron en la Catedral de Santo Domingo el General Aristizabal, el Mariscal de Campo Joaquín García, Presidente-Gobernador y Capitán General de la Isla, el Arzobispo Fernando Portillo, el Decano y regidor perpetuo de la ciudad, Gregorio Saviñán y todas las autoridades civiles y militares. Importa decir que también se personaron D. Juan Bautista Oyarzabal y D. Andrés de Lecanda, en representación de los intereses de la Casa de Veragua. Todos eran responsables del gran acto que se iba a realizar no podían obrar de ligero, habían conocido y leído las declaraciones de cuatro obispos -las reseñadas-, actas sinodales, escritos reclamando fondos para la restauración de la Capilla Mayor, en cuyo lado del Evangelio se hallan los restos del Almirante D. Cristoval Colón como todos insistentemente afirman. Por si fuera poco, tenemos el acta de lo que acaeció aquel 20 de diciembre, que reza del modo siguiente:
   "...se abrió una bóveda que está sobre el presbiterio, al lado del Evangelio, pared principal y peana del Altar Mayor, que tiene una vara cúbica, y en ella se encontraron unas planchas como tercia de largo, de plomo, indicante de haber habido caja de dicho metal, y pedazos de huesos como de canillas ú otras partes de algún difunto y recogido en una salvilla que se llenó de la tierra, que por los fragmentos que contenía, de alguno de ellos pequeños y su color, se conocía eran pertenecientes a aquel cadáver, y se introdujo todo en arca de plomo dorada, con su cerradura de hierro..."
   La llave de esta cerradura fue entregada al Arzobispo y la caja fue encerrada en un ataúd, que se cubrió de terciopelo negro, con galones y flecos de oro. Al día siguiente 21 de diciembre, tras las vigilias, el Arzobispo dijo una misa cantada que fue seguida devotamente por numerosos fieles y las comunidades de franciscanos, dominicos y mercedarios. Luego pronunció sermón el propio Arzobispo. A la tarde, a las cuatro horas después del mediodía, en solemne procesión fue llevado el féretro hasta el Bergantín Descubridor -muy alusivo el nombre de la embarcación- en medio de descargas de artillería. Una vez llegado el bergantín a la bahía de Ocoa, se hizo el traslado del ataúd al navío San Lorenzo. Allí ya estaba un retrato del Almirante, que su descendiente, el entonces Duque de Veragua, había remitido, para que fuese puesto sobre la nueva tumba, en La Habana, donde llegaba el San Lorenzo el 15 de enero de 1796.
   En La Habana fueron recibidos con gran "pompa y solemnidad", como dice Colmeiro, los restos colombinos y trasladados en procesión hasta la Catedral, donde se les dio la misma situación que en Santo Domingo, en el Presbiterio en el lado del Evangelio, donde descansaron de su trajinar, hasta el año 1898.
   Hasta su reposo definitivo en la Catedral de Sevilla, donde se hallan actualmente los restos del Almirante. Estos habían de peregrinar, de nuevo, cruzando por última vez el Océano, pero en sentido inverso. Si el 5° viaje de Colón había sido el de su traslado de Sevilla a Santo Domingo, el tornaviaje de aquella singladura fue el retorno a Sevilla. Copiemos lo que dice D. Antonio Ballesteros-Beretta: "Un nuevo y último traslado sufrieron los restos del Almirante. Terminada la guerra hispano-norteamericana en 1898, y perdida para España la isla de Cuba, el Gobierno español acordó trasladar los restos de Colón a Sevilla, y hoy reposan en la Catedral hispalense en un  monumento labrado por el escultor don Arturo Mélida. El último viaje de los restos se verificaba en el navío Conde de Venadito, que los llevó hasta Cádiz. Pasaron al yate real Giralda, que, remontando el Guadalquivir, arribó a Sevilla tremolando la bandera a media asta y ostentando las armas de Colón. Sucedía lo narrado el 19 de enero del año 1899".
Surge la manipulación
   Podíamos haber concluido nuestro estudio con lo narrado hasta ahora. Durante siglos -desde el traslado de los restos de Sevilla a Santo Domingo- hay constancia constante del lugar que "en el lado del Evange­lio" se hallaban dichos restos. Tan perfecto conocimiento de esta verdad es el que permite que Aristizabal realice sin tropiezo, con la presencia y conocimiento de muchas personas autorizadas, incluso por la Casa de Veragua, el salvamento de las casi sagradas reliquias, para llevarlas a lugar seguro, a salvo de violaciones irrespetuosas. Pero no podemos terminar, porque a fines del siglo XIX surge, como decimos en el título de este parágrafo, la manipulación, de la que hoy no podemos dudar, por los crasos errores en que cayó, en un afán probatorio con tal cúmulo de detallados argumentos, que por sí mismos delatan la falsía. La pena que acompaña a las secuelas de la manipulación, es que se ha cultivado artificialmente el amor propio nacional de una República hermana, la que hoy es señora hispana de la mitad de la vieja Haití, de la española La Española, valga la redundancia. En virtud de la manipulación, que sintetizamos seguidamente, se ha llevado al pueblo dominicano a la convicción de que los verdaderos restos del Almirante reposan en la isla que él conquistó y gobernó. Había de bastarles a los dominicanos el haber tenido en depósito durante siglos las venerables cenizas, y el poseer las del 2° Almirante, y las del 1er Adelantado y de varios Colones más. Si recordamos que este fervor se incrementó con el proyec­to del gran Faro de Colón, por el Presidente Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, que no titubeó en borrar el nombre de la ciudad por el propio, en curiosa contra­dicción con la veneración por unas falsas verdaderas cenizas, comprenderemos, por lo que se dirá a continuación, que más que la ciencia opera un afán diferente, el político.
   Por esta razón es por la que hemos insistido en las líneas precedentes en poner de manifiesto la continui­dad del conocimiento del lugar exacto donde fueron colocados los restos venerables. Los argumentos con­tradictorios a la manipulación han sido agotados por Manuel Colmeiro, a cuyo luminoso informe remi­timos al lector, pues su reproducción haría casi interminable este estudio.
El escandaloso "descubrimiento"
   Toda la trama fue obra de Fr. Roque Coccia, de la orden capuchina, Obispo de Orope, Delegado Apostólico de Santo Domingo, Haití y Venezuela, Vicario Apostólico de Santo Domingo. Es decir, obispo en funciones de tal.  De  él dependía, naturalmente, la Iglesia Catedral, y había llevado consigo a una cohorte de italianos, cuyos nombres irán surgiendo en nuestro discurso. Como tal, de él dependía la conservación del edificio, las obras que en éste se realizaran. Su secretario era Fray Bemardino d'Emilia, el cura interino de la Catedral, y Canónigo Penitenciario honorario era Francisco Javier Billini, y el teniente de la misma era Eliseo Lan­doli, presbítero.
   Pero en lugar de ordenar restauraciones, el Vicario Apostólico ordena hacer excavaciones, "descubrien­do" la tumba de D. Luis Colón, para hacer lo cual le hubiera bastado con leer a Moreau de Saint Mery, que no ya a documentos a los que no hubiera tenido acceso. Preparado así el camino, se llega a una bien orquestada reunión, el día 10 de septiembre de 1877. Todo el mundo había sido invitado, estaban todas las autoridades nacionales, las representaciones diplomá­ticas consulares, el cuerpo legislativo, corporación municipal y personalidades relevantes, así como notarios que darían fe del acto. Tomó entonces -una vez silenciosa la concurrencia- la palabra el Obispo de Orope. Leamos lo que la propia Acta dice:
   "El Ilustrísimo Señor obispo, en presencia de los señores arriba de­ signados y de una numerosísima concurrencia expuso: que hallándose en reparación la Santa Iglesia Catedral bajo la dirección del Reverendo Canónigo D. Francisco Jabier Billini, y habiendo llegado a su notica que según la tradición, y no obstante lo que aparece en documentos públicos, sobre la traslación de los restos del Almirante Don Cristóbal Colón a la Ciudad de La Habana en año de mil setecientos noventa y cinco, dichos restos podían existir en el lugar don­de se habían depositado, señalándose como tal el lado derecho del presbiterio debajo del sitio ocupado por la silla episcopal."
