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jueves, 11 de abril de 2024

La placa conmemorativa a Fernando de Herrera, en la fachada principal de la Iglesia de San Andrés

     Por amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la placa conmemorativa a Fernando de Herrera, en la fachada principal de la Iglesia de San Andrés, de Sevilla.   
     Hoy, 11 de abril, es el aniversario (11 de abril de 1997) de la erección de la placa conmemorativa a Fernando de Herrera, en la fachada principal de la Iglesia de San Andrés, de Sevilla, así que hoy es el mejor día para Explicarte la placa conmemorativa a Fernando de Herrera, en la fachada principal de la Iglesia de San Andrés, de Sevilla.
    La Iglesia de San Andrés [nº 48 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 88 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle Daoiz, 2 (aunque la entrada habitual se efectúa por la plaza Fernando de Herrera, s/n, y también tiene otro acceso por la calle San Andrés, 3); en el Barrio de la Encarnación-Regina, del Distrito Casco Antiguo
   En la fachada de dicha Iglesia, junto a la portada principal podemos contemplar una placa conmemorativa, realizada en mármol blanco grabado en tinta roja, dedicada a Fernando de Herrera. El texto de la placa conmemorativa, precedido del emblema de la ciudad de Sevilla y del escudo de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, dice así:

 "EN ESTE TEMPLO PARROQVIA DE SAN ANDRÉS DESEMPEÑÓ SVS
FVNCIONES COMO BENEFICIADO
FERNANDO DE HERRERA (1534 – 1597), 
GLORIA DEL HVMANISMO ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO,
ALTÍSIMO POETA, EDITOR Y COMENTARISTA DE
LA OBRA DE GARCILASO DE LA VEGA Y MAESTRO
DE LA TRADICIÓN LÍRICA DE SEVILLA.
LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BVENAS LETRAS
Y EL EXCMO. AYVNTAMIENTO DE LA CIVDAD
HONRAN LA MEMORIA DE TAN ILVSTRE HIJO
CON MOTIVO DEL CVARTO CENTENARIO DE SV MVERTE.

11 DE ABRIL DE 1997."
    
Conozcamos mejor la Biografía de Fernando de Herrera, personaje a quien está dedicada la placa conmemorativa reseñada;
     Fernando de Herrera, El Divino. (Sevilla, 1534 – 1597). Poeta y humanista.
     En el recuerdo que la historia ha transmitido de Fernando de Herrera contrastan llamativamente las agitadas vivencias interiores que sus versos transmiten con una biografía externa marcada por la ausencia de acontecimientos dignos de mención. Semejante escasez de datos no parece provenir de una carencia de investigación al respecto, sino de la misma raíz del vivir herreriano. “Tuvo por patria esta noble ciudad —dice su primer biógrafo, el pintor sevillano Francisco Pacheco en el Libro de los retratos—; fue de onrados padres, dotado de grande virtud, de ábito eclesiástico i beneficiado de la iglesia parroquial de San Andrés. No tuvo orden sacro, pero con los frutos del beneficio se sustentó toda su vida, sin apetecer mayor renta”. He ahí los datos esenciales, y casi únicos, conocidos de la biografía de Herrera (que la erudición posterior no ha venido sino a confirmar): su origen sevillano, con probable procedencia de una familia humilde, y su seguimiento de la carrera eclesiástica, en la que sólo recibió, antes de 1565, las órdenes menores.
