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domingo, 10 de octubre de 2021

La pintura "Santo Tomás de Villanueva y el Crucifijo", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Santo Tomás de Villanueva y el Crucifijo", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.     
   Hoy, 10 de octubre, Santo Tomás de Villanueva, obispo, que, siendo religioso de la Orden de Ermitaños de San Agustín, aceptó por obediencia el episcopado, donde sobresalió, entre otras virtudes pastorales, por un encendido amor hacia los pobres hasta entregarles todos los bienes, icluida la propia cama. Falleció en Valencia, ciudad de España (1555) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Santo Tomás de Villanueva y el Crucifijo", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
   El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala VII del Museo de Bellas Artes, podemos contemplar la pintura "Santo Tomás de Villanueva y el Crucifijo", de Bartolomé Esteban Murillo (1617 - 1682), realizada hacia 1665-70, siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, con unas medidas de 1,30 x 0'75 m., y procedente del Convento de San Agustín, tras la Desamortización (1845).
   El lienzo nos muestra a Santo Tomás en el momento de recibir la noticia de su muerte. La figura de tamaño académico, aparece de rodillas sobre una alfombra ante un altar, en el cual se disponen dos candelabros y un crucifijo, que difícilmente se divisa en la oscuridad.
Santo Tomás dotado de gran expresividad, alza sus ojos hacia el crucifijo y desde sus labios parece emanar un letrero en el que se lee: "IN DIEÌ NAVITATIS MATRIS MEA VENI ES ADME", a la vez que abre sus manos en actitud implorante.
     El cuadro está sumido en una gran oscuridad, solo quebrada por la fuerte luz que inunda el rostro y las manos del santo, siendo lo más significativo de la representación.
     Toda la escena se desarrolla ante un fondo de gran teatralidad barroca que presenta un cortinaje plegado hacia la derecha (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Sevilla y Murillo son dos nombres unidos en la historia y en el arte y difícilmente pueden entenderse el uno sin el otro. Nació Murillo en los últimos días del año 1617 puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618. Su padre fue barbero cirujano de profesión, oficio que le permitió llevar un nivel de vida discreto y poder mantener su extensa familia, ya que tuvo catorce hijos, siendo Bartolomé el último de ellos. Muy pronto la vida familiar se deshizo ya que el padre murió en 1627 y su madre al año siguiente, por lo que desde muy joven tuvo que quedar bajo la custodia de su hermana mayor llamada Ana.
   Existen noticias de su aprendizaje artístico que indican su asistencia al taller de Juan del Castillo, pintor de categoría secundaria dentro del ámbito de la pintura sevillana de su época. Este aprendizaje duraría cinco o seis años y probablemente se realizó entre 1633 y 1640. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera y de esta unión nacieron diez hijos. La fecha de su boda coincide con el inicio de su carrera artística ya que desde ese año aparece contratando importantes conjuntos pictóricos, adquiriendo desde muy pronto una fama muy considerable que le acompañó el resto de su vida. En 1663 murió su esposa y Murillo no volvió a contraer matrimonio.
   En su larga trayectoria artística Murillo trabajó para los principales edificios religiosos de Sevilla y también para la alta burguesía y la nobleza. Un accidente de trabajo cuando ya era un hombre anciano precipitó el final de su vida; Murillo se cayó de un andamio cuando pintaba en su taller una obra de grandes dimensiones. Este accidente ocurrió seguramente en 1681 y después de haber pasado un año sufriendo dolorosos achaques murió en Sevilla en 1682.
   Murillo fue un artista moderno y renovador en su época, puesto que supo introducir en su pintura el espíritu dinámico y vitalista del barroco. Fue un magnífico dibujante y un habilidoso colorista, técnicas que supo perfeccionar intensamente con el paso de los años. Por otra parte supo desdramatizar la pintura religiosa captando figuras populares y bellas que miran amablemente al espectador; igualmente supo introducir en su pintura presencias y sentimientos que proceden de la vida doméstica y que permitieron que el público se identificase plenamente con ellas. Fue Murillo un pintor muy popular en su época y en siglos posteriores, merced a la gracia y elegancia de sus figuras y al armonioso equilibrio que supo mantener entre la trascendencia espiritual y la vulgaridad de la vida cotidiana.
     En 1664 el convento de San Agustín de Sevilla encargó a Murillo la realización de varias pinturas para un retablo, entre las que se encuentra la pintura reseñada (Enrique Valdivieso González, Pintura en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Ed. Gever, Sevilla, 1991).     
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santo Tomás de Villanueva, obispo
     Nació en 1488 e ingresó muy joven a la orden de los agustinos. Se convirtió en predicador de la corte de Carlos V, y en 1544 fue designado arzobispo de Valencia, ciudad donde murió en 1555.
   Su inagotable caridad le valió el mote de Santo Tomás el Limosnero.
CULTO
     Fue beatificado en 1618 y canonizado en 1658.
     Es el santo patrón de Castel Gandolfo.
ICONOGRAFÍA
     El papa Pablo V ordenó que se lo representase con vestiduras episcopales, con una bolsa en la mano, dando limosnas a los pobres.
     Las pinturas que celebran su caridad datan, casi todas ellas, de finales del siglo XVII, y proceden de los conventos agustinos de Sevilla, Toledo, Roma y Praga (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000). (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santo Tomás de Villanueva, personaje representado en la obra reseñada;
     Tomás García Martínez, Santo Tomás de Villanueva, (Fuenllana, Ciudad Real), 1486 – Valencia, 8 de septiembre de 1555). Agustino (OSA), arzobispo de Valencia, santo.
