Por Amor al Arte, Déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "San Francisco de Asís", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 4 de octubre, Memoria de San Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la muda tierra (1226) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "San Francisco de Asís", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala III del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Santo Domingo de Guzmán", de Francisco Pacheco (1554-1644), realizado hacia 1605-1610, siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, con unas medidas de 1,09 x 0,37 m., y procedente del Convento de las Monjas de la Pasión, de Sevilla, tras la Desamortización de 1869.
Esta pintura, como la de San Francisco de Asís, procede de los laterales del retablo de la nave del Evangelio de la iglesia de las Monjas de Pasión de Sevilla (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Francisco Pacheco nació en Sanlúcar de Barrameda en 1554 y realizó su aprendizaje en Sevilla con Luis Fernández, artista que actualmente es desconocido. Comenzó su actividad como pintor hacia 1585 dentro del ambiente religioso de la ciudad, vinculándose también a los círculos aristocráticos, lo que le permitió obtener importantes encargos y gozar de un alto prestigio. En 1611 realizó un viaje a Madrid sabiéndose que estuvo en El Escorial y Toledo. En este viaje conoció a otros artistas y estudió colecciones de pintura lo que elevó notablemente el nivel de sus conocimientos. A partir de 1615 Pacheco alcanzó su plenitud creativa siendo durante años el pintor más famoso de Sevilla; pero con el paso del tiempo pudo ver la aparición de una nueva generación de artistas que practicaban un arte más modero y desarrollado que el suyo. En 1624 viajó de nuevo a Madrid esta vez con la pretensión de que sus méritos fuesen recompensados con el título de pintor del rey, cargo que pensaba obtener con el apoyo de Velázquez, su yerno. Sin embargo sus ilusiones no fueron colmadas y Pacheco hubo de regresar a Sevilla sin tan deseado título. En la última parte de su vida sus pretensiones artísticas disminuyeron al tiempo que sus recursos técnicos y cuando murió en Sevilla en 1644 su arte había sido totalmente superado por artistas más jóvenes como Zurbarán y Herrera el Viejo, que practicaron una pintura realista y descriptiva muy lejana al arte frío y poco imaginativo de Pacheco, basado en un dibujo firme y en una expresividad esquemática y convencional.
Ha pasado Pacheco a la historia del arte español más que como pintor por sus aficiones literarias que le llevaron a escribir el Libro de los Retratos y El arte de la pintura, aportaciones fundamentales para el conocimiento de la vida de numerosos varones ilustres de su época y también de la teoría del espíritu de la pintura en su momento artístico.
La obra de Pacheco en el Museo es abundante y alcanza todas las épocas de su vida.
Del convento de la Pasión de Sevilla procede un conjunto de pinturas que estuvieron integradas en un retablo dedicado a San Juan Bautista que, en escultura, figuraba en la hornacina central. La pinturas son San Francisco y Santo Domingo que se encontraban en los laterales y un San Juan con San Mateo y un San Lucas con San Marcos que se disponía en el banco (Enrique Valdivieso González, La pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Francisco de Asís;
HISTORIA Y LEYENDA
Nacido en 1182 en Asís, por sus orígenes y cultura era mitad italiano y mitad francés. Su madre, nacida en Provenza, le puso Jean como nombre de pila, pero de vuelta de un viaje a Francia, su padre, Bernardone, comerciante en paño nacido en Lucca, lo motejó Francesco ("el francés" a partir de entonces, Francisco se convirtió en uno de los nombres más difundidos en la cristiandad). Amaba a Francia (diligebat Franciscus Franciam) cuya lengua hablaba. Su ideal caballeresco se formó bajo la influencia de los trovadores provenzales. Su biógrafo, Thomas de Celano, cuenta que cuando estaba alegre siempre cantaba en francés.
Después de una juventud pródiga y disipada, se convirtió y adoptó la disciplina evangélica. El hijo del rico comerciante en paños, convertido en "il poverello d'Assisi", renunció a la herencia paterna para casarse místicamente con la "Dama Pobreza a quien, como a la Muerte, nadie abre la puerta con placer". Fundó una orden mendicante a la que dio el humilde nombre de Hermanos Menores y que hizo aprobar en Roma por el papa Inocencio III. Sus primeros discípulos se agruparon alrededor de la capilla de la Porciúncula (Portiuncula terreni), parcela de tierra, al pie de la collina de Asís, abandonada por los benedictinos del monte Subasio. A la orden de los franciscanos se suman la orden de las clarisas, fundada por Santa Clara de Asís, para las mujeres, y la tercera orden, reservada a los laicos.
Como un auténtico caballero de Cristo, San Francisco aspiraba a tomar parte en la cruzada y convertir a los infieles. Pero al no conseguir embarcarse hacia Siria, a causa de una tempestad que lo arrojó sobre la costa dálmata, intentó llegar a Marruecos a través de España; pero la enfermedad lo detuvo en el camino. En 1219 consiguió llegar a Egipto, a Damieta, sitiada por los cristianos, y se hizo recibir por el sultán.
De vuelta en Umbría, luchó por mantener a su orden en el rumbo que él fijara; pero había traído de Egipto una enfermedad ocular que lo puso al borde de la ceguera, y a causa de las excesivas mortificaciones había pecado tanto tiempo contra "el hermano cuerpo" (multum peccatum in fratem corpus) que su salud se resintió.
En 1223 celebró la fiesta de Navidad en Greccio para conmemorar su peregrinación a Jerusalén.
Al año siguiente se retiró en la soledad del monte Albernia (Estribación del Apenino), en el valle del Casentino (Arezzo), donde el día de la fiesta de la Exaltación de la Cruz, tuvo la visión de un crucifijo aéreo sobre el cual estaba clavado Cristo bajo la apariencia de un serafín de seis alas. De las heridas de Cristo irradiaban rayos que se imprimieron en su carne en forma de estigmas, que Dante llama el sello último (l'ultimo sigillo) de las cinco Llagas.
Los médicos explican sus visiones como alucinaciones mórbidas, y sus estigmas como hemorragias cutáneas.
Durante dos años más fue venerado como una reliquia viviente. Ciego, aún tuvo valor para cantar el himno a la luz, que se hizo famoso con el nombre de Cántico del sol. Falleció en 1226, en el convento de la Porciúncula, "deseando la bienvenida a su hermana la Muerte" (En su obra acerca de La sculpture florentine, Marcel Reymond titula, por inadvertencia, La decapitación de San Francisco a uno de los bajorrelieves del púlpito de la iglesia de la Santa Croce. En verdad se trata de la decapitación de mártires franciscanos).
Pero no fue inhumado allí porque la gente de Asís, temiendo que sus vecinos de Perusa se viesen tentados a robar el cuerpo del santo, juzgaron más prudente enterrarlo sobre una colina, a las puertas de la ciudad. Para justificar esa decisiónse imaginó que el propio San Francisco había elegido ese sitio como lugar para su sepultura, por humildad, porque era allí donde estaba el patíbulo en que se ejecutaba a los malhechores. Además, se veía en ello una "concordancia" más con Cristo, y de ese modo la colina de Asís se convirtió en el Gólgota del Poverello.
Es el propio nombre de la colina, que se llamaba Collis infernus, es decir, la Colina inferior, lo que dio nacimiento a esta leyenda. Aunque infernus significa "baja" en relación al monte Subasio que la domina, se tradujo como "infernal" (A causa del mismo despropósito, en Francia existen muchas calles bajas que tomaron el nombre de calle del Infierno. En París, por un juego de palabras digno de la Edad Media, se convirtió a la calle del Infierno en calle Denfert Rochereau), y la Colina del Infierno se convirtió en la de las horcas patibularias. Después de su consagración a San Francisco, fue bautizada Colina del Paraíso.
Tan pronto como fue enterrado, San Francisco se convirtió en un personaje de leyenda.
