Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Fray Hernando de Talavera", de Valdés Leal, en la sala VIII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 14 de mayo, es el aniversario del fallecimiento (14 de mayo de 1507) de Fray Hernando de Talavera, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la pintura "Fray Hernando de Talavera", de Valdés Leal, en la sala VIII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala VIII del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Fray Hernando de Talavera", de Juan de Valdés Leal (1622-1690), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco de escuela sevillana, realizado en 1656-57, con unas medidas de 2'49 x 1'27 m., procedente del monasterio de San Jerónimo de Buenavista, tras la desamortización en 1840.
Para realizar esta serie de retratos de monjes jerónimos, Valdés Leal se inspiró en las descripciones del padre Sigüenza.
Representa a Fray Fernando en un pórtico abierto en el que destaca la soberbia figura simétrica con una gran columna y cerrado en la parte superior por una espesa cortina suspendida sobre su cabeza. Sobre su hábito jerónimo pone un roquete de fina transparencia y delicado encaje y una museta de brocados de oro y plata. Haciendo alusión a su condición de arzobispo de Granada aparece, en parte cubierta la mitra de su dignidad. En el fondo del pórtico, Valdés coloca un brillante paisaje plateado en el que aparece un grupo de gentes, muchos de ellos con turbantes que atienden el sermón que este fervoroso predicador les pronuncia (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Representa a Fray Fernando en un pórtico abierto en el que destaca la soberbia figura simétrica con una gran columna y cerrado en la parte superior por una espesa cortina suspendida sobre su cabeza. Sobre su hábito jerónimo pone un roquete de fina transparencia y delicado encaje y una museta de brocados de oro y plata. Haciendo alusión a su condición de arzobispo de Granada aparece, en parte cubierta la mitra de su dignidad. En el fondo del pórtico, Valdés coloca un brillante paisaje plateado en el que aparece un grupo de gentes, muchos de ellos con turbantes que atienden el sermón que este fervoroso predicador les pronuncia (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622 y en esta misma ciudad murió en 1690. Realizó su aprendizaje con un maestro desconocido y en 1647, después de contraer matrimonio, se instaló en Córdoba donde inició su carrera artística. De esta época cordobesa son importantes conjuntos pictóricos como el realizado para la iglesia de Santa Clara de Carmona y el retablo del Carmen Calzado de la ciudad de la mezquita.
En 1656 abandonó Córdoba para regresar definitivamente a Sevilla, donde aparte de una numerosa producción de obras individualizadas realizó grandes conjuntos de pinturas, como los del Monasterio de San Jerónimo, la iglesia de San Benito de Calatrava, y la Casa Profesa de la Compañía de Jesús.
En 1664 Valdés Leal realizó un viaje a Madrid donde conoció las colecciones pictóricas de los palacios reales y también colecciones privadas, en las que estudió obras de maestros flamencos e italianos de las que obtuvo numerosas novedades para su arte.
En 1672 Valdés Leal ejecutó sus famosas pinturas del Hospital de la Caridad de Sevilla en las que representó las más impresionantes imágenes de la muerte que se han realizado en la Historia, y que han constituido la base de su fama. En los últimos años de su vida, víctima de achaques y enfermedades, sus necesidades económicas le obligaron a tener que seguir trabajando, en ocasiones en circunstancias poco favorables, subido en altos andamios para pintar bóvedas en la iglesia de la Santa Caridad, en la de los Venerables o en la del monasterio de San Clemente.
La necesidades económicas obligaron a Valdés Leal a aceptar muchas veces trabajos a escaso precio, por lo que en ocasiones hubo de trabajar rápidamente ayudado por su hijo Lucas, lo que a veces hace que la calidad de sus pinturas se resienta y que éstas sean muy irregulares.
El temperamento de Valdés Leal ha sido descrito como el de un hombre violento y orgulloso, amante de representar pictóricamente escenas desagradables y repugnantes. Estas descripciones son resultado de leyendas sin fundamento y tópicos generalizados sobre su persona, que sin embargo a la luz de documentos fidedignos emerge como espléndida y generosa, dotada de un talante enérgico y decidido.
Valdés Leal practicó desde su juventud una pintura de corte naturalista y de recia expresión en la que plasmó un dibujo firme y un potente colorido; progresivamente su dibujo fue adquiriendo mayor fluidez y su colorido fue adoptando mayor riqueza de matices y llegando a adquirir transparencias. Una técnica dinámica y vitalista, merced a la aplicación de una pincelada rápida y fogosa que otorga a sus obras un sentimiento apasionado y vehemente. La emoción espiritual que reflejan sus personajes se traduce en ocasiones en expresiones bruscas y en rostros tensos y anhelantes, que incurren deliberadamente en la estética de lo feo, que otorga a sus expresiones un notorio dramatismo.