     Hijo primogénito de Tomás García y de Lucía Martínez de Castellanos, hidalgos de Villanueva de los Infantes, partido y vicaría del Campo de Montiel, provincia de La Mancha, en la Corona de Castilla, donde la familia tenía una posición económica desahogada, permitiendo a algunos de sus miembros estar vinculados con las Órdenes Militares y dedicarse al gobierno municipal; fueron cinco hermanos. A causa de una epidemia de peste, su madre se marchó a la villa próxima de Fuenllana, de la que procedía, hasta dar a luz y que cesase el peligro y la angustia que ocasionaba ese mal; poco tiempo después regresó a Villanueva, en la que transcurrió su infancia. Posteriormente Quevedo cuando escribió la biografía del santo del que era gran devoto por conocer bien el pueblo, ya que está muy cerca de La Torre de Juan Abad, donde poseía algunas propiedades (señorío), asegura con visión providencialista que nació haciendo el bien, pues ese mismo día recobró el pueblo y el partido la salud con que el Señor los castigaba.
     De su madre aprendió las virtudes domésticas, a nombrar a la Virgen María y a llevarla en su corazón, como demostrará el resto de su vida; de su padre adquirió la misericordia para con los necesitados. La caridad como justicia, pero también como limosna y como entrega personal al necesitado, fue práctica y dedicación constante. La puerta de su casa solariega siempre estuvo abierta —aún antes de llamar— para socorrer a los necesitados; siendo muy niño volvió a casa varias veces vestido de harapos porque su ropa la había entregado a los pobres; otro día, estando solo en casa, ante la petición angustiosa de unos necesitados, y no teniendo nada que ofrecerles, fue entregando, uno a uno, los pollos que había en el corral.
     Recibió las primeras letras en su pueblo en el recién fundado Convento de San Francisco, donde su madre —y posteriormente él mismo siendo arzobispo— creó una obra pía y allí se erigió el panteón familiar; también debió de realizar allí los estudios iniciales de Latinidad y principios de Lógica, hasta que con quince o dieciséis años se trasladó a Alcalá (1501 o 1502) donde cursó el ciclo de Humanidades. Es importante destacar la madurez de una familia con cierto desahogo económico, pero sin miembros en la administración o dedicados a las letras, que permitiesen al hijo primogénito salir a estudiar y optar por la vida intelectual, que le haría establecerse lejos de la villa manchega y apartarse de la explotación agrícola donde la familia obtenía sus medios de subsistencia. En la recién fundada Universidad cisneriana estudió Artes, graduándose de bachiller en 1508, pocas semanas antes de que se inaugurase el Colegio Mayor de San Ildefonso (1508), en el que pocos días después ingresó para completar su formación curricular: maestro, en 1509, y catedrático, en 1512.
     Refieren muchos testigos y biógrafos que la Universidad de Salamanca le ofreció una cátedra pero, descubriendo que Dios le quería en otros claustros, el 21 de noviembre de 1516 tomó el hábito en el Convento de San Agustín de la ciudad del Tormes, día de Nuestra Señora de la Presentación, profesando el día 25 de noviembre de 1517, pocos días después de que su hermano fray Martín Lutero clavara las 95 tesis en la puerta de la capilla de la Universidad de Wittenberg, comenzando una curiosa existencia en paralelo estos dos agustinos, súbditos del César Carlos. Años después su hermano de sangre Juan Tomás García Martínez ingresó también en el Convento agustino de Salamanca (1528).
     En diciembre de 1518 fue ordenado sacerdote, celebrando su primera misa el día de Navidad (Nuestra Señora del Parto); a partir del año siguiente comenzó su vida pública de servicio a la Iglesia y a la Orden de San Agustín, ostentando los cargos de prior de Salamanca (1519 y 1523), visitador provincial (1525), prior de Burgos (1531), primer superior provincial de la provincia de Andalucía (1526), y posteriormente de Castilla (1534), revisor nacional de bibliotecas conventuales (1536). Renunció al arzobispado de Granada y, en virtud de santa obediencia, aceptó el de Valencia, el 5 de julio de 1544 (Nuestra Señora de las Nieves).
     Como religioso destacó por la humildad y la obediencia con las que aceptó las misiones y trabajos que le encargaban los superiores; posteriormente fue ejemplar por su actitud de servicio con la que ejerció la autoridad, recordando el mandato de la Regla de San Agustín de vivir “no como siervos bajo la ley, sino como seres libres dirigidos por la gracia” (cap. VIII, 48). Es conocido por su amor a la Virgen, como demuestran sus escritos, y por la piedad de sus predicaciones; fueron famosos los sermones predicados en la Catedral de Salamanca en la Cuaresma de 1521. Cuando se autorizó a los agustinos a fundar el Convento de Madrid —San Felipe el Real, 1544— fue con la condición de que fray Tomás de Villanueva residiera en él o viniera a predicar todas las Cuaresmas; el propio Emperador y la Emperatriz acudían en Valladolid a escucharle, aceptando que el santo no les recibiese porque antes era prepararse para exponer con dignidad y con unción la palabra de Dios. Como superior provincial se ocupó de que los religiosos viviesen el precepto máximo de la Regla agustiniana: “Y lo primero para lo que os habéis reunido en comunidad es para vivir unánimes teniendo una sola alma y un sólo corazón en Dios” (cap. I, 3); fomentó con especial interés el espíritu misionero, propiciando el envío de religiosos a los territorios americanos para difundir la luz del Evangelio.
