Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Menéndez Pelayo, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Vizcaya, y de Zamora, de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 3 de noviembre, es el aniversario del nacimiento (3 de noviembre de 1856) del erudito Marcelino Menéndez Pelayo, así que hoy es el mejor día para ExplicArte el busto de Menéndez Pelayo, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Vizcaya, y de Zamora, de la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es Menéndez Pelayo, en un busto que directamente hay que relacionarlo con la multitud de retratos y esculturas erudito español.
Conozcamos mejor la Biografía de Menéndez Pelayo, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España;
Marcelino Menéndez Pelayo, (Santander, Cantabria, 3 de noviembre de 1856 – 19 de mayo de 1912). Erudito, polígrafo, historiador, crítico literario, escritor.
Hijo de Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas del instituto de Santander, y de María Jesús Pelayo. Sus biógrafos concuerdan en presentarlo como niño prodigio y dotado de unas facultades intelectuales cuyo recuerdo ha ingresado a veces en el terreno de la leyenda. Obtuvo Premio Extraordinario en todas las asignaturas del bachillerato excepto en Geometría, a cuya mención no optó por estar su padre en el tribunal.
Atendiendo a las inclinaciones del niño, su padre lo envió a estudiar Letras a la Universidad de Barcelona, porque había allí un profesor que era amigo personal, el doctor Luanco. Cuando éste se trasladó a Madrid en 1873 a la llamada Universidad Central, única facultada para dar títulos de doctorado, Menéndez Pelayo lo siguió, aunque los estudios en Cataluña le habían ido muy bien, pues había obtenido la máxima calificación en todas las asignaturas, excepto en Griego, y su formación se había beneficiado enormemente del magisterio del medievalista Milá i Fontanals, según reconoció en la breve Semblanza que dedicó a este maestro en 1908.
En la Universidad de Madrid se produjo enseguida un encontronazo con el krausista Salmerón, catedrático de Metafísica, quien había anunciado que suspendería a todos los alumnos. De la correspondencia del joven Menéndez Pelayo a sus padres, se puede deducir un innegable sectarismo por parte de Salmerón, pero también el carácter intransigente que caracterizó a Menéndez Pelayo y que empapó incluso su producción investigadora, sobre todo en los años de juventud. Para evitar examinarse con Salmerón, se presentó en septiembre de 1874 ante un tribunal de la Universidad de Valladolid del que formaba parte Gumersindo Laverde, quien, desde ese momento y hasta su muerte, acaecida en 1890, ejerció una influencia decisiva sobre el antiguo examinando a través de una amistad entretejida de la admiración sin límites que Laverde profesó a Menéndez Pelayo y el reconocimiento y afinidad ideológica que éste guardó para con su examinador.
Su labor investigadora comenzó de inmediato. En el mencionado curso 1873-1874 se dedicó a acopiar materiales para una Biblioteca de Traductores Españoles y, tras doctorarse en 1875 con una tesis titulada La novela entre los latinos, se empeñó en un proyecto de Estudios sobre escritores montañeses y un plan para la edición de los filósofos españoles, volumen que echaba en falta en la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra.
Como no tenía aún la edad para presentarse a oposiciones, solicitó y consiguió diversas pensiones para realizar viajes de estudio al extranjero con fondos del ayuntamiento de Santander (1875), la Diputación montañesa (1876) y el Ministerio de Instrucción Pública (1877). Así, en 1876 recorrió diversas bibliotecas de Portugal e Italia y en 1877 las de Roma, Nápoles, Florencia, Bolonia, Venecia, Milán, París, Bruselas, Amberes y Ámsterdam. Pero Menéndez Pelayo, como Kant y otros genios, no sintió la necesidad de ser viajero. Con excepción de otra visita que realizó a Portugal en 1883, éstas fueron sus únicas salidas al extranjero, aunque durante toda su vida estuvo en contacto con una verdadera pléyade de intelectuales de todo el mundo.
En 1871 había iniciado Menéndez Pelayo una producción poética de la que se apartó definitivamente a los treinta años. En 1878 publicó su primer libro, Estudios poéticos. El volumen se divide en dos secciones, una de poesía original y otra de traducciones. Se trataba de verter la inspiración grecolatina en los moldes de la poesía de su tiempo. Con la misma distribución publicó en 1883, con prólogo de Valera, un segundo tomo de poesías originales (1876-1883) y traducciones (1874-1875). En éste hay poemas más maduros y de innegable intensidad, aunque no parece que anunciaran el futuro surgimiento de un poeta importante.
No obstante, algunos críticos le han mostrado su reconocimiento (“Clarín”, 1877; G. Diego, 1931; Eguía Ruiz, 1914) en cuanto paladín del Clasicismo, entre el Romanticismo que desaparecía y el simbolismo que estaba emergiendo. Julián Bravo (1998) ha escrito que su abandono de la poesía “privó al clasicismo de una voz vigorosa y personal”.
Su producción académica, que habría de ser inmensa, arranca a la par. Antes de su primer viaje había publicado ya en la Revista Europea sus cartas a Laverde en las que defendía la existencia de una ciencia española, en contra de Azcárate, que la negaba y explicaba tal lacra por la influencia de la Inquisición y la Monarquía. La continuación de la polémica permitió mostrar a Menéndez Pelayo una portentosa erudición, dando a conocer autores y obras de los que muy pocos hasta entonces habían tenido noticia. El calor de la polémica y la juventud del polemista explican las evidentes hipérboles que, como él mismo reconoció en su madurez, cabe encontrar en el libro La Ciencia Española, que recoge los diferentes escritos a los que dio lugar esta contienda ideológica y erudita.
En 1876 entregó el original de un estudio sobre Horacio en España, publicado un año más tarde, que contiene una rica colección de materiales que ilustra la constante presencia del autor latino a través de la historia de la lírica española. Identifica aquí Menéndez Pelayo los conceptos de lírica y lírica culta, que es la que inspira Horacio. Dámaso Alonso señalará la rectificación (una de sus célebres “palinodias”) que con respecto a esta postura suponen los estudios que Menéndez Pelayo realiza posteriormente del cancionero galaico-portugués y de las canciones populares inscritas en el teatro de Lope de Vega.
Menéndez Pelayo obtuvo en 1878 la Cátedra de Historia de la Literatura en la Universidad Central, en la que sucedió a José Amador de los Ríos. Pudo optar con sólo veintiún años, porque Alejandro Pidal había conseguido de Cánovas del Castillo una ley especial que fijaba en esa edad la mínima que permitía presentarse. A partir de ese momento, su actividad como historiador y crítico de la literatura estuvo dirigida sobre todo hacia la redacción de un manual de cátedra que hubo de ir precedido de una colosal labor de desbroce del inmenso campo que estaba por explorar, ya que Menéndez Pelayo lo concibió como una empresa totalizadora que abarcaba toda la literatura en español y toda la literatura que se había producido en España, en cualquier lengua, empezando por el latín de Hispania e incluyendo las más diversas cuestiones del contexto histórico y cultural.
A partir de aquí, cargos académicos, reconocimientos, honores y publicaciones se sucedieron sin interrupción.
En 1880 fue elegido académico de la Real Academia Española; en 1881 publicó los tomos I y II de la Historia de los heterodoxos españoles, donde, como en La Ciencia española, abordó un campo hasta entonces poco cultivado por la investigación, aunque, también aquí, incurrió en evidentes exageraciones y vehemencias que hubo de matizar en el prólogo de la segunda edición. De 1881 son también las conferencias pronunciadas en la Unión Católica que dieron lugar al folleto Calderón y su teatro. En 1882, a propuesta de Cánovas del Castillo, el marqués de Molins y Vicente Barrantes, fue nombrado académico de la Historia y terminó el tercer tomo de los Heterodoxos, volumen polémico por abordar en él a sus contemporáneos.