La llegada de Valdés Leal a Sevilla desde Córdoba en 1656, debió de estar vinculada al ofrecimiento del contrato para realizar las pinturas que habían de adornar la sacristía del monasterio de San Jerónimo de Buenavista en Sevilla. Estas pinturas pasaron en su mitad al Museo en 1840 a raíz de la Desamortización, mientras que la otra mitad fue ilegalmente vendida a coleccionistas nacionales y extranjeros.
La decoración de esta sacristía se realizó con un amplio conjunto de dieciocho pinturas con un doble contenido iconográfico: una parte narraba episodios de la vida de San Jerónimo y otro efigiaba a los más notables religiosos de la Orden.
Junto con las pinturas que narraban la vida de San Jerónimo en la sacristía de este monasterio figuraba una serie de frailes y monjas de esta Orden captados de cuerpo entero. La mayor parte de ellos se conserva en el Museo de Sevilla, pero otras como el propio San Jerónimo, Santa Paula, San Eustoquio, Fray Diego de Jerez, Fray Alonso de Ocaña y Fray Vasco de Portugal se encuentran en diferentes museos. Los que han permanecido en Sevilla son Fray Pedro Fernández Pecha, primer prior de la Orden jerónima, Fray Fernando Yáñez de Figueroa, segundo prior de la Orden y fundador del convento de Guadalupe, Fray Pedro de Cabañuelas, que aparece efigiado en el milagroso episodio que disipó sus dudas sobre el misterio de la transustanciación del cuerpo de Crispo, Fray Alonso Fernández Pecha que aparece leyendo un texto sagrado en el interior de una estancia conventual, Fray Juan de Ledesma descrito en su lucha contra una gigantesca serpiente que tenía atemorizados a los campesinos que vivían en las inmediaciones de su convento, y Fray Hernando de Talavera, que llegó a ser obispo de Granada y que por ello aparece revestido con muceta arzobispal sobre sus hábitos de jerónimo (Enrique Valdivieso González, Pintura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Biografía de Fray Hernando de Talavera, personaje representado en la obra reseñada;
Hernando de Talavera, (Talavera de la Reina, Toledo, c. 1430 – Granada, 14 de mayo de 1507). Fraile jerónimo (OSH), catedrático, primer arzobispo de Granada después de la Reconquista, confesor de Isabel la Católica.
Por la conjunción de datos que ofrecen las actas de la Universidad de Salamanca y su primer biógrafo, Jerónimo de Madrid, se puede señalar la segunda mitad de 1430 o principio de 1431 como fecha más probable de su nacimiento y añadir que al menos uno de sus abuelos maternos era judío. De su familia se sabe que tenía al menos una hermana, llamada ciertamente María Xuárez, que casó con Francisco de Herrera, de cuyo matrimonio nacieron al menos un hijo varón y dos hembras. El hijo varón se llamaba Francisco de Herrera y fue deán del Cabildo granadino con su tío. Las hijas se llamaban María y Constanza.
Tanto la hermana como los sobrinos vivían con él en su casa de Granada. Según su biógrafo Jerónimo de Madrid, era pariente cercano de Hernando Álvarez de Toledo, señor de Oropesa. También lo era de fray Alonso de Oropesa, general de los jerónimos (1457- 1468), personaje muy influyente en el reinado de Enrique IV y que salió a la defensa de los conversos contra la actitud de las Órdenes Mendicantes. Sus padres no gozaban de una posición económica desahogada, ya que para ir a estudiar a Salamanca tuvo que recibir una ayuda de Hernando Álvarez de Toledo.