Su vida fue remodelada de acuerdo con la de Cristo. En su Liber Conformitatum vitae Beati ac Seraphici Patris Francisci ad vitam Jesu Christi Domini nostri, Bartolomeo de Pisa establece un detallado cuadro de las concordancias entre la vida y los milagros de Jesucristo y la de su émulo de Umbría, Christi imitator.
Las semejanzas de San Francisco con Jesucristo son múltiples.
Es un segundo hijo de Dios, cuya concepción fue anunciada a su madre por un ángel y que además, como Jesús, Nuestro Señor, nació en un establo.
San Francisco también tuvo doce discípulos, uno de los cuales fue rechazado, como Judas. Asimismo, fue tentado por el demonio. Sus estigmas lo volvieron tan semejante a Cristo, que la Virgen "apenas podía distinguirlo de su sagrado Hijo". Cuando murió, el caballero Jerónimo, segundo Santo Tomás, palpó la herida de su costado.
Pero no se limitaron a asimilarlo a Cristo, por un exceso de celo sacrílego, pusieron la copia por encima del modelo original. Cristo sólo convirtió el agua en vino una vez, San Francisco los hizo tres veces; Jesús padeció los dolores de la Crucifixión durante poco tiempo, pero Francisco soportó durante dos años las llamas de la Estigmatización, que es una especia de Crucifixión sin cruz.
Esta asimilación se expresa en forma heráldica mediante los brazos cruzados, uno sobre otro, de Cristo y de San Francisco, que los conventos franciscanos adoptaron como escudo. Ella inspiró obras de arte como el ciclo prefigurativo que pintó Taddeo Gaddi en la sacristía de la iglesia de Santa Santa Croce, en Florencia.
Los otros rasgos de la leyenda de San Francisco se copiaron desvergonzadamente de los milagros de los profetas del Antiguo Testamento, o de las vidas de los santos anteriores.
En esos tópicos de la hagiografía ofrecidos a las masas, cada cual podía inventar como quisiera. Así, San Francisco se convirtió en un nuevo Moisés haciendo brotar agua de la roca; y en nuevo Elías que se eleva en un carro de fuego; y en nuevo San Benito, que rueda entre matas espinosas para vencer una tentación carnal... Este último hecho habría tenido lugar en la Porciúncula, que había sido cedida a los franciscanos por los monjes benedictinos. De ahí procede sin duda el hecho de que se atribuya a San Francisco ese rasgo de la leyenda de San Benito. Al igual que San Bernardo, vio a Cristo desclavarse de la cruz, y como San Martín, entregó su manto a un pobre. Por último, disputa con Santo Domingo el mérito de haber sostenido con los hombros la basílica pontificia de San Juan de Letrán, que amenazaba ruina.
CULTO
Canonizado por el papa Gregorio IX apenas dos años después de su muerte, en 1228, San Francisco se convirtió inmediatamente en uno de los santos más populares de la cristiandad. Tenemos una prueba muy curiosa de ello en los Juicios Finales esculpidos a partir de esa fecha en los tímpanos de nuestras catedrales, casi siempre es un franciscano quien marcha en cabeza de los Elegidos.
La basílica de Asís, construida para proteger sus reliquias, y la capilla de la Porciúncula, empotrada en la iglesia de Santa María de los Ángeles, se convirtieron en el sitio de peregrinación más frecuentado de Italia. Pronto no hubo una sola ciudad al sur y al norte de los Alpes que no tuviese una iglesia franciscana, casi siempre puesta bajo la advocación del fundador de la orden. Tal fue el caso de Arezzo, Bolonia, Cremona, Ferrara, Mantua, Módena, Padua, Pavía, Pisa, Piacenza; roma tiene, en Ripa, una iglesia puesta bajo la advocación de San Francisco.
Las dos grandes iglesia franciscanas que se encuentran en Florencia y Venecia constituyen la excepción, se las conoce por los nombres de Santa Croce y dei Frari.
Una de las mayores ciudades de los Estados Unidos de Norteamérica, fundada en California, en 1776, por franciscanos españoles de México, se llama San Francisco.
Los discípulos de San Francisco se multiplicaron hasta tal punto que constituyen la más numerosa de las órdenes religiosas. Superan la cifra de cuarenta mil, mientras que los dominicos son sólo ocho mil y los jesuitas veintiocho mil.
ICONOGRAFÍA
El rasgo más impresionante de la iconografía de San Francisco es su dualidad. Se han visto nacer, sucesivamente, dos iconografías franciscanas: la primera, que puede calificarse de Giottesca, se desarrolló entre el siglo XIII y la Reforma; y la segunda que llamaré, por falta de una expresión mejor, tridentina, porque se remonta al concilio de Trento y es una creación de la Contrarreforma.
Esta iconografía, en la Edad Media es casi exclusivamente italiana e incluso, específica de Umbría y Toscana. A partir dle siglo XVII se vuelve internacional, sobre todo española y francesa.
Las vestiduras y atributos de San Francisco de Asís nunca variaron. Siempre lleva el sayal de la orden ajustado a la cintura no por un cinturón de cuero sin por un rústico cíngulo, un cordón cuyos tres nudos significan los votos de pobreza, castidad y obediencia, que son las tres virtudes franciscanas, de allí el nombre de cordeliers dado (en Francia) a los hermanos menores.
Además del crucifijo que tiene en la mano, hay una característica individual que permite reconocerlo a primera vista: los estigmas de las manos, los pies y el costado, que siempre están a la vista, y de los cuales los artistas primitivos hacen salir a veces rayos de luz, tanto como para destacarlos. La herida del costado es visible por una hendidura ovalada del sayal.
En cambio, su aspecto personal nunca ha sido fijada por un retrato contemporáneo bastante auténtico como para constituir autoridad y crear una tradición. Tal como ocurre con Cristo -sería una nueva correspondencia a sumar a las enumeradas por Bartolomé de Pisa- el arte oscila entre un tipo barbudo y otro imberbe.
Según el testimonio de su biógrafo, Tomás de Celano, il Poverello de Asís era de endeble apariencia, baja estatura, con ojos de enfermo y una barba rala y descuidada. "Sordidus erat habitus ejus et facies indecora". Se comparaba a sí mismo con una "gallinita negra" de alas demasiado pequeñas, como para abrigar a todos sus polluelos.
Debe admitirse que las más antiguas imágenes del santo que poseemos no coinciden bastante con su retrato ¿Puede considerarse una "vera effigies" el famoso fresco del Sacro Speco, en Subiaco? Se la considera imagen contemporánea del santo, anterior a su estigmatización en 1224, puesto que no está nimbada, pero ¿cómo explicar que la "gallinita negra" se haya convertido aquí en un monje rubio? Es imposible conciliar datos tan contradictorios, y debe admitirse que Tomás de Celano ha mentido, o que el "Frater Franciscus" de Subiaco nada tiene en común con el verdadero Francisco de Asís.
El San Francisco tallado en tondo en una galería del claustro del Mont Saint Michel, se remonta a 1228; pero fue atacado a martillazos en los tiempos de la Revolución, y ya no conserva interés iconográfico alguno.
Giotto nos ofrece un tipo puramente ideal de San Francisco a quien, por primera vez, se representa imberbe.
El tipo barbudo reaparece a partir del siglo XVI en la escuela veneciana (Tintoretto, Veronés, los Bassano), en la de Bolonia (Ludovico Caracci, Guido Reni, Guercino) y también en el arte español (Greco, Zurbarán).
San Francisco también aparece junto a otros santos franciscanos en numerosas Sante Conversazioni (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada;
Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista.
El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
A finales del siglo XVI, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo xvii animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
El principal noble sevillano a principios del siglo XVII era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
En la segunda década del siglo XVII, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual.
Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo XVII, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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