   Afirmó a continuación, ante el suspenso -suponemos- de la selecta concurrencia, masiva de personajes, que había autorizado al Reverendo Billini para que hiciera excavaciones, que dieron por resultado con el auxilio de dos trabajadores, el hallazgo de una bóveda a dos palmos de profundidad, en la que hallan una caja de metal. Ante ello pasó aviso a S.I. -siguió diciendo el Obispo de Orope- que ordenó comunicarlo al Ministro del Interior de la República. "A continuación -dice el Acta- S.S. Ilustrísima  se trasladó a la Santa Iglesia Catedral, donde encontró al Sr. Jesús María Castillo, ingeniero civil, encargado de las reparaciones de este templo, y a los dos trabajadores que custodiaban, en compañía del Canónigo Billini, la pequeña excavación que se había practicado, al mismo tiempo que llegaba el Señor D. Luis Cambiaso, que había sido llamado por el citado canónigo Billini...".
   Billini había dado cuenta pues al Obispo de Orope italiano, y al Cónsul General de Italia, Cambiaso. Después de otras palabras del Vicario Apostólico,  se procedió a continuar la excavación, extrayéndose  una caja de plomo, que se abrió, procediendo -sin titubeos­ Ilustrísima a abrir la caja y "asimismo dio lectura a las diversas inscripciones que existen en ella y que comprueban de un modo irrecusable que son real y efectivamente los restos del ilustre Genovés, el Gran Almirante D. Cristóbal Colón, Descubridor de la América. La caja de plomo midió 42 cms. de largo, 21cms. de  profundidad y 20 y medio de ancho. Había unas inscripciones, que fueron las que S.I. leyó, como hemos indicado. Las inscripciones estaban en la parte exterior de la tapa y parecía haber sido escritas pensando que algún día habían de ser encontrados estos restos sería necesario conocer de quien eran, pues no se trataba de latines, ni de piadosas palabras, sino simplemente identificadoras, sospechosamente identificadoras. Eran, en caracteres "góticos alemanes" según acta, las siguientes letras:
D. de la A.
1. tapa..... Per Ate 
2. cabecera
    izquierda... C.
3. Delantero.. C.
4. cabecera derea. A.
   Su ilustrísima no dudó en descifrarlo todo: D(escubridor) de la A(mérica), P(rim)er A(lmiran)te y C(ristóbal) C(olón) A(lmirante). Dos veces para que no hubiera dudas. La preparación había sido perfecta y no había descuidado ningún detalle.  El  Acta hace descripción de los huesos -lo que no interesa a nuestro efecto, ya que no eran los del Almirante- y «además encontró una bala de plomo». Si entonces se lanzare las campanas de Santo Domingo al vuelo, también de un modo figurado las lanzó el Obispo de Orope, que en una Pastoral que escribió al efecto, dice que «las reliquias del grande hombre estaban en nuestra manos... Estuvimos a punto de exclamar: iGózate, Santo Domingo!!! El hombre que te descubrió y te amó con preferencia, no ha salido de tu seno: él ha sido y será contigo. Gózate tu también ¡ó Italia!!! Ha como resucitado uno de los más grandes de tus hijos. Tu eres en tal ocasión afectuosamente representada .»
   Lo que siguió no interesa más que como anécdota: las cartas del Obispo de Orope a todas las naciones para que participaran en el costeo de un gran monumento a los verdaderos restos, las polémicas desatadas, la seriedad de las Academias e Institutos científicos, desconfiantes de «excavaciones» de aficionados. La Real Academia de la Historia, obedeciendo instrucciones emanadas nada menos que de D. Antonio Cánovas del Castillo encargó a su académico de número D. Manuel Colmeiro que redactara un Informe, que una vez leído hizo suyo la docta corporación y se publicó por el Ministerio de Fomento en 1879. La reacción de los bien documentados no se hizo esperar y Juan Ignacio de Armas en Caracas daba argumentos anti­ Coccia irrefutables, así como López Prieto informaba al Gobernador General de Cuba sobre el particular.
La argumentación contra la manipulación
   Si desgranáramos todo el rosario de argumentos en contra de la manipulación, es posible que ocupáramos un espacio mayor que las 198 páginas de Colmeiro. De­tengámonos en las más visibles y comprensibles, sin entrar en la ubicación, que había sido suficientemente probada cuando el traslado de 1795.
LAS LETRAS que hemos copiado más arriba (y que Colmeiro reproduce en su Informe) son toscas y están «cinceladas», como dice el Acta en el plomo de la tapa y costados de la caja. En primer lugar la caligrafía gótico-germana no se usó nunca en España y menos en este tiempo, aunque los tipos de imprenta sí la em­plearon en los libros. En segundo término las abreviaturas no corresponden a las usadas en la época en las inscripciones castellanas, y en tercero y último puesto, la lectura demuestra de lejos la falsificación.
   Cristóbal Colón en su tiempo se tituló Almirante, y sólo después de mucho, se diría 1er. Que fue descubridor de América no parece necesario decirlo en su tiempo contemporáneo, pero lo que levanta el tufo de la mixtificación es que se lea de las letras D. de la A. Descubridor de la América, porque en el tiempo del enterramiento de Colón, América -y así hasta el final de la dominación española- se designaba con el nombre de Las Indias. Pero aunque se hubieran adelantado años los cinceladores a la denominación de Améri­ca, si eran castellanos nunca le hubieran puesto el artículo la, que es como lo hacen los italianos, que ha­blan de l' Italia, la Francia, la Espagna y... la América. Demasiados italianos involucrados en el descubrimiento de la tumba, que por otro lado no indican a quien pudieron pertenecer -de no ser los de Colón- los que se llevaron a la Habana. Obra de malos aficionados.
   LA BALA es el otro argumento de que no pudieron ser, en modo alguno, los restos exhumados por Coccia pertenecientes al Almirante. Nunca tomó parte Cristóbal Colón en un combate en el que fuera herido, y menos que hubiera albergado toda su vida una bala en su cuerpo. Coccia y sus secuaces seguidores- citan que en su juventud (nunca probado) tomó parte en accio­nes en favor de Renato de Anjou, porque Colón se preció de haber hecho armas en su favor, pero ni aún en ese caso, recuerda nadie que fuera herido. Coccia se aferra a una cita de César Cantú -que no es autoridad citable- en que reproduce palabras atribuidas a Colón: in Veragua la mia piaga si aprí. El venerable Obispo de Orope traduce -¡y era italiano!- esta frase del siguiente modo: «En la costa de Veragua se abrió una herida», cuando sabía muy bien que piaga es castellano llaga. Si la caja de plomo hallada en 1877 contenía una bala, allí no estaban los restos del primer Almirante de la Mar Océana.
   No supuso el diligente Obispo que en la Casa de Veragua se guardaba un archivo de documentos impor­tantes, que ya no dejan la menor duda sobre la autenticidad de los restos trasladados a La Habana. Uno de estos documentos es una carta de D. Mariano Colón de Toledo y Larreategui, desde La Coruña (de 25 de febrero de 1794, un año antes del traslado) dirigida a D. Fernando de Portillo y Torres en que se dice: «ten­go noticia de la caja de plomo que V.I. cita, en que están los huesos del Almirante y de los versos que lo in­dican». D. Fernando Portillo, a petición de D. Mariano Colón, redactó en 14 de febrero de 1796 un Resu­men de lo ocurrido, en que afirma textualmente: «An­tes de todas las cosas se hizo la exhumación con la mayor formalidad a presencia de dichos jefes y apoderado del señor Duque y comisarios de la ciudad, dando fe el escribano de Cámara de gobierno de la Audiencia, y se advirtió estar en una caja de plomo ya deteriorada, con unos versos latinos bastante elegantes para su tiempo». Ambos documentos fueron revelados -tomándolos de su Archivo- por el actual Duque de Veragua en mayo de 1950.
   Podemos cerrar este apartado de nuestro estudio copiando las palabras de Ballesteros-Beretta: «Las pruebas hasta ahora presentadas por los escritores dominicanos no son convincentes».