     Todos los indicios apuntan a hacer creer que fue la de Fernando de Herrera una vida ajena a la acción y consagrada a la ocupación interior del ejercicio intelectual. De su precoz vocación hacia las letras humanas y de su sólida formación en ellas (en la que mucho debió de influir una relación temprana con el humanista sevillano Juan de Mal Lara) habla Francisco de Medina en el prólogo a las Anotaciones a Garcilaso del propio Herrera: “Porque dende sus primeros años, por oculta fuerça de naturaleza, se enamoró tanto d’este estudio que, con la solicitud i vehemencia que suelen los niños buscar las cosas donde tienen puesta su afición, leyó los más libros que se hallan escritos en romance, i, no quedando con esto apaciguada su codicia, se aprovechó de las lenguas estrangeras, assí antiguas como modernas, para conseguir el fin que pretendía. Después, gastando los azeros de su mocedades rebolver innumerables libros de los más loados escritores i tomando por estudio principal de su vida el de las letras umanas, á venido a aumentarse tanto en ellas que ningún ombre conosco yo el cual con razón se le deva preferir, i son mui pocos los que se le pueden comparar”. No se crea que lo dicho surge de un prurito de ponderación de Medina en el trance de prologuista, porque otros contemporáneos (el pintor Pacheco o el poeta Francisco de Rioja) reiteran muy parecidos juicios. Y sobre todo porque las obras de Herrera, particularmente la enciclopedia de saberes que encierran sus comentarios o Anotaciones a Garcilaso, así lo hacen intuir.
     Ese espacio de reflexión y de estudio le proporcionó, sin duda, la proyección biográfica más notable: el círculo culto y selecto de amigos con quienes comunicaba sus inquietudes intelectuales y literarias, ese mundo de humanistas (Juan de Mal Lara, Pablo de Céspedes, Francisco de Medina, Diego Girón, Pedro Vélez de Guevara, fray Juan de Espinosa, etc.) y de aristócratas protectores del estudio (el conde de Gelves o el marqués de Tarifa, entre otros) que testimoniaron cálidamente su admiración hacia el poeta apodándole El Divino. Así se comprende el haz y el envés que la figura de Herrera ha proyectado para la posteridad: ideal de dignidad humana y de serenidad intelectual para los amigos, misantropía desdeñosa y altanera para los enemigos. Todo a partir de la misma actitud vital, pues “fue modesto i cortés con todos —dice Pacheco—, pero enemigo de lisonjas, ni las admitió ni las dixo a nadie: que le causó opinión de áspero i mal acondicionado”. Y en cuanto a los amigos, “amólos tan fiel i desinteresadamente, que a los más ricos i poderosos no sólo no les pidió, pero ni recibió nada dellos, aunque le ofrecieron cosas de mucho precio; antes por esta causa se retirava de comunicarlos”.
     Esta condición vital le predispuso a una actitud literaria basada en el rigor poético que llevó hasta sus extremos, pues, consumido por el anhelo de perfección, corregía incesantemente sus escritos. “Porque como a ombre a quien el uso i ejercicio de aquellas cosas avía dado una mui entera noticia de los precetos más ocultos de l’arte —escribe Enrique Duarte en su prólogo a la edición herreriana póstuma de Versos, 1619—, le satisfazían pocas [obras], i sus oídos, como capaces de otras mayores, desseavan siempre alguna de consumada perfección, de que pueden dar testimonio los borradores de sus versos, que, después de limados muchas vezes i en espacio de años enteros, apenas le contentavan, i assí desechó muchos que pudieran ser estimados de los más entendidos en esta profesión”. Tal prurito de perfección es, en parte, responsable de lo que se viene calificando el “drama textual” de la poesía herreriana, consistente, en lo fundamental, en las profundas diferencias entre los textos poéticos publicados en vida del poeta y los publicados póstumamente, esto es, entre Algunas obras de Fernando de Herrera, 1582 (conocido como texto H), y Versos de Fernando de Herrera, 1619, edición a cargo del pintor Pacheco (conocido como texto P).
     Es cierto que, desde el punto de vista textual, sólo H ofrece las garantías que proceden de la supervisión del propio autor, que extremó, por lo demás, el cuidado en todos los aspectos de la antología, desde el orden del poemario hasta la ortografía (según un sistema propio de Herrera —frente a las arbitrariedades gráficas al uso en la época—, sistema que se acercaba a la ortografía fonética sin romper con los compromisos etimológicos del idioma, y que ya había utilizado dos años antes en las Anotaciones a Garcilaso). Pero ocurre que H es una pequeña colección de noventa y una composiciones frente a las trescientas sesenta y cinco del texto P. Éste, sin embargo, resulta muy problemático por las numerosas variantes y cambios que arroja con respecto a H, y sobre todo por las grandes dudas que suscita respecto a la autenticidad de los cambios, esto es, que sean debidos al propio Herrera o a una mano ajena, verosímilmente el responsable de la edición, el pintor Pacheco. Por lo que se sabe, éste debió de trabajar con papeles de muy diversa procedencia y de estadios redaccionales muy distintos, desde borradores a versiones definitivas, y tuvo, por tanto, que dar lima y unidad al conjunto. Sobre el grado de intervención o manipulación de Pacheco se ha abierto una larga polémica entre los estudiosos que defienden a H como único texto fiable y quienes reivindican también la autenticidad de P presuponiendo que las variaciones se deben al propio Herrera. En la primera línea se situó ya Quevedo (en el prólogo a las Obras de Francisco de la Torre, 1631) y fue defendida y argumentada posteriormente por Adolphe Coster y José Manuel Blecua. Por el contrario, ha sido Oreste Macrí, por medio de un análisis de la sistemática de las variantes, el más convencido defensor del texto P. En cualquier caso, ninguno de esos enigmas existiría de haberse conservado la edición de las poesías completas que, al parecer, tenía preparada Herrera y lista para la imprenta. De ello informa el licenciado Enrique Duarte en el segundo de los prólogos que lleva la edición póstuma de Versos o texto P, dejando constancia al mismo tiempo de lo trabajoso que fue para Pacheco editar semejante colección poética: “I es cierto que su memoria [la de Herrera] uviera quedado sepultada en perpetuo olvido, si Francisco Pacheco, célebre pintor de nuestra ciudad i afectuoso imitador de sus escritos, no uviera recogido, con particular diligencia i cuidado, algunos cuadernos i borradores que escaparon d’el naufragio en que, pocos días después de su muerte, perecieron todas sus obras poéticas, que él tenía corregidas de última mano, i encuadernadas para darlas a la emprenta. Dexo en silencio la culpa d’esta pérdida, porque soi enemigo de sacar en público agenas culpas, i juzgo por merecedor de gran premio al que con tantas veras â procurado restaurarla, hurtando muchas oras de su más forçosa i precisa ocupación. Porque, no sólo copió una i dos vezes de su mano lo que ahora nos ofrece, pero cumplió lo que faltava de otros papeles sueltos que avían venido a manos de diferentes personas, de quien los uvo. I, aunque todo ello sea d’el mesmo autor, es cosa cierta que lo que él tenía escogido y perficionado para sacar a luz sería de mayor y de más acabada perfección”. No puede ser más elocuente Duarte sobre la obligada manipulación del texto a que se vio obligado Pacheco; ni puede ser más sorprendente lo que dice sobre el intencionado “naufragio” de las obras poéticas de que fue víctima Herrera a poco de morir. ¿Qué malquerencias o envidias pudieron dar lugar a semejante sabotaje? ¿Quién fue el causante, que Duarte parece conocer y no quiere decir? Más enigmas que sumar a la biografía de Herrera, tan admirado por sus contemporáneos y tan traicionado nada más fallecer.
     Con todo, a pesar de tan lamentable e intencionada pérdida (que hay que sumar a otras luego aludidas), es presumible suponer que se conoce la mayor parte de la poesía lírica herreriana, pues a los textos H y P hay que añadir otros manuscritos publicados con posterioridad: los editados por José María Asensio en 1870 con el título de Poesías inéditas (según manuscrito de la Biblioteca Colombina de Sevilla, Obras de Fernando de Herrera [...] por Don Joseph Maldonado de Ávila y Saavedra. Año 1637) y los publicados por José Manuel Blecua en 1948 como Rimas inéditas (procedentes del manuscrito 10159 de la Biblioteca Nacional). Hoy día existen dos magníficas ediciones completas de la poesía de Herrera realizadas por José Manuel Blecua en 1975 y por Cristóbal Cuevas en 1985. No se puede decir lo mismo respecto a nuestro conocimiento de otra parte de la obra herreriana (prosa histórica, poesía épica y mitológica), aludida por sus contemporáneos y hoy desconocida.
     Además de la colección de poesía Algunas obras (1582), Herrera publicó en vida un pequeño trabajo histórico, la Relación de la guerra de Chipre (1572), cuyo propósito era ofrecer una versión auténtica sobre la batalla de Lepanto, las enjundiosas Obras de Garcilaso de la Vega con Anotaciones de Fernando de Herrera (1580) y el Tomás Moro (1592), ensayo sobre la figura modélica del canciller inglés. Y, aunque inédita hasta que la publicara por primera vez J. M. Asensio en 1870, se conoce su Respuesta a las Observaciones del Prete Jacopín (escrito satírico aparecido bajo seudónimo contra las Anotaciones a Garcilaso). Pero los testimonios contemporáneos de Pacheco, Rioja y Maldonado aumentan el caudal herreriano a varias obras más: un poema sobre los amores de Lausino y Corona, otro sobre la Gigantomaquia o batalla de los Gigantes en Flegra, otro sobre el Amadís, la traducción del Rapto de Proserpina de Claudiano, y lo que debió de ser una obra en prosa de enorme empeño, una Historia general hasta la edad del Emperador Carlos Quinto. “Todo esto —aclara Pacheco— no sólo no se imprimió, pero se perdió o usurpó”.
     La obra herreriana conservada se polariza en dos focos principales de interés: el cancionero poético y las Anotaciones a Garcilaso. Cada una en su estilo, suponen ambas verdaderos hitos en la historia literaria española. La primera en el ámbito de la poesía lírica, la segunda en el género humanístico de los comentarios o escolios a un autor.
     El cancionero poético es fundamentalmente de tema amoroso. Ello ha dado pie en la historiografía herreriana (principalmente en la de fines del siglo XIX y primera mitad del XX) a buscar referentes extra poéticos que sustentaran la “realidad” amorosa de esos versos. Es verdad que los contemporáneos dieron las primeras pistas, y si Rioja en su prólogo a Versos se muestra cauteloso (“De la persona que celebra, sólo podré dezir a V. Señoría que fue una señora mui principal destos reinos”), Pacheco en el Libro de los retratos es mucho más explícito: “Los [versos] amorosos en alabança de Luz, aunque de su modestia i recato no se pudo saber, es cierto que los dedicó a doña Leonor de Milán, Condessa de Gelves, nobilíssima i principal señora, como lo manifiesta la canción V del libro segundo que yo saqué a luz, año 1619, que comienza: Esparze en estas flores. La cual con aprovación del Conde, su marido, acetó ser celebrada de tan grande ingenio”. Tal situación, realmente llamativa en el contexto de la biografía herreriana, propició durante una época una lectura de sus versos amorosos autobiographico modo, como una especie de velado encubrimiento, en clave neoplatónica, de hechos reales: un amor imposible hacia una dama casada. En la actualidad se tiende, por el contrario, a explicarlos en el marco literario mismo y en el seguimiento de las tradiciones retóricas que los sustentan, no sólo la petrarquista y neoplatónica, sino también la de los poetas elegíacos latinos. El procedimiento tan empleado por ellos de la recusatio (o rechazo de un género más elevado, la épica, para dedicarse a una poesía “más humilde”) le es a Herrera de una rentabilidad extraordinaria, pues le proporciona la mejor herramienta retórica para acotar su territorio poético: el de la privacidad, el de la comunicación de sus experiencias más íntimas, el de la introspección y el buceo en la propia conciencia. Por otra parte, el mismo procedimiento retórico proporciona a Herrera otra ventaja añadida, pues colma su necesidad de justificación por practicar una poesía privada e intimista en el contexto cultural de humanistas y escritores cultos en que se mueve: un ambiente en el que, según la más ortodoxa escala axiológica de la tradición literaria, es reconocida la superioridad de la épica o canto heroico. En esa situación Herrera encuentra en la recusatio una magnífica coartada, pues su enamoramiento —dice— ha orientado “fatalmente” sus versos hacia el sentimiento, dejando así de cultivar otra poesía, la heroica que antes cultivaba.
     Para la formulación de su lenguaje poético Herrera rentabiliza al máximo varios lugares comunes de la filografía de la época. De manera especial, el heliocentrismo del objeto amado, que lleva al mismo nombre de la dama, convirtiéndola en Luz, Estrella, Eliodora, Luzero o Aglaya. A partir de ahí, el establecimiento del código está claro: el poeta aspira a la Luz, pero es aspiración imposible, porque, deslumbrado caerá (como Ícaro, como Faetón). Pero la imposibilidad de la hazaña no impedirá, con todo, su permanente intento. Nuevo ave-fénix, el poeta (también paradigmáticamente identificado con los héroes o hechos míticos o legendarios que representan el eterno empeño en un desideratum imposible: Prometeo, Sísifo, el telar de Penélope) renace una y otra vez a su desesperanza llevado de una anhelante porfía. En esa tensión está el sentido más radical o esencial de la poesía de Herrera: la permanente agonía entre contrarios, entre la razón y el deseo, entre el autoengaño de la esperanza y la certeza de la desilusión.
     Según estos presupuestos, la mayor parte de la poesía de Herrera es intimista y sentimental, pero también la hay conmemorativa y circunstancial. El tono celebrativo se emplea fundamentalmente en las canciones, en especial en las de tema patriótico (de paradigmas métricos muy variados, desde la lira hasta la estancia amplia), mientras el tono “élego” más íntimo lo será en las elegías (siempre en tercetos), y también en los sonetos. Estos últimos son, de hecho, como en la mayoría de las colecciones poéticas del Siglo de Oro, la base del poemario y soportan la parte principal de los argumentos de amor, aunque también se hagan cargo de otros temas. Finalmente, las églogas son el género que más mira a la antigüedad grecolatina, principalmente a Virgilio, aunque esa perspectiva clásica no falta en ninguno de los géneros poéticos cultivados por Herrera, que, junto a Petrarca e imitadores, tiene muy presentes en sus poesías amorosas a los elegíacos latinos.
     Para el planteamiento de los géneros poéticos en Herrera, y en general para todas las cuestiones de teoría poética, nos encontramos con la situación excepcional de que él es al mismo tiempo autor y legislador literario, dos circunstancias que en su caso se acoplan a la perfección en un modélico hermanamiento entre poética implícita y poética explícita. En efecto, él es legislador literario en las Obras de Garcilaso de la Vega con Anotaciones de Fernando de Herrera, libro que, bajo la disposición propia de un comentario o anotaciones texto a texto del autor elegido, encierra toda una doctrina o teoría literaria aplicada a la creación poética en lengua vernácula, tanto en lo referido a los conceptos marco que son los géneros, como a aspectos elocutivos del ornatus verbal. Particularmente importante es el primer aspecto, en cuanto que los extensos comentarios (o discursos, como él los llama en la “Tabla” que acompaña al libro) con los que inicia el estudio de cada uno de los géneros poéticos (soneto, canción, elegía, égloga) suponen la más alta aportación de la teoría literaria del Siglo de Oro en ese aspecto. Tales discursos ofrecen básicamente la historia de cada género (orígenes y cultivadores más importantes), así como sus principales propiedades compositivas y elocutivas. Importa señalar que Herrera legitima los géneros en función de sus orígenes grecolatinos (así la elegía, la égloga o la canción, a la que hace derivar de la oda antigua) o de su correspondencia con los mismos (así el soneto, como heredero del epigrama). Con ello pretende algo muy importante, y es nada menos que establecer una continuidad clásica para la poesía en vulgar, es decir, incluirla en la corriente de una tradición prestigiada.
     Pero las Anotaciones contienen mucho más que la teoría de los géneros poéticos. Herrera se vale de los versos de Garcilaso para escribir una especie de enciclopedia de varia erudición, explayándose en muchos frentes, pues lo mismo se extiende en las anotaciones específicas sobre el arte poética, que en la explicación de una amplia gama de saberes (mitológicos, geográficos, históricos, médicos, filosóficos...). En cuanto a las primeras, también son muy variadas, pues pueden ir desde la explicación de una cuestión retórica o métrica hasta el comentario muy por extenso de una res tópica en los versos de Garcilaso, con las dos consiguientes proyecciones de establecer las fuentes y los lugares paralelos (es decir, composiciones de otros autores referidas a lo mismo). Esta última proyección le da pie a Herrera para ilustrar su obra con muchas traducciones (y también opiniones) de varios, dándole ese aire tan peculiar de comentario colectivo: ahí están los nombres de Mal Lara, Medina, Pacheco, Girón, Cangas, Mosquera de Figueroa o Barahona de Soto para probarlo.
     Por lo demás, el libro de Herrera es también casi un centón de textos literarios preceptivos y teóricos, antiguos (Aristóteles, Horacio, Quintiliano…) y modernos (sobre todo Julio César Escalígero, pero también Antonio Minturno, Pico della Mirandola, Pontano, Eufrosino Lapinio, etc.), que él ensambla hábilmente en su discurso y no siempre cita. Todo ello al servicio del comentario de Garcilaso (consolidando así el proceso de canonización artística que para este autor se había iniciado con las anteriores Anotaciones del Brocense de 1574) y sobre todo al servicio de su objetivo principal: establecer un cuerpo de doctrina aplicada a la creación poética en lengua vernácula. En ese sentido su obra era de una gran novedad en España. Ya lo afirmaba el propio Herrera al principio del libro: “Pienso que por ventura no será mal recibido este mi trabajo de los ombres que dessean ver enriquecida nuestra lengua con la noticia de las cosas peregrinas a ella [...]. I aunque sé que es difícil mi intento i que está desnuda nuestra habla del conocimiento d’esta disciplina, no por esso temo romper por todas estas dificultades, osando abrir el camino a los que sucedieren, para que no se pierda la poesía española en la oscuridad de la inorancia”.
     Pero la “osadía” de su novedad le trajo enseguida consecuencias en forma de ataques. El más conocido es el opúsculo que, con el título de Observaciones del Licenciado Prete Jacopín, ensarta, entre algunos retazos aprovechables de crítica, una lista de argumentos que son otras tantas pullas sobre lo que él llama Las necedades de Fernando de Herrera sobre Garcilaso de la Vega. En el fondo, lo que le molesta a Jacopín (seudónimo de Juan Fernández de Velasco, luego conde de Haro y condestable de Castilla) es que Herrera se erija en portavoz de lo que debe ser una lengua nacional culta. Así lo comprendió el mismo Herrera que redactó una Respuesta dolorida, pero contundente, respecto al derecho de los ingenios andaluces a contribuir al enriquecimiento de la lengua española. Esta Controversia herreriana (como se conoce el conjunto de las Observaciones y la Respuesta) resulta ser por todo ello uno de los capítulos más interesantes de la historia literaria del Siglo de Oro (Begoña López Bueno, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la placa conmemorativa a Fernando de Herrera, en la fachada principal de la Iglesia de San Andrés, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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