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viernes, 25 de diciembre de 2020

La Puerta del Nacimiento, o de San Miguel, de la Catedral de Santa María de la Sede

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Puerta del Nacimiento, o de San Miguel, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla. 
  Hoy, 25 de diciembre, Pasados innumerables siglos desde de la creación del mundo, cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra y formó al hombre a su imagen; después también de muchos siglos, desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes tras el diluvio como signo de alianza y de paz; veintiún siglos después de la emigración de Abrahán, nuestro padre en la fe, de Ur de Caldea; trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después de que David fuera ungido como rey; en la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro, el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de la Urbe, el año cuarenta y dos del imperio de César Octavio Augusto; estando todo el orbe en paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: la Natividad de nuestro Señor Jesucristo según la carne [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy para ExplicArte la Puerta del Nacimiento, o de San Miguel, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.  
   En la Catedral de Santa María de la Sede, podemos contemplar la Puerta del Nacimiento, o de San Miguel [nº 068 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede]; Ha recibido este nombre por estar situada frente al Estudio de Latín y Árabe que fundó Alfonso X en 1254 bajo este mismo nombre, y que constituyó el primer establecimiento universitario sevillano; su advocación propia es "del Nacimiento", en función del relieve de su tímpano (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).   
   La portada del Bautismo de la Catedral de Santa María de la Sede se encuentra en el hastial principal de la misma, a la derecha de la mayor o de la Asunción. Se atribuyen sus trazas, al igual que las de la portada del Bautismo, al maestro Carlín, activo en Sevilla entre 1439 y 1449, destacando las coincidencias con las portadas más antiguas de la catedral, como son la elevación del zócalo, el tipo de basas de los baquetones de las arquivoltas, la combinación de gabletes y arquerías, enlazadas con una imposta; en el perfil del gablete, decorado con ganchillos y en los compartimentos para las esculturas.
   Llamada también de San Miguel, está situada en el hastial principal, a la izquierda de la mayor o de la Asunción.
   La iconografía , en terracota, es la siguiente: En el tímpano la Natividad del Señor.
   A la derecha e izquierda, sedentes sobre doseletes, dos Profetas barbudos, de tamaño pequeño.
   En las arquivoltas, ángeles tañendo instrumentos musicales.
   En la parte abocinada, los Evangelistas San Juan y San Marcos, San Laureano, los Evangelistas San Ma­teo y San Lucas, San Hermenegildo, es decir, los cuatro Evangelistas y dos Santos relacionados con Sevilla.
   La Natividad es una escena centrada por el portal, con el Niño, adorado por su Madre y San José, con ángeles cantores, pastores jubilosos, una joven oferente, la mula y el buey. Es una composición muy dinámica, con los conocidos convencionalismos góticos, pero de claro sentido naturalista; todo ello acusa maestría e imaginación.
   Los dos Profetas pueden ser de Pedro Millán, por analogía con los de la puerta del Bautismo.
   Los Santos están situados en sus hornacinas, cobija­dos por doseletes y son de tamaño algo mayor que el natural.
   Los Evangelistas están revestidos de túnica y manto, que caen con amplios pliegues o zigzagueando; poseen luengas barbas, salvo San Juan, rasurado; y con ellos sus símbolos parlantes, que simbolizan unidos el Tetramorfos.
   San Laureano se exhibe de Pontifical, con Mitra, Casulla, Túnica, Tunicela, guantes y Báculo; libro de Evangelios y ricamente ornamentados la tira frontal de la Casulla y antipendio de la Túnica. Su fisonomía es análoga a los mitrados de la puerta del Bautismo.
   San Hermenegildo es figura de gran interés, con arreos militares, túnica (pellote?), manto corto, collar, corona, alabarda o hacha y espada.
   Como se ha manifestado al hablar de la puerta del Bautismo, este conjunto estatuario fue atribuido a Lope Marín y a Pedro Millán (por relación con la inscripción de los profetas de la puerta del Bautismo); en 1911, Gómez Moreno, sapientísimamente, los asignó a Lorenzo Mercadante de Bretaña, por analogía estilística y morfológicas con el sepulcro del Cardenal Cervantes,  firmado  por  él,  atribución hoy totalmente aceptada por la crítica, por su indudable evidencia. Además, consta documentalmente que en 1464, 65 y 67, este imaginero cobraba por imágenes de barro, que, ciertamente, son las de estas dos portadas.
   El valor artístico y testimonial es indudable en cuanto marcan­ en Sevilla la presencia del renacimiento eyckiano-borgoñón, de tantos quilates para la modernidad y como epílogo de la evolución de las artes medievales.
   En 1792 fueron restauradas (pintándolas de ocre para encubrir los añadidos), así como en 1912 y 13. Actualmente padecen las consecuencias de la contaminación ambiental (José Hernández Díaz, Retablos y Esculturas, en La Catedral de Sevilla, Ed. Guadalquivir. Sevilla, 1991).
   De Vicente Menardo es la vidriera dedicada a la Anunciación, en la prefachada principal sobre la Puerta del Nacimiento, o de San Miguel, realizada en 1566, en un vano circular, de 3'65 mts. de diámetro (Víctor Nieto Alcaide, Las Vidrieras de la Catedral, en La Catedral de Sevilla. Ed. Guadalquivir. Sevilla, 1991).
   Magnífica composición en barro cocido, aunque por la pátina y por el color grisáceo hace el efecto de que es de piedra. Ocupa el tímpano ojival, bajo tres pulidos y primorosos doseletes góticos. La Virgen, de rodillas, adora a su Hijo; las manos, devotamente cruzadas sobre el pecho, parecen anticipar las Concepciones murillescas. No faltan detalles anecdóticos en el atuendo de San José, en el baile de los pastores, en los animales, etc... anticipando también el naturalismo. Atribuible, como toda la estatuaria de esta puerta, a Lorenzo Mercadante de Bretaña y fechable en los años sesenta del siglo XV. Un autorizado comentarista (Hernández Díaz) se expresa así: "El valor artístico y testimonial es indudable en cuanto marca en Sevilla la presencia del renacimiento eyckiano-borgoñón, de tantos quilates para la modernidad y como epílogo de la evolución de las artes medievales" (Juan Martínez Alcalde. Sevilla Mariana. Repertorio Iconográfico. Ediciones Guadalquivir. Sevilla, 1997).
   Conozcamos mejor la Historia, Culto e Iconografía de la Solemnidad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo;
HISTORIA
   De acuerdo con la tradición adoptada por la Iglesia, Cristo habría nacido en Belén, un 25 de diciembre, a media noche.
   En realidad el lugar y la fecha de nacimiento son desconocidos.
   Acerca del sitio donde nació, los Evangelios profesan opiniones contradictorias. Mateo y Lucas hacen nacer a Jesús en Belén; Marcos y Juan creen que vio la luz en Nazaret.
   La tradición del nacimiento en Belén se apoya en una profecía de Miqueas (5: l). Se creía que el Mesías, descendiente del rey David, nacería como él en Belén. Pero el censo, que la historia vincula con el viaje de María y de José a este pueblo, es posterior en muchos años al nacimiento de Jesús.
   ¿El Mesías nació en Nazaret? Es lo que admitía Renan, arguyendo con el hecho de que a Jesús lo apodaran Nazareno. Los historiadores más recientes están menos seguros. El título de Nazareno, erróneamente interpretado en el sentido de hombre de Nazaret, en realidad significaría «Santo de Dios».
   En suma, nada  autoriza  a afirmar que Jesús haya nacido en Belén y no en Nazaret, o viceversa.
   La misma incertidumbre reina en torno al año de su nacimiento que no podemos fijar ni con una aproximación de quince años, ya cerca del día, fijado arbitra­riamente por la liturgia. 
   Lo que a primera vista nos asombra es el hecho de que ninguno de los evangelistas haya pensado en precisar la fecha de nacimiento del Mesías y que los apóstoles no hayan tenido la idea de celebrar el cumpleaños de su maestro desaparecido. Para comprender esta sorprendente omisión, debe recordarse que en la liturgia cristiana la única fecha importante era la de su muerte. Lo que en el Martirologio romano se llama Natalicio de un santo (dies natalis), no es, como la palabra parece indicar, el día de su nacimiento, sino por el contrario, el de su muerte. Y con Cristo pasó como con los santos. La liturgia se concentró en torno a su Resurrección. El domingo de Gloria de la Pascua relegó a la Natividad a la sombra.
CULTO
   Fijación del aniversario de la natividad
   Así, la fecha litúrgica del 25 de diciembre no reposa sobre dato histórico alguno. En los primeros tiempos cristianos la Natividad se celebraba el día de la Epifanía (6 de enero) y esa costumbre se conservó en la Iglesia de Armenia. A mediados del siglo IV, en 534, la fiesta, localizada en principio en Roma, en la basílica de Santa María la Mayor o del Pesebre (ad Praesepe), fue cambiada arbitrariamente por el papa Liberio al 25 de diciembre. 
 Debe admitirse que esa fecha no concuerda con el relato de la Anunciación a los pastores, que según Lucas, supieron la buena nueva en la estación en que pasaban la noche al aire libre con sus rebaños.
   ¿Por qué se eligió esa fecha y no otra cualquiera? Porque es la del solsticio de invierno. El Mesías, en efecto, es frecuentemente comparado con el Sol: es el sol de la Nueva Ley. Por ello se hace coincidir su fiesta con el renacimiento anual del as­tro solar.
   Quizá haya que tener en cuenta la influencia de las otras religiones de la antigüedad. La fecha del 25 de diciembre coincide con la fiesta del dios solar Mithra y con las Saturnales romanas que la Iglesia tenía interés en suplantar con una fies­ta cristiana.
   Sea como fuere, la fijación de la Navidad el 25 de diciembre comportó en consecuencia la de otras muchas, establecidas en relación con la Natividad, así como las hay en función de la Pascua: la Anunciación se celebra nueve meses antes (25 de marzo), la Circuncisión ocho días después (1 de enero), la Purificación de la Virgen o Presentación de Jesús en el Templo, cuarenta días más tarde (2 de febrero).
   La fiesta de Navidad
   Esta vacilación acerca de la fecha de la Natividad explica la aparición tardía de la fiesta de Navidad.
   En Roma, no está probada con  anterioridad al siglo IV, y la misa de gallo, que el Liber Pontificalis atribuyó al papa san Telesforo que vivió en el siglo II, en verdad no fue introducida antes del siglo V, después de la fundación de Santa María la Mayor. El Oriente había sido más precoz.
   El emperador Constantino hizo edificar una basílica en el lugar de la gruta (spe­os, spelaion) donde la Virgen habría parido tras no encontrar alojamiento en la venta o caravasar. Esta iglesia, que san Jerónimo llamó «ecclesia speluncae Salvatoris», fue dotada con un pesebre de plata por santa Helena, que se convirtió en un objeto de peregrinación tan célebre como la cruz de gemas del Gólgota.
