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jueves, 24 de octubre de 2019

El relicario de San Antonio María Claret, anónimo, en la Capilla de las Doncellas, de la Catedral de Santa María de la Sede

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el relicario de San Antonio María Claret, anónimo, en la Capilla de las Doncellas, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.    
     Hoy, 24 de octubre, Memoria de San Antonio María Claret, obispo, que, ordenado presbítero, durante varios años se dedicó a predicar al pueblo por las comarcas de Cataluña, en España. Fundó la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María y, ordenado obispo de Santiago de Cuba, trabajó de modo admirable por el bien de las almas. Habiendo regresado a España, tuvo que soportar muchas pruebas por causa de la Iglesia, y murió desterrado en el monasterio de monjes cistercienses de Fontfroide, cerca de Narbona, en el mediodía de Francia (1870) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el relicario de San Antonio María Claret en la Capilla de las Doncellas, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, calle Cardenal Carlos Amigo, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
     En la Catedral de Santa María de la Sede, podemos contemplar la Capilla de las Doncellas [nº 059 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede]; García de Gibraleón fundó, en 1535, en esta capilla de la "Anunciata", o de la Encarnación, una institución asistencial para doncellas pobres, por lo que se llamó también "de las Vírgenes" (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).
   En la Capilla de las Doncellas de la Catedral de Santa María de la Sede encontramos el relicario de San Antonio María Claret, pieza anónima sevillana datable entre 1870-1925, adscrita al movimiento artístico del Neobarroco, realizado mediante la técnica del repujado, conjugando los materiales vidrio, metal y tejido, y que recuerda por su forma a un portapaz o una pequeña sacra. El cuerpo central está formado por temas de roleos, "ces" y flores que enmarcan un óvalo central en el que contiene la reliquia, identificada con el nombre del santo a quien corresponde. El conjunto, con unas medidas de 19 x 12,5 x 2 cms., se remata con una cruz (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Biografía de San Antonio María Claret, obispo;
     San Antonio María Claret, (Sallent, Barcelona, 23 de diciembre de 1807 – Fontfroide, Francia, 24 de octubre de 1870). Misionero, escritor, fundador, arzobispo, confesor de Isabel II, santo.
     Nació en una familia de honda fe cristiana y fue el quinto de once hijos de Juan Claret y su consorte Josefa Clará. En el bautismo se le impuso el nombre de Antonio, pero en 1850, al ser consagrado obispo, añadiría a ese nombre el de María, porque —decía— “María Santísima es mi madre, mi madrina, mi maestra, mi directora y mi todo después de Jesús”.
     Ya desde su niñez bebió y respiró la piedad y mostró inteligencia despierta y buen corazón. A los cinco años, en lugar de dormir, pensaba en la eternidad: en la gloria de los que se salvan y en la desdicha de los que se condenan, y deseaba salvar a los pecadores de una eternidad desgraciada. Esta idea —decía— “es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores”.
     Mientras la Guerra de la Independencia saturaba de patriotismo el ambiente, Antonio recibió una buena formación religiosa en el hogar, la escuela y la iglesia, ayudado por excelentes maestros. Ellos hicieron crecer en él los sentimientos de fe y caridad que marcaron su existencia. Dos grandes devociones marcaron su infancia abierta al mundo y a las cosas de Dios: la Eucaristía y la Virgen. Ya entonces se abrió paso en su mente una ilusión y un ideal fascinantes: ser sacerdote y apóstol, pero ésa sería una empresa difícil.
     Cumplidos los doce años (1818) y concluidos los estudios primarios, su padre le mandó que le ayudara en el taller de hilados y tejidos de algodón que tenía en su propia casa, y Antonio reveló bien pronto su talento, afición y destreza en el oficio.
     A los diecisiete años (1825), con el fin de perfeccionarse en ese oficio, pidió a su padre que le dejara ir a Barcelona, que era un punto de atracción para numerosos jóvenes. Allí se matriculó en la Lonja y estudió Gramática castellana y francesa, trabajando de día y estudiando de noche. Su afición, talento y tesón eran grandes y se convirtió en un técnico y un maestro en el arte textil. Seguía siendo un buen cristiano, pero su corazón se apegó tanto al trabajo que no le dejaba vivir ni rezar. En esa época —confiesa— “me enfrié mucho en el fervor que tenía cuando estaba en mi pueblo” y “durante la misa tenía más máquinas en la cabeza que santos había en el altar”. Su fama se propagó en la ciudad y algunos empresarios, admirados de su competencia, le propusieron fundar una compañía textil de la que Claret sería el jefe y director técnico. Pero él rechazó la propuesta aduciendo dos pretextos: su corta edad y su baja estatura. La razón última la dará más tarde: “Dios le quería eclesiástico y no fabricante”. Tres episodios le golpearon en esa época. Un día, en la playa de la Barceloneta, una ola gigantesca lo arrastró mar adentro y, no sabiendo nadar, estuvo a punto de morir ahogado, y, habiendo invocado a la Virgen, sin saber cómo, se vio en la orilla, sano y salvo y con la ropa totalmente seca. Un falso amigo, con quien jugaba a la lotería, tras haber ganado una fuerte suma de dinero, se lo robó todo para jugárselo y, cuando lo perdió, robó unas joyas de valor que también perdió en el juego. Siguiendo el rastro de las joyas, la policía lo detuvo y lo encarceló; y muchos pensaron que también Claret era cómplice de esas fechorías. Otro día fue a visitar a un amigo, que estaba ausente, y la dueña de la casa lo acosó e intentó detenerle, pero él se deshizo de aquella mujer y no volvió jamás a aquel lugar. Estas experiencias crearon en su corazón una gran decepción por las cosas del mundo, las amistades y las riquezas.
     Más tarde, durante la misa, evocó esta frase del Evangelio: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”. Esta sentencia fue una saeta que le hirió el corazón y la pasión por los telares se fue apagando. Antonio expuso su situación con un sacerdote de san Felipe Neri, quien le oyó, celebró su resolución y le aconsejó que estudiara latín.
     El joven tomó la decisión de hacerse cartujo y así se lo comunicó a su padre, quien le dijo que prefería que fuera sacerdote secular. Al enterarse el obispo de Vic, quiso conocerlo. Antonio, a sus veintiún años, estaba decidido a ser sacerdote y con esa edad entró en el seminario (1829).
     En Vic fue seminarista externo, viviendo como fámulo en la casa del sacerdote Fortián Bres, mayordomo del obispo. Antonio destacó enseguida por su aplicación al estudio y, sobre todo, por su piedad.
     Bajo la dirección del padre Pedro Bach, reincidió en la idea de hacerse cartujo y se marchó al monasterio de Montealegre; pero en el camino le sorprendió un fuerte aguacero y le dio una sofocación. Al comprobar que su salud era frágil, comprendió que Dios no le quería monje cartujo y regresó a Vic.
     El ambiente del seminario era excelente y la formación sólida y esmerada. El fervor fue en aumento y, con él, también su progreso espiritual. Claret leía y meditaba con fruición la Palabra de Dios y oraba intensamente.
     Y esa rica experiencia le fue impulsando de forma irresistible a buscar el camino de las misiones.
     A los veintisiete años, el 13 de junio de 1835, el obispo de Solsona, Juan José Tejada, le ordenó de presbítero y su primer destino fue la parroquia de su villa natal (1835-1839).
     La situación política española era complicada tras la muerte de Fernando VII. Los liberales se hicieron con el poder (1835) y con él llegó la quema de conventos y la matanza de los frailes, la exclaustración de los religiosos y la desamortización de Mendizábal.
     Contra ese desorden se levantaron las provincias de Navarra, Cataluña y el País Vasco, estallando la guerra civil entre carlistas e isabelinos. Pero Claret no era un político, sino un apóstol, y con intrépida fortaleza se entregó en cuerpo y alma a su ministerio. Su acción pastoral fue intensa y su caridad sin confines. Esa experiencia le llevó a descubrir horizontes más amplios para dar pábulo a sus ansias misioneras. Tras haberlo consultado, decidió ir a Roma a presentarse a Propaganda Fide para ser enviado a predicar el Evangelio a cualquier parte del mundo.
     A sus treinta y un años (septiembre de 1839), a pie, sin dinero y con un pobre hatillo, emprendió viaje hacia lo desconocido. Atravesó los Pirineos, llegó a Marsella y allí tomó un vapor hasta Civitavecchia y luego una diligencia que le llevó a Roma. En la ciudad eterna iba a encontrar su primer fracaso: la ausencia del cardenal Franzoni, que quebró de golpe su sueño misionero.
     Claret, sin el menor desánimo, aprovechó la ocasión para hacer ejercicios espirituales con un padre jesuita y éste le invitó a pedir el ingreso en el noviciado de la Compañía de Jesús. En el noviciado todo era paz, alegría y fervor; pero a los pocos meses (febrero de 1840), “a causa de las muchas lluvias y humedades de aquel año”, le sobrevino un fuerte dolor reumático en la pierna derecha, que casi le dejó paralizado y los médicos temieron la parálisis total. Al fin vio claro que Dios no le quería ni misionero ad gentes ni jesuita. Habían pasado cuatro meses, en los que hizo acopio de grandes experiencias, y, al final, aconsejado por el padre general, tuvo que abandonar el noviciado.
     Al regresar a España, fue destinado como coadjutor a Viladrau, en la provincia de Gerona. En ese pueblo se dedicó con entusiasmo al ministerio sagrado; pero la falta de médicos, que habían huido a causa de la guerra, le obligaron a ejercer la medicina. A su casa llegaban todos los días muchos enfermos del pueblo y de la comarca, a quienes curaba con hierbas y oraciones, logrando aliviar sus dolores. Luego emprendió con ahínco su ministerio de predicador; y sucedía que, cuando se ausentaba, muchos enfermos fallecían y, al regresar, la gente le recriminaba su modo de proceder.
     En esta posición incómoda, se percató de que no había nacido para ser médico o curandero. Su vocación eran las misiones: sería un evangelizador itinerante. Expuso la cuestión al prelado y éste le destinó a la predicación, urgente en aquella época en la que el liberalismo minaba la fe y cortaba las alas a la esperanza.
     A sus treinta y tres años, en julio de 1841, recibió de Roma el título de “misionero apostólico”, que le destinaba al anuncio del Evangelio al estilo de los apóstoles.
     Desde entonces su único oficio sería misionar. La ciudad de Vic se convertiría en su cuartel general y su centro de irradiación para todo el Principado catalán.
     Siempre a pie, con un mapa de Cataluña forrado de lienzo, un simple hatillo y un breviario, caminaba con paso ligero con lluvias y nieves o con soles abrasadores.
     Se juntaba con arrieros y otra gente y les iba explicando la doctrina cristiana, y muchos se convertían.
     En sus misiones, las catedrales y las iglesias de muchos lugares reventaban de gente cuando predicaba el padre Claret. De él corrían de boca hechos prodigiosos, pero sobre todo se comentaban sus grandes virtudes y la fuerza de su palabra arrebatadora. No le faltaron enemigos que le calumniaron y obstaculizaron su labor misionera; pero su temple de acero todo lo resistía con gran serenidad y paciencia.
     Del joven misionero decía un testigo: “Su conducta privada es intachable, sus costumbres edificantes, sus obras conformes a su lenguaje de ministro del Evangelio; su abnegación y desinterés completo [...] La vida penitente, mortificada, laboriosa es de un verdadero misionero apostólico. Viaja siempre a pie y sin provisión de comida ni vestidos; lo sabe y lo publica la gente en Cataluña y aun en otras provincias”. Así cobró renombre y fama de predicador infatigable. Sus sermones tenían la marca de la misericordia: “Poco terror, suavidad en todo”.
     Además de las misiones, el padre Claret predicaba ejercicios espirituales al clero y a las religiosas. Todos los que le conocieron afirmaban que era un hombre incansable. Cuando alguien le invitaba a detenerse un poco porque estaba sudando, él respondía con aire festivo: “Yo soy como los perros, que sacan la lengua, pero nunca se cansan”.
     Buen escrutador de los signos de los tiempos, al ir misionado, captó el delirio de la gente por la lectura y su enorme eficacia: “Uno de los medios que la experiencia me ha enseñado ser más poderoso para el bien es la imprenta —decía—, así como es el arma más poderosa para el mal cuando se abusa de ella”. “No todos pueden escuchar sermones... pero todos pueden leer.” A lo largo de su vida escribió alrededor de veinte mil páginas. Entre sus obras destacan: los Avisos (a toda clase de personas), el Camino recto (1843) —el libro de piedad más leído del siglo XIX—, el Catecismo explicado (1848), El colegial instruido (1860-1861) y su Autobiografía (1861-1862).
     Convencido de que “los libros son la comida del alma” y “la mejor limosna que se puede hacer”, en 1847, junto con sus amigos José Caixal y Antonio Palau, fundó la Librería Religiosa, una editorial de gran alcance y prestigio, que difundió decenas de miles de libros, opúsculos y hojas volantes.
     Pero Claret no era sólo predicador y escritor; era también un gran propagandista de objetos piadosos y formativos: rosarios, medallas, libros, folletos y hojas sueltas. Jamás cobraba nada por la edición y venta de sus libros; al contrario, invertía en ello conspicuas sumas de dinero, procedentes en parte de los donativos que recibía de personas de bien a quienes implicaba en la obra de difusión de la verdad evangélica.
     En 1847 escribió los estatutos de la Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María y Amantes de la Humanidad, compuesta por sacerdotes y seglares, hombres y mujeres, y destinada al apostolado directo en el campo religioso, social, de propaganda, etc. Esta iniciativa daría origen a los seglares claretianos, empeñados en la difusión de la verdad en la Iglesia en el mundo.
     La rebelión de los “matinés” o madrugadores en 1847 frenó las misiones de Claret en Cataluña, pero la Providencia vino en su ayuda. El obispo de Canarias, Buenaventura Codina, le invitó a misionar en su diócesis, y el 6 de marzo de 1848 salía del puerto de Cádiz hacia las islas afortunadas. Tenía cuarenta años y estaba pletórico de energías para afrontar cualquier tipo de trabajo. Su voz mansa y firme resonó en aquellas islas, desde Gran Canaria hasta Lanzarote, y el milagro de Cataluña se volvió a repetir. Se vio obligado a predicar en las calles, en las plazas y en el campo, entre multitudes que lo acosaban por todas partes. Allí tuvo una grave pulmonía, pero no cesó de trabajar. A petición del obispo, sacó tiempo incluso para escribir un precioso Catecismo brevísimo con los rudimentos de la doctrina cristiana (1848). En menos de quince meses de misión (marzo de 1848- mayo de 1849) dejó tras de sí un dulce aroma de santidad, que aún perdura, y además conversiones, profecías y prodigios sin cuento. Los canarios despidieron al “Padrito” con lágrimas en los ojos y añoranza en el corazón; y también él dejó un hermoso testimonio de su amor agradecido: “Estos canarios me han robado el corazón”. En los primeros días de mayo de 1849 regresaba a la Península en el vapor Magdalena.
     La experiencia canaria marcó un hito en la vida misionera de Claret. Allí había visto la gran escasez de evangelizadores y el hambre de la gente por oír la palabra evangélica. Inspirado por el Señor, decidió crear un instituto misionero; y el 16 de julio de 1849, a las tres de la tarde, en una celda del seminario de Vic, fundaba la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María con cinco jóvenes sacerdotes, cuya edad oscilaba entre los veintisiete y los treinta y siete años: Esteban Sala, José Xifré, Manuel Vilaró, Domingo Fábregas y Jaime Clotet. Todos tenían el mismo espíritu del que él se sentía animado: “Hoy comienza una gran obra” —dijo el fundador—; y quiso que los misioneros “fuesen y se llamasen Hijos del Corazón de María” y que, centrados en Jesucristo, ardieran en caridad y abrasaran por donde pasaran, trabajando, sufriendo y procurando siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación del mundo. Hoy más de tres mil miembros realizan su labor evangelizadora y de promoción social en sesenta y cinco países de los cinco continentes.
     En esta misma época daría origen también a una institución que entonces parecía revolucionaria: las Religiosas en sus casas o las hijas del Inmaculado Corazón de María, mujeres consagradas en el mundo para ser “levadura de sabiduría” bajo el estímulo y el amparo de la Virgen en su doble dimensión contemplativa y activa.
     Con el tiempo (1943) se convirtieron en el floreciente instituto secular Filiación Cordimariana. A sus cuarenta y dos años (1849), un evento insospechado puso en peligro la pervivencia de la congregación recién fundada. El padre Claret recibió con gran sorpresa el nombramiento de arzobispo de Santiago de Cuba (territorio perteneciente a la Corona de España). Sus reiteradas renuncias fueron inútiles, y, al fin, en el mes de octubre, se vio obligado a aceptar. Sólo la obediencia le pudo doblegar, “pero en el supuesto —decía— de que pudiera así dar más pábulo a la caridad, al amor a Dios y a mis prójimos en que quiero abrasarme”. El 6 de octubre de 1850 fue consagrado por el obispo Casadevall en la catedral de Vic, y antes de embarcarse, viajó a Madrid para recibir el palio de manos del nuncio Brunelli.
     La despedida en Barcelona (28 de diciembre) resultó apoteósica: un inmenso gentío se congregó en el muelle para desearle un viaje feliz. En la travesía aprovechó la oportunidad para dar una misión a bordo a los pasajeros, a los oficiales y a la tripulación.
     El 16 de febrero de 1851 desembarcaba en Santiago de Cuba, donde le esperaban seis años (1851-1857) de muchas alegrías y de fatigas, trabajando sin cesar, misionando y sembrando el amor y la paz en aquella tierra en la que la discriminación racial y la injusticia social reinaban por doquier. La diócesis necesitaba la guía de un pastor, desde que el arzobispo Alameda (futuro cardenal de Toledo) se ausentó hacía catorce años (1837).
     Claret fue un arzobispo misionero por excelencia. Renovó y promovió todos los aspectos de la vida eclesial y social: clero, seminario, educación de niños, jóvenes y adultos. Allí la esclavitud, oficialmente abolida, seguía en todo su auge; y él se enfrentó a los capataces, arrancándoles el látigo de las manos y exclamando: “blancos y negros, todos somos iguales a los ojos de Dios”. Allí, el arzobispo libró una larga y dura batalla en defensa de los más necesitados de justicia y dignidad.
     Con su capacidad de inventiva y organización y su gran sentido práctico, unido a un dinamismo arrollador, regeneró toda la diócesis. Fundó instituciones religiosas y sociales para niños y mayores, creó escuelas técnicas y agrícolas, construyó centros de acogida y de enseñanza para niños y ancianos. Visitó tres veces su inmensa diócesis. Lo hizo casi siempre a pie, o a lomo de mula para salvar las distancias. “En sus excursiones —decía un periodista— no le detiene ni el sol, ni el agua, ni la hora, ni la distancia, ni ninguna otra cosa semejante.” Con energía y prudencia logró la reforma del clero, que había perdido el fervor primero y se hallaba en una penosa situación material, científica y moral, y el seminario, en el que hacía más de treinta años que no se ordenaba ni un solo sacerdote.
     Para los campesinos pobres, artesanos y pequeños propietarios, dio vida a una institución genial: las Cajas de Ahorros, que implantó en todas las parroquias.
     En las cárceles, para los presos, puso escuelas y talleres de artes y oficios, “porque la experiencia enseñaba —decía— que muchos se echaban al crimen porque no tenían oficio ni sabían cómo procurarse el sustento honradamente”.
     En orden a la promoción económico-social, con sus propios ahorros creó en Puerto Príncipe la Casa de Caridad o Granja Agrícola (1855) para viejos pobres y niños abandonados. Era escuela, hogar y taller. Todo ello lo costeaba él.
     Para la educación de la niñez y de la juventud, fundó con la madre María Antonia París en 1855 el Instituto de Religiosas de María Inmaculada Misioneras Claretianas, que, en número de 650, fieles a su lema de “enseñar a toda criatura la ley santa del Señor”, actúan en varios continentes.
     “El Señor —decía— me ha dado un amor entrañable a los pobres”; y ellos eran el objeto de sus preferencias.
     En este campo, su labor se orientó en tres direcciones: ayuda material inmediata, promoción formativa y económica y acción evangelizadora. Para los campesinos escribió el precioso librito formativo titulado Las delicias del campo (1855).
     La tarea fue dura y también la persecución. Los políticos y los corruptos se unieron para perseguir al arzobispo combativo que daba la vida por defender a los explotados y a los oprimidos. El 1 de febrero de 1856 sufrió un atentado sangriento en Holguín. Al salir de la iglesia, donde había predicado un fervoroso sermón, un sicario de origen tinerfeño, Antonio Abad Torres, al que había sacado poco antes de la cárcel, le agredió sin piedad.
     Al anochecer, cerca de la iglesia, intentó degollarle con una navaja de afeitar, produciéndole una gran herida en la mejilla izquierda, “desde frente a la oreja hasta la punta de la barba”, y, de refilón, le hirió también en el brazo derecho. La herida pudo haber sido mortal. Sólo la Providencia le salvó de una muerte segura. Al volver en sí, dijo que perdonaba al agresor “como cristiano, como sacerdote y como arzobispo”, y, además, pidió que le sacaran de la isla para evitar un linchamiento, ofreciéndose a pagarle el viaje. Sus enemigos volverían a intentarlo, pero no lo consiguieron.
     En América, “viña joven”, dejó Claret mucho trabajo, sudor y mucha sangre. Al cabo de seis años, el 18 de marzo de 1857, le entregaron un despacho urgente del general Concha diciéndole que la Reina le llamaba a Madrid. Enseguida preparó el viaje y, tras haber celebrado la Semana Santa en La Habana, donde despertó gran entusiasmo, se embarcó en el vapor Pizarro y llegó a Cádiz, y luego, el 26 de mayo, a Madrid. Aquí Isabel II le dijo que le había elegido confesor y director de su conciencia. Él, con cierta repugnancia, aceptó ese cargo, pero impuso varias condiciones: no vivir en palacio, no implicarle jamás en enredos políticos ni obligarle a guardar antesalas y gozar de la debida libertad para ejercer su misión apostólica.
     Tenía ya casi cincuenta años y su salud le permitía seguir trabajando a lo grande. Sin embargo, él mismo reconocía que no había nacido para cortesano y así se lo decía a sus amigos: “Yo no tengo genio de político, ni de cortesano, ni de palaciego”; “Mire usted qué papel tan peregrino hago: cortesano y misionero a la vez”.
     En once años de permanencia en Madrid, con suma paciencia logró domeñar el corazón noble, pero algo indómito, de la Reina y reformar el ambiente cortesano.
     Su actividad evangelizadora fue intensísima. Su voz resonó con fuerza en casi todas las iglesias y conventos de la capital. Sus actividades fueron prodigiosas, e incontables los sermones al pueblo y los ejercicios al clero en diversos barrios de la capital, con una asistencia masiva.
     En la Corte se dedicaba a visitar a los enfermos, a los presos y sobre todo a socorrer a los pobres que llegaban a su casa diariamente. “La multitud de pobres me comen vivo”, decía. Por eso ahorraba avaramente.
     Era pródigo y se guiaba por este criterio evangélico: “Comer poco para tener más que dar a los pobres”. En cierta ocasión empeñó su pectoral de plata para poder socorrer a un enfermo. Todos los días por la tarde predicaba, visitaba hospitales y cárceles, colegios y conventos.
     Una de sus obras más geniales, que ideó en Cuba y plasmó luego en Madrid, fue la fundación de la Academia de San Miguel (1858), una asociación apolítica y universal, formada por seglares comprometidos —escritores, artistas y propagandistas— con el fin de combatir los errores y los vicios con la verdad y las virtudes. De esa asociación formaron parte un buen grupo de escritores y artistas españoles. En nueve años, la Academia publicó varios libros y promovió la propaganda religiosa.
     En 1864 crearía también las Bibliotecas populares y parroquiales, regidas y atendidas por seglares, que habían de tener una proyección apostólica, porque “en estos últimos tiempos —afirmaba— parece que Dios quiere que los seglares tengan una gran parte en la salvación de las almas”. Ya en su primer año de existencia, esta institución contaba con cuarenta y siete centros y tenía en circulación doce mil volúmenes.
     Nombrado protector de la iglesia y hospital de Monserrat, en Madrid, en 1859, atendió con esmero a los enfermos y restauró la iglesia material y espiritualmente.
     El mismo año Isabel II le nombró presidente del monasterio de El Escorial para que se ocupara de su restauración, debido al lastimoso estado en que había quedado a raíz de la exclaustración (1835). Claret desempeñó este cargo durante nueve años (1859- 1868); y ahí demostró una vez más su extraordinaria capacidad de iniciativa y su talento organizador, convirtiendo el monasterio, de palacio y panteón de reyes, en un centro importante de culto y de estudio.
     Todo lo restauró material y espiritualmente. Creó un colegio y un seminario modelo, con aire de universidad eclesiástica, en el que había una escolanía y banda de música, estudios de humanidades, lenguas clásicas y modernas, ciencias naturales, arqueología, además de los estudios filosóficos, teológicos, bíblicos y patrísticos. En esta empresa contó con la ayuda de excelentes colaboradores.
     En la Corte se sentía a disgusto, como un “pájaro enjaulado” o como “un perro atado a un poste”. Y decía: “No tengo reposo, ni mi alma halla consuelo sino corriendo y predicando”. Pudo dar cumplido desahogo a esas ansias en las giras de la Corte por España, evangelizando todas las regiones con una actividad muy intensa. El viaje más largo (cuarenta y nueve días) y más intenso tuvo lugar por Andalucía y Murcia en el otoño de 1862. El confesor llegó a predicar en él doscientos cinco sermones en catedrales, iglesias, conventos y hospitales, despertando admiración y entusiasmo por doquier. En algunas ocasiones llegó a predicar hasta diez o doce sermones en un solo día. En esa gira, según un testigo, repartió ochenta y cinco arrobas de propaganda religiosa. “En estos viajes —decía—, la reina reúne a las gentes y yo les predico.” Uno de los mejores servicios que prestó a la Iglesia, desde su cargo de confesor de la Reina, fue su activa y prudente intervención en el nombramiento de obispos, sugiriendo al nuncio los sacerdotes más cultos y ejemplares. Así consiguió un episcopado compacto y aguerrido, en orden a promover la reforma de la Iglesia tal como él la proponía en la obrita Apuntes de un plan para conservar la hermosura de la Iglesia (1857).
     En la España del siglo XIX fue el astro central de una gran constelación de fundadores y fundadoras, interviniendo con desinterés y sabiduría en asuntos de dirección espiritual o en el inicio y consolidación de numerosos institutos religiosos.
     No es extraño que un hombre tan influyente como Claret, que arrastraba a las multitudes, se concitara también las iras de los enemigos de la Iglesia. Fueron muchos los atentados que sufrió, la mayor parte frustrados por la conversión de los asesinos. Pero fue peor la campaña difamatoria montada a gran escala en toda España para desacreditarlo ante la gente sencilla. Se le acusó de influir en la política, de pertenecer a la “camarilla” de la Reina, de zafio, glotón, obsceno, ambicioso, ladrón y cobarde. Aunque le instaban a defenderse, él quiso callar, contento de sufrir algo por Jesucristo.
     El 15 de julio de 1865, el Gobierno en pleno se reunía en La Granja para arrancar a la Reina su firma del reconocimiento del reino de Italia, lo cual equivalía a la aprobación del expolio de los Estados Pontificios.
     La Reina, engañada, firmó ese atropello y Claret no quiso hacerse cómplice permaneciendo en la Corte.
     Con el fin de aquietar su conciencia en aquella delicada situación, se dirigió a Roma. Allí el papa Pío IX le consoló y le pidió que regresara a la Corte, y la Reina se alegró inmensamente de su retorno. A pesar de ello, no cesaron las calumnias y las persecuciones.
     El 18 de septiembre de 1868, tras el levantamiento de Cádiz, triunfó la revolución y la Reina perdió la Corona. Con la batalla de Alcolea, caía Madrid, y la revolución se extendió por toda España. El día 30, la Familia Real, con pocos cortesanos y el confesor de la Reina, buscó refugio en Francia, primero en Pau y luego en París.
     Claret vivió serenamente en la capital francesa, dedicándose a predicar, confesar, escribir y educar al príncipe Alfonso y a las infantas, sin descuidar en ningún momento las dos congregaciones por él fundadas.
     Tras la predicación cuaresmal de 1869, dejó establecidas en París las “Conferencias de la Sagrada Familia” en favor de los emigrantes españoles y latinoamericanos.
     El 30 de marzo de ese año se separó definitivamente de la ex Reina y se trasladó a Roma.
     En la ciudad eterna siguió realizando las mismas obras apostólicas y prestando ayuda en la preparación del Concilio Vaticano I. Ese evento eclesial, que contó con 774 Padres, se inauguró en la fiesta de la Inmaculada.
     Una de las cuestiones más debatidas fue la infalibilidad pontificia. En defensa de ella se alzó en la basílica vaticana la voz fervorosa de Claret el 31 de mayo de 1870: “Traigo la estigma o las cicatrices de nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo, como veis en la cara y en el brazo —dijo, aludiendo a las heridas de Holguín—. ¡Ojalá pudiese yo consumar mi carrera confesando y diciendo de la abundancia de mi corazón esta grande verdad: creo que el Sumo Pontífice romano es infalible!”. Él es el único Padre conciliar que ha sido canonizado.
     Acompañado por el padre Xifré, superior general de la congregación, el 23 de julio de 1870 llegaba el arzobispo a Prades, en el Pirineo francés. Los misioneros, desterrados también por la revolución, recibieron con inmensa alegría al fundador, ya enfermo y convencido de la inminencia de su muerte. Hasta allí llegó la mano de los perseguidores, que no le dejaron en paz. El 5 de agosto llegaba una mala noticia: el Gobierno español quería encarcelarle y el santo tuvo que huir, con un hatillo de misionero, refugiándose en el monasterio cisterciense de Fontfroide (Aude).
     En aquel cenobio, a doce kilómetros de Narbona, fue acogido por los monjes con gran alegría. Allí le cuidaron con todo cariño los padres Jaime Clotet y Lorenzo Puig. En la noche del 4 al 5 de octubre tuvo un ataque de apoplejía y el 8 hizo la profesión religiosa y recibió los últimos sacramentos. Finalmente, el 24 de octubre, entre plegarias y suspiros, el gran misionero del siglo XIX se durmió suavemente en el Señor: un santo eminentemente eucarístico y mariano, evangelizador infatigable, luchador incansable de la causa de Dios y del hombre y gran apóstol del rosario.
     Sobre su tumba se esculpieron estas palabras de san Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro”. En 1897 sus restos se trasladaron a Vic, donde hoy se veneran. El 25 de febrero de 1934, el papa Pío XI le declaró beato, y Pío XII, el 7 de mayo de 1950, le canonizaba como santo. El humilde misionero apareció en la gloria de Bernini, mientras las campanas de la basílica de San Pedro alzaban al cielo un canto de gloria en su honor (Jesús Bermejo Jiménez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
   Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el relicario de San Antonio María Claret, anónimo, en la Capilla de las Doncellas, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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