Anécdota macabra
   El hallazgo de los verdaderos restos en 1877 daría lugar a una macabra anécdota, de venta de reliquias, que hacen recordar a Fray Jerónimo Román de la Higuera, que en el siglo XVII repartía reliquias de «san­tos» traídas por él de las catacumbas romanas. Parece ser que en el acto de la exhumación de ese año, el Cónsul Cambiaso recogió unos polvos de la caja de plomo, y lo mismo hizo el Obispo de Orope, que envió parte de este polvo recogido al Vaticano y a la Universidad de París. Otra persona que también recogió reli­quias fue José María Castillo, que había dirigido los trabajos de excavación. Cuidadosamente las guardó en un frasco redondo de cristal, que posteriormente lo regaló, con un certificado de autenticidad al Sr. Sarge de Nueva York; el mismo donativo recibió en 1882 George W. Stokes, que hizo un relicario en forma Cruz. Ambas reliquias llegaron a manos de Robert L. Roman (de manos de su colaborador John Boyd Tracher) que envió todo a una casa de subastas. En 2 octubre de 1973 el periódico en inglés, editado en París, International Herald Tribune, publicó un artículo de Israel Shenker, anunciando que la Casa Sotheby Parke Bernet subastaba el pomo de cristal y la cruz esperando conseguir por ambos unos 20.000 dólares.
   De todo lo dicho no debe cabernos la menor duda, incluso juzgando la buena fe posible de los descubridores de una caja de plomo en la Catedral de Santo Domingo, que los restos trasegados a través del Atlántico, son los de D. Cristóbal Colón, y que éstos reposan en la Catedral de Sevilla (Manuel Ballesteros Gaibrois, Los restos de Cristóbal Colón en la Catedral de Sevilla, en La Catedral de Sevilla. Ediciones Guadalquivir, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor a Cristóbal Colón, personaje que reposa en dicho sepulcro;
   Colón, Cristóbal. Génova (Italia), 1451 – Valladolid, 20.V.1506. Descubridor del Nuevo Mundo en 1492, primer almirante, virrey y gobernador de las Indias.
     La historia de Colón ha sido contemplada no como la de un simple mortal, sino como la de un mitológico semidiós capaz de gestas extraordinarias. Porque su empresa es, por antonomasia, uno de los acontecimientos trascendentales de la Historia de la Humanidad. Nadie pondrá en duda que el viaje de las tres carabelas es la primera de las palancas en la trasformación de la Historia mundial que se llama tránsito a la Edad Moderna.
     Como además hay en la trayectoria vital de Cristóbal Colón multitud de puntos oscuros y su misma propuesta descubridora está signada por el misterio —a pesar de que su hijo Hernando tratara de establecer una explicación satisfactoria a la génesis del proyecto—, no tiene nada de particular que en torno al gran navegante, a su figura y sus obras se hayan multiplicado las polémicas. Ya en la Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas afirma que sólo se sabe con seguridad que el marino ligur procedió como si él poseyera la llave de un cofre de cuyo contenido sólo Dios sabía la verdad.
     Como contrapunto de aquellas oscuridades, cabe recordar que el gran navegante no fue sólo un hombre de personalidad gigantesca en sus hechos e ideaciones, fue al mismo tiempo un expositor caudaloso y de fuerza extraordinaria del proceso que impulsó y presidió. Sobre ciertos puntos capitales, su palabra es la única que queda de amplio y verdadero valor informativo. Sus subordinados e interlocutores, aquellos que con él tuvieron conversación amigable o antagónica, no nos han dejado nada que sea comparable a los escritos del Descubridor. Y los personajes de autoridad superior a la suya, es decir, los Reyes Católicos, guardaron una mayestática y lacónica compostura al manifestar algo que no fuesen elogios para “su” almirante, a excepción de aquel dramático momento en el que decidieron sustituirle como virrey-gobernador. Además, de puño y letra del Descubridor conservamos unas apostillas en las márgenes de dos códices que fueron su aliento estudioso como proyectista del Gran Viaje: los Tratados del cardenal de Ailly y la Historia rerum del papa Pío II.
     Pero es en la Historia del Almirante, escrita por su hijo natural Hernando Colón, donde se nos brinda el mayor número de precisiones acerca del itinerario vital del personaje, salvo que toda la obra, concebida conforme al canon hagiográfico, no es otra cosa que un tributo devoto a la memoria del gran navegante.
     Orígenes Colombinos y sus Navegaciones Mediterráneas: De modo que el primero de los esfuerzos apologéticos de Hernando fue el relativo a la cuna paterna.
     De cualquier manera, las cortinas de humo que tiende Hernando sobre sus abuelos no dejan de apuntar a Génova como asiento de los Colombo. Pero a las presunciones nobiliarias de una familia con títulos —almirante— parejos a los de los Enríquez y que ha enlazado en la persona del segundo almirante Diego, con la Casa de Alba mal le convenían los perfumes de queso, vino y taller de lana que acompañaban a los hijos de Domenico Colombo. No es eso todo, Hernando intentaba además garantizar la formación intelectual del primer almirante Colón, de ahí que haga cursar a su padre, en Pavía, unos estudios de los cuales nadie haya tenido noticia hasta ahora. Y lo que es más, que reaccione con virulencia contra los cronistas genoveses que impusieron a don Cristóbal la nota infamante de sujeto obligado en su juventud a laborar con sus propias manos.
     Al cobijo de las brumas hernandinas se abrió, pues, paso la primera polémica. Los suelos que se disputaron ser cuna de Cristóbal Colón fueron múltiples.
     Pero para los efectos biográficos y de interpretación, dos han sido los principales contendientes: de un lado, Italia —claro es—, a cuyo favor militan todas las noticias dignas de crédito, y de otra parte, España, donde el tránsito de patriotismo a patrioterismos más emotivos que razonantes “exigió” completar la gloria española del descubrimiento, haciendo español a su protagonista. Ahora bien; el primer requisito para españolizar al Descubridor es el de descalificar como pura superchería las fuentes más próximas a la vida del almirante.
     Fueron muchos los estudiosos que trataron de buscar a Colón cunas en la Península Ibérica. Galicia, Extremadura y Cataluña, entre otras regiones españolas, se disputaron el honor de contar entre sus naturales a tan eminente personaje. También en el debe de las ocultaciones de Hernando hay que anotar el empeño de Salvador de Madariaga por radicar a Colón en el seno de una familia judeoconversa.
     Frente a esas pretensiones se alza un argumento incontestable: los testimonios de la época —incluido el del propio Descubridor en el documento fundacional del mayorazgo a favor de su hijo Diego— son unánimes a la hora de fijar en Génova el solar de los Colombo. Además, investigadores genoveses han probado fehacientemente que el almirante fue hijo de Doménico Colombo y de Susana Fontanarosso (Fontanarrubea), pertenecientes ambos a familias ligures dedicadas a la fabricación textil, padres, igualmente, de Bartolomeo y Giacomo. La opinión más generalizada es que el futuro almirante vino al mundo en 1451. 
   Ya se ha dicho que Hernando, en su afán de hacer del almirante un profundo conocedor de astrología, cosmografía, geometría y navegación, le hace cursar estudios en Pavía, pero ni en aquella universidad se impartían esas disciplinas, ni en sus registros queda huella del paso de Cristóbal.
     Lo que se sabe a ciencia cierta es que el futuro descubridor pasó su juventud en la costa ligur, navegando desde muy joven por aquellos mares —como él mismo refiere en carta a los Reyes Católicos— al tiempo que atendía los negocios de su padre.
     Muy probablemente entre los años 1470 y 1472 se dedicó a actividades corsarias al servicio de la Casa de Anjou y en contra, por lo tanto, de los intereses que Aragón tenía en Italia, más concretamente en Nápoles. Estas correrías pudieran haber contribuido también a la política de ocultamientos familiares aplicada por los Colón.
     Colón en Portugal y el Proyecto Colombino de Descubrimiento: Igualmente se sabe con seguridad que en la primavera de 1477 el futuro almirante estaba en Portugal. Al año siguiente aparece como agente de la casa genovesa Centurione comprando azúcar en Madera. Algo más tarde, en el verano de 1479, se encuentra en su Génova natal, de cuyo puerto salió rumbo a Lisboa el 26 de agosto de ese año.
     Por estas fechas hay que situar su matrimonio con Felipa Moniz de Perestrello, hija de Bartolomé Perestrello, capitán donatario de la isla de Porto Santo (del archipiélago de Madeira), y de su segunda esposa, Isabel Moniz, emparentada con la casa real de Braganza. Entre 1480 y 1482, en la isla de Porto Santo, nació Diego, hijo primogénito del marino ligur y heredero de sus títulos.
     Entre esos años y 1484 la vida de Cristóbal transcurrió en el Atlántico, en viajes a Guinea —concretamente estuvo en el fuerte de San Jorge da Mina—, e incluso más al sur.
     En 1484 Cristóbal Colón ha madurado su proyecto de Gran Viaje y está en disposición de proponerlo a los príncipes europeos.
     La originalidad del proyecto del inventor genovés estribaba en un doble postulado consistente en afirmar, de una parte, la existencia de tierras, ignotas y pobladas, muy extensas a Poniente, alcanzables por el salto de un velero y que esas tierras estaban ligadas al Asia conocida. Ahora bien, esos postulados eran inaceptables para los saberes teóricos e incluso para las experiencias más avanzadas de su época. O dicho en otros términos, eran absurdas para todo aquel que no hubiese hecho una reducción del globo terráqueo tan radical como la que practicó Colón, con osadía ignorante del verdadero valor del grado de meridiano y frente a autoridades venerandas que se remontaban a Eratóstenes. Fue en el texto del profeta Esdras —no admitido como tal en el canon de la Iglesia— donde Colón encontró el único dato de aproximación métrica a la anchura del Océano que pueda servir a la ilusión de cruzar directamente de Europa hasta el fin del Oriente en una singladura sin escalas intermedias. Y se explica así el amplio ejercicio de pluma que el proyectista Colón dedicó en sus apostillas al seudoprofeta, para quien la relación existente entre la extensión de las aguas y la de las tierras emersas es de 1 a 6.
     Es cierto que asimismo el sabio polígrafo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, por esas mismas fechas, concebía la existencia de un océano único y apuntaba la posibilidad de alcanzar el Cipango (Japón) de Marco Polo navegando desde Lisboa, pero lo hacía gracias a la existencia de la isla Antilia que, según sus cálculos, distaba 625 leguas de la gran isla de Cipango. Igualmente, hay que hacer notar que, desde la segunda mitad del siglo XV, los portugueses habían buscado hacia Poniente, con incansable denuedo, esa isla u otras míticas —como la de las Siete Ciudades—, pero lo cierto es que ni habían sido vislumbradas, ni se sabía a qué latitud podían encontrarse.
    En resumen, los cálculos más optimistas con respecto a la anchura del Océano —los Toscanelli que situaban el Catay (China) distante no menos de 1.600 leguas de los finisterres de Occidente, y Cipango del orden de 1.200— requerían de forma imperiosa contar con un eslabón intermedio para alcanzar las Indias conocidas, ya que no pasaba de 800 leguas el límite sensato que debía imponerse a un internamiento oceánico hacia el Ocaso. Por consiguiente, la clave del proyecto de alcanzar los ámbitos conocidos de Oriente navegando hacia Occidente estaba en ese eslabón de tierras intermedio. Sólo que, como lo constituía un rosario de islas, en exclusiva podía realizar el proyecto la persona poseedora del secreto relativo a la latitud precisa en que se encontraban las susodichas islas.
     Pero, como se ha señalado arriba, la originalidad de Colón estaba en asegurar un viaje cuyas metas escalonadas se ofrecen diáfanas a través de todos los datos que existen: unas islas situadas a cuatrocientas leguas al oeste de las Canarias; una tierra continental incógnita aunque al mismo tiempo y sin duda alguna es tierra “indiana” y que debe salir al paso de las carabelas por aquel mismo rumbo y latitud, a distancia entre 700 y 800 leguas del mismo archipiélago Afortunado y, arrumbada hacia el noroeste, la tierra firme del Catay y al sur de ella el inmenso seno de los Seres y los Sinas. Es de notar la diferencia en las distancias entre las propuestas toscanellianas y las colombinas, pero además cabe advertir que aquel estribo mágico de las tesis de la época —el de la Antilia y Siete Ciudades— se ha convertido en la ideación del genovés en archipiélago de “entrada a las Indias”.
     Naturalmente, para garantizar el éxito de su empresa el inventor genovés debía mantener en secreto, hasta el final y a ultranza, el paralelo por el que se iban a conducir sus singladuras.
     Colón y el Predescubrimiento: Ahora bien, dadas las diferencias entre la propuesta colombina y las previsiones de Toscanelli, cabe preguntarse de dónde ha sacado el reflexivo genovés las determinaciones tanto sobre la distancia y el carácter de esas islas ciertas como de las otras etapas. Sólo hay una respuesta racional a esa interrogante: información de personas que para Colón vienen de las Indias. Porque aquella información sí pudieron facilitarla los amerindios llegados al centro del Atlántico, los cuales, procedentes del ámbito Caribe y expresándose en un idioma en el fonema “cani” que es frecuentísimo al final de los vocablos, pueden inducir la imagen de una relación suya con el Magnus Kan. Y aún mucho más en particular, cabe advertir que si aquellos argonautas caribeños fueron mujeres del ámbito insular, denominaron a su propia etnia con el nombre de calliponam, y que sonaría caníbales al oído europeo. En apoyo de esa respuesta, se puede añadir que Colón declara de su puño y letra en una apostilla a la Historia rerum de Pío II, al margen de una noticia relativa a la llegada de indios a Europa en dos ocasiones, que él mismo ha tenido noticia o visión directa de la llegada al ámbito occidental de gente amerindia viajera en sus propias embarcaciones. Esto es, Colón ha afirmado que tenía certidumbres empíricas sobre tierras alcanzables en la latitud de las Canarias.
     Pero la resolución de los enigmas del Gran Viaje en clave de providencial encuentro oceánico obliga a repasar, siquiera brevemente, la cuestión del “preconocimiento” de América. Un “preconocimiento” que, negado por Hernando Colón, no mereció la consideración del colombinismo clásico, a pesar de ser de común aceptación entre los coetáneos del marino genovés.
     En efecto; por los mentideros de la época circuló una “conseja de marineros”, según la cual Colón debía sus conocimientos a un navegante portugués que le confió su secreto estando en trance de muerte. Cuenta Bartolomé de las Casas que en los parloteos de los veteranos de las Indias se daba por cosa cierta que la empresa de Colón se había cifrado en el conocimiento previo que tuvo de la existencia de las islas antillanas por la confidencia que recibió de un piloto que habiendo sido arrastrado por las tempestades hasta las Antillas, logró después retornar con su gente e ir a dar en la isla de Madera, para morir en brazos de Colón, no sin haberle comunicado antes el gran secreto de su hallazgo. Aquella solución “popular” al misterioso triunfo del navegante no quedó circunscrita a los cotilleos baquianos, sino que circuló cumplidamente por España, como lo acreditan las versiones que sobre el hoy llamado “piloto anónimo” (o “protonauta” de la teoría sostenida por Juan Manzano y Manzano) nos comunican los otros cronistas primeros de las Indias comenzando por Fernández de Oviedo. En rudo contraste con esas seguridades están, en cambio, las circunstancias tan poco verosímiles que postula la explicación: absoluto desconocimiento sobre la personalidad y nombre del piloto en cuestión, por parte de tantos y tan bien enterados del caso; invencible silencio en una tripulación por oportuna y terminante que fuese la “moribundia” con que llegó a Madera; y, en fin, la rareza de este desvelamiento tardío.
     Aun así, no cabe ignorar que eran muchos los que pensaban que Colón llevaba en su cofre secretos que un día quiso el océano entreabrir acerca de su otra orilla. También él mismo se presentó siempre como sujeto elegido por la Santísima Trinidad, para “llegar a perfecta inteligencia que podría navegar e ir a las Indias desde España, passando el mar Océano al Poniente”.
     De modo que en la invención del ligur se conjugaban causas y datos de orden diverso; pero entre los cuales el dictado profético tenía un desempeño de primerísimo orden, en apoyo de lucubraciones que se reclamaban de lo sacro y de lo maravilloso. Y qué otra cosa podía ser más maravillosa que el logro de certidumbres irrefutables a partir de un conocimiento empírico proporcionado por el encuentro con hombres —o mejor mujeres— llegados de la otra orilla del océano.