     La diócesis de Valencia, para la que fue nombrado pastor en 1544, era una sede amplia, compleja y con problemas estructurales: tenía una enorme población morisca, mal integrada, peor convertida y en muchos casos explotada por miembros de la nobleza como trabajadores agrícolas; la reiterada ausencia de los anteriores prelados, en algunos casos muy prolongada, había ocasionado un vacío de autoridad, dejando a la comunidad cristiana sin pastor que la guiase, sin padre que la guardase, sin voz que les animase, sin luz que les iluminase; el relajado ambiente moral del clero secular era un fenómeno triste por habitual y extendido; la falta de un centro donde los jóvenes aspirantes al sacerdocio se formasen humana, cultural y espiritualmente, hacía que los niveles de estos futuros ministros no alcanzasen la cota mínima que cabía esperar para que pudiesen cumplir con dignidad la misión a ellos confiada.
     Con humildad, oración y penitencia, cambiará el rostro de aquella comunidad a él encomendada; calladamente, con constancia y dedicación, fue rigiendo, enseñando y santificando; veía la urgente necesidad de un cambio completo en todo el pueblo de Dios y le dolía la lentitud con que en Roma se afrontaba el problema. Gritaba en sus sermones por la convocatoria de un concilio que reformase la Iglesia universal, en la cabeza y en los miembros, y vio con gozo la convocatoria de Trento; también, anticipándose a la creación de los seminarios conciliares, fundó el Colegio de la Presentación (1550), donde se recogía el espíritu universitario alcalaíno que había vivido en su juventud añadiéndole el ideal de vida evangélica que debía animar a todo apóstol de Cristo. Para tener un conocimiento real de la archidiócesis valenciana, nada más llegar realizó una minuciosa visita pastoral (1545), y acto seguido convocó un sínodo provincial (1548), para poner a la Iglesia de Valencia en sintonía con el espíritu de Dios, que llena el corazón de los hombres, insistiendo en la práctica sacramental, que vigoriza a los miembros de la comunidad cristiana, y reafirmando la disciplina eclesiástica que ordena y da cohesión a la diversidad de miembros de la Iglesia militante. 
     En momentos donde se quería controlar a la jerarquía eclesiástica por la fuerza moral que tenía ante el pueblo defendió la inmunidad de la Iglesia frente a las intromisión del poder civil al que se tuvo que enfrentar en situaciones delicadas; especialmente grave fue el choque con el gobernador y sus colaboradores, en 1548-1549, al que excomulgó y puso la “cessatio a divinis” en todas las iglesias de Valencia, suspendiendo la celebración de oficios religiosos y la administración de sacramentos durante meses. Con igual justicia corrigió —y castigó— a los clérigos, buscando el arrepentimiento espontáneo que sanaba más eficazmente el miembro enfermo; mortificaba su cuerpo con duras disciplinas para atraer al redil de Cristo a las ovejas perdidas y para expiar sus culpas personales por si sus fallos eran los que habían ocasionado escándalo y motivado esa situación de relajación. Sabiéndose padre y pastor de una comunidad tan numerosa, siempre buscó ser más amado que temido, como le había enseñado regla agustiniana que profesó.
     Mantuvo una especial predilección por los pobres, las huérfanas y los niños abandonados, especialmente estos últimos, que por su desvalimiento no podían sobrevivir y ser criados con dignidad, abriéndoles una puerta a un futuro con esperanza. Publicó un edicto diciendo que todos aquellos que, por pobreza o cualquier causa justa, no pudiesen alimentar a sus hijos pequeños se los dejase en la puerta del palacio; y es cierto que la puerta del zaguán permanecía abierta desde muy temprano hasta muy tarde, con una cuerda que, al tirar de ella, agitaba una campanilla en el interior, avisando que le habían dejado un niño, llegando a tener habitualmente más de medio centenar, que alimentaba, vestía y educaba; los primeros de mes visitaba las dependencias donde se criaban y a las amas que los cuidaban, interesándose por su desarrollo y salud, pagando a un cirujano experto que los atendiese.
     Se consideró administrador de los bienes de ellos, a los que, por justicia, debían volver; esta actitud le llevó a vigilar con especial cuidado los gastos del arzobispado, pensando que todo los que no fuese estrictamente necesario era un robo que se hacía a los pobres. Daba sin humillar, corregía sin ofender, enseñaba sin herir. Anualmente entregaba en limosnas casi las tres cuartas partes de las rentas del arzobispado; cuando llegó a Valencia la renta del arzobispado estaba en torno a los 18.000 ducados, y tras una buena administración llegó hasta los 30.000. La austeridad de costumbres, en su persona y en el palacio arzobispal, la sencillez del vestido —remendado por él mismo—, la frugalidad de la mesa, la humildad del ajuar, lo reducido del servicio, la piedad de vida, la mansedumbre en el trato..., hicieron de él y de su casa un convento de observancia y un refugio para el necesitado, que siempre era escuchado y atendido. Son muchas las noticias que han llegado de su sobriedad de vida y del ejemplo que daba a los que le conocieron y trataron, especialmente en las deposiciones de los testigos de los procesos de beatificación y canonización.
     Procuró ayudar económicamente a los padres de familia en paro para que ejerciesen el oficio que conocían, estimulándose en salir adelante con su trabajo y no se acostumbrasen a vivir con la limosna que recibiesen. Con su limosnero y mayordomo y dos criados del palacio solía salir semanalmente para ver y atender a los enfermos necesitados de las parroquias, pagando para su asistencia de un boticario, un cirujano y dos médicos, también entregaba personalmente limosna a los pobres una vez a la semana; las puertas del palacio se abrían todos los días para dar un plato de comida caliente a los necesitados —potaje de carne o pescado, un vaso de vino y un dinero—, llegando algunas veces a ser más de cuatrocientos.
     Oraba y estudiaba; sus sermones han quedado como ejemplo de buena catequesis —por la concisión en el mensaje, la sencillez en la exposición, y la unción religiosa del contenido—, basados en la Sagrada Escritura y en los santos padres, especialmente san Agustín, del que siempre se esforzó por ser reflejo de su luz, eco de su voz, discípulo de su pensamiento y heredero de sus ideales. Posteriormente serán también elogiados como piezas de calidad literaria. De intensa vida espiritual y profundo amor mariano, la Virgen María marcó los momentos principales de su vida, y a ella están dedicados el mayor número de sus “conciones”.
     El padre Salón, que fue su primer biógrafo, cuenta que el día de su primera misa sorprendió por el éxtasis que tuvo al rezar en el prefacio “Quia per incarnati Verbi mysterium”, y siendo arzobispo pasó arrobado toda la jornada un día de la Ascensión al rezar la antífona de Nona, “Videntibus illis elevatus est”; todo esto está confirmado por los testigos que lo vieron, y conformándose porque cada vez era más reacio a celebrar los oficio en público.
     El Cristo de su oratorio fue el amigo íntimo al que confiaba el gobierno de la diócesis y del que sacaba ejemplo y fuerzas para cumplir con su misión; esa imagen fue la que le anunció la inminente muerte para el día de la Natividad de María. Se apresuró a ponerse a bien con los pobres, que era la forma de poder justificarse ante Dios de una correcta administración de los bienes; dejó pagado el sustento de un año y el salario de las amas de cría de los niños abandonados; ordenó al tesorero y al limosnero del arzobispado que entregasen urgentemente a los pobres todo el numerario que hubiese en las arcas del arzobispado, ya que deseaba morir sin poseer nada; después fue repartiendo las pertenencias de su casa y, en un último gesto de desprendimiento, entregó la cama en la que estaba a un criado, pidiéndosela prestada para morir, como ocurrió el día 8 de septiembre de 1555. Fue beatificado por Pablo V, el 7 de octubre de 1618, y canonizado por Alejandro VII, el 1 de noviembre de 1658, organizándose en muchas ciudades de España e Hispanoamérica importantes celebraciones conmemorativas según el modelo de fiesta barroca donde no faltaron las misas, los sermones, las grandes procesiones con toda la ornamentación efímera de aquella época —altares, arcos triunfales, emblemas y jeroglíficos, iluminaciones, concursos literarios, representaciones teatrales, fuegos artificiales, etc.—, dándose la paradoja de celebrar con corridas de toros la canonización de un santo que tanto había luchado contra este espectáculo.
     La figura de fray Tomás de Villanueva pronto se popularizó y fue aclamado como “Padre de los Pobres”; así lo fijó la iconografía basándose en la imagen que se mostró en Roma en el tapiz de la Basílica de San Pedro el día de su canonización, tomándolo de la gran abundancia de testigos que en los procesos de beatificación y canonización testimoniaron la imagen que mejor lo definía y que ellos recordaban: vestido de agustino y con los atributos pontificales de su oficio —capa pluvial, palio, báculo y mitra—, con una bolsa en la mano y entregando unas monedas a los pobres. De esta forma aparece en la serie de lienzos que Murillo pintó para el Convento de Agustinos y de Capuchinos de Sevilla, hoy repartidos por los museos de Sevilla, Múnich, Cincinnati, Estrasburgo, Los Ángeles, Londres y Florida. Los grandes maestros del Barroco difundirán esa imagen de santo Tomás por importantes ciudades del mundo; existen lienzos de Carreño, Cerezo, Juan de Juanes, Maella, Fancelli, Coello, Zurbarán, Ribalta, y lo mismo harán los escultores y grabadores.
     La devoción a santo Tomás de Villanueva arraigó pronto en muchas partes del mundo y bajo su advocación se han puesto muy diversas instituciones: la Congregación de Religiosas de Santo Tomás de Villanueva, de Monseñor Le Proust (Francia), cofradías y hermandades de caridad, la parroquia de Castelgandolfo (Italia), el Hospital General de Panamá, la Universidad de La Habana (Cuba), St. Thomas University (Miami, Florida), Villanova University (Pensilvania), alguna de ellas regentada por comunidades de agustinos, quienes proclamaron a santo Tomás como patrón de los estudios de la Orden, proponiéndolo como modelo: por el estudio se llega a Dios y una vez que se posee a Dios hay que tornar a la sociedad para mostrarlo, en el lugar donde se viva. Y este camino se enriquece y afianza con la oración, la sobriedad de vida y la austeridad de costumbres (Francisco Javier Campos y Fernández de Sevilla, OSA, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Murillo, autor de la obra reseñada;
   Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1 de enero de 1618 [bautismo] – 3 de abril de 1682). Pintor.
   Nació Murillo en los últimos días de diciembre de 1617, puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618; fue el último hijo de los catorce que nacieron del matrimonio entre Gaspar Esteban y María Pérez Murillo, teniendo su padre el oficio de barbero-cirujano, merced al cual su familia pudo vivir discretamente. Sin embargo, la apacibilidad familiar quedó truncada severamente en 1626, año en que, en un breve período de seis meses, murieron sus padres, quedando por lo tanto huérfano; su situación como benjamín de la familia se remedió en parte al pasar a depender de Juan Antonio de Lagares, marido de su hermana Ana, que se convirtió en su tutor.
   Pocos datos se poseen de la infancia y juventud de Murillo, sabiéndose tan sólo que en 1633, cuando contaba con quince años de edad, solicitó permiso para embarcarse hacia América, aunque esta circunstancia no llegó a producirse. Su aprendizaje artístico debió de realizarse entre 1630 y 1640, con el pintor Juan del Castillo, que estaba casado con una prima suya y fue quien le enseñó el oficio de pintor dentro del estilo de un arte dotado de una amable y bella expresividad. Cuando contaba con veintisiete años de edad, en 1645, contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera, y se tiene constancia de que en esa fecha ya trabajaba como pintor.
   Otras referencias fundamentales dentro de la vida de Murillo son que, en 1658, realizó un viaje a Madrid, donde conectó con los pintores cortesanos y también con artistas sevillanos como Velázquez, Cano y Zurbarán, entonces residente en dicha ciudad; su estancia madrileña debió de durar sólo algunos meses, puesto que a finales de dicho año se encontraba de nuevo en Sevilla. Nada importante se conoce de su existencia a partir de esta fecha, salvo varios cambios de domicilio, de los cuales el último tuvo asiento en el barrio de Santa Cruz. Sí es importante el hecho de que en 1660, y en compañía de Francisco Herrera el Joven, Murillo fundó una academia de pintura para propiciar la práctica del oficio y así mejorar la técnica de los artistas sevillanos.
   También fue decisiva en la vida de Murillo la fecha de 1663, año en que falleció su esposa con 41 años de edad y a consecuencia de un parto. Su viudez perduró ya el resto de su vida, porque no volvió a contraer matrimonio, ni tampoco a moverse de Sevilla, a pesar de una importante oferta que se le hizo desde la Corte de Carlos II en 1670 para incorporarse allí como pintor del Rey, ofrecimiento que no aceptó.
   La muerte de Murillo tuvo lugar en 1682, en su último domicilio del barrio de Santa Cruz. Sobre su fallecimiento existe la leyenda de que tuvo lugar en Cádiz, cuando pintaba el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos, donde sufrió un accidente y cayó de un andamio; tal accidente, si tuvo lugar, debió de acontecer en su propio obrador sevillano, donde, después de permanecer maltrecho durante un mes, falleció el día 3 de abril de dicho año.
   Sobre la personalidad de Murillo, Palomino informa de que fue hombre “no sólo favorecido por el Cielo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza, de buena persona y de amable trato, humilde y modesto”. Tal descripción se constata en la contemplación de sus dos autorretratos, uno juvenil y otro en edad madura, en los que se advierte que fue inteligente y despierto, características que, unidas a la intensa calidad de su arte, le permitieron plasmar un amplio repertorio de imágenes en las que se reflejan, de forma perfecta, las circunstancias religiosas y sociales de su época.
   Aunque Juan del Castillo, el maestro que le enseñó los rudimentos de la pintura, fue un artista de carácter secundario, fue capaz, sin embargo, de introducir a Murillo en la práctica de un dibujo correcto y elegante, al tiempo de permitirle adquirir un marcado interés por la anatomía y también a inclinarle a otorgar a sus figuras expresiones imbuidas en amabilidad y gracia; fue también Juan del Castillo el responsable de orientar a Murillo en la práctica de temas pictóricos con protagonismo de la figura infantil. Todos estos aspectos, adquiridos por Murillo en una época juvenil, germinaron después en la práctica de una pintura exquisita y refinada que, con el tiempo, fue preferida por todos los elementos sociales sevillanos y con posterioridad le potenciaron a ser un artista cuyas obras fueron codiciadas por coleccionistas y museos de todo el mundo.
   Aparte de los conocimientos adquiridos con Juan del Castillo, Murillo asimiló también aspectos técnicos procedentes de maestros de generaciones anteriores a la suya; así, del clérigo Juan de Roelas aprendió a manifestar en sus pinturas el sentimiento amable y la sonrisa, y de Zurbarán, la solidez compositiva y la rotundidad de sus figuras; de Herrera el Viejo asimiló la fuerza expresiva y de Herrera el Joven, el dinamismo compositivo y la fluidez del dibujo. Estos aspectos que emanan de la escuela sevillana fueron completados por Murillo con efluvios procedentes de las escuelas flamencas e italianas de su época, configurando así una pintura novedosa y original que le otorga un papel preponderante en la historia del arte español y europeo en el período barroco.
   También es fundamental advertir que la creatividad de Murillo no permaneció estática a través del tiempo, sino que, por el contrario, presenta una permanente evolución. Así, en sus inicios, hacia 1640, su arte es aún un tanto grave y solemne, sin duda condicionado por el éxito favorable de las pinturas con este estilo que en aquellos momentos realizaba en Sevilla Francisco de Zurbarán. Por ello, su dibujo era entonces excesivamente riguroso, pero a partir de 1655, coincidiendo con la presencia en Sevilla de Francisco de Herrera el Joven, en la obra de Murillo se advierte la plasmación de una mayor fluidez en el dibujo y de una mayor soltura en la aplicación de la pincelada; al mismo tiempo, sus figuras van adquiriendo un mayor sentido de belleza y gracia expresiva, intensificándose también una clara manifestación de afectividad espiritual. Sus composiciones adquirieron mayor movilidad y elegancia, siempre dentro de un sentido del comedimiento que evita los excesos y estridencias del Barroco, lo que en adelante le permitió de forma intuitiva anticiparse al refinamiento y la exquisitez que un siglo después alcanzaría el estilo rococó.
   El arte de Murillo tiene como virtud fundamental el haber alcanzado a desdramatizar la religiosidad, introduciendo en sus obras amables personajes celestiales que se dirigen complacientes hacia los atribulados mortales trasmitiéndoles sensaciones de amparo y protección en una época de graves penurias materiales. La dificultad de la existencia en su época proporcionaba agobios y congojas a los desgraciados sevillanos, por lo que a sus pinturas les imbuía de sentimientos amorosos y benevolentes. La aparición en ellas de personajes extraídos de la vida popular y de condición humilde dio a entender a los sevillanos que la divinidad miraba por ellos y les propiciaba auxilios espirituales que, al menos, mitigaban las dolencias de sus almas. No es tampoco superfluo advertir en la obra de Murillo la presencia de santos personajes que se ocupan de practicar la caridad y de paliar así el hambre y la enfermedad de los humildes y desamparados.
   Las primeras obras conocidas de Murillo datan aproximadamente de 1638, cuando contaba con veintiún años de edad. En esas fechas es aún un pintor que muestra una escasa expresividad en sus figuras, que además poseen una volumetría excesivamente rotunda. Estas características pueden constatarse en La Virgen entregando el rosario a santo Domingo, que se conserva en el palacio arzobispal de Sevilla, y La Sagrada Familia, que figura en el Museo Nacional de Estocolmo. Pocas más obras se conocen de estos años tempranos y hay que esperar a 1646, año en que inicia la ejecución de las pinturas del “Claustro Chico” del Convento de San Francisco de Sevilla, para volver a tener referencias importantes de obras realizadas por Murillo; en esta fecha su dibujo había mejorado, al igual que su concepto del colorido, que era más variado y cálido en sus matices. En este encargo del Convento de San Francisco, los frailes que en él se congregaban quisieron exaltar y definir la grandeza como los milagros, las virtudes y la santidad de su Orden. Entre las pinturas más relevantes de este conjunto destacan las que representan a San Diego dando de comer a los pobres, conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Fray Francisco en la cocina de los ángeles, del Museo del Louvre de París, y La muerte de santa Clara de la Galería de Arte de Dresde.
   Otras obras importantes realizadas por Murillo en torno a 1645 y 1650 son: La huida a Egipto, que pertenece al Palacio Blanco de Génova, y una serie de pinturas con el tema de la Virgen con el Niño cuyos mejores ejemplares pertenecen al Museo del Prado y al Palazzo Pitti de Florencia. Una de las obras más felices realizadas por Murillo a lo largo de su trayectoria artística es La Sagrada Familia del pajarito, conservada en el Museo del Prado y fechable en torno a 1650. En ella se recrea un íntimo y amable episodio doméstico, extraído de la realidad cotidiana, en el que María y José interrumpen sus respectivas labores para compartir con el Niño Jesús la alegría que le proporciona el inocente juego de llamar la atención de un perrito, a través de un pajarillo que el Niño le muestra, cogido en una de sus manos. También a partir de 1650 Murillo realizó una serie de pinturas con el tema de La Magdalena penitente, en las que el artista contrasta la hermosura física de la santa con su profunda actitud de arrepentimiento y penitencia.
   A mediados del siglo XVII, Murillo comenzó a ser reconocido como el primer pintor de Sevilla y su fama se fue colocando por encima de la de Zurbarán; a ello contribuyó la realización de obras como San Bernardo y la Virgen y La imposición de la casulla a san Ildefonso, realizadas para un desconocido convento sevillano hacia 1655 y actualmente conservadas en el Museo del Prado. También en 1655 y para el Convento de San Leandro de Sevilla, Murillo realizó cuatro pinturas destinadas al refectorio con temas de la Vida de san Juan Bautista, en las cuales acertó a vincular perfectamente las figuras de los personajes con hermosos y profundos fondos de paisaje descritos con gran habilidad técnica.
   También en torno a 1655 realizó Murillo dos importantes pinturas dentro de su carrera artística; son San Isidoro y San Leandro, que el Cabildo catedralicio sevillano le demandó para adornar la sacristía de la iglesia metropolitana de Sevilla, donde aún se conservan. Tener pinturas expuestas en la Catedral de su ciudad era un honor máximo al cual aspiraban todos los artistas sevillanos, y para Murillo, que contaba entonces con treinta y ocho años de edad, supuso un hito fundamental. Lógicamente, el encargo inmediato, también por parte de la Catedral, de la gran pintura que preside la capilla bautismal y que representa a San Antonio de Padua con el Niño, colmó todas las aspiraciones del artista, que por otra parte introdujo en esta pintura conceptos compositivos e iconográficos que definían claramente el espíritu del barroco. En ella aparece el santo en el interior de su celda conventual con los brazos abiertos para recibir al Niño que desciende ingrávido desde lo alto, rodeado de una nutrida aureola de pequeños ángeles.
   El éxito alcanzado por Murillo con las pinturas de la Catedral repercutió de inmediato en la ciudad, intensificándose la demanda de su pintura. A los años que oscilan entre 1655 y 1660 pertenecen obras como El buen pastor, conservado en el Museo del Prado, donde Murillo alcanzó a plasmar un admirable prototipo de belleza infantil que, sin duda, hubo de cautivar a la clientela.
   En la década que se inicia en 1660 Murillo realizó importantes encargos pictóricos, siendo uno de los primeros la serie de la Vida de Jacob, en la que en cinco escenas narró los principales episodios de la vida de este personaje del Antiguo Testamento. En estas pinturas, los personajes, de reducido tamaño, están respaldados por amplios fondos de paisaje en los que el artista muestra una admirable técnica en la consecución de efectos lumínicos. De estas pinturas, la que describe El encuentro de Jacob con Raquel se encuentra en paradero desconocido, mientras que las representaciones de Jacob bendecido por Isaac y La escala de Jacob pertenecen al Museo del Hermitage de San Petersburgo. La escena que describe a Jacob poniendo las varas al ganado de Labán, se exhibe en el Museo Meadows de Dallas y Laván buscando los ídolos en la tienda de Raquel pertenece al Museo de Cleveland, en Ohio.
   En torno a 1660 Murillo pintó un nuevo cuadro para la Catedral de Sevilla, hoy conservado en el Museo del Louvre. Se trata del Nacimiento de la Virgen, obra de espléndida composición que narra una escena, derivada de la vida doméstica, en la que un grupo de mujeres en torno a la recién nacida muestra su gozo colectivo ante tan feliz acontecimiento. Poco después, en 1665 y para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, realizó una serie de cuatro pinturas, hoy en paradero disperso; dos de ellas narran la historia de la fundación de la iglesia de Santa María de la Nieves de Roma, de la que esta iglesia sevillana era filial: representan El sueño del patricio Juan y La visita del patricio al Papa Liberio y se conservan actualmente en el Museo del Prado. Otras dos pinturas que representan La alegoría de la Inmaculada y La alegoría de la Eucaristía se conservan respectivamente en el Museo del Louvre y en una colección privada inglesa. Estos cuatro cuadros de Santa María la Blanca fueron robados por el mariscal Soult en 1810, y se vendieron en Francia a su fallecimiento.
   Otro importante trabajo para la Catedral de Sevilla fue demandado por los canónigos sevillanos en 1667, tratándose en esta ocasión de un conjunto pictórico para decorar la parte alta de la sala capitular de dicho templo. En este recinto se realizaban las deliberaciones de carácter administrativo y de gobierno catedralicio y por ello se decidió que estuviera presidido por una representación de la Inmaculada y por los principales santos de la historia de Sevilla, para que su presencia sirviese de ejemplo moral a los capitulares.
   Así, en pinturas de formato circular, Murillo plasmó a San Pío, San Isidoro, San Leandro, San Fernando, Santa Justa, Santa Rufina, San Laureano y San Hermenegildo, aludiendo en cada uno de ellos a virtudes como la dignidad espiritual, la energía moral, el sacrificio, la sabiduría de gobierno, la confianza en Dios y la defensa de la fe. En ese mismo año de 1667, nuevamente los canónigos sevillanos encargaron a Murillo la escena del Bautismo de Cristo para ser colocada, lógicamente, en la capilla bautismal, en el ático del retablo en que años antes había pintado el gran lienzo de San Antonio de Padua con el Niño.
   Entre 1665 y 1670 Murillo acometió las mayores empresas pictóricas de su vida en la iglesia de los Capuchinos de Sevilla, primero, y a continuación en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. En los capuchinos realizó las pinturas que formaban parte del retablo mayor de la iglesia y también las que presidían los retablos de las capillas laterales. Lamentablemente este conjunto pictórico no se encuentra ya en su lugar de origen, y han sido muchas las vicisitudes que ha sufrido, puesto que durante la Guerra de la Independencia fue trasladado a Gibraltar para ponerlo a salvo de la codicia del mariscal Soult; pasada la guerra, las pinturas regresaron a su lugar de origen, pero en 1836, a causa de la desamortización de Mendizábal, pasaron al recién creado Museo de Bellas Artes de Sevilla, excepto la pintura central del retablo que representa La aparición de Cristo y la Virgen a san Francisco, y que se encuentra actualmente en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Las otras obras que se integraban en el retablo son las Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Buenaventura, San José con el Niño, San Juan Bautista, San Félix Cantalicio y San Antonio de Padua, aparte de La Virgen de la Servilleta. En pequeños altares dispuestos en el presbiterio se encontraban El ángel de la guarda, que fue regalado por los capuchinos a la Catedral de Sevilla, y El arcángel San Miguel, que se encuentra en el Museo de Historia del Arte de Viena. También en el presbiterio, en pequeños altares, se encontraban La Anunciación y La Piedad.
   En los retablos de las pequeñas capillas de la nave de la iglesia de los Capuchinos figuraban pinturas de altar con las representaciones de San Antonio de Padua con el Niño, La adoración de los pastores, La Inmaculada con el Padre Eterno, San Félix Cantalicio con el Niño, San Francisco abrazando el crucifijo y Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna.
   Uno de los programas iconográficos más perfectos y coherentes realizados en el Barroco español lo configuró hacia 1670 el aristócrata sevillano Miguel de Mañara en la iglesia del Hospital de la Caridad, donde, primero a través de las dos representaciones de las postrimerías realizadas por Juan de Valdés Leal y después con seis escenas de las obras de Misericordia realizadas por Murillo, plasmó una profunda reflexión sobre la brevedad de la existencia y la necesidad de que el fiel cristiano lleve una vida alejada de los complacencias humanas para acumular los méritos necesarios que después de la muerte y a la hora del Juicio permitan obtener la salvación eterna. Para conseguir esta anhelada circunstancia, Mañara señaló que era necesaria la práctica de las obras de misericordia, y para ello se las encargó a Murillo, para colocarlas en los muros de las naves de la iglesia. Estas obras de misericordia se ejemplifican en distintos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento y, así, la pintura que representa a Abraham y los tres ángeles alude a la obra de misericordia de dar posada al peregrino, La curación del paralítico por Cristo en la piscina de Jerusalén indica la dedicación a curar a los enfermos, San Pedro liberado por el ángel, a redimir al cautivo, El regreso del hijo pródigo, a vestir al desnudo, La multiplicación de los panes y los peces, a dar de comer al hambriento, y Moisés haciendo brotar el agua de la roca en el desierto, a dar de beber al sediento. La última obra de misericordia, enterrar a los muertos, está representada en el retablo mayor de la iglesia a través del admirable grupo escultórico realizado por Pedro Roldán, en la escena de El entierro de Cristo.
   En otros dos retablos laterales de la iglesia de la Santa Caridad se ejemplifican, a través de pinturas de Murillo, las dos obligaciones fundamentales que tenían los hermanos de esta institución. La primera de ellas era trasladar a sus expensas a los enfermos desde donde se encontrasen postrados hasta el hospital y para el buen cumplimiento de esta misión les propone el ejemplo de San Juan de Dios trasladando a un enfermo. La segunda obligación era curar y dar de comer a los enfermos en el hospital, que Murillo plasmó en la popular pintura que representa a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos.
   A los últimos años de la actividad de Murillo corresponde una serie de pinturas en las cuales se advierte cómo el paso de los años, lejos de disminuir su capacidad técnica, la había acrecentado, siendo cada vez su pincelada más fluida y su colorido más transparente.
    De 1671 son varias versiones que el artista realizó de San Fernando con motivo de su canonización, y de fechas inmediatas hay obras de excepcional calidad, como Los niños de la concha, del Museo del Prado, y el Niño Jesús dormido, del Museo de Sheffield. También en estos años postreros realizó varias versiones de San José con el Niño, cuyos mejores ejemplares se encuentran en el Museo del Hermitage de San Petersburgo y en el Museo Pushkin de Moscú. Igualmente importantes son obras como La Virgen con el Niño, de la Galería Corsini de Roma, y La Virgen de los Venerables, que se conserva en el Museo de Budapest, procedente del Hospital de dicha denominación en Sevilla.
    Una vez mencionados los más relevantes encargos que Murillo realizó a lo largo de su vida, hay que señalar también los principales temas iconográficos que plasmó durante su carrera. En este sentido, conviene indicar que una de las composiciones que más le solicitó el público sevillano fue La Sagrada Familia, siendo las más notables, entre las que realizó, las que se conservan en la National Gallery de Londres, en la Wallace Collection de la misma ciudad y en el Museo del Louvre de París.
    Otro tema recurrente dentro de su producción fue la representación de Santa María Magdalena, en la cual acertó a plasmar admirables modelos de belleza corporal femenina en excelentes versiones, entre las que destaca la conservada en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia.
   Murillo es considerado en nuestros días como el mejor pintor de la Inmaculada en toda la historia del arte, al haber captado los más afortunados modelos que se conocen con esta iconografía. Los mejores ejemplares de su producción los realizó a partir de 1655, con una disposición corporal movida y ondulada de carácter plenamente barroco. Las más afortunadas versiones de la Inmaculada de Murillo se encuentran en el Museo del Prado, pudiéndose mencionar las llamadas Inmaculada de la media luna, Inmaculada de El Escorial, Inmaculada de Aranjuez y, sobre todo, la más conocida de todas, la admirada Inmaculada de los Venerables, que procede de la iglesia del Hospital de dicho nombre en Sevilla.
   Uno de los grandes temas que cimentó en vida la fama de Murillo fue la representación de asuntos populares extraídos de la vida cotidiana de Sevilla, protagonizados especialmente por niños pícaros y vagabundos que en gran número malvivían en las calles de la ciudad en la época del artista. Estos niños abandonados o huérfanos, sobrevivían fácilmente gracias a su astucia, ingenio y habilidad, ajenos al hambre o a la enfermedad, frecuentes en su tiempo. Murillo los describió comiendo o jugando con una intensa vitalidad y desenfado que les permite estar ajenos a la adversidad y sonreír despreocupados en el trascurso de su vida cotidiana. Estas pinturas fueron muy del gusto de acomodados clientes, comerciantes o banqueros, generalmente extranjeros, que muy pronto se las llevaron a sus países de origen. Obras de gran interés en esta modalidad son Niño espulgándose, del Museo del Louvre, Niños comiendo melón y uvas, Niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados, las tres en la Alte Pinakothek de Múnich. Otros temas de la vida popular son Dos mujeres en la ventana, de la Galería Nacional de Washington, y Grupo familiar en el zaguán de una casa del Museo Kimbel de Fortworth. También con personajes de la vida popular Murillo plasmó representaciones de las cuatro estaciones, de las que actualmente se conocen sólo dos: La primavera, en la Dullwich Gallery de Londres, y El verano en la Galería Nacional de Edimburgo.
   Al ser Sevilla ciudad residencial para comerciantes, banqueros y aristócratas, fue frecuente que estas gentes de elevada condición social demandasen a Murillo la ejecución de retratos. No son excesivos los que han llegado hasta nuestros días, pero en todos ellos aparecen modelos dignos y elegantes, dándose la circunstancia de que sólo han llegado hasta nuestros días retratos masculinos, aunque se sabe que también efigió a distinguidas damas. Entre los retratos más importantes pueden citarse el de Don Diego de Esquivel, del Museo de Denver, el de Don Andrés de Andrade, del Museo Metropolitano de Nueva York, y el de Joshua Van Belle, conservado en la Galería Nacional de Dublín.
    Es Murillo, sin duda, el pintor más importante en el ámbito de la historia de la pintura sevillana, por haber sabido otorgar a su pintura una impronta característica y personal, tanto en su aspecto formal como en sus características espirituales. Por ello, y durante mucho tiempo, se ha venido identificando a Murillo con el espíritu de la propia ciudad en la que la gracia y la hermosura han sido elementos fundamentales de su esencia (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
   Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Santo Tomás de Villanueva y el Crucifijo", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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