Empezando a cumplir con el proyecto totalizador contenido en su programa de cátedra, en 1883 publicó el primer tomo de la Historia de las ideas estéticas en España al que siguieron otros cuatro (1884, 1886, 1888-1889 y 1891). Constituyen en conjunto la primera gran aportación a la historia de la retórica y la poética españolas. Pero no son sólo estas disciplinas directamente relacionadas con la literatura las que se abordan aquí. También el contexto filosófico y cultural tiene lugar en el siguiente ambicioso plan: “1. Las disquisiciones metafísicas de los filósofos españoles acerca de la belleza y su idea. 2. Lo que especularon los místicos acerca de la belleza en Dios, considerándola principalmente como objeto amable, de donde resulta que no podemos separar siempre en ellos la doctrina de la belleza de la doctrina del amor, que llamaremos, siguiendo a León Hebreo, Philografía, y que, rigurosamente hablando, corresponde a la filosofía de la voluntad y no a la del entendimiento ni a la de la sensibilidad, que son las facultades que principalmente intervienen en la contemplación o estimación o juicio de lo bello. 3. Las indicaciones acerca del arte en general, esparcidas en los filósofos y en otros autores de muy desemejante índole. 4. Todo lo que contienen de propiamente estético, y no de mecánico y práctico, los tratados de cada una de las artes, verbigracia, las Poéticas y las Retóricas, los libros de música, de pintura y de arquitectura, etc. 5. Las ideas que los artistas mismos, y principalmente los artistas literarios han profesado acerca de su arte, exponiéndolas en los prólogos o en el cuerpo mismo de sus libros”.
No consiguió completar el proyecto concebido, que tenía el propósito de llevar en el tiempo hasta sus días, pero sí dejó escrito lo principal y, desde luego, sentadas las vías por la que —al igual que en otros estudios— habría de transitar la investigación posterior.
En 1887 editó las obras de Milá i Fontanals, que había muerto de 1884, y en 1888 aceptó el encargo de la Real Academia Española de componer la Antología de poetas líricos castellanos, desde la formación del idioma hasta nuestros días, en que abordaba el estudio de la lírica peninsular desde los orígenes, ilustrándolo con los textos más representativos. Fue publicada en trece tomos por la editorial Hernando en los años 1890, 1891, 1892, 1893, 1894, 1896, 1898, 1899, 1900, 1903, 1906 y 1908. En su momento tuvo un especial interés la aportación de textos hasta entonces desconocidos o poco divulgados; hoy, en cambio, se valora más la contribución de los estudios que la parte antológica.
Tal como quedó, su investigación sólo llegó a los umbrales del Renacimiento. Abarca cuatro grandes temas: poesía castellana de la Edad Media, poesía medieval en Portugal y Cataluña, tratado de los romances viejos y Juan Boscán. Se añade, además, el desarrollo en España de la lírica latino-clásica, latinocristiana, árabe y hebrea, consideradas preámbulo imprescindible. Hay que subrayar que, refiriéndose a Judá Leví, sospechó la existencia de versos romances engarzados en sus poemas hebreos, apuntando así a la existencia de las jarchas, cuyo descubrimiento no se produciría sino cincuenta años después.
Dámaso Alonso lamentó que no hubiera llegado a tratar de la Edad de Oro. Ciertamente está su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que versó sobre poesía mística, y existen referencias eruditas en la Bibliografía Hispanolatina, pero es poco lo que ofrece sobre fray Luis de León o San Juan de la Cruz, es breve —y hoy se tiene por erróneo— el juicio crítico que da de la poesía de Góngora. Casi nada dice de Quevedo. Así, no es infundado el lamento de Dámaso Alonso, ya que, habida cuenta de su capacidad, era mucho más lo que (incluidas las necesarias “palinodias”) hubiera cabido esperar del proyecto.