   De esa primitiva basílica no queda casi nada, porque fue reconstruida en tiempos de Justiniano que la hizo decorar con mosaicos dorados que representan de un lado a los profetas de la Encarnación, y del otro el árbol genealógico de Jesé y el misterio de la Natividad.
   Apenas instituida, la fiesta de Navidad adquirió en Bizancio una importancia preponderante entre las solemnidades del año litúrgico. San Juan Crisóstomo la glorificó como «la más venerable de las fiestas».
   En Roma, a partir del siglo V, no se contentaron con celebrar la misa de gallo, ese día los sacramentarios prescribieron tres misas (trina celebratio): por la noche, al amanecer y durante el día.
   Tres in Natali debent missae celebrari.
   He aquí como santo Tomás de Aquino interpreta y justifica simbólicamente esta triple celebración. El día de Navidad -escribió en la Suma- se celebran varias misas para recordar el triple nacimiento de Cristo. La primera es el nacimiento eterno en el seno del Padre, que para nosotros permanece invisible y oculto: por eso la misa se canta por la noche. El segundo es de orden espiritual: es el nacimiento de Jesús en nosotros, por eso se canta una misa en la aurora. El tercer nacimiento de Cristo es corporal: es el instante en que sale del vientre virginal de su madre, revestido de carne y visible para nosotros. Por ello la tercera misa se canta a plena luz, con este introito: «Puer natus est nobis.»
   La basílica de Santa María la Mayor, que entre sus reliquias más insignes cuenta con el Pesebre del Salvador, expuesto en la capilla subterránea del Pesebre, es el principal santuario de este culto.
   La fiesta de Navidad no es sólo una solemnidad litúrgica, es también una fiesta esencialmente popular. Numerosos cánticos en latín y en lengua vulgar, las representaciones de los autos sacramentales o Misterios, los pesebres o belenes de los cuales san Francisco de Asís ofreció el primer ejemplo en Greccio, prueban esta uni­versal popularidad que a su vez reflejan las obras de arte.
ICONOGRAFÍA
   El estudio iconográfico del tema de la Natividad se divide lógicamente en tres partes:
l. Los Preludios, es decir los episodios anteriores al nacimiento: el Viaje a Belén y el censo, la Expectación del parto.
2. La Natividad propiamente dicha.
3. Los temas complementarios de la Adoración de los Pastores y de los Reyes Magos.
   La natividad
   El Nacimiento de Cristo está relatado en el Evangelio de Lucas (2: 7) con extrema brevedad: "Y (María) dio a luz a su hijo primogénito, y envolvióle en pañales, y lo reclinó en un pesebre, porque en el mesón no había lugar para ellos". 
   La piedad popular pedía más que esa lacónica, seca información sumaria, tan desprovista de poesía como un acta de estado civil. Los Evangelios apócrifos acudieron en su ayuda bordando pintorescos adornos sobre ese cañamazo. A ellos se debe la introducción de las dos comadronas, la crédula y la incrédula. El buey y el asno, humildes compañeros olvidados por san Lucas, aunque el símbolo evangélico de éste sea precisamente un buey, tienen el mismo origen: con sus alientos cálidos que escapan como humo de sus fosas nasales, calientan la atmósfera glacial del establo y confieren a la Natividad el encanto ingenuo de una tierna leyenda franciscana. 
 De acuerdo con la Leyenda Dorada, la Natividad de Jesucristo estuvo acompañada de numerosos prodigios: el milagro de los tres soles, el derrumbe del templo de la Paz, la aparición de una estrella a la sibila y al emperador Augusto, el surgi­miento de una fuente de aceite que fluyó en el Tíber.
Las dos versiones de la natividad
   Los teólogos tenían otras preocupaciones que también se reflejan en la iconografía de la Natividad. Había dos maneras de imaginar el Nacimiento de Cristo. Según unos, la Virgen habría parido con dolor; según los otros, habría tenido el privilegio de dar a luz sin sufrimiento.
   Es la segunda opinión la que acabó imponiéndose, en Oriente como en Occidente.
   En una descripción de la Natividad de Marcos Eugénicos, se dice que «la Virgen, habiendo parido sin sufrimiento, no está en absoluto fatigada ni pálida; no siente necesidad de acostarse, sino que se sienta con solemnidad como una reina y los Reyes Magos prosternados adoran al Niño Rey que sostenía en las manos».
   El concilio de Trento ratificó esa doctrina. De acuerdo con su portavoz, el jesuita flamenco Molanus, deben separarse del pesebre a las comadronas, puesto que la Virgen parió sin dolor. Y en el parto no debe representarse yacente y enferma (de­ cumbens et aegrotans), sino de rodillas, según la visión de Santa Brígida, en adoración ante el Niño.
   De esta dualidad de opiniones derivan dos tipos iconográficos enteramente diferentes.
   1. En la versión siria retomada por los bizantinos, la Natividad es un verdadero parto. La Virgen está acostada sobre un colchón, parece agotada por la fatiga, yace de costado y se vuelve hacia el Niño que una comadrona está bañando.
   2. En el arte occidental de finales de la Edad Media, la Natividad se convierte en una adoración. La Virgen, que según se ve, no ha sufrido, está arrodillada, con las manos unidas ante el Niño desnudo y luminoso, acostado sobre una gavilla de paja o sobre un pliegue de su manto.
   1. El tema bizantino del parto
La escena tiene lugar en una gruta, que sirve como establo y como habitación al mismo tiempo, como era costumbre en Palestina.
La Virgen, el Niño y san José
   La Virgen está acostada en el lecho junto al recién nacido fajado (pannis involutus) que está acostado, ya en un pesebre, ya en una cuna.
   En las miniaturas anglosajonas de la escuela de Winchester (siglos X-XI) que decoran el Benediccional de Aethelwold y el Misal de Robert de Jumieges, se ve una mujer guiada por un ángel que coloca un almohadón bajo la nuca de la Virgen. 
   A veces, a consecuencia de una contaminación con el tipo de la Virgen de la Leche, la Virgen acostada amamanta al Niño, ya fajado, ya desnudo.
   En el arte francés del siglo XII, el pesebre suele reemplazarse con un altar. Se ha explicado esta innovación por la intención de expresar simbólicamente que a partir de su nacimiento Jesús estaba destinado a sacrificarse por la salvación de los hombres. Allí debería verse más bien la influencia del drama litúrgico de Navidad, del cual sabemos que el pesebre estaba situado en mitad del altar mayor, iluminado por una estrella que se deslizaba a lo largo de una cuerda.
   José, que no cuenta para nada en el nacimiento del Niño Dios, sólo tiene el papel de un simple extra. Sentado en un rincón, enfurruñado o adormilado, descansa sobre el arreo del asno desalbardado, que le sirve de asiento.
   No obstante, a veces intenta ser útil. Lleva al Niño en brazos que le alcanza a la Virgen, a menos que sostenga un candil encendido cuya llama protege con la mano, para iluminar la oscuridad de la gruta: es un medio para señalar que es de noche.
   Los pintores alemanes del siglo XV le imponen humildes trabajos un tanto ridículos: se quita las calzas para calentar al recién nacido, o atiza el fuego con un fuelle para que se caliente la papilla. Esos detalles familiares se han tomado de los autos sacramentales.
Las dos parteras y el Castigo del incrédulo
   Según el Evangelio del Seudo Mateo (cap. XIII), fue José quien se encargó de ir a buscar a las dos parteras (obstétricas), o como se decía con mayor frescura en francés arcaico, dos vientreras, para que ayudaran en el parto de María.
   En el Protoevangelio de Santiago (cap. XIX), sólo se trata de una partera. Pero el Seudo Mateo menciona dos, de las que conoce hasta sus nombres.
   En el arte bizantino, especialmente en los frescos rupestres de Capadocia, se la llama Salomé y Maia (Mea); este último nombre, que significa simplemente «la partera» (del cual deriva la expresión maieutica, preferida por Sócrates) se convirtió en un nombre propio. El arte de Occidente distingue Zelomi y Salomé, aunque en realidad se trate del mismo nombre. 
 La primera, Zelomi, después de haber examinado a la parturienta, declara sin vacilar que ésta sigue virgen después del parto: Virgo concepit, virgo peperit; post par­tum virgo permansit. La segunda, Salomé, permanece incrédula, duda de ese parto virginal, sin obra de hombre, contrario a todas las reglas; como santo Tomás, pide tocar para creer. Pero se le secan las manos: para curarse le basta tocar los pañales (fasciae) del Niño Dios que en el pasado se llamaban «las banderas de infancia» de Jesús.
   En los autos sacramentales, la Salomé de los Evangelios apócrifos fue reemplazada por Santa Anastasia, cuyo nombre se deformó en Homnestasia, Omnestasia o Netasia.
   Dicha Anastasia, a quien fue a buscar José, tenía las manos cortadas; sólo le que­ daban muñones, lo cual la volvía inepta para hacer parir a la Virgen. Pero las manos volvieron a crecerle milagrosamente, de manera que pudo asistir a María y recibir en brazos al recién nacido.
   Esta variante procede de una contaminación  con la leyenda de la partera cuyas manos resecas curan al ponerse en contacto con los pañales del Niño Jesús. A esta leyenda piadosa alude la Plegaria de Huon de Burdeos, rimada por Alexandre Arnoux:
   Seigneur Jésus qui régnez dans le ciel.../ Au même temps que la Vierge en gésinel Vous enfantait dans /'étable voisine, / Sainte Onnestase a Bethléem vivait! Qui n 'avait pas de mains ni de poignets .../ Elle vous prit , chétif sur la paille. / A ses moignons vous [Cites recueillil Et tout soudain, par volonté divine / Il lui poussa des mains droites et fines. 
   Señor Jesús  que reinas  en el cielo...
   Al mismo tiempo que la Virgen de parto
   Os daba a luz en el establo vecino,
   Santa Onnestasia que en Belén vivía 
   Y que ni manos ni muñecas tenía... 
   Os cogió, endeble, sobre la paja
   Entre sus muñones fuisteis vos recogido 
   Y de pronto, por voluntad divina
   Le crecieron manos, derechas y finas.
   San Jerónimo niega la presencia de las comadronas y afirma que María, habiendo parido sin dolor, no tuvo necesidad de ayuda alguna y fue partera y parturienta al mismo tiempo: «Maria ipsa et mater et obstetrix fuit».
   Esta protesta de un doctor de la Iglesia habría tenido algún efecto si las comadronas se hubieran introducido en la escena sólo para asistir a María durante el parto y ocuparse del recién nacido. Pero también se trataba de otra cosa. El objetivo teológico de esta leyenda era probar el parto sobrenatural de Cristo, Hijo de Dios, produciendo el testimonio de dos comadronas particularmente expertas en su oficio. La desconfianza y la incredulidad de una de ellas reforzaba su testimonio, de la misma manera que la experiencia táctil de santo Tomás introduciendo la mano en la herida de Cristo se interpretaba como la prueba más convincente de la Resurrección.
   La credulidad popular persistió por ello en confiar en el relato de los Evangelios apócrifos: la historia de la partera incrédula fue popularizada por la Leyenda Dorada, y por los autos sacramentales del teatro de los Misterios .
   En un manuscrito de los Milagros de Nuestra Señora se lee: «Salomé que no creía que Nuestra Señora hubiera parido virginalmente, sin obra de hombre, perdió las manos porque quiso comprobarlo; se arrepintió, puso las manos sobre Nuestro Señor y éstas le fueron devueltas.»
   La leyenda todavía se puso en escena en el Misterio de la Encarnación y Natividad de Nuestro Salvador Jesucristo, que fue representada en Ruán en 1474.
   En estas condiciones resultaría sorprendente que, como lo creyera E. Mâle, ese motivo que en el siglo IX vemos tratado en un fresco descubierto en 1944 en Castel Seprio, Lombardía, y en el siglo XI, sobre las puertas de bronce de Hildesheim, en los XII y XIII sobre los capiteles de Chartres y de Lyon, y las vidrieras de Laons y de Mans, desapareciera bruscamente del arte cristiano.
   «A partir de ese momento -asegura E. Mâle- la leyenda de las comadronas ya no se encuentra en nuestras catedrales, ni tampoco se la ve más en los manuscritos miniados de los siglos XIII y XIV. Parece que la extrema ingenuidad del antiguo relato haya molestado a la Iglesia. En el siglo XIII los artistas olvidaron  el motivo de las comadronas, que se remontaba a los primeros tiempos del arte cristiano.»
   Si esta afirmación es válida para el arte francés, en cambio no se aplica a las demás escuelas, porque Italia, Flandes y Alemania ofrecen, aún en las postrimerias de la Edad Media, numerosos ejemplos de este motivo arcaico. 
 Italia. En su Natividad (Uffizi, Florencia) que data de 1424, Gentile da Fabriano permanece fiel a esta tradición. Otro tanto ocurre con Ottaviano Nelli en su Natividad de Foligno y con Lorenzo da Viterbo en su fresco de la iglesia de S. Maria della Verità, en Viterbo, en donde se ve a José que regresa a la gruta seguido por las dos parteras (1453).
   Países Bajos. Más típica aún es la célebre Natividad del Museo de Dijon, pintada hacia 1430, quizá para la cartuja de Champmol por el maestro llamado de Merodc o de Flémalle: las dos comadronas tocadas con turbante, como debían estarlo en la puesta en escena de los autos sacramentales tienen allí el papel principal y su diálogo está escrito sobre filacterias.
   Zelomi, arrodillada frente al Niño recién nacido, da testimonio de la virginidad milagrosa de la joven madre diciendo: Virgo peperit filium. Salomé, volviéndose hacia su comadre, hace por el contrario un gesto de incredulidad y objeta: Credam quum probavero (Lo creeré cuando tenga la prueba). Enseguida es castigada por su escepticismo, porque su mano derecha queda súbitamente paralizada. Un ángel que desciende del cielo le aconseja que toque al Niño divino: Tange puerum et sanaberis (Toca al Niño y sanarás). Ese pequeño guión prueba que los autos sacramentales habían conservado hasta esta época la popularidad de la leyenda que la Iglesia aún no pensaba  incluir en el Index.
   El mismo tema vuelve a encontrarse en una Natividad atribuida a Jacques Daret (1433), que se encuentra en la Morgan Library de Nueva York. El Breviario del du­que de Borgoña Felipe el Bueno, que se conserva en la Biblioteca de Bruselas, y cuyas miniaturas se atribuyen a Jean Tavernier de Oudenarde o a G. Vrelant de Brujas, nos ofrece otro ejemplo que puede fecharse con la mayor verosimilitud en 1445. José y la partera que éste fuera a buscar están estupefactos al ver a la Virgen de rodillas frente al recién nacido. Su asombro está bien expuesto: José levanta su caperuza roja; la comadrona Zelomi, que se disponía a intervenir y ya se había arremangado, se queda pasmada frente al milagro, con los brazos caídos.
   Por último, es un tema frecuente en los retablos de madera labrada de Flandes y de Brabante, de finales del siglo XV. Como pruebas tenemos un pequeño retablo en el Louvre, otro en el Museo de Gante, y un tercero en la colección Blair de Chicago donde, detrás de la Virgen arrodillada hay dos mujeres, una de las cuales, la partera incrédula, se mira la mano desecada.
   Alemania. Esta tradición se prolonga en Alemania, como lo atestigua el retablo de la iglesia de San Blas de Bopfingen, pintado por Friedrich Herlin en 1472. Un cuadro del Art lnstitute de Chicago, pintado hacia 1512 por Albrecht Altdorfer también muestra detrás de la Virgen adorando al Niño Jesús, a José que trae a una comadrona.
   También se han encontrado ejemplos en la escultura suaba y alsaciana. El Museo de la obra Notre Dame de Estrasburgo posee un altorrelieve de madera de tilo policromada y dorada -hacia 1480- donde la Adoración aparece acompañada por el tema de la partera incrédula.
   Por lo tanto es a partir del siglo XVI y no del XIII, cuando este motivo escabroso desaparece definitivamente del repertorio del arte cristiano. Es una de las víctimas de la depuración iconográfica del concilio de Trento.
El lavado del niño
   La función de las comadronas no se limita a dar testimonio de la realidad de la maternidad virginal de María: ellas también preparan el baño del recién nacido. En el retablo de las clarisas de la catedral de Colonia, excepcionalmente, este trabajo es realizado por la propia Virgen y por San José que vierte agua en una cubeta.
   Una de las comadronas prueba la temperatura del agua con la mano. En el arte alemán suele ser su pie descalzo lo que moja en la bañera.
   ¿Cuál es el origen de este tema que no se menciona en los Evangelios canónicos ni tampoco en los apócrifos, pero que de todas maneras es muy frecuente en el arte bizantino que lo ha transmitido a Occidente?
   Se lo ha querido explicar por un texto, como es natural, y se ha pretendido que lo introdujo en el arte el hagiógrafo griego Simeón Metafrasto (el Traductor), quien vivió en el siglo X.
   Se trata de un error, puesto que puede citarse un ejemplo del siglo IX: una pintura mural carolingia de Italia meridional, en la cripta del monasterio benedictino de San Lorenzo, en el nacimiento del río Volturno.
   Es posible que se trate, simplemente, de una copia directa de los sarcófagos paganos donde el tema  aparece esculpido con  frecuencia en las representaciones del Nacimiento de Baco.
   Es un motivo muy discutible desde el punto de vista de la ortodoxia, porque si Cristo ha nacido de una Virgen, su nacimiento ha sido tan puro como su concepción. No necesitaba ser lavado como los hijos de los seres humanos aquél que vino al mundo para lavar a la humanidad las manchas del pecado original.
   Para responder a esta objeción, los teólogos sostuvieron que el Niño sólo había sido lavado en apariencia, pero que en realidad era él quien había purificado el agua del baño. Se trataría de una prefiguración del Bautismo, y por ello los artistas de la Edad Media dan a veces a la cubeta de la ablución la forma de las pilas bautismales.
   En efecto, en el arte simbólico de la Edad Media, de la misma manera que el pesebre está asimilado al altar, la bañera se transforma en pila bautismal, salvo cuando adquiere la forma de un cáliz eucarístico.
   Los antiguos iconógrafos, poco familiarizados con el arte bizantino, no comprendían nada de esta escena que interpretaban de una manera muy extraña, como San Juan Evangelista hundido en un recipiente con aceite hirviendo.
   A finales de la Edad Media la bañera adquirió la forma de una cubeta de madera.
   La escena desapareció a partir del siglo XV por dos razones. En primer lugar, por una de carácter doctrinario: resultaba irreconciliable con la creencia en la Virgen pariendo sin dolor y de manera sobrenatural, popularizada por el tema de la Adoración que sustituyó al Parto. En segundo lugar, por una razón estética: la escena del Lavado o Baño asociada con la Natividad comportaba un desdoblamiento del Niño, representado dos veces: fajado en el pesebre y desnudo en la cubeta o bañera. Esta yuxtaposición, que resultaba chocante como un  arcaísmo, no podía subsistir en el tiempo en que el arte de Occidente, más evolucionado, buscaba la unidad de la com­posición centrada en la Adoración del Niño Jesús.
2. El tema occidental de la adoración
   El tema de la Adoración del Niño Jesús, a partir del siglo XV sustituyó al motivo bizantino del Alumbramiento.
   En vez de mantenerse acostada debajo del recién nacido fajado, a partir de entonces la Virgen permanece arrodillada «flexis genibus», con las manos unidas frente al Niño desnudo, extendido sobre un montón de heno o sobre u n pliegue de su manto. Quem genuit adoravit.
   La Natividad de Cristo se diferencia de las de la Virgen y San Juan Bautista a la primera mirada, justamente por ese rasgo.
   La genuflexión de la Virgen
   ¿Cómo explicar una transformación tan radical de la iconografía tradicional? De acuerdo con una idea muy antigua, puesto que se encuentran vestigios suyos en la mitología griega, se consideraba que la posición genuflexa facilitaba el parto. Augea, identificada con Ilicia, diosa del parto, tenia como mote «en gonasi" («de rodillas» ), porque había parido a Télefo arrodillándose.
   Sin retroceder tanto en el tiempo, se ha alegado con la doctrina teológica del Parto sin dolor favorecida por el progreso del culto mariano; pero puede advertirse la acción de influencias más claras.
   Según E. Mâle, el libro Meditaciones del Pseudo Buenaventura, un franciscano italiano del siglo XIV que se llamaba Giovanni de Caulibus, habría tenido influenciea preponderante. Pero desgraciadamente, en dicha versión la Virgen habría parido de pie cogida a una columna. «Cuando llegó a la Virgen el momento de parir, se levantó en mitad de la noche y se apoyó contra una columna que había allí (cum venisset hora partus, surgens Virgo appodiavit se ad unam colurnnam quae ibi erat).» Agrega el autor que José, para ayudar, cogió un fardo de heno del pesebre que arrojó a los pies de la Virgen, y que el Hijo de Dios, saliendo del vientre de su madre sin causarle dolor alguno, fue proyectado al instante sobre el heno, a los pies de la Virgen.
   El cambio que comprobamos en la iconografía de la Natividad del siglo XV se explica mucho mejor, como lo ha demostrado el iconógrafo sueco Henrik Cornell, por la popularidad de las Revelaciones de otra mística: Santa Brígida de Suecia.
   Cuenta Santa Brígida que durante su peregrinación a los Santos Lugares, en 1370, se le apareció la Virgen en Belén, y fiel a la promesa que le hiciera en Roma, reconstruyó ante su mirada y con los menores detalles la forma en que pariera a Jesús. La Virgen vestía una túnica transparente (subtili tunica), a  través de la cual Brígida veía claramente su carne virginal. En el momento de parir se descalzó, como Moisés ante la Zarza ardiendo, se levantó el manto blanco, se quitó el velo, dejó caer sus cabellos dorados sobre los hombros, después preparó los pañales y vendas del Niño que dejó a su lado. Cuando todo estuvo bien dispuesto, flexion ó las piernas (genuflexa est) y comenzó a orar. Mientras rezaba de esa mane­ra, con las manos elevadas, el Niño nació súbitamente, envuelto en una luz tan deslumbrante que eclipsaba completamente la del pequeño candil de José. Entonces, inclinando la cabeza y con las manos unidas, la Virgen adoró al Niño con gran respeto, y le dijo: Bene veneris, deus meus, dominus meus et filius meus. Luego lo estrechó contra su pecho, le cortó el cordón umbilical con los dedos y lo vendó con cuidado.
   Esta descripción de matrona mística, tan experta como una comadrona en materia de partos (porque había tenido muchos hijos), concuerda  muy detalladamente con la nueva iconografía. Cornell cita una serie de pinturas inspiradas en la visión de santa Brígida, la más antigua de las cuales es, posiblemente, un fresco de finales del siglo XIV que se encuentra en Santa Maria Novella de Florencia. Una pintura sobre madera del Museo Cívico de Pisa, ejecutada a principios del siglo XV por Turino Vanni y una pequeña tabla de Siena de la Pinacoteca del Vaticano, atribuida a Sano di Pietro, reproducen de la misma manera todos los detalles del relato de santa Brígida. 
 La Virgen, cuyo pelo se le derrama sobre los hombros, adora de rodillas al Niño Jesús; ha puesto junto a ella el manto, los zapatos y los pañales que había preparado. La inscripción que escapa de su boca es la fórmula de bienvenida que conocemos tan bien: Bene veneris, dominus meus. Finalmente, la presencia de la mística sueca, arrodillada en un rincón, con ropas de viuda, con las manos unidas, o bien pasando las cuentas de un rosario, prueba sin lugar a dudas que esas Natividades italianas son el eco de las Revelaciones de santa Brígida.
   El arte alemán adoptó este motivo casi al mismo tiempo que el arte italiano. La Natividad suaba del Rosgarten de Constanza se remonta, aproximadamente, a 1420; la del maestro Francke, que se encuentra en la Galería de Arte de Hamburgo, pintada en 1424, es exactamente contemporánea de la Natividad de Gentile da Fabriano. Puede citarse un ejemplo aún más antiguo en la pintura franco neerlandesa de principios del siglo XV, en la cual el tema de la Adoración del Niño fue ilustrado hacia 1415 mediante una miniatura de Poi de Limbourg. Resulta evidente entonces que la visión de santa Brígida, preparada por todo un movimiento que se remonta a una época muy anterior a la del Pseudo Buenaventura, que es la de san Bernardo, ha renovado el tema de la Natividad no sólo en Italia sino en toda Europa.
   Estimamos que la creencia en la influencia de los textos sobre la iconografía no debe exagerarse, aunque consideremos válida la demostración anterior. La teoría que postula que «tanto en el siglo XV como en el XIII no hay una sola obra de arte que no se explique por un libro», amenaza con hacernos desconocer la acción no menos profunda de la vida de las formas. No se piensa lo bastante en la posibilidad de contaminaciones iconográficas entre temas tangentes o imbricados.
   Mucho antes del siglo XV el arte cristiano había representado al Niño Jesús adorado por los Pastores y los Reyes Magos, que forman parte de la escena de la Natividad. No es imposible que por un deslizamiento muy natural, la Natividad se haya convertido en una triple Adoración: las genuflexiones de los Pastores y de los tres Reyes Magos, sin contar las del buey y el asno, habrían acarreado la de la Virgen María.
El Niño luminoso
   E. Mâle también honra al arte italiano adjudicándole otro motivo muy característico de la nueva iconografía: el Niño luminoso convertido en fuente de claridad que irradia en las tinieblas como una luciérnaga. Dicho autor ve allí una invención de Correggio, y la fuente de dicho motivo sería la famosa Noche (Nochebuena) de la Galería de Dresde, pintada en 1530. «Lo que es de él -escribe literalmente- es el recién nacido radiante, que esparce la claridad en el cuadro como lleva la luz a las almas.»
   Esta reivindicación es doblemente errónea, porque ese motivo del Niño luminoso es muy anterior a Correggio y ni siquiera es de origen italiano.
   El arte bizantino ya conocía el tema del Niño iluminado desde afuera por las irradiaciones de la estrella milagrosa que guía a los Reyes Magos hacia el pesebre y les señala, como el haz de un proyector, al Niño que buscaban. En la miniatura y el mosaico pueden citarse ejemplos que se remontan al siglo XI: Menologio de Basilio, capilla Palatina de Palermo.
   Las Revelaciones de santa Brígida de Suecia hicieron pasar ese tema a Occidente a partir del siglo XIV. En efecto, la mística cuenta que el esplendor divino que emanaba del Niño Jesús anulaba totalmente la luz natural del candil que encendiera José.
   En las Horas de Étienne Chevalier, Jean Fouquet hace que el techo agujerea­do del establo sea atravesado por la luz de la estrella que alumbraba al Niño. A veces se introduce una variante: en la Natividad constelada de estrellas, pintada en 1424 por el Maestro Francke (Gal. de Arte de Hamburgo) es Dios Padre quien des­de lo alto del cielo proyecta un haz de rayos luminosos sobre el Niño Jesús desnudo. A partir de mediados del siglo XV triunfa otra concepción surgida de la primera con toda naturalidad: el foco de luz resulta introvertido: el Niño ya no es más iluminado desde afuera, sino desde adentro, su carne que se ha vuelto fosforescente irradia la luz que deslumbra el rostro extasiado de su madre.
   Fue en la escuela de los Países Bajos, en las obras del pintor eyckiano Petrus Cristus y del iluminador del Breviario del duque de Borgoña Felipe el Bueno; y posteriormente, en el artista primitivo holandés Geertgen tot Sint Jans (ant. col. von Kaufmann, Berlín), donde nació el tema que E. Mâle, erróneamente, atribuye a Correggio. El mérito de haber renovado el tema de la Natividad corresponde al «luminismo» nórdico procedente de los miniaturistas franceses, mucho más que a Correggio y a los pintores influenciados por Caravaggio. El valón J. Provost de Mons y el alsaciano Hans Baldung Grien lo tomaron a principios del siglo XVI. Pero fue la escuela holandesa del siglo XVII la que pudo captar la poesía y expresar el misterio del tema, gracias a la magia del claroscuro de Rembrandt.
Los ángeles adoradores
   Los ángeles aparecen tardíamente en la representación de la Natividad y siguen la huella del ángel Anunciador que alertara a los Pastores y a los Reyes Magos.
   El primer ángel que asiste a la Natividad es, en efecto, el ángel astroforo, cuya estrella guiara a los Reyes Magos hasta el pesebre de Belén. Después de haber mostrado el camino cumple el papel de introductor de los embajadores a quienes presenta al Niño Jesús.
   Poco a poco los ángeles se multiplican. En el siglo XV son ángeles niños que des­cendidos del cielo en enjambres se arrodillan y unen las manos ante el recién nacido, cuando no bailan una ronda aérea.
   Su alegría no sólo se manifiesta mediante gestos de adoración, sino también por un alegre concierto de voces e instrumentos que ofrecen al Niño Jesús. Inclinados sobre el techo de paja de la cabaña como una bandada de gorriones, cantan a toda voz Gloria in excelsis.
   En un bajorrelieve de la capilla Colleoni, en Bérgamo, se los ve tocar el laúd y hasta el órgano.
La mula y el buey arrodillados
   Los animales participan también en la Adoración del Niño luminoso. Igual que la Virgen y los ángeles, el buey y la mula (o el asno) caen de rodillas.
   A decir verdad, la presencia de los animales en el establo rupestre de la Natividad no se menciona en ninguna parte en los Evangelios canónicos.
   Esta tradición, probada a partir del siglo IV, está consignada por primera vez en el siglo VI, en el Evangelio apócrifo del Pseudo Mateo:
   «... salió María  de la gruta y se aposentó en un  establo. Allí reclinó al Niño  en un pesebre, y el buey y el asno le adoraron. Entonces se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El buey conoció a su amo, y el asno el pesebre de su señor (Cognovit bos possessorem suum et asinus praesepe  domini sui).»
   De esa manera, como lo admite sin malicia el Pseudo Mateo que no ha intentado ocultar su fuente, la leyenda del buey y de la mula (o asno) se funda en un texto de Isaías (1: 3) apartado de su sentido original.
   Además se lo justifica por un texto de Habacuc interpretado de manera disparatada. Habacuc había escrito: «¡oh Yavé!, tus obras./ Dales existencia en el transcurso de los años, / manifiéstala en medio de los tiempos.» Los traductores le hacen decir: «Tú te manifestarás entre dos animales».
   Para justificar la presencia de los animales en la gruta, se imaginó que José los había llevado a Belén porque el gobernador romano había prescrito el empadronamiento no sólo de los habitantes sino también de la ganaderías. Esperaba con­tar con el asno para que sirviera de montura a la Virgen, y vender el buey para pagar el impuesto.
   En la exégesis simbólica, el buey y el asno son las prefiguraciones de los dos Ladrones entre los cuales fue crucificado Jesús, y también las de los judíos y los gentiles.
   «El buey -dijo Gregorio de Niza- es el judío encadenado por la Ley; el asno, que es una bestia de carga, lleva el pesado fardo de la idolatría. Bos judaicus populus, asi­nus gentilis.»
   Sin preocuparse por sutilezas de esa clase, el arte tradujo literalmente el relato del Pseudo Mateo. La alegoría se convirtió en un episodio real.
   Al reconocer la divinidad del Niño, el buey y el asno flexionan las rodillas y lo calientan con sus respiraciones.
Agnovit bos et asinus Quod puer erar Dominus.
   Según una tradición popular acadia, a media noche los bueyes se arrodillaron en los establos. No se podía turbar su adoración sin arriesgarse a la muerte. 
 En los iconos rusos, el asno, animal desconocido en la antigua Rusia, está reemplazado por un caballo.
   Tales son los elementos que han enriquecido poco a poco el tema bizantino de la Natividad.
La Natividad reformada por el concilio de Trento
   Esta iconografía se ha elaborado en el transcurso de la Edad Media y no parece que el arte moderno le haya agregado nada esencial. La Contrarreforma procedió antes por eliminación que por creación original. Contra el realismo pictórico y familiar de finales de la Edad Media, reaccionó eliminando a las comadronas o parteras, el baño del Niño y también el buey y el asno a los cuales se reprochaba no sólo su condición de apócrifos, sino, sobre todo, su falta de nobleza.
   En cuanto a las innovaciones que se le atribuyen, el motivo del Niño luminoso, y el coro de ángeles músicos son en realidad, como lo hemos visto, herencia del arte del siglo XV (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
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