     A tenor de lo anterior, no puede extrañar que hayan sido cinco las metas de la Gran Travesía señaladas de una forma u otra por la pluma de Colón: la isla de las Amazonas; el archipiélago de la entrada indiana, habitado por gentes desnudas que esperan la voz de Cristo; el Paraíso Terrenal; el Tarsis y el Ofir de las Sagradas Escrituras y el Magnus Kan presidencial en el Catay. Todo ello se desprende del análisis de lo único pero precioso que nos dejó escrito como proyectista estudioso de su Gran Viaje, es decir, las apostillas puestas por él a aquellas dos obras que constituyeron la base de sus conocimientos e ideas ilustrados, la Historia rerum del papa Pío II y los Tratados o Imago Mundi del cardenal Ailly. Y es que, en su ideación, esas Amazonas oceánicas, habitantes de la última de las islas del Archipiélago de entrada a las Indias son identificadas con las antiguas del Caspio y el Ponto. Ellas pueden estar relacionadas en el confín del mundo con un Magnus Kan que domina desde las riberas del Caspio hasta las del océano escítico. Ellas, en fin, siguen efigiando un primitivismo irreductible capaz de ser frontero del Paraíso y a la vez de los emporios urbanos, y que guarda los valores de una vocación hacia la virtud heroica, que espera la hora de su ascenso al nombre cristiano.
     Volviendo a la biografía del gran navegante, el primer ofrecimiento lo hizo el año de referencia en Lisboa al rey Juan II de Portugal, el príncipe Perfeito.
     El monarca luso no rechazó a Colón, sino que lo entretuvo con el expediente de una Junta consultiva. Es probable que tratara de sonsacarle la única clave que cabía sonsacar: la latitud en la que el inventor haría su internamiento. Porque de lo que no caben dudas es del interés del Perfeito por las cuestiones de la Descubierta antes incluso de acceder al trono en 1481. Sólo que las pretensiones de Colón —las mismas, en esencia, que luego figurarían en las capitulaciones de Santa Fe— le debieron parecer desmedidas. Se sabe que optó por realizar sus propias pesquisas porque, a fin de cuentas, Colón no era sino uno más de los buscadores de islas ciertas pero no encontradas, que proliferaron por aquellos años. Bien es verdad que su plan era más ambicioso, ya que en él la misteriosa isla era sólo la condición indispensable para la Gran Travesía que permitiría alcanzar las costas del Magnus Kan.
     Negociaciones en la Corte de Castilla: Al año siguiente, en 1485, Colón, acompañado por su hijo Diego, se instaló en Castilla. Probablemente desembarcara en Palos de la Frontera y, de camino hacia Huelva, pudiera haber tenido ocasión de visitar el monasterio franciscano de La Rábida, donde encontraría los primeros y, de eso no caben dudas, los últimos y definitivos apoyos a la empresa que venía a proponer. Lo que sí está confirmado es que desde el 20 de enero de 1486, día en el que se entrevistó con los monarcas en Alcalá de Henares, el genovés es el formal protegido de los Reyes Católicos y que a partir de ese momento se iniciaron unas negociaciones, largas de seis años, durante las cuales, en varias ocasiones, los monarcas le hicieron llegar estimables cantidades de dinero para su sustento. Además gozó pronto de la simpatía y comprensión de personajes destacados. La nómina es bien conocida: Medinaceli, Quintanilla, el cardenal Mendoza, Santángel, fray Diego Deza, Juan Cabrero y fray Hernando de Talavera. 
   En ese tiempo en el que Colón se movió en la órbita cortesana, durante una estancia en Córdoba, conoció a Beatriz Enríquez de Arana, una joven huérfana de humilde condición social, con la que nunca llegó a casarse a pesar de ser madre de su segundo hijo, el geógrafo e historiador Hernando Colón.
     Ante las demoras que los Católicos van dando al postulante, con excusas de varia índole, éste decidió explorar nuevas posibilidades en otros reinos europeos y el año 1488 envió a su hermano Bartolomé a entrevistarse con Enrique VII de Inglaterra. En aquella corte es visto en el mes de febrero. Tal vez él mismo viajara a Portugal a finales de 1488.
     La espera del inventor genovés en la corte de los Católicos, y el tiempo y modo en que se resolvió se han venido explicando por una doble y escalonada causa: primero, la sanción contraria al proyecto colombino emitida por la Junta consultiva; y luego las urgencias de la guerra de Granada, reconocidas como causa dilatoria, en forma solemne por las bulas de Alejandro VI. Pero esa explicación no concuerda con la lógica de unos hechos donde lo que decide en las resoluciones de los Católicos no es desde luego el parecer de la Junta; ni los costes de un par de navíos se nos ofrecen como operación inasequible para Castilla antes de la rendición de Granada. Lo inasequible era entrar en conflicto con Portugal, para mantener lo que se descubriera en ultramar cuando los castellanos mantenían simultáneamente la empresa de Granada y el enfrentamiento con Francia. Por ello, los Católicos tenían que acometer el proyecto, particularmente por lo que se refiere a Portugal, con todas las reservas, o, si se quiere, recurriendo al secretismo más riguroso y simulando que el viaje que les ofrecía el misterioso inventor no les merecía especial interés ni confianza.
     En 1491, totalmente desanimado, Cristóbal Colón decidió abandonar Castilla pasando por Huelva, donde residía el matrimonio Muliart, sus cuñados —Miguel Muniart estaba casado con Violante Moniz—. Fue entonces cuando realizó esa visita al monasterio de La Rábida que resultaría trascendental para el futuro de la empresa descubridora. En ella se entrevistó con fray Juan Pérez, confesor de la reina, quien, movido por desconocidos resortes, no dudó en movilizar toda su influencia frente a doña Isabel a fin de vencer las reticencias de la Señora. No se conoce el contenido de la entrevista entre el fraile y la Reina, pero cabe dentro de lo congruente imaginar que fray Juan se presentara ante doña Isabel como poseedor de las claves del proyecto de navegación confiadas a él con las garantías de reserva que ofrece el confesionario.
     A partir de ahora el camino se allanó para el genovés que viajó a Santa Fe y fue testigo presencial de la caída de Granada el 2 de enero de 1492. Había comenzado un período de arduas negociaciones con la Corona que sólo culminó el 17 de abril de ese año con la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. En esta última fase, el postulante contará con los apoyos de dos aragoneses: Luis de Santángel y Juan Cabrero, fieles servidores del rey Fernando, el primero como escribano de ración y el segundo como camarero.
     Gracias a ellos se salvaron las reticencias de la Reina y el marino ligur vio confirmadas sus demandas: El título de almirante de la Mar Océana en todas aquellas tierras que por su industria se descubrieran; igualmente para éstas el nombramiento de virrey y gobernador. También se le reconocía el derecho a cobrar la décima parte de las ganancias del comercio realizado en ese espacio. Al mismo tiempo, podía participar en todas las iniciativas que la corona allí llevase a cabo aportando la octava parte del monto de las mismas y cobrar en idéntica proporción. 
   El 30 de abril, por una real provisión, los monarcas otorgaron a Colón la merced de transmitir sus oficios —almirante, virrey y gobernador— a sus herederos.
     También los reyes le autorizaron a utilizar el Don antepuesto a su nombre desde el momento en que se materializaran los descubrimientos.
     El Gran Viaje Descubridor: La firma de las capitulaciones permitió al almirante abordar los asuntos relativos a la preparación del viaje. De esa primera travesía hay dos piezas historiográficas esenciales: el Diario colombino de la expedición, junto con la carta a Santángel, y las noticias que se contienen en los Pleitos. Por ellas, y algún otro documento de carácter administrativo, se sabe que los preparativos se llevaron a cabo en la villa de Palos, condenada por ciertos “deservicios” a armar a su costa dos carabelas y navegar durante dos meses a beneficio de la corona y que se dispusieron tres naves; dos de ellas —la Pinta mandada por Martín Alonso Pinzón y la Niña por Vicente Yáñez Pinzón— eran carabelas andaluzas, mientras que la nao Santa María, la nave capitana, había sido armada en los astilleros del Cantábrico. De igual modo se tiene constancia de que todos los hombres iban a sueldo de la corona que había pagado cuatro meses de anticipo y de que el clima entre capitanes y tripulación era de gran confianza en el almirante que ha debido transmitir a unos y otras sus certidumbres sobre las metas de la travesía. Metas que, como ya se sabe, no eran otras que hallar islas a 400 leguas de las Canarias y tierras indianas a 700 o poco más de ese mismo archipiélago.