A los cinco años sirvió y estudió en la iglesia de Talavera como niño de coro. “Sabido muy bien cantar, leer y escrevir, aprendió gramática”. Entre su niñez en Talavera y la ida a la Universidad de Salamanca, existe un episodio que Domínguez Bordona ha sido el primero en destacar; a saber, su estancia en Barcelona para aprender caligrafía con el maestro Vicente Panyella. Hay, en efecto, un contrato, el 22 de octubre de 1442, entre este maestro y un tal Fernando de Talavera para enseñarle a éste a escribir “de litera scolastica”. Y de los doce contratos que publica Madurell, el único que tiene por objeto el aprendizaje de escritura escolástica es precisamente el de Fernando de Talavera, quien, según su biógrafo, en Salamanca tuvo que dedicarse a copiar libros ajenos “de letra escolástica que hazía muy buena”, porque no le bastaba el dinero que le enviaba su familia. La coincidencia de sólo el nombre no bastaría para identificarlo con fray Hernando. Pero la doble coincidencia del nombre y de la escritura escolástica obliga a pensar que se trata del talaverano. Es verdad que éste no tendría entonces más de doce años. Pero esto no hace cambiar el estado de la cuestión. Cómo fue allí y cuánto tiempo estuvo en Barcelona, no se sabe. Como tampoco se sabe cuándo comenzó sus estudios en Salamanca ni qué años cursó. Ciertamente dice su biógrafo que estudió Artes y Teología. Para reconstruir su carrera universitaria se tiene que recurrir a una serie de datos ciertos, sacados de dos fuentes distintas: la Breve Suma de su vida y las Actas de la Universidad. Y otros datos, no tan seguros, que se presumen del cuadro normal del universitario, Por el Libro de Claustros de la Universidad consta que fue profesor de Filosofía Moral al menos desde octubre de 1463 hasta el 7 de julio de 1466, en que renunció a su cátedra a favor del bachiller Juan de León. Del mismo Libro de Claustros se sacan los siguientes datos interesantes. El 1 de septiembre de 1464 se aprobó en claustro de profesores que el bachiller Rodrigo de Enciso fuera nombrado sustituto de Talavera en la cátedra, para ausencias eventuales.
Asistió a los claustros de 27 de octubre, 14 y 29 de diciembre de 1464, 14 de enero, 4 de marzo, 1 de mayo de 1465. Este último día, para hacer el reglamentario juramento de las lecturas del curso siguiente. El 19 de agosto de 1465, Talavera “nombra sustituto de su Cátedra de Filosofía moral al bachiller Juan de León que leía por él”. Pero siguió ejerciendo el nuevo curso 1465-1466, ya que su nombre aparece en la reunión del claustro del 17 de diciembre de 1465 y se presume su asistencia a otros claustros anteriores, donde no se hace mención expresa de nombres. De nuevo, el 5 de mayo de 1466, según costumbre, “en la capilla de San Jerónimo, el doctor de Ávila y el licenciado Talavera hicieron el juramento de las lecturas ante el rector y el administrador”, lo cual quiere decir que pensaba explicar el curso siguiente, o al menos quería mantener su derecho.
La última vez que el citado Libro menciona su nombre es el 5 de julio de 1466, en que informa de la renuncia por poder de su cátedra: “Gonzalo de Trujillo, escudero de don Fadrique de Estúñiga, con poder y como procurador del licenciado Fernán Pérez de Talavera, catedrático de moral, renuncia su cátedra en favor del bachiller Juan de León, porque piensa ausentarse de la ciudad. Le dan la colación de dicha cátedra, pero los doctores Martín de Ávila y de Zamora, el bachiller Alonso de San Isidro y Luis de Madureira dijeron que dicha renuncia no debía ser admitida por no haber sido hecha simpliciter, y ser, por tanto, contra constitución. Juan de León toma posesión de la Cátedra de moral”. Como se ve, hubo protestas por el modo de renunciar a la cátedra, pero quedaron sin efecto, ya que en la misma reunión Juan de León tomó posesión de la cátedra. Aquí cesó la vida académica de fray Hernando. La razón de la renuncia fue porque pensaba ausentarse de la ciudad, es decir, recluirse en el Monasterio de Alba de Tormes. Esto aconteció cuando Talavera contaba treinta y cinco años de edad, como lo dice expresamente su primer biógrafo: “Siendo ya de 35 años, catedrático de Filosofía moral [...], dexado todo por vano, quiso seguir el estado de la Religión, muy más perfecto y más aparejado y provechoso para cumplir su deseo. Fue al monasterio de sant Leonardo que es cabe la villa de Alba de Tormes”. La frase, interpretada por algunos como si hubiese comenzado a ser catedrático de Filosofía a los treinta y cinco años, no admite gramaticalmente tal sentido. El participio de presente “siendo” expresa una acción simultánea con el verbo “quiso” y “fue”, conforme a las leyes gramaticales latinas y castellanas.
Y, por consiguiente, los treinta y cinco años los tenía, no cuando comenzó a ejercer su cátedra, sino cuando la renunció. Ahora bien, como esto fue en 1466, quiere decir que en dicho año tenía treinta y cinco años y tal vez estaba próximo a cumplir los treinta y seis. Y, por tanto, no pudo nacer antes del otoño de 1430.
Del cuadro general del universitario de aquel tiempo y de algunas indicaciones de su biografía, se reconstruye así conjeturalmente su cronología: por San Lucas de 1445 (18 de octubre), fecha del comienzo del curso escolar, o sea, a los quince años, empezaría Artes, que solía durar unos tres años. Hacia 1448 se graduó de bachiller en Artes. Es casi seguro que se licenció en la misma Facultad. Inmediatamente se dio al estudio de la Teología, “la cual era su recreación y deleite”. “Antes que oviