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domingo, 29 de octubre de 2023

La Ópera "Don Giovanni - El libertino castigado, o Don Juan", ambientada en Sevilla, de Lorenzo Da Ponte, y Wolfgang Amadeus Mozart

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la ópera "Don Giovanni - El libertino castigado, o Don Juan", ambientada en Sevilla, de Lorenzo Da Ponte, y Wolfgang Amadeus Mozart.
     Hoy, 29 de octubre, es el aniversario del estreno (29 de octubre de 1787) de la ópera "Don Giovanni - El libertino castigado, o Don Juan", en el Teatro de los Estados, de Praga (República Checa), así que hoy es el mejor día para ExplicArte la ópera "Don Giovanni - El libertino castigado, o Don Juan", ambientada en Sevilla, con libreto de Lorenzo Da Ponte, y música de Wolfgang Amadeus Mozart.
     Título original en italiano, Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni, es un drama jocoso en dos actos con música de Wolfgang Amadeus Mozart y libreto en italiano de Lorenzo da Ponte basado en la obra original El burlador de Sevilla y convidado de piedra de Tirso de Molina. Lleva como número KV 527.
     Se estrenó en el Teatro de Praga (actualmente llamado el Teatro Estatal) el 29 de octubre de 1787.​ El libreto de Da Ponte fue considerado por muchos en la época como dramma giocoso, un término que denota una mezcla de acción cómica y seria. Mozart introdujo la obra en su catálogo como una «ópera buffa». Aunque a veces clasificada como cómica, mezcla comedia, melodrama y elementos sobrenaturales.
     Como obra destacada del repertorio operístico estándar, aparece como el número siete en la lista Operabase de las óperas más representadas en todo el mundo, y la tercera de Mozart, después de La flauta mágica y Las bodas de Fígaro. La ópera, obviamente, es una reelaboración del tema literario del Don Juan. Además de todas las reelaboraciones literarias y reflexiones filosóficas del tema en general, la ópera ha suscitado algunas recepciones literarias específicas.
     Mozart compuso la ópera entre marzo y octubre de 1787, en Viena y en Praga, basada en el mito de Don Juan (el correspondiente italiano de Juan es Giovanni), y en particular en el inmediato antecedente de la ópera Don Giovanni Tenorio de Giuseppe Gazzaniga, estrenada en los recientes Carnavales de Venecia de principios de 1787. Surgió como un encargo a raíz del éxito que tuvo en esta última ciudad el estreno de su anterior ópera, Las bodas de Fígaro.
     Acabó la partitura el 28 de octubre del mismo año, después de que Da Ponte fuera llamado a Viena para trabajar en otra ópera. Hay relatos dispares sobre que acabase la obertura en el último minuto; algunos dicen que fue terminada el día antes del estreno, otros el mismo día. Más probablemente se terminó el día antes, dado el hecho de que Mozart escribió que terminó la ópera el 28 de octubre. La partitura exige dobles instrumentos de madera, trompas y trompetas, timbales, bajo continuo para los recitativos, y las usuales cuerdas.
     El compositor también especificó ocasionales efectos musicales especiales. Para la escena del baile al final del Acto I, Mozart exige no menos de tres grupos en escena para tocar diferentes danzas en sincronización, cada una de ellas con su metro respectivo, acompañando la danza de los principales personajes. En el Acto II, se ve a Giovanni tocando la mandolina, acompañando cuerdas pizzicato. Cuando la estatua del Comendador habla por vez primera más tarde en el acto, Mozart añade tres trombones al acompañamiento.
     La ópera fue estrenada en el Teatro Estatal de Praga el 29 de octubre de 1787, bajo su título completo de Il Dissoluto Punito, ossia il Don Giovanni Dramma giocoso in due atti. La obra fue recibida con gran éxito de crítica y público, como ocurrió a menudo con la obra de Mozart en Praga. El Prager Oberamtszeitung escribió: «Aficionados y músicos dicen que Praga nunca ha oído nada parecido,» y «la ópera… es extremadamente difícil de interpretar.»​ Provincialnachrichten de Viena señaló, «Herr Mozart dirigió en persona y fue recibido feliz y jubilosamente por la numerosa concurrencia.»
     Mozart también supervisó el estreno en Viena de la obra, que tuvo lugar el 7 de mayo de 1788. Para esta producción, escribió dos nuevas arias con sus correspondientes recitativos: el aria de Don Ottavio Dalla sua pace (K.540a, compuesta el 24 de abril para el tenor Francesco Morella), el de doña Elvira In quali eccessi … Mi tradì quell’alma ingrata (K. 540c, compuesta el 30 de abril para la soprano Caterina Cavalieri) y el dúo entre Leporello y Zerlina Per queste tue manine (K. 540b, compuesto el 28 de abril).
Originalmente los actores alternaban entre recitativo hablado y arias, pero en las producciones modernas se suele utilizar el recitativo secco compuesto por el mismo Mozart para sustituir el texto hablado.
     El conjunto final de la ópera normalmente se omitió hasta mediados del siglo XX, y no aparece en el libreto vienés de 1788. Mozart también hizo una versión acortada de la partitura operística. A pesar de todo, el conjunto final es casi invariablemente interpretado en pleno hoy.
     Otro enfoque moderno que se encuentra ocasionalmente es cortar el aria más célebre de Don Ottavio, Il mio tesoro, en favor de la menos exigente Dalla sua pace, que la reemplazó en el estreno vienés para adecuarse al tenor Francesco Morella. La mayor parte de las producciones modernas encuentra un lugar para ambas arias de tenor, sin embargo. Además, el dúo Per queste tue manine, compuesta específicamente para el estreno vienés, se corta frecuentemente en las producciones de la ópera del siglo XXI.
     En producciones modernas, Masetto y el Comendador son papeles interpretados por diferentes cantantes, aunque el mismo cantante interpretó ambos papeles tanto en el estreno de Praga como en el de Viena, y el coro de demonios de la escena final después de la salida del Comendador da al cantante el tiempo para cambio de vestuario antes de entrar como Masetto para el sexteto.
Dónde transcurre la acción
     En Sevilla, en el palacio del Commendatore y sus alrededores.
Los personajes
     Don Giovanni: joven noble
     Leporello: criado de Don Giovanni
     El Commendatore: comendador de Sevilla
     Donna Anna: hija del Commendatore
     Don Ottavio: prometido de Donna Anna
     Donna Elvira: dama de Burgos
     Zerlina: campesina
     Masetto: esposo de Zerlina
Acto primero
     Leporello espera a su señor Don Giovanni a la entrada del palacio del Commendatore de Sevilla. Está harto de las aventuras de su señor.
     Don Giovanni sale apresuradamente del palacio y, tras él, Donna Anna, la hija del Commendatore, que intenta descubrir quién ha intentado forzarla.
     Durante la persecución, aparece el Commendatore que, para defender el honor de su hija, desafía en duelo al asaltante. Mientras tanto, Donna Anna entra en la casa en busca de ayuda. Don Giovanni hiere de muerte al Commendatore y escapa.
     Vuelve Donna Anna, acompañada de Don Ottavio, su prometido, y encuentran al Commendatore sin vida. Desolada, la joven pide a Don Ottavio que vengue la muerte de su padre.
     Por la noche, Don Giovanni y Leporello están en un hostal. Al ver que llega una mujer, se esconden. Se trata de Donna Elvira, noble procedente de Burgos, que se lamenta del hombre que la ha abandonado.
     Don Giovanni quiere aprovecharse de la situación, pero al salir de su escondite, Donna Elvira le reconoce como al traidor de quien hablaba. Don Giovanni huye, mientras Leporello explica a Donna Elvira todas las conquistas amorosas de su amo. Perpleja por lo que acaba de oír, se va decepcionada.
     En las afueras de Sevilla, unos campesinos celebran la boda de Zerlina y Masetto. Don Giovanni y Leporello se unen a la fiesta. Don Giovanni se insinúa a Zerlina que se siente halagada y no le rechaza. Para librarse de Masetto y de los invitados, ordena a Leporello que invite a todo el mundo a una fiesta en su palacio. Masetto, dolido, ve como su Zerlina se queda a solas con el seductor.
     Aparece Donna Elvira que previene a la joven contra Don Giovanni y se la lleva, desbaratándole así los planes de éste. Llegan Don Ottavio y Donna Anna que, por la voz, cree reconocer al asesino de su padre.
     En el jardín del palacio de Don Giovanni, Masetto echa en cara a Zerlina su coqueteo con Don Giovanni. Ella se muestra arrepentida pero no consigue vencer la desconfianza de Masetto. Donna Elvira, Donna Anna y Don Ottavio, enmascarados, llegan a la fiesta dispuestos a poner en evidencia a Don Giovanni. Leporello sin reconocerles, les invita a entrar.
     Don Giovanni intenta de nuevo seducir a Zerlina pero los gritos de la joven alertan a los invitados, que se sacan las máscaras y le amenazan. Don Giovanni se marcha, impasible y desafiante.
Acto segundo
     Al anochecer, Leporello y Don Giovanni se encuentran delante de la casa de Donna Elvira. La intención de Don Giovanni es seducir a una de las criadas de Donna Elvira. Para ello pide a Leporello que intercambien la ropa.
     Al oír la voz de Donna Elvira, Don Giovanni insta a Leporello a que le suplante para seducirla y llevársela, dejándole así el camino libre para seducir a la criada. Donna Elvira cae en la trampa. Cuando ambos se han ido, Don Giovanni entona una serenata bajo la ventana de la criada.
     Llega entonces Masetto, acompañado de los campesinos, que busca Don Giovanni para matarlo. Lo encuentran, pero no le reconocen porque lleva las ropas de Leporello. Don Giovanni, disfrazado, aprovecha la ocasión para propinar una paliza a Masetto. Zerlina oye los gemidos de su esposo y se lo lleva a casa. Amorosa, le consuela, echándole en cara que sea tan celoso.
     Leporello y Donna Elvira que aún no le ha reconocido, llegan paseando ante la casa de Donna Anna. Leporello, cansado de esta situación quiere huir, pero en aquel momento aparecen los demás personajes que, al confundirle con Don Giovanni, intentan matarle.
     Leporello termina por revelar su verdadera identidad. Todos se indignan y Don Ottavio decide llevar a cabo la venganza que le reclaman. Donna Elvira se queda sola y, a pesar de todo, desea que no le ocurra nada a Don Giovanni.
     Más tarde, Don Giovanni se encuentra casualmente con Leporello en un cementerio. Intercambian de nuevo sus ropas y, mientras le explica al criado sus últimas fechorías, oyen la voz de ultratumba de la estatua del Commendatore. Don Giovanni, que se lo toma en broma, obliga Leporello a invitarla a cenar. La estatua acepta la invitación.
     En su habitación, Donna Anna se lamenta de la muerte de su padre y, desconsolada, se niega a aceptar la proposición de matrimonio de Don Ottavio.
     En el palacio de Don Giovanni, todo está a punto para la cena. Entra Donna Elvira que, en una última muestra de su amor, ruega a Don Giovanni que abandone su vida de libertinaje. Al ver que éste la ignora, se marcha.
     En aquel momento aparece el Commendatore, que pide a Don Giovanni que se arrepienta de su vida de libertino. Él se niega. Siente entonces un frío glacial que invade su cuerpo, y entre grandes tormentos la estatua se lo lleva al infierno.
     Llegan los demás personajes, dispuestos a vengarse de Don Giovanni. Leporello les explica el trágico final de su amo, que a todos les parece bien merecido porque, concluyen: “Este es el fin del que obra mal y, para los pérfidos, la muerte siempre es igual a la vida” (www.todalamusica.es).
     Drama jocoso en dos actos, de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), sobre libreto de Lorenzo Da Ponte (1749-1838). Estrenada en Praga, el 29 de octubre de 1787, en el Teatro Nacional.
Personajes
     Don Juan, joven caballero.
     Doña Ana, prometida de don Octavio.
     El Comendador, padre de doña Ana. 
     Don Octavio.
     Doña Elvira, dama de Burgos.
     Zerlina, aldeana, prometida de Masseto. 
     Masseto, aldeano.
     Leporello, criado de Don Juan. 
     (Aldeanos, criados, músicos).
La acción en Sevilla
Localización de las escenas
PRIMER ACTO
     Delante de la casa de doña Ana, hija del Comendador.
     Una calle.
     Jardín con dos puertas cerradas por fuera Salón de casa de Don Juan iluminado y dispuesto para un gran baile.
SEGUNDO ACTO
     Una calle con una posada
     Atrio o zaguán oscuro en casa de doña Ana
     Pequeño cementerio o panteón cercado con un muro bajo, con varias estatuas ecuestres, entre ellas la del Comendador
     Una habitación oscura en casa de doña Ana.
     Sala en casa de Don Juan con la mesa dispuesta para la cena.
Sinopsis argumental
     Don Juan, joven caballero extremadamen­te licencioso, se ha introducido en casa del Comendador a fin de seducir a su hija, doña Ana. Descubierto por el ofendido padre, lo mata en duelo, atrayendo sobre sí las iras vengativas de doña Ana y de su prometido don Octavio. Por otra parte, doña Elvira, dama burgalesa, ha llegado a la ciudad en busca de Don Juan, que la sedujo y abandonó. Por Leporello, criado de Don Juan, conoce sus aventuras con centenares de mujeres, de toda edad y condición social. Pero el joven libertino sigue su carrera erótica, intentando sedu­cir a una joven aldeana, Zerlina en el mismo día de su boda con Masetto, organi­zando una gran fiesta y baile en su propio palacio. Tras una serie de peripecias y enredos, Don Juan, huyendo de sus múlti­ples perseguidores llega al panteón del Comendador y lo invita a cenar a su casa. Efectivamente, el muerto cumplirá su cita con Don Juan y lo arrastrará a los infiernos en la escena final.
De la necesidad de Don Juan
     Ningún personaje parece haber generado en torno a sí tantas metamorfosis como Don Juan. Cada escritor, cada nación, cada época han dado su versión particular del personaje, como expresión de esa necesidad de Don Juan que desde el lejano y feliz momento de su nacimiento se resiste a morir, por más que se nos haya relatado mil veces su muerte. A Don Juan se le necesita para exaltarle o para escarnecerle, para sublimarle hasta regiones angelicales, o para degradarle hasta los más oscuros rincones de la miseria. Entre estos dos polos tan opuestos, ha transcurrido la existencia de Don Juan y no resultaría aventurado decir que el camino que le queda por recorrer es aún largo y ha de presentar estas curvas y oscilaciones, avances y retrocesos, alabanzas y denuestos que le han conformado como el mito más manipulable de la fantasía humana.
     Mientras Don Quijote, pongamos por caso, nació en estado de perfección, y no hay más Don Quijote que el creado por Cervantes -el de Avellaneda es radicalmente falso- , Don Juan se ha visto sometido a adoptar las formas de existencia más diversas y peregrinas, hasta contradecirse y ser apenas reconocible entre ellas.
     Don Juan nació de la mano de un fraile de la Merced, y a partir de ahí comienza a vivir sus azarosas y diferentes vidas: burlador de Sevilla, burlador de España, langosta de las mujeres ("Tirso"); convidado de piedra, libertino, enemigo declarado de la fide­lidad, y, sobre todo, hipócrita (Moliere); encarnación del castigo del disoluto (Goldoni); disoluto castigado (Mozart-Da Ponte); alma anhelante de alturas sobrehumanas (Hoffmann); humorista sarcástico (Byron); ángel caído (Durrias); creyente notorio y redimido por amor (Zorrilla); payaso de circo (Guerra Junqueiro); padre rival del novio de su hija y suicida (Paul von Heyse); perennemente desilusionado de las mujeres (Tolstoi); feo, católico y sentimental, con título nobiliario, Marqués de Bradomín (Valle); amante de la geometría (Frisch); o tan vulgar que "cuando nos separamos de él no podemos decir de qué manera iba vestido: si vestía con negligencia o con exceso de atuendo" (Azorín).
     Todas estas vidas y muchas otras ha vivido Don Juan, y, según comprobamos, las de nuestro siglo XX son, de todas ellas, las menos gloriosas y deseables. Pero si bien en nuestra época las versiones creativas de Don Juan van casi todas encaminadas a execrar al personaje, también es cierto que resulta por otra parte enorme­mente respetuosa. Entre estos, por limitarme a los españoles, Maeztu, Ortega y Marañón.
     Quizá la razón de tanta diversidad radique en que Don Juan es el personaje que se encuentra más próximo a nosotros por simpatía o su contrario. Como certeramente señaló Ortega, en su Estudios sobre el amor, todo hombre se considera un Don Juan o ha renunciado a serlo: "Y es que, con pocas excepciones, los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron. Estos últimos son los que propenden, con benemérita intención, a atacar a Don Juan y tal vez a decretar su cesantía"...
     Si aceptamos esta división como válida, nos explicaría que puedan existir tantas versiones de Don Juan como individuos hay.
     Cuando Mozart y Da Ponte eligieron el tema de Don Juan para un nuevo trabajo en colaboración, después del éxito obtenido con Las Bodas de Fígaro, el mito de Don Juan no había alcanzado todavía la complejidad que alcanzaría poco después con la ópera y el posterior vendaval romántico. Era un tema que gozaba de gran aceptación, sobre todo en los ambientes más populares, pero que, sin embargo, estaba no muy bien visto en las esferas cultivadas, como se desprende de este comentario de Goldoni en sus memorias: "Todo el mundo conoce esta mala pieza española, que los italianos llaman Il Convitato di pietra, y los franceses Le Festin de Pierre. Yo siempre la he visto en Italia, con horror, y no podía  concebir cómo esta farsa había podido sostenerse durante tanto tiempo, atraer a la gente y masa y hacer las delicias de un país civilizado. Los comediantes italianos se habían sorprendido ellos mismos; ya sea por broma, ya sea por ignorancia, algunos dijeron que el autor del Festin de Pierre había contraído una promesa con el diablo para sostenerla. Yo no hubiese soñado nunca en trabajar sobre esta obra; pero habiendo aprendido bastante francés para leerla, y viendo que Moliere y Thomas Corneille se habían ocupado, quise dotar a mi patria de este mismo tema, con el fin  de tener palabra audible con un poco más de decencia. Es verdad que no podía ponerle el mismo título: pues, en mi pieza, la estatua del comendador ni habla, ni camina, ni va a cenar a la ciudad; yo lo he titulado Don Juan, como Moliere, añadiéndole o El disoluto. Yo creí no tener que suprimir el rayo que mata a Don Juan, porque el hombre peligroso debe ser castigado; pero he conducido este acontecimiento de manera que podía ser un efecto inmediato de la cólera de Dios, y que podía provenir también de una combinación de causas secundarias, dirigidas siempre por las leyes de la Providencia. Como en esta Comedia, que es en cinco actos y verso blanco, no había empleado el Arlequín, ni otras máscaras italianas, yo sustituí lo cómico por un pastor y una pastora".
     Goldoni escribió su tragicomedia Don Giovanni Tenorio, ossia 11 dissoluto, o La punizione del dissoluto, representada en el San Samuele como clausura del Carnaval de 1736, con la intención de "redimir" un tema que chocaba con el buen gusto del siglo de las luces. El drama de "Tirso", para la sensibilidad dieciochesca, resultaba brusco y desorganizado. En general todo aquel teatro de nuestro siglo áureo había sido condenado por las preceptivas neoclásicas. Obras posteriores sobre Don Juan, escritas en Italia y Francia, habían ido suprimiendo el carácter moral y religioso, acentuando por el contrario los episodios y escenas burlescas. El criado, astuto e impertinente, bufón y resentido, había pasado a convertirse en un personaje clave de la comedia. La utilización por otra parte de elementos sobrenaturales, más efectivos y teatrales que teológicos, acentuaba el lado popular del tema en cuestión. Con Goldoni se rescataba a Don Juan del vulgo ignorante -según el comentario del jesuita Eximeno- y se le introducía en los ambientes cultos de los ilustrados. Pocas décadas después, Gluck se serviría de nuestro personaje y escribiría la música para el ballet dramático Don Juan o El Convidado de Piedra, estrenado en el Burgertheater de Viena el 17 de octubre de 1761. En los tres actos de los que consta el ballet se elimina el elemento cómico. Todo es un prodigio de estilización.
     Mozart, que tanto admiraba a Gluck, conoció sin duda  la partitura, sintiéndose fuertemente atraído por ella hasta el punto de utilizar en el final del Acto III de Las Bodas de Fígaro el fandango en la menor, que es el fragmento número 19 del ballet. La influencia del Don Juan de Gluck sobre Mozart, en opinión de uno de sus biógrafos, Alfred Einstein, fue más musical que dramática.
     No fue esta, sin embargo, la primera vez que el tema de Don Juan había sido musicado. Un siglo antes Thomas Shadwell había escrito su drama The Libertine, introduciendo el personaje en Inglaterra en 1676, siendo Purcell quien compusiera la música extremadamente dramática para la escena. A pesar de todo, parece muy poco probable que Da Ponte conociese la obra inglesa y ninguna huella se encuentra en la ópera de Mozart. El precedente más inmediato del Don Giovanni mozartiano es, sin duda alguna, la ópera de Giuseppe Gazzaniga (1743-1819) Don Giovanni Tenorio ossia Il Convitato di Pietra, con libreto de Giovanni Bertati, estrenada en Venecia el 5 de febrero de 1787. La ópera tuvo tal éxito que en muy poco tiempo se representó en otro teatro veneciano otra ópera rival, con música de Francesco Gardi y libretista desconocido. La ópera de Gazzaniga se popularizó enormemente en Italia y obtuvo también éxitos en París y Lisboa. No se representó, sin embargo, nunca en Viena ni en ningún teatro alemán, pero el libreto y la música debieron llegar a la capital austriaca en 1787, y no existen dudas de que tanto la letra como la música fueron estudiadas cuidadosamente por Da Ponte y Mozart.
     La trama de la ópera de Gazzaniga-Bertati deriva en parte de "Tirso", en parte de Moliere, pero se aleja de los dos en otros muchos puntos. La acción, por ejemplo, ya no tiene lugar en Sevilla, sino en Villena, una ciudad de Aragón. España aún no se identifica con Andalucía como ocurrirá pocos años después con los románticos.
     Con Goldoni Don Juan tampoco era sevillano, sino napolitano, como era la mayor parte de los personajes malvados de sus comedias, y la acción tenía lugar en Castilla. El dato es curioso, pero no extraño, pues Don Juan, lleva congénito todo tipo de transformaciones.
     El libreto de Bertati constaba de un acto, y el argumento era básicamente el que seguiría Da Ponte. No puede hablarse de plagio, porque el libreto de Da Ponte es mucho más rico, complejo y elegante. El único acto de Bertati-Gazzaniga se desdobla en Da Ponte-Mozart. Bertati, al escribir un sólo acto, acumuló todos los personajes que pudo: cuatro víctimas femeninas de Don Juan y dos criados. Da Ponte, con menos cantantes, tenía que hacer durar la ópera una sesión de noche completa; limitó las mujeres a tres, pero consiguió así más espacio para desarrollar su personaje.
     Mozart-Da Ponte habían obtenido un extraordinario éxito en Praga con Las Bodas de Fígaro, y este fue el motivo de que el empresario Bondini le encargase al compositor otra ópera. Mozart a su llegada a Viena le pidió un libreto a Da Ponte, quien le sugirió la leyenda de Don Juan. Cuál fue la razón de esta propuesta es difícil de saber. Hay quienes opinan que la causa no es otra que la posibilidad de disponer con rapidez de un material. Da Ponte tenía que escribir por esas fechas otros dos libretos: L'arbore di Diana para Martín Soler y Assur Re d'Ormuz para Salieri. El libreto de Bertati le serviría como punto de partida para redactar su Don Giovanni en breve tiempo, pero sabemos por otra parte que a Mozart le entusiasmó la idea ("soggetto che infinatamente gli piacque"), cuando tantos otros libretos había rechazado de tantos escritores a lo largo de su vida. Mozart se identificó tanto con el tema de Don Juan que llegó a decir, según se cuenta, que esta ópera la había escrito un poco para Praga, nada para Viena, y sobre todo para sí mismo.
     Parece que existen razones para pensar que por encima de la comodidad de disponer de un libreto precedente y de prever el éxito, tanto a Mozart como a Da Ponte les interesaba el tema Don Juan porque ambos eran en cierta manera personajes donjuanescos. Así cuenta el abate en sus Memorias las circunstancias que rodearon la redacción del libreto:
     "Me fui hacia la mesa y allí permanecí doce horas seguidas. Una botellita de "tockai" a la derecha, el tintero en el centro, y una caja de tabaco de Sevilla a la izquierda. Una hermosa jovencita de dieciséis años (que yo hubiera querido no amarla más que como hija, pero...) estaba en mi casa con su madre, que estaba al cuidado de la familia, y venía a mi cuarto al tocar la campanilla, que a decir verdad yo tocaba con bastante frecuencia, y principalmente cuando me parecía que el estro comenzaba a enfriarse; ella me llevaba o bien un bizcochillo o bien una taza de café, o bien nada más que su hermoso rostro, siempre alegre, siempre sonriente y hecho apunto para inspirar al estro poético y las ideas espiritosas. Yo conseguía estudiar doce horas cada día, con breves intervalos, por dos meses consecutivos, y durante todo este espacio de tiempo ella permaneció en la habitación contigua, ahora con un libro en la mano, y ahora con la aguja o con el bordado, para estar preparada a venir hacia mí al primer toque de campanilla. Se sentaba alguna vez junto a mí sin moverse, sin abrir la boca y sin parpadear, me miraba fijamente, sonreía dulcísimamente, suspiraba y alguna vez parecía querer llorar; a la corta, esta chiquilla fue mi Calíope para aquellas tres óperas, y lo fue después para todos los versos que escribí durante el curso entero de otros seis años. Al principio yo le permitía muy a menudo tales visitas; tuve al fin que hacerlas menos frecuentes, para no perder demasiado tiempo en ternuras amorosas, en las que era perfecta maestra. La primera jornada, mientras tanto, entre el "tockai", el tabaco de Sevilla, el café, la campanilla y la joven musa, tuve escritas las dos primeras escenas del Don Giovanni, otras dos del Arbore di Diana y más de la mitad del primer acto de Tassur, título cambiado por mi en Assur. Llevé por la mañana estas escenas a los tres compositores, que apenas querían creer que fuese posible aquello que leían con sus propios ojos, y en sesenta y tres días las dos primeras óperas estaban del todo terminadas, y casi dos tercios de la última". 
     Con todas las reservas que se les quiera hacer a estas Memorias, escritas ya en la vejez y para un público neoyorkino, el texto citado es un documento muy revelador de la personalidad del abate y un precioso testimonio de las circunstancias en que fue gestado el libreto de la gran ópera de la seducción. El mismo Da Ponte se nos presenta como un seductor, o un seducido -la frontera no es fácil de determinar-, extraordinariamente sensible a los encantos femeninos. El texto de Don Giovanni nace en el mejor ambiente que pueda imaginarse, entre el humo del tabaco de Sevilla (emparentándose así con otro de los mitos operísticos: Carmen), entre el alcohol, el café y los juegos amorosos con un adolescente, las preferidas entre todas del Don Juan dapontiano.
     Por desgracia no tenemos ningún documento que nos relate fidedignamente la manera en que Mozart escribió su música. Sabemos que en septiembre de 1787 se fue para Praga donde se alojó en una casa vecina al teatro, aunque alguien sostiene que la mayor parte del tiempo la pasó en Villa Bertramka, a orillas del Moldava. Por una carta de Mozart a Gottfried, queda patente que la partitura estaba terminada hacía algún tiempo antes del estreno, pero no así la obertura que ha originado las más pintorescas leyendas. Parece ser cierto que la obertura la escribió la noche antes del estreno y que la orquesta se vio obligada a seguirla a primera vista. No tienen fundamento las exageraciones vertidas sobre el caso, debidas principalmente a la pluma de Friedrich Rochlitz, periodista romántico y autor de una traducción alemana del Don Giovanni, como tampoco es cierto que Mozart compusiera tres oberturas distintas, una en mi bemol mayor, otra en do menor, y otra en re mayor, siendo esta última la aceptada definitivamente, pues todas las óperas de Mozart empiezan y terminan en la misma tonalidad y sería inconcebible que el compositor pudiese escoger para su Don Giovanni una tonalidad distinta a la de re.
     La ópera se estrenó en el Teatro Nazionale Conte Nostitz de Praga, el 29 de octubre de 1787, dirigida por el propio compositor, que fue recibido con una triple aclamación al ingresar en la orquesta. El éxito fue clamoroso. Nunca se había ejecutado nada semejante y la aprobación de un público insólitamente numeroso había sido unánime. Al estreno no pudo asistir Da Ponte, que tuvo que regresar de Praga llamado a toda prisa por Salieri para la puesta en escena de Assur en Viena, pero entre el público se encontraba Giacomo Casanova que incluso, como recientemente se ha demostrado, modificó a petición de Mozart algunos versos del libreto ante la ausencia de Da Ponte.
     El estreno en Viena se vio retrasado por las intrigas de Salieri que en enero de 1788 acababa de dar a la escena su Assur Re d'Ormuz, pero gracias al propio deseo del emperador, José II, que sin poseer una inteligencia excepcional para la música, era, sin embargo, un ferviente admirador de Mozart, la ópera se representó en mayo de ese mismo año, con ciertas variantes, algunas de ellas de capital importancia, surgidas a partir de las dificultades con los intérpretes. Mozart se vio obligado a añadir algunos nuevos números a la ópera: la delicadísima aria de don Octavio Dalla sua pace, un hermoso recitativo y aria de doña Elvira, y un duetto para Zerlina y Leporello; pero desde nuestro punto de vista el cambio más importante fue la supresión del sexteto que sirve de epílogo a la muerte de Don Juan. Se ha argumentado que Mozart lo suprimió para acortar la obra que resultaba demasiado larga tras los obligados añadidos, pero no podemos pensar que se trate simplemente de reducir el tiempo, sino de algo mucho más profundo. Con esta supresión se acentúa el lado serio de la ópera, que termina con el trágico e inexorable fin del héroe precipitado en las llamas del infierno, relegando al olvido que doña Elvira entre en un convento, doña Ana aplace un año más la boda, Zerlina y Masetto se vayan a cenar a casa, y Leporello salga en busca de otro amo. La muerte del héroe es el suceso más estremecedor de la ópera, que no necesita un anti-climax, aunque por otra parte éste sea un prodigio de comicidad musical.
     Con esta nueva versión Mozart inaugura la lectura romántica de su obra, que ha sido la que más ha perdurado hasta que en época reciente se ha recuperado como definitivo el sexteto del epílogo, más por lo que tiene de historicismo que de moralizante. Si Il dissoluto punito es ópera cómica o seria es cuestión que por más tinta que se vierta sobre ella es difícil de resolver, siendo por otra parte un aspecto que no nos parece el más decisivo. Es absurdo encorsetar a Mozart en una distinción que tiene más de convencional que de real. Como hombre de teatro, Mozart supo jugar como muy pocos con los sentimientos y emociones de un público que encontraría en él lo que buscase. Don Giovanni, como otras óperas del compositor, contiene momentos trágicos y cómicos, frivolidad y hondura, ironía y ternura, y todos los contrarios que queramos mencionar, pues como genio dramático, el compositor tuvo el don de seducir a su público y llevarlo a su antojo, nunca torpe o gratuito.
     Que Mozart quiso tratar el personaje de Don Juan como un tema serio es cierto, según el testimonio de Da Ponte; que se encontraba en unas condiciones psíquicas favorables a la expresión emotiva (la muerte del padre ese mismo año de 1787), también; pero estas razones no podían contribuir por sí solas a una visión unilateral de su universo creativo, abierto siempre a lo múltiple, a lo equívoco, a la mágica conjunción del llanto con la risa.
     La supresión del sexteto final para la versión vienesa es, sin duda, un dato importante, porque revela la intención de Mozart de que se reparase en el lado serio, trágico, demoníaco, de su Don Giovanni, que en ciertos ambientes dieciochescos podría haberse tomado con excesiva ligereza. Con todo, Mozart no quiso convertir su Don Giovanni en una ópera seria y nada más que seria. Modificó, enriqueció, matizó, pero sustancialmente el Don Giovanni de Viena es el mismo que el de Praga. Distinto, sin embargo, fue el público. Si en Praga fue un éxito que superó el precedente de Las Bodas, en Viena constituyó un fracaso. Tras quince representaciones, entre mayo y diciembre, la ópera se cayó de los carteles y aparte de una única representación en alemán, organizada  probablemente por Schikaneder en 1792, no se oyó más en la capital austriaca por espacio de diez años. No era música para vieneses, que seguían prefiriendo la ópera italiana de Paisiello o Cimarosa. Contrasta el tono de las palabras intercambiadas entre Guardasoni y Da Ponte en los respectivos estrenos: "Viva Da Ponte; Viva Mozart. Todos los empresarios, todos los virtuosos deben bendecirles. Hasta que ellos vivan, no se sabrá más lo que será la miseria teatral".
     Con este entusiasmo relataba el primero en una carta a Da Ponte el éxito de Praga. Y así recuerda Da Ponte el estreno vienés: "... y el Don Giovanni no gustó. Y ¡¿qué dijo el emperador?!. ''La ópera es divina; es quizás, quizás más bella que el Fígaro, pero no es alimento para los dientes de mis vieneses". Le conté la cosa a Mozart, el cual respondió sin turbarse: "Démosle tiempo para masticarlo...". Tuvieron que pasar muchos años para que los vieneses digeriesen el Don Giovanni, que tuvo que ser traducido al alemán.
     La ópera tuvo problemas con la censura. En algunas ciudades como Munich fue incluso prohibida, y el mismo Beethoven, que tan apasionadamente admiraba al compositor, afirmaba que nunca hubiera podido escribir óperas sobre temas tan inmorales como aquellos de Las Bodas o el Don Juan, Fidelio, o la exaltación del amor conyugal, es la réplica de éstas. El Romanticismo descubrió el Don Giovanni, y el relato fantástico de E.T.A. Hoffmann Don Juan, Fabulosa aventura de un viajero entusiasta contribuyó no poco a su popularidad hasta nuestros días.
     Lo que sorprende en esta ópera es la perfecta adecuación entre palabra y música. El encuentro entre Mozart y Da Ponte fue un feliz acontecimiento. Mozart, que poseía un instinto teatral de primer orden, admiraba a Da Ponte, y este reconocía en el músico salzburgués al compositor más grande del presente, del pasado y del futuro. La colaboración entre ellos no podría menos de legar a la posteridad obras maestras.
     Hombre de una cultura literaria poco común, poseía Da Ponte armas para convertirse en uno de los personajes más atractivos de la cultura del setecientos: la ironía, la necesidad de aventuras y la generosidad. Todas estas cualidades están presentes en la redacción del Don Giovanni. Da Ponte no escatima en la creación de sus personajes. Si hay una mujer profundamente negativa, otra extremadamente enamorada y un radical de sí mismo, esos son doña Ana, doña Elvira y Don Juan, que juegan hasta el fin sus respectivos papeles. Da Ponte, como buen neoclásico, eliminó todo lo superfluo de su obra. El drama, bien lo sabía, estaba dentro de los caracteres, y no fuera. Su Don juan ya no se llama Tenorio, porque el apellido no es necesario para configurarle, como tampoco cree necesario especificar la ciudad española en la que se desenvuelven los acontecimientos. El Don Juan dapontiano no es ningún sevillano de barrio, sino un carácter universal que halla en él uno de sus mayores propagado­res; es el dissoluto punito, el ''libertino castigado" que encontrará su castigo a manos de la justicia divina, que es la única que puede llevarla a cabo, porque de la otra escapará hasta hacer burla de ella.
     En el libreto los personajes se reducen a ocho, aparte de los coros, músicos, y criados, cuyas intervenciones estarán muy controladas. El reducido número de los personajes permitirá una mayor profundización. Lo que definirá a Don Juan es su extremada licencia, que ha de encontrar, según los cauces de la justicia poética, su castigo ejemplar. Doña Ana aparece como la prometida de don Octavio, sin especificarse más, y doña Elvira, como una dama de Burgos, abandonada por el burlador.
     Para representar el drama que han de vivir los personajes, Mozart utilizó una orquesta en la que cabría destacar la inclusión de dos instrumentos que por carácter y tradición son absolutamente opuestos: la mandolina y el trombón. El primero, representativo de la gracia y ligereza, en la famosa escena de la serenata; el segundo, de uso casi exclusivamente en oficios religiosos, en los momentos más patéticos y solemnes de la obra, por ejemplo, en la obertura, en las escenas del cementerio, y en el final. Mandolina y trombones son los polos opuestos de esa amplísima gama de sentimientos que ofrecerá esta incomparable ópera.
     La obertura es un prodigio de condensación, de síntesis, y de sugerencias. El espíritu de Don Juan está presente en todos y cada uno de los compases invadiendo con su presencia, presentida, todas las páginas de la orquesta. Allí están condensadas la exaltación y la rebeldía del héroe, su irresistible seducción, su demoníaco deseo de vivir, su trágico fin y su elegía. Sólo la música, como bien ha desarrollado Kierkegard en su Don Giovanni, la música de Mozart y el eros, podría conseguir este milagro. El tono de la obertura es profundamente serio. Nada nos parece anunciar que tras el diminuendo final vayamos a escuchar una de las arias más bufas de toda la ópera, el monólogo inicial de Leporello donde se queja de su vida servil, mientras su señor está gozando en esos momentos de los encantos de una bella. La introducción de Leporello es un descenso a la realidad tras las altísimas incursiones de la obertura.
     Pero pronto, casi sin que Leporello pueda terminar sus largas quejas, la obra abandona el tono jocoso para recuperar tintes dramáticos. Doña Ana se ha dado cuenta del engaño y no permite la huida de Don Juan. Este la insulta y la amenaza, pero sus palabras sólo consiguen que doña Ana se crezca aún más. Algo ha intuido Don Juan ante la reacción de esa mujer:
"Questa furia disperata
mi vuol far precipitar" (ACT. I)
     dice para sí mismo; y como si lo hubiese oído, su rival responde:
"Come furia disperata
ti sapró perseguitar" (ACT. I).
     A partir de este momento la existencia de Don Juan empezará a verse acosada por el odio de esa mujer que buscará para su venganza la complicidad con las restantes víctimas. Tras esto sobreviene el duelo con el Comendador, padre de la víctima y la muerte a manos de Don Juan. El drama comienza con un intento de violación y un crimen que han de obtener su castigo posterior.
      Don Juan, una vez más huye ayudado por las circunstancias: las sombras de la noche. El dolor y la rabia invaden la voz de doña Ana que cae desmayada ante la contemplación del cadáver de su padre. Cuando vuelve en sí, tiene lugar una de las escenas que nos parecen claves: don Octavio aprovechándose de la ocasión se ofrece a su amada como padre y esposo, pretendiendo obtener el favor aún no obtenido. Naturalmente esta torpeza, no por torpe menos maliciosa, se verá coronada por una rotunda negativa, que ha de ser ya irreversible. Don Octavio no será ya más que un instrumento al servicio de la venganza de doña Ana.
     Al amanecer Don Juan se ha olvidado de doña Ana y del Comendador, ya que olvidar es lo que le permite actuar. Alguien se queja de amor y Don Juan se presta a consolarla. La dama es doña Elvira, a quien Don Juan, a fuerza de arte, de juramentos y añagazas, había seducido y posteriormente abandonado. A Don Juan no le interesa la continuidad y se marcha. Tiene entonces lugar el aria del catálogo. Con despiadado humor Leporello le cuanta a la atónita doña Elvira que las conquistas de su amo ascienden a más de dos mil. Sólo en España son ya mil tres. A partir de este momento, doña Elvira se debatirá entre sentimientos contrapuestos: por una parte la venganza, pero, por otra y hasta el fin, la redención de Don Juan.
     La acción se complica con la entrada en escena de los campesinos. Don Juan se prepara para una nueva conquista: Zerlina, a pesar de celebrar su boda con Masetto, se fascina ante las insinuaciones del caballero. El novio se irrita, pero no le queda más que expresar contenidamente su rabia con hirientes ironías hacia el estamento de la nobleza. La seducción alcanza en esta escena con la campesina uno de los momentos culminantes de la ópera: el famoso duettino: La ci darem la mano / Vorrei e non  vorrei.
     Pero los felices planes de Don Juan, cuando ya tenía prácticamente conseguida la entrega de Zerlina, se verán interrumpidos por la presencia de doña Elvira, seguida de las de don Octavio y doña Ana. Don Juan comprende que las cosas empiezan a torcérsele y que ya nada le saldrá bien: Mi par ch'oggi il demonio si diverta d'opporsi á miei piacevoli progressi; vanno mal tutti quanti!.
     Doña Ana reconoce de pronto en Don Juan a su burlador y al verdugo de su padre. Esta le cuenta a don Octavio el engaño de Don Juan, ¿engaño nada más?, ¿es explicable el odio de doña Ana si todo hubiese quedado en un intento?. Por supuesto don Octavio cree en su inocencia y canta la que para algunos es la más delicada aria: Dalla sua pace la mia dipende, uno de los añadidos vieneses.
     Ante el fracaso de su aventura con Zerlina, Don Juan organiza para las aldeanas una gran fiesta en su palacio con la intención de aumentar su lista. La explosión de su deseo queda reflejada en el aria Fin ch'han dal vino, conocida popularmente como el aria del champán. Mientras tanto, Zerlina intenta hacer las paces con Masetto que se resiste a su frustrada infiel. Las palabras de Zerlina: Batti, batti, o bel Masetto, son otro prodigio de seducción que hará sucumbir al simple campesino. El donjuanismo parece extenderse por toda la obra sin reparar en sexo o condición social.
     La fiesta está en todo su apogeo. Todos bailan y se divierten, pero mientras, las tres víctimas de Don Juan se organizan para llevar a cabo la venganza. Su llegada está envuelta en un hálito de misterio. Disfrazadas con máscaras, parecen enviados del más allá para ejecutar justicia. Don Juan las invita y entona el himno a la libertad que todos corean. Es el último canto del héroe a la libertad, que en cuestión de momentos se verá atrapado en el fragor de la venganza. El nuevo intento de gozar de Zerlina y el grito de rechazo de esta serán la causa del desencadenamiento del primer gran final. Las máscaras se quitan el disfraz, pero a quien verdaderamente se desenmas­cara es a Don Juan que aparece ante todos como un libertino. Don Octavio empuña una pistola y le dice que no espere clemencia. Todos, excepto Don Juan -que se encuentra horriblemente confundido- y Leporello, esperan que en ese momento caiga el rayo que le haga expiar sus crímenes. Aquí podría terminar la obra, si no fuese que el castigo que acabará con Don Juan no puede provenir de la justicia humana, sino de la divina. El telón de este primer acto cae entre los dramáticos acordes de un rapidísimo finale, sin que al espectador se le explique si Don Juan ha sido hecho prisionero o ha conseguido huir. La respuesta no la tendremos hasta el segundo acto.
     Don Juan convence a Leporello para que siga a su servicio y se dispone a una nueva conquista. La presencia de doña Elvira se interfiere de nuevo como una sombra, aunque Don Juan consigue burlarla infligiéndole la humillación que hará a través de Leporello. No obtiene, sin embargo, el burlador los favores de la nueva dama, a pesar de emplear toda su capacidad de seducción en la famosa serenata.
     Siguen a estos acontecimientos unas típicas escenas de enredo, basadas en el equívoco del cambio de vestido entre amo y criado. Como por sorpresa éstos se encuentran entre los muros de un cementerio. Don Juan no repara en lo que de sagrado tiene el lugar, y le cuenta a Leporello su última aventura. La carcajada que lanza, pensando que ésta pudiera ser la mujer de su criado, se verá interrumpida por una misteriosa voz de ultratumba. Los trombones transforman súbitamente la escena en algo patético. Don Juan empuña la espada enfrentándose a un universo de sombras hasta que descubre la estatua del Comendador a quien invita a cenar en actitud irrespetuosa y desafiante. La fusión entre el libertino y el blasfemo, aspecto básico del mito, alcanza entonces en la obra su más apropiada realización.
     La escena final tendrá lugar en casa de Don Juan, donde éste ha preparado una suntuosa cena. Los músicos tocan fragmentos de óperas conocidas del público de la época, entre ellas del propio Fígaro. Son guiños inteligentes del libretista y del compositor que conocen bien el mundo de las tablas. Hay que dar alegría y frivolidad, brillantez a la escena, para resaltar el patetismo de lo que ha de suceder inmediatamente. Antes, sin embargo, entra como previendo el trágico fin, doña Elvira, en un último intento de redimir a Don Juan, que en vez de renunciar a su licenciosa vida proclamará el placer, el vino y las mujeres, como única norma de conducta. El castigo ya no se puede hacer esperar, La estatua del Comendador hace su aparición e incita a arrepentirse a Don Juan que, en un acto de fidelidad a sí mismo, lanzará un rotundo ¡no!, que, si bien le precipita en el infierno, también le elevará a la categoría de héroe del individualismo y de la suprema rebeldía,
     A lo largo de las tres horas que dura la ópera, el personaje alcanza mucho más su plenitud como rebelde blasfemo que como libertino. Si ninguna de sus conquistas amorosas se ve en el escenario coronada por el éxito, su rebeldía no puede ponerse en duda. Ningún Don Juan se ha sentido más seguro de sí mismo cuando las llamas del infierno le invadían las entrañas; ninguno, por tanto, ha expresado con más hondura la necesidad de ser sólo y nada más que Don Juan (Sevilla Equipo 28, La Ópera y Sevilla. Sevilla, 1991).
     "Nuestro poeta aquí es ahora un tal abate Da Ponte. Tiene mucho trabajo con las revisiones de obras para el teatro y tiene que escribir por obligación un libreto enteramente nuevo para Salieri, lo que le llevará unos dos meses. Me ha prometido que después de eso escribirá un nuevo libreto para mí. Pero quién sabe si podrá o querrá mantener su palabra. Porque, como usted bien sabe, estos caballeros italianos son siempre muy educados cuando están delante de uno. Bueno, ya los conocemos suficientemente. Si está aliado con Salieri nunca conseguiré nada de él. Pero aún así estoy deseando mostrar lo que puedo hacer en la ópera italiana". Así le escribía desde Viena Mozart a su padre el 7 de mayo de 1783, describiendo la primera impresión del compositor respecto al escritor con el que habría al fin de formar una de las parejas artísticas más trascendentales de la Historia de la Ópera. Mozart escribe sobre los mismos acontecimientos, sin conocer lo que el futuro deparará para la colaboración con el poeta italiano. Veamos a continuación lo que Da Ponte escribe en sus Memorias, cuarenta años después de los hechos, respecto a su primer encuentro con Mozart: "A no tardar mucho, varios compositores recurrieron a mí para sus libretos. Pero no había en Viena sino dos que mereciesen mi estima. Martini, el compositor entonces favorito de José, y Volfango Mozart, a quien por esa época tuve ocasión de conocer en casa del barón de Wetzlar, su gran admirador y amigo, y que, aunque dotado de talentos superiores acaso a los de ningún otro compositor del mundo pasado, presente o futuro, no había podido nunca, a causa de las intrigas de sus enemigos, ejercer su divino genio en Viena y permanecía ignorado y oscuro, a guisa de preciosa gema que, enterrada en las entrañas de la tierra, esconde el brillante precie su esplendor. Nunca puedo recordar sin regocijo y complacencia que sólo a mi perseverancia y firmeza deben en gran parte de Europa y del mundo entero las exquisitas composiciones vocales de este ad­mirable genio". El viejo Da Ponte escribe  sus recuer­dos cuando ya la figura de Mozart ha sido situada en los altares del genio, cuando el Romanticismo ha fijado la imagen del compositor incomprendido, rebelde al papel de servidumbre del músico, fracasado y muerto en trágicas circunstancias. A la sombra de ese Mozart divinizado quiere cobijarse Da Ponte cuando su propia gloria ya hacía mucho que había pasado al olvido, cuando allá en su retiro neoyorquino puede tener una última satisfacción al ver representado su Don Giovanni por la compañía del sevillano Manuel García y cuando éste le dice que considera dicha ópera como la mejor de todas las óperas jamás escritas. Si hay encuentros que realmente hicieron cambiar el curso de los tiempos, uno de ellos fue sin duda el de Wolfgang Amadeus Mozart y Emmanuele Conegliano, más conocido para la posteridad como Lorenzo Da Ponte. Y de ese encuentro nacerían dos de las óperas más indisolublemente atadas con el nombre de Sevilla.
     Es de nuevo Lorenzo Da Ponte quien nos relata la génesis de su segunda y genial colaboración con Mozart. Tras el éxito tanto de Le nozze di Figaro como de Una cosa rara (con música del valenciano Martín y Soler), el propio emperador José II incitó al libretista a aprovechar la buena racha y a continuar con nuevos libretos para Mozart y Martín. "Hay que seguir golpeando el hierro mientras esté caliente", fueron las palabras imperiales. Lo que en principio era un magnífico augurio para el libretista se convirtió pronto en una situación comprometida, porque Salieri, compositor predilecto del emperador, no quiso ser menos y logró que José II también le encargase a Da Ponte un libreto para él. Y todo en el plazo de dos meses. Sin lugar a dudas, el pasaje más fascinante de todas las memorias de Da Ponte es aquél en el que narra cómo pudo hacer frente a los tres encargos a la vez. Las mañanas las dedicó a Martín (L'arbore di Diana, considerada por Da Ponte su mejor texto), las tardes a Salieri (Axur) y las noches a Mozart, para el que había escogido el argumento de Don Juan. Con una buena provisión de vino de Tokay, de tabaco de Sevilla y los servicios siempre solícitos de una joven sirvienta, los tres libretos pudieron estar a punto para las fechas fijadas, dándose la circunstancia de que las tres óperas fueron rotundos éxitos.
     La elección del tema donjuanesco por Da Ponte no debió ser casualidad y en ello debieron influir varios factores. Como se ha podido leer en el capítulo prece­dente, el personaje de Don Juan estaba de moda en los escenarios europeos de aquellos años, con numerosas óperas y espectáculos de marionetas que incidían en los aspectos cómicos del argumento y en las posibilidades escenográficas del componente sobrenatural de la historia, con la estatua del Comendador, los demonios y el fuego de los infiernos. Era, pues, apostar sobre seguro en lo tocante a la recepción del público. Pero, además, Da Ponte debió elegir este argumento en función de las circunstancias apuradas en que debía escribir el libreto. Es seguro que el libretista conocía el libreto de Bertati para la ópera de Gazzaniga estrenada pocos meses atrás en Venecia. Existía, además, una buena amistad entre ambos libretistas. Da Ponte, entonces, ante el encargo en firme del empresario del Teatro Nacional de Praga, Domenico Guardasoni (quien tenía contratado en su compañía a An­tonio Baglioni, el tenor que había estrenado la ópera de Gazzaniga y para el cual Mozart diseñó la partitura del personaje de Don Ottavio), tomó la decisión de realizar una adaptación del libreto de Bertati. No era en absoluto extraña esta práctica en una época en que había que es­cribir y estrenar decenas de nuevas óperas cada año, por lo que no se consideraba como plagio el rescribir libretos de otros autores.
     De todas formas, hay que considerar que el texto de Da Ponte va infinitamente más allá de la base original de Bertati. Para comenzar, convierte en una auténtica ópera en dos actos el original intermedio cómico en un acto. La sabiduría teatral de Da Ponte le lleva a concentrar los personajes de los dos servidores de Don Giovanni (Pasquariello y Lanterna) en uno solo, Leporello, de mucha mayor personalidad propia que los originales. Asimismo, funde en uno dos de los personajes femeninos, Elvira y Ximena. Y, sobre todo, le otorga verdadera encarnadura humana a Donna Anna, que en la ópera de Gazzaniga desaparecía tras la muerte de su padre y que en Da Ponte se convierte en la verdadera  fuerza motriz de la acción de principio a fin. La Donna Anna de Da Ponte es uno de los personajes más rotundamente definidos de toda la Historia de la Ópera, la verdadera personificación del espíritu trágico desde la primera escena en que es violentada por Don Giovanni para a continuación contemplar el asesinato de su padre, hasta la última en que solicita a su prometido un año de luto antes del matrimonio. Se podrían detectar en este personaje ciertos ribetes freudianos avant la lettre por su fijación en la figura paterna a todo lo largo de la ópera, hasta el punto de que el propio Ottavio llega a decirle que vea en él a un padre al mismo tiempo que a un esposo. Que, en cierta manera, Ana se considera más la viuda que la huérfana del Comendador lo deja entrever su petición de un año de retiro antes del matrimonio, lo que no es más que una reminiscencia del annus lugendi (año de luto) que obligatoriamente debía cumplir toda viuda romana antes de contraer nuevas nupcias por si estuviese embarazada de su difunto esposo y así asegurar la transmisión del apellido y de la herencia.
     Cuando se confrontan los textos de Bertati y de Da Ponte, se constata que, más allá de los indudables préstamos, Da Ponte crea una verdadera trama teatral, sabe enlazar situaciones para crear momentos de tensión y clímax dramáticos como nadie sabía hacer en su época. Por ejemplo, toda la larga escena del cambio de atuendos entre Don Giovanni y Leporello, con sus escenas consecuentes, así como el entrelazamiento de los sucesos en el final del primer acto (una obra maestra de construcción teatral), proceden de la inventiva de Da Ponte. Incluso la famosa aria del catálogo adquiere aquí un mayor desarrollo y una mayor carga de sensualidad con esa frase final de "Voi sapete quel che fa". Y a propósito de esta famosísima aria en la que se da cuenta de las dos mil sesenta y cinco conquistas de Don Giovanni, se ha sostenido la plausible posibilidad de que en su redacción interviniera nada menos que el gran seductor dieciochesco, Giacomo Casanova. Da Ponte y Casanova mantenían una buena amistad, como corroboran las memorias de ambos; Casanova estuvo presente en el estreno de Don Giovanni en Praga y entre los papeles del aventurero y mujeriego veneciano (el polo opuesto del burlador y violentador Don Giovanni por otra parte) se conserva un manuscrito autógrafo con ciertas variantes del aria del catálogo. Sería fascinante pensar que Da Ponte, apurado por las prisas de componer tres libretos en poco tiempo, pidiese ayuda y consejo al viejo amigo, ya por entonces retirado de los negocios amorosos, pero que era quien sin lugar a dudas sabía más en aquel momento de seducción y engaño amoroso.
     Mucho se ha hablado y escrito sobre la verdadera naturaleza del mensaje de Don Giovanni. Hay quien ha visto en esta ópera tan sólo una historia cómica; hay quien, como Beethoven y algunos románticos, se escandalizaron por la inmoralidad del personaje y su continuo desprecio hacia las leyes del amor. La propia denomina­ción original de la ópera como dramma giocoso juega con la ambigüedad  de su doble personalidad, la dramática y la jocosa, la tradición cómica del Don Juan que viene desde las adaptaciones de la Comedia del Arte y la vertiente demoníaca y protorromántica del impenitente seductor dueño de su destino hasta sus últimas consecuencias. Creemos, no obstante, que no se ha insistido lo suficiente en la faceta ilustrada, educadora y moralizante de esta ópera, que bien podría inscribirse en el corazón de las políticas ilustradas de control de la violencia y de imposición del imperio absoluto de la Ley sobre los im­pulsos individuales. Se ha sostenido, a este respecto, que fue el emperador José II, uno de los monarcas ilustrados por excelencia, quien sugirió a Da Ponte el argumento de Le nozze di Figaro como parte de su programa de reforma de  las  costumbres licenciosas y políticamente peligrosas de la aristocracia austriaca. En este sentido, la opción por la historia de Don Juan vendría a continuar dicho programa reformista, mostrando las consecuencias que el desenfreno de clase, los abusos de un noble y la trasnochada ética del honor y de la venganza podían acarrear para el orden social y la estabilidad política. Adquiere aquí razón de ser un personaje tradicionalmente denostado como Don Ottavio quien, frente a la violenta e irrefrenable sed de venganza de Donna Anna, intenta imponer el imperio de la ley, el recurso a la justicia del soberano, única fuente de justicia y de vindicta pública. Bajo esta perspectiva se entiende que Elvira, cuyas intervenciones inciden siempre en la venganza contra Don Giovanni, con acentos más similares al de los antiguos dramas de honor barrocos, venga definida musicalmente por Mozart con acentos claramente arcaizantes en sus dos arias, cuyo estilo se acerca notablemente al de las óperas de Haendel. Para los modelos éticos de la Ilustración, en los que la Razón debe controlar las fuerzas sal­vajes de la Pasión, Elvira es un personaje de otro tiempo, encarna los valores trasnochados del pasado. Aquí encajaría también, por último, el sexteto final, cuya explica­ción tantos quebraderos de cabeza ha provocado entre los especialistas. Está claro que desde el punto de vista dramático, como golpe de efecto para un final impactante, la caída de Don Giovanni en los infiernos entre el coro de demonios sería la opción ideal. De hecho, existen noticias contradictorias sobre si en el estreno vienés del de mayo de 1788 (la obra había sido estrenada de forma absoluta en Praga el 29 de octubre del año anterior) Mozart optó por suprimir el sexteto final. Durante el siglo XIX y principios del XX, fue norma habitual eliminar una opción defendida por Gustav Mahler y por Theodore Adorno. Pero visto desde la perspectiva del carácter didáctico de la ópera, en buena parte continuación del mensaje ilustrado de Le nozze di Figaro, es innegable que escena final, con su moraleja final y su didactismo moral adquiere una posición lógica: "Questo e il fin di chi el mal/ e de'perfidi la morte/ alla vita e sempre ugual".
     Pocas óperas en toda la Historia habrán sido tan profundamente analizadas en lo musical como Don Giovanni, por lo que no pretendemos aquí más que dejar apuntadas algunas de las características esenciales de la inigualable partitura mozartiana. En esta ópera lleva aún más allá Mozart la experimentación iniciada en Le nozze di Figaro en busca de un modelo de articulación del binomio palabra-música que superase los esquemas tradicionales heredados de la ópera italiana. En las óperas coetáneas, el discurso musical se organizaba a partir de la dualidad entre recitativos y arias; en los primeros diálogos rápidos sostenidos tan sólo por el clave, la acción avanzaba, mientras que las arias suponían momentos en que los personajes reflexionaban sobre los hechos y mostraban sus sentimientos y sus estados de ánimo, como el acompañamiento de la orquesta. Estas arias mostraban tradicionalmente la forma da capo, es decir, la estructura A-B-A, con dos secciones (A-B) contrastantes y la repetición ornamentada de la primera parte. Ya en las óperas vienesas de los años ochenta se podía observar la tendencia a romper esta rígida estructura y la voluntad de encontrar formas más flexibles y más teatrales de organizar el material musical, pero es sin lugar a dudas Mozart quien encuentra el camino en los finales del segundo y del cuarto acto de Le nozze di Figaro, momentos en que los números musicales se van entrelazando en un continuum sin precedentes hasta el momento. Pues bien, el genio de Salzburgo lleva aún más allá su búsqueda de un desarro­llo musical articulado y sin interrupción en Don Giovan­ni. Una primera muestra es la sucesión continua de escenas que concatenan la obertura, el aria de presentación de Leporello, el violento diálogo entre Donna Anna y Don Giovanni, la irrupción del Comendador, el duelo con Don Giovanni y la muerte del padre de Donna Anna. Para el público de la época debió de ser una experiencia totalmente nueva el verse inmerso desde el primer momento en pleno centro del conflicto dramático, con una muerte en escena a los pocos minutos de iniciarse la ópera, sin un momento de respiro, sin un clásico recitativo. Pero la sa­biduría en la invención de un lenguaje musical y dramático va mucho más allá en los dos finales de acto, donde el encadenamiento de tonalidades y la gradación de la intensidad musical van dando a luz a un lenguaje totalmente novedoso basado en la ruptura de la dualidad tradicional acción-reflexión y creando una nueva manera de verter en el lenguaje de los sonidos la tensión teatral transmitida por el texto. Habrá que esperar hasta el Verdi de la ma­durez para encontrar una audacia expresiva equivalente.
     Especialistas en la obra mozartiana como Dent, Einstein, Paumgartner o Hildesheimer han subrayado la influencia del lenguaje cantado en el estilo musical de Mozart, explicando la naturaleza eminentemente vocal y cantabile de la manera de articular los temas, las frases, los silencios y la ornamentación en el tejido sinfónico y en los conciertos para piano y orquesta especialmente. En el caso de Don Giovanni bien podría decirse que, desde otra perspectiva que complementa a lo anteriormente dicho, Mozart construye un tejido musical esencialmente sinfó­nico, fundiendo orquesta y voces en un todo orgánico que adquiere dimensiones inusuales para la época. A pesar de contar tan sólo con veintisiete músicos para la orquesta en el estreno de Praga, la partitura del foso de Don Giovanni presenta una densidad sinfónica sin precedentes, con una instrumentación en la que destacan las maderas (clarine­tes) y los metales (trompetas y trombones) y en la que se insertan las voces a menudo con un carácter instrumental, como en todo el final del primer acto; es decir, que Mozart utiliza las voces humanas como unos instrumentos más en el tejido orquestal, las utiliza por su naturaleza tímbrica en ciertos momentos más que por su carácter de vehículo de un mensaje verbal, más como significantes que como significados. Escuchen, por ejemplo, el pasaje fugado del sexteto final ("Questo e il fin di chi fa mal") y el último movimiento de la sinfonía nº 41 (la "Júpiter") y comprenderán lo que queremos decir. Es posiblemente esta densidad musical, esta complejidad contrapuntística y esta refinada sabiduría tímbrica la que debió llevar al emperador José II, tras el estreno en Viena, a decir que Don Giovanni era un manjar demasiado duro para los dientes de los vieneses, a lo que Mozart respondió: "Bien, dadles tiempo para que lo mastiquen". Y desde entonces esta ópera se ha convertido en el plato más refinado y deliciosamente magistral de todo el repertorio lírico (Ramón María Serrera, Andrés Moreno Mengíbar. Sevilla, ciudad de 150 Óperas. Ediciones Alymar. Madrid, 2012).
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Ruta de los Tres Mitos: Mito de Don Juan

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