     Al fin, tras oír misa, se hicieron a la mar el 3 de agosto de ese año. Tocaron en La Gomera para reparar el timón de la Pinta y alcanzaron el mar de los Sargazos el 16 de septiembre. Durante los primeros días de octubre, cuando se habían superado ya las 700 leguas de navegación, el malestar creció entre las tripulaciones que contemplaban cómo la realidad oceánica estaba defraudando las promesas de Colón. Ante la tensa situación, el almirante debió cambiar el rumbo —hasta aquí había navegado siguiendo invariablemente el paralelo de las Canarias— y recurrir a un procedimiento tan escasamente cosmo-matemático como era seguir la dirección que le señalaban las aves viajeras. Ellas y el sentido del honor de los marinos españoles —personificados en los Pinzón y Juan de la Cosa— que accedieron a proseguir la marcha aún tres días más, propiciaron el éxito de la empresa en la que el Descubridor verá, de nuevo, la “mano del Señor que da las victorias”. Lo cierto es que a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre Rodrigo de Triana avistó tierra. Al amanecer llegaron a una isla de las Lucayas (Bahamas) que los indios llamaban Guanahaní y el genovés rebautizó con el nombre de San Salvador. Colón resolvió entonces explorar el archipiélago, decisión que contradice categóricamente que su programa estuviese sometido, en exclusiva, a los dictados de Toscanelli. Pues de haberse atenido a las sugerencias del geógrafo, lo aconsejable hubiera sido continuar hacia poniente en busca de las tierras continentales.
     Concluido el reconocimiento de las Bahamas en las que el almirante creyó ver la antesala del mundo paradisíaco, emprendió una travesía en dirección sureste que le permitió alcanzar Cuba o la tierra de Juana en la designación del Descubridor. Allí creyó —bien es cierto que por poco tiempo— encontrarse en el Cipango. Luego supo que se trataba de tierra insular, bien extensa por cierto, distante de la tierra firme —donde él colocó el Imperio del Gran Can por asociación con la voz “cani” que oyó a los nativos— diez jornadas de navegación.
     Tras dedicar noviembre a la exploración de Cuba, el 6 de diciembre avistó Haití que bautizó como isla Española. En ella descubrió una sociedad en la que no sólo existían “reyes” (caciques) sino que se comportaba además con un disciplinado sentido de la jerarquía, manifiesto en las formas refinadas del respeto que se tributaba a los superiores. El 25 de diciembre la nao Santa María encalló al norte de la Española; con sus restos se construirá el fuerte de Navidad, donde el almirante dejó un reducido número de sus hombres bajo el mando de Diego de Arana, persona de su confianza.
     El 16 de enero se emprendió el regreso.
     El periplo por el Caribe, sorprendente en sus derrotas, sólo puede obedecer a la falta de un único norte en el programa colombino e indica que el Inventor se manejaba, en realidad, con tres brújulas: las nociones de la ciencia geográfica relativa a lo conocido; la interpretación que procura hacer de lo que ve y de lo que oye, y su propia construcción ideológica hecha a partir de la información de las indias caribeñas que cruzaron medio atlántico.
     El viaje de retorno lo hicieron los dos navíos por separado, de modo que Martín Alonso, capitaneando la Pinta, arribó a Bayona de Galicia tan enfermo que murió a poco. Por su parte, el almirante, a bordo de la Niña, entró en Lisboa el 4 de marzo de 1493. El 13 de ese mismo mes, volvió a hacerse a la mar rumbo a Sevilla, para desembarcar en Palos. Desde allí se dirigió a Barcelona a fin de comunicar personalmente a los monarcas el extraordinario valor de sus hallazgos.
     A partir de este momento, el proyecto de los Reyes Católicos con relación a la empresa de las Indias se organiza en torno a dos exigencias irrenunciables: implantar allí una colonización y proseguir el Descubrimiento. A ellas se sumaron muy pronto los apremios del enfrentamiento diplomático con Portugal. Un enfrentamiento que condujo primero a la promulgación de las Bulas de Alejandro VI y luego a la conclusión del tratado de Tordesillas.
     El Segundo Viaje: Para atender las exigencias del triple proyecto se organizó una segunda expedición que salió del puerto de Cádiz el miércoles 25 de septiembre de 1493. Se trataba de una armada de cinco naos y doce carabelas en la que se embarcaron labradores del reino de Granada y clérigos, aparte de marineros y soldados. En Canarias la flota cargó cabezas de ganado —becerros, cabras, ovejas, puercos y gallinas—, productos frutícolas —naranjas, limones, melones, etc.— y hortalizas. El cargamento de las naves anunciaba ya cuáles iban a ser las claves del programa colonizador de España en las tierras recién descubiertas. El almirante llevaba además el encargo de proseguir la descubierta. De modo que cuando, tras una travesía de veinte días a partir de la isla del Hierro, llegó el 3 de noviembre al archipiélago de las Pequeñas Antillas se dedicó a su exploración. No será pequeño el balance de lo destapado por el genovés en esta expedición, pues incluye un ámbito que va desde las Pequeñas Antillas hasta la isla de Pinos en Cuba pasando por Boriquen —que llamó de San Juan Bautista—, Jamaica y la costa meridional de la Española. Pero como pronto supo por los indígenas que en las latitudes australes se situaban las riquezas mineras, botánicas y zoológicas más considerables, son de imaginar las ansias que le impulsarían a aquellas tierras del sur. Probablemente el Descubridor mandará ahora naves a confirmar la existencia de los mencionados territorios —como defendió Juan Manzano—, pero tampoco parece imposible que tal conocimiento —al menos en el sentido personal— lo haya adquirido con ocasión de emprender su regreso a España; regreso cuyas singladuras no están demasiado claras.
     Sin embargo, frente a los logros del programa descubridor hay que colocar los fracasos de la empresa colonizadora. En la Española —donde Colón encontró arrasado el fuerte de Navidad— se van a fundar entre 1494 y 1496 varias ciudades, entre las que destacan la Isabela y Santo Domingo que pronto se convertirá en capital de las Indias. Pero en la isla la situación es cada vez más grave, al hambre y las enfermedades se sumarán inmediatamente las primeras deserciones de los españoles. Ante tal situación, Colón mandó a la Península a Antonio de Torres con algo de oro e indios para vender en el mercado de esclavos. Los indios se venderán con el consentimiento de los Reyes, aunque poco después, ya bien asesorados, los monarcas revoquen la autorización inicial.
     Desde estas primeras experiencias se pone de manifiesto la disparidad de criterios, de finalidad e instrumentación que contraponen a las colonias de signo mercantilista las de signo terrícola. De un lado está el provecho de un tráfico marítimo, que busca inexorablemente el monopolio estatal-colombino y que se basa en la posesión de un enclave de dominio militar-mercantil. Del otro, la instancia que lleva a los grupos a organizar su avance ocupando tierras y trasplantando a ellas cuanto les caracteriza como comunidad cultural y mediante la sujeción o expulsión de los naturales del territorio. Pues bien, Colón representaba el primer modelo, y los españoles —a la cabeza los Reyes— el segundo.
     En junio de 1496, Colón está de vuelta de su segundo viaje con cartas de triunfo, sólo que con anterioridad —en noviembre de 1494— han llegado a la Península los desertores de La Española acusando a los Colón de desgobierno y los Reyes han enviado allí a Juan de Aguado con cuatro carabelas, más bastimentos y el encargo de informarse de la situación. De modo que don Cristóbal se verá obligado a explicarse ante los monarcas. Los Reyes Católicos lo recibieron como si no hubiera pasado nada, le confirmaron sus privilegios —el 23 de abril de 1497— y le autorizaron a instituir un mayorazgo en la persona de su hijo mayor Diego. Además sufragaron una tercera expedición pero dando a entender que no era otra cosa sino una última oportunidad de relanzamiento por cuenta oficial de lo que debía alimentarse en adelante de sus propios beneficios.
     El Tercer Viaje: Bajo estos presupuestos, se organizó el tercer viaje. El almirante partió de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498 con seis navíos, hizo escala primero en la isla de Porto Santo y luego en La Gomera, donde dividió la flota: tres barcos se dirigieron directamente a La Española y otros tres, bajo su mando, prosiguieron la empresa de la Descubierta. Esta vez navegó más al sur, por el paralelo de Sierra Leona. El 31 de julio avistó la primera tierra a la que puso por nombre Trinidad. Resultó ser tierra insular, pero adyacente a otra de enormes proporciones en cuyas profundidades, a tenor de la grandeza de los cursos de agua que desembocaban en el mar, el Descubridor supuso se encontraba el Paraíso Terrenal. Había alcanzado, por tanto, suelo asiático. Dedicó los primeros días de agosto a recorrer aquella costa que el llamó de las Perlas y que era el golfo de Paria en la desembocadura del Orinoco. El marino ligur había culminado una nueva hazaña: el hallazgo de un “cielo nuevo y mundo” —como dirá en carta a Sus Altezas— enteramente ignoto al europeo. Pero para él significaba algo más, porque esa hazaña al estar inscrita potencialmente en su “invención” del Fin del mundo, y atenerse a la métrica de Esdras, le confirmaba en sus presunciones de ser encarnación de las promesas isaíacas.
     Con muy distinto semblante se presentó el asunto de La Española, porque durante la ausencia de don Cristóbal, se habían sentado en la colonia las bases de una escisión —la rebeldía de Francisco Roldán contra la autoridad del adelantado Bartolomé Colón— que amenazó con convertirse de un día para otro en guerra civil. En las exigencias de Roldán frente al adelantado se dieron la mano los dos motivos mayores para acusar de inhumana y tiránica la construcción factorial de los Colón; es a saber, el requerimiento de que se les asignaran tierras en las que asentarse y mantenerse y el de poner fin a la guerra contra los indios. Ante esta situación el almirante cometió tres grandes errores: describió a los Reyes la situación como un peligro para la soberanía, por lo que debía ser saneada a sangre y fuego; retuvo las pagas de los asalariados en la medida en que le pareció bien y siguió enviando cargamentos de indios esclavos cuando ya Sus Altezas habían decidido someter a examen jurídico-teológico la legitimidad de aquel trato.
     En respuesta al conflicto, los Católicos enviaron a La Española a Francisco de Bobadilla con el título de juez pesquisidor. En agosto de 1500 llegó Bobadilla a Santo Domingo y un mes después, ante la resistencia de los Colón a aceptar su autoridad, tomó una medida que a muchos pareció excesiva: aherrojar a los tres hermanos y mandarlos de vuelta a España. Y aunque los Reyes desencadenaron al almirante con muestras de afecto, es el caso que no lo restituyeron en la gobernación de las Indias.
     A la larga, pues, lo trascendental no fueron los hierros bobadillanos, sino la decisión inamovible de los Católicos de dar por prescritas las Capitulaciones de Santa Fe como compromiso intocable. Y es que igual que la contextura moral de Colón se puso pronto en contraste con la de la hueste española a sus órdenes, sus proyectos colonizadores terminaron por entrar en conflicto con los de los Reyes que auspiciaron sus empresas.
     Hasta que vuelva a hacerse a la mar en mayo de 1502, para emprender el cuarto viaje, Cristóbal Colón permanecerá en España dedicado, probablemente, a escribir el Libro de las Profecías. Si las apostillas nos abren ventanas insustituibles a la invención del Gran Viaje, esa compilación profética constituye una larga oración declaratoria sobre por qué el almirante se firma Cristóferens. Un Cristóferens que ahora se propone enlazar en un todo argumental sus promesas primeras, sus realizaciones y su destino futuro.
     El Cuarto Viaje Colombino o Alto Viaje: Por lo que se refiere a la cuarta travesía, la que él califica de Alto Viaje, un relato de Colón —la célebre Carta de Jamaica— nos brinda la versión más directa, apasionada y apasionante que se pueda imaginar. Colón partió del puerto de Cádiz el 11 de mayo de 1502 con cuatro navíos y la compañía de su hermano Bartolomé y su hijo Hernando que tenía por entonces trece años. Fue ésta la travesía más rápida de cuantas hizo, pues tras abastecerse en Maspalomas, llegaba a la entrada de las Indias el 15 de junio. Ya en tierras americanas, una serie de circunstancias le aconsejaron, en contra de su primer proyecto, encaminarse a La Española. Una vez allí y ante las evidencias de la proximidad de un gran huracán, pidió autorización para fondear en puerto, al tiempo que recomendaba retrasar el retorno a España de la flota en la que regresaba Francisco de Bobadilla —sustituido en el cargo de gobernador por frey Nicolás de Ovando recién llegado—. Ni se le concedió el permiso ni se le aceptó el consejo y las consecuencias fueron dramáticas al menos para la flota: se hundieron en torno a veinticinco buques, se ahogaron más de quinientos hombres y se perdieron más de cien mil castellanos de oro de la Corona. Los Colón, por el contrario, salvaron sus cuatro navíos.
     Don Cristóbal pudo así zarpar el 14 de julio en dirección a Centroamérica. A finales de mes, fondeaba en Punta Caxinas (Honduras). Desde aquí, con enormes dificultades por el viento en contra, siguió costeando en dirección Este hasta alcanzar un punto en que el litoral giraba bruscamente hacia el sur y que él llamó cabo de Gracias a Dios. Prosiguió la descubierta ahora ya en condiciones de navegación algo más favorables y dedicó los meses que quedaban del año a recorrer las costas de Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Con todo no faltaron las dificultades derivadas, esta vez, del clima y las resistencias indígenas. Todavía continuará explorando estas costas hasta que el día de Pascua (16 de abril de 1503), decidió el regreso a España sin haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba: el estrecho que, en su ideación, separaba las tierras continentales encontradas al sur, en viajes anteriores, y éstas situadas al norte.
     El camino de vuelta no será menos azaroso. Al almirante sólo le quedaban dos navíos y con ellos llegó a Jamaica el 24 de junio. Pero es allí donde aún le esperaban las mayores penalidades del viaje. En efecto, tratando de solucionar los problemas de aguada, encallaron los susodichos barcos sin que sirvieran de nada todos los esfuerzos para reflotarlos. Ante lo apurado de la situación no se encontró más salida que enviar dos canoas a Santo Domingo en busca de auxilio. Lograrán su propósito de alcanzar La Española tras superar graves inconvenientes, pero tardaron meses en poder adquirir un navío que cargado de pertrechos fuera a rescatar a los náufragos de Jamaica. Durante el tiempo de espera, Colón, por su parte, debió vencer reveses tales como una rebelión de españoles, resistencias indígenas, enfermedades y falta de bastimentos.
     Al fin, el 28 de junio de 1504 —cuando ya se había cumplido un año de su llegada— pudo el almirante abandonar la isla de Jamaica. Puso rumbo a Santo Domingo, donde permaneció algún tiempo y el 12 de septiembre salió con dirección a España. No sin enfrentarse a nuevos retos, llegó a Sanlúcar de Barrameda el 7 de noviembre de 1504.
     Una vez de regreso en España, y gravemente enfermo, Colón tuvo tiempo aún de escribir a amigos y valedores, y dirigirse a los Reyes. En primer lugar, se entrevistó con don Fernando en Segovia, pues la Reina había fallecido a poco de desembarcar él. En segundo lugar, escribió a los nuevos reyes, doña Juana y Felipe el Hermoso, en la pretensión de recuperar sus derechos. Aunque don Cristóbal reclamaba a la Corona sumas abultadísimas —las que correspondía al “tercio, décimo y ochavo” —, no es cierto, de ninguna manera, que estuviera en la pobreza, ni menos aún en la marginación social. El vertiginoso ascenso de la familia llevó al segundo almirante a enlazar con la Casa de Alba en un matrimonio que estaba procurando en estos meses el rey Fernando.
     Y, tras redactar un nuevo testamento el 19 de mayo de 1506 y recibir los últimos sacramentos, el Descubridor murió en Valladolid al día siguiente, siendo enterrado en el monasterio de San Francisco de esa ciudad.
     Poco tiempo permanecieron sus restos en Valladolid, porque en 1509 fueron trasladados al monasterio sevillano de Santa María de las Cuevas. A partir de estas certidumbres, las polémicas que acompañaron a Colón en vida vuelven a encenderse, ahora con relación a sus restos mortales, pues hay historiadores que admiten un traslado de los cuerpos de los dos primeros almirantes a la Española en 1544 y otros que se inclinan a pensar que el proyecto de enterramiento en la catedral de Santo Domingo nunca llegó a realizarse. Pero de lo que no hay duda es de que en diciembre de 1795 se exhumaron unos huesos atribuidos a don Cristóbal de su sepultura dominicana y se trasladaron a Cuba, adonde llegaron el 5 de enero de 1796. Algo más tarde, en diciembre de 1898, los susodichos huesos volvieron a España para ser depositados en la catedral de Sevilla. Pero hay más; en 1877, se descubrió en el presbiterio de la catedral de Santo Domingo una urna de plomo con una inscripción que se interpretó como alusiva al primer almirante. Así pues, sus restos mortales, convertidos en especie de símbolo de un destino cruzado por el misterio, vendrían con el tiempo a ser disputados, como lo son, por los sepulcros catedralicios nada menos que de Sevilla y Santo Domingo (Juan Pérez de Tudela y Bueso, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Arturo Mélida, autor de la obra reseñada;
     Arturo Mélida y Alinari, (Madrid, 24 de julio de 1849 – 15 de diciembre de 1902). Arquitecto, escultor, decorador, ilustrador y pintor.
     Nació en el seno de una familia burguesa. Su padre, Nicolás Mélida y Lizana (hijo de Blas Mélida, natural de la población zaragozana de Aljafarín; y María Teresa Lizana, natural de Azlor, Lérida), fue secretario de Su Majestad con ejercicio de decreto, ministro del Tribunal de Cuentas del Reino, superintendente de Hacienda, abogado y diputado a Cortes, ejerciendo la abogacía en el Ilustre Colegio de Madrid. De su madre, Leonor Alinari y Adarve, heredó las raíces artísticas que le había legado su padre florentino. Tuvo Arturo cinco hermanos (Enrique, José Ramón, Federico, Alberto y Carmen), dos de los cuales llegaron a adquirir igualmente renombre en el campo de las humanidades: Enrique y José Ramón. Alberto y Federico siguieron los pasos del padre y decidieron emprender el camino de la abogacía, acabando Alberto destinado en Puerto Rico, donde desempeñó un cargo oficial en la Administración de la isla. Carmen falleció con sólo dieciocho años.
     Consciente de sus aptitudes creadoras, Arturo tuvo que renunciar a su anterior dedicación (la carrera militar) para volcarse en la faceta artística. El 7 de mayo de 1873 se casó con Carmen Labaig —de ilustre familia murciana—, con la que tuvo nueve hijos; y el mismo año de su casamiento obtuvo el título en la Escuela Especial de Madrid; a partir de ese momento desde el cual comenzó un cultivo compartido entre la escultura, la arquitectura y la pintura.
     Como escultor, modeló figuras para monumentos, como el conmemorativo del marqués del Duero (tras concursar en 1875), destinado a la basílica-panteón de Atocha. En 1877 ganó por concurso la construcción del Monumento a Colón erigido en Madrid. También es de su mano el sepulcro del mismo personaje de la Catedral de Sevilla, diseñado por Arturo en 1891 para la Catedral de La Habana e instalado luego en el crucero de la catedral andaluza en 1902. En el monumento erigido en honor del primer marqués de Comillas (Cantabria) —obra cuyo proyecto general concibió el arquitecto Luis Doménech y Montaner—, esculpió las estatuas de América y Oceanía.
     Su trayectoria como arquitecto legó, entre otras, la restauración del claustro de San Juan de los Reyes de Toledo en el año 1882, que le había sido encargada por el ministro de Fomento José Luis Albareda un año antes. En la misma ciudad, proyectó y construyó el edificio destinado a Escuela de Industrias Artísticas, en un nuevo estilo que empleaba elementos mudéjares mezclados con otros isabelinos. Entre su legado arquitectónico se encuentra también la construcción de pabellones, como el de la Exposición de Ganados, celebrada en Madrid en 1882; y el pabellón de España, emplazado en la calle de las Naciones de la Exposición Universal de París de 1889. El éxito alcanzado le hizo merecedor de uno de los tres únicos premios otorgados a los pabellones extranjeros y Arturo Mélida fue condecorado con Medalla de Oro y la Cruz de Oficial de la Legión de Honor; y consiguió ingresar en el Instituto de Francia.
     Sobre él recayó además el nombramiento de arquitecto del Palacio de Congreso, en el que realizó las obras de archivo y biblioteca. También estuvo vinculado a la Universidad, donde desempeñó el cargo de profesor interino de Modelado (en 1879) en la Escuela de Arquitectura de Madrid, para luego conseguir la cátedra en propiedad por oposición en 1887. Ingresó como académico de número en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1899. Fue consejero de Instrucción Pública y correspondiente del Instituto de Francia. Poseyó la Gran Cruz de Isabel la Católica, perteneció a la Orden de Santiago de Portugal y fue caballero oficial de la Legión de Honor de Francia. Se cuentan, entre sus restauraciones y construcciones, las del castillo de los condes de Peña Ramiro (en Villafranca del Bierzo, León), los palacios de Liniers y Mugiro (en Burgos), la capilla mudéjar en el palacio de la duquesa de Denia (Alicante), el gran capitel del Monumento a Colón, en Palos, de Velázquez; y el palacio del banquero Ignacio Baüer, en la ciudad segoviana de La Granja. Como piezas intermedias entre arquitectura y escultura cabe destacar los proyectos no ejecutados de los monumentos al rey Carlos III y al Dos de Mayo. Otra de las ciudades que todavía conserva obras suyas es Valencia, donde le fue encargado en 1897 (por entonces era Arturo arquitecto de la Universidad de Valencia) el proyecto para sustituir el umbráculo de madera en el Jardín Botánico de la Universidad de Valencia. El umbráculo sustituido había sido construido por Pizcueta.
     Su labor como arquitecto, destacada sobremanera por la crítica artística, despuntó en un momento en el que la construcción fue convertida en una profesión liberal, diferente de la Ingeniería. El contexto arquitectónico en el que se desenvolvió Arturo Mélida estuvo claramente influenciado por las tendencias historicistas y eclécticas decimonónicas, lo que acentuó el lado artístico de los arquitectos de entonces, más preocupados por las cuestiones estilísticas que por las estructurales.
     Todavía destacó Arturo Mélida en otra faceta, la de ilustrador. Buen ejemplo de ello son las ilustraciones de una de las novelas de su hermano José Ramón de 1887, titulada A orillas del Guadarza. En la edición española de La Hija del Rey de Egipto, de Georg Moritz Ebers y publicada en 1883, aparece también una ilustración suya en la que recreó el país del Nilo. Y también (en colaboración con su hermano Enrique) en algunos Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, en las Memorias del general Fernández de Córdoba, en las Leyendas de Zorrilla y en las Obras Completas de Núñez de Arce.
     La decoración de interiores fue otra de sus pasiones.
     Algunas casas de la aristocracia madrileña (como la de los Ziburu, Ramón Plá, marqués de Amboage, marqués de Urquijo, duque de Veragua, condes de Valle o José Finat) fueron “engalanadas” por los retoques de Arturo Mélida. Suyas son igualmente la controvertida capilla sepulcral del marqués de Amboage, en el cementerio de San Isidro, la sala de Velázquez del Museo del Prado, el despacho de la Subsecretaría del Ministerio de Hacienda, la iglesia de San Ignacio, una capilla de la iglesia de Santa Cruz, y el techo de la cátedra del Ateneo de Madrid. Poco antes de su muerte, Arturo Mélida aceptó la difícil restauración de las pinturas de la fachada de la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor de Madrid, y las de la bóveda de uno de los dos salones principales.
     Su faceta divulgativa pudo demostrarla en el Ateneo de Madrid, verdadero centro de agitación cultural y artística del Madrid del XIX, pronunciando conferencias sobre arquitectura y artes decorativas durante los cursos de 1885-1886 y 1886-1887 (Daniel Casado Rigalt, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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