Siguió una serie continua de encargos y nombramientos: en 1889 fue nombrado bibliotecario de la Real Academia de la Historia, recibió el encargo de la Real Academia Española de dirigir una edición completa de las obras de Lope de Vega y se le eligió académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; en 1893 se encargó también de la Antología de poetas hispanoamericanos; en 1898, a la muerte de Tamayo y Baus, ocupó la vacante de director de la Biblioteca Nacional y se puso al frente de la Revista de Archivos; en 1901 ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y, en 1905, comenzó a preparar los Orígenes de la novela y la edición de sus Obras completas.
Como resultado del encargo de publicar las obras completas del Fénix de los Ingenios, Menéndez Pelayo confeccionó trece volúmenes del Teatro de Lope de Vega. El primer volumen apareció en 1890 con la Nueva Biografía de Cayetano Alberto de la Barrera a la que Menéndez Pelayo puso unas adiciones —fundamentalmente la publicación de un epistolario inédito—.
Los tomos siguientes incluyen autos y comedias, precedidos de los correspondientes estudios introductorios. En 1906, al no haber sido recompensado con la dirección de la Real Academia Española, abandonó el proyecto y sólo publicó dos tomos más, que ya estaban preparados cuando el incidente, pero ahora sin los prólogos. Entre 1919 y 1927, Bonilla y San Martín y Miguel Artigas editaron todos los prólogos en seis grandes volúmenes que comprenden más de seis mil páginas con el título de Estudios sobre el teatro de Lope de Vega.
Los especialistas suelen destacar este trabajo entre lo principal de su obra. La indicación de fuentes y sus transformaciones, la descripción de las estructuras compositivas, la pintura de la dimensión psicológica de los personajes constituyen un conjunto que anticipa implícitamente el estudio de conjunto —la poética— de la comedia española. Su preferencia por Lope frente a Calderón, en contra del juicio de su época, ha quedado sin duda como herencia en la historiografía.
En cuanto a la Antología de poetas hispanoamericanos, la Real Academia Española publicó entre 1893 y 1895 sus cuatro volúmenes que contienen los textos antologados, precedidos de un estudio preliminar de Menéndez Pelayo. Los prólogos sin antología fueron publicados en 1911 con el título de Historia de la poesía hispanoamericana.
El director de la Real Academia de la Historia, el marqués de la Vega de Armijo falleció el 12 de junio de 1908 y el día 26 se procedió a la elección de director interino con el siguiente resultado: Eduardo Saavedra, nueve votos; Marcelino Menéndez Pelayo, ocho votos. Sin embargo, en la votación realizada en diciembre de 1909 para cubrir de manera definitiva el cargo en el trienio 1910-1912 y, hallándose ausente Menéndez Pelayo, éste obtuvo veintidós votos por uno que obtuvo Eduardo Saavedra. El 4 de febrero de 1910 se verificó la toma de posesión en la que se leyó la carta de felicitación del rey Alfonso XIII, quien se congratulaba de que se vieran reconocidos “los méritos de los que como usted han dedicado toda su actividad y todo su talento al esplendor de la Ciencia española y a su prestigio ante la Historia”.
Como casi todas las personas que han conseguido muy jóvenes todos los honores, Menéndez Pelayo se adentró en la cincuentena con una cierta sensación de hastío y pensó en pedir la jubilación y volver definitivamente a Santander para dedicarse a las investigaciones eruditas para las cuales había reunido ingentes cantidades de material en su biblioteca.
Los sinsabores de la vida académica, entre los que se cuenta la derrota de la candidatura para la Real Academia de la Historia de Ramón Menéndez Pidal, que competía con el general Polavieja, le empujaron también en esa dirección. Se sentía enfermo y tenía pendientes grandes proyectos. Por el momento, fue haciendo más frecuentes sus estancias en la ciudad cántabra y allí murió sin haber cumplido los cincuenta y seis años de edad.
La obra de su vida era la Bibliografía Hispanolatina clásica, cuyo primer volumen había publicado en 1902. La Edición Nacional de sus obras sacó póstumamente a la luz todos los materiales, también los inéditos, en los diez volúmenes que aparecieron entre 1950 y 1953. En ellos se incluye la ya comentada obra de Horacio en España. El proyecto pretendía hacer “la historia de cada uno de los clásicos en España”, comentar todos los poetas de la Edad de Oro, señalando al margen la fuente griega o latina que presuponían en cuanto traducción, inspiración o simple reminiscencia. Menéndez Pelayo señaló los códices y manuscritos de estas fuentes que se hallaban en las bibliotecas, así como las ediciones, comentarios y antologías hechas en España o por españoles. En suma, una obra ciclópea, que aunque no pudo culminar el ambicioso plan juvenil (como por lo demás, ocurrió en los otros proyectos, igualmente inabarcables), ha dejado un material asombroso, todavía hoy necesitado de explotación.
La obra Orígenes de la novela está compuesta por los estudios preliminares de los tomos I, VII y XIV de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, publicados en 1905, 1907 y 1910. Un cuarto tomo que había previsto fue publicado por Bonilla y San Martín en 1915 “con arreglo a las indicaciones del maestro”, pero sin su estudio preliminar.
El tomo I trata, como introducción, de la novela en Grecia y Roma, el apólogo y el cuento oriental y su influencia en la literatura medieval, los libros de caballería y las novelas sentimental, histórica y pastoril.
En el prólogo del tomo II se ocupa de los cuentos y las novelas cortas, y en el III, de La Celestina y sus imitaciones. El tomo que no llegó a realizarse debería haber estado dedicado a la picaresca y a los diálogos satíricos.
Los trabajos recopilados en los volúmenes de Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, publicados en la Edición Nacional de sus Obras Completas, dan cuenta además de sus investigaciones y opiniones sobre multitud de cuestiones de nuestra historia literaria: su apreciación de Cervantes, su visión —por lo general, hoy no compartida— acerca del siglo XVIII y sus constantes y variaciones acerca del vasto panorama de la literatura española, concebida, según se ha recordado, como la literatura de España y Portugal en todas sus lenguas y la literatura en español de otras naciones. La versión en CD-ROM de la Edición Nacional permite actualmente encontrar con facilidad insistencias, relaciones y concordancias latentes hasta ahora.
Llegó también Menéndez Pelayo hasta cuestiones candentes en su día. Hoy no resulta discutible su frontal oposición al Naturalismo por razones de “realidad” en la literatura que era maltratada por aquella estética. También es de consignar su elogio de Rubén Darío, a pesar de su poco aprecio para el Modernismo en general. Es verdad que Menéndez Pelayo, según confesó en el discurso de respuesta al ingreso de Pérez Galdós en la Real Academia Española, se “había acostumbrado a conversar preferentemente con los muertos”.
No es mancha para quien, como él, se dedicó sobre todo a la tarea de historiar.
Como se ve, esta biografía está dedicada casi exclusivamente a la vida académica de Menéndez Pelayo, porque en él —con un trasfondo ideológico preciso, eso sí—, vida académica y vida tout court tienden a confundirse, de manera que apenas existen referencias fuera de aquélla. Cabe recordar que en 1878, mientras trabajaba en los fondos de la Biblioteca Colombina de Sevilla, entabló noviazgo, que duraría sólo unos meses, con su prima Conchita Pintado, a la que dedicó los mismos versos que había escrito para Isabel, su amor de adolescente en Santander. Algunos lances galantes se registraron también en sus primeros años madrileños de joven triunfador. Y poco más. Incluso en el aspecto político, apenas tuvo algún compromiso real, aunque puso su prestigio al servicio del Partido Conservador que encabezaba Cánovas del Castillo, y fue diputado por Mallorca en 1884 y por Zaragoza en 1891, así como senador por la Universidad de Oviedo en las legislaturas de 1893 y 1895 y, en representación de la Real Academia Española, desde 1899 hasta su muerte.
Su vida se concreta en una colosal obra cuya valoración objetiva se vio dificultada a lo largo del siglo XX porque la adscripción inequívoca de Marcelino Menéndez Pelayo a una línea que funde lo “nacional-español” y lo “tradicional-católico” hizo que se convirtiera en bandera de confrontación entre facciones integristas y laicistas y que se desatendiera con frecuencia el meollo de su aportación.
Sin embargo, dejando aparte sus fogosidades juveniles, se puede observar una libertad intelectual que llevó a Menéndez Pelayo a distinguir también los méritos del adversario. La respuesta al discurso de Pérez Galdós en su recepción en la Real Academia Española y, sobre todo, las reacciones registradas en su epistolario ilustran esta afirmación.
No existe propiamente un manifiesto teórico ni historiográfico de Menéndez Pelayo. Sin embargo, está presupuesto a lo largo y lo ancho de toda su obra. En la Historia de las ideas estéticas reconoce la primacía de la forma en la definición del arte sin descuidar la dimensión histórica y social. No se observa en él el rancio historicismo tan propio de su época. Sus apreciaciones, que tienden a considerar la crítica literaria como crítica “de artista”, deben estar conectadas con su propia experiencia como poeta. Desde luego, es posible hallar aquí y allá diversos aciertos teóricos sueltos: R. Wellek (Wellek, 1968: 94) afirma que Menéndez Pelayo aporta a la periodización el concepto de “barroquismo literario” antes que el propio Wölfflin.
Sin duda, Menéndez Pelayo es sobre todo historiador.
En su época no se concebía que fuera posible en humanidades otra “ciencia” que no fuera la historia; y la historia de la literatura española es la máxima beneficiaria de su quehacer.
Relaciona estrechamente historia de la lengua e historia de la literatura, atribuyendo a aquélla una virtualidad propia, próxima al Volksgeist (“espíritu del pueblo”), que él llamó “estilo”. Menéndez Pelayo, con evidente exageración, buscó rasgos similares entre los escritores hispanolatinos y los castellanos. Ese afán globalizador es seguramente el que lo llevó a no poder roturar nunca enteramente el campo previamente acotado, aunque haya dejado señaladas todas las líneas por las que habría de discurrir el “manual” completo de la historia de la literatura española.
En la obra historiográfica de Marcelino Menéndez Pelayo se encuentran apreciaciones interesantes sobre muchos temas, unas eran propias del momento, pero otras tienen valor intemporal; unas serán revisables o han sido ya revisadas (por él mismo o por otros), otras se han incorporado al diseño básico de la historia literaria.
Siempre está presente la polémica presuposición que atribuye a la literatura la virtualidad de convertirse en una vasta interpretación de España. Lo más actual radica en la unión que se da en Menéndez Pelayo entre sensibilidad histórica y reconocimiento de la libertad creadora: se trata de una crítica de la relación entre literatura y sociedad tan lejana de la interpretación de “clase” como de una ingenua estética del “arte por el arte”.
En resumen, gusten o no los registros de su retórica decimonónica, se ha de reconocer que Menéndez Pelayo ha desbrozado inmensos territorios para la investigación en la historia de la cultura y ha dibujado el itinerario básico por donde ha debido transitar en el siglo XX la investigación de la historia de la literatura española (Miguel Ángel Garrido Gallardo, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Menéndez Pelayo, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Vizcaya, y de Zamora, en la Plaza de España, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.
Más sobre la Plaza de España, en ExplicArte Sevilla.
Más sobre el Parque de María Luisa, en ExplicArte Sevilla.
Más sobre la Exposición Iberoamericana de 1929, en ExplicArte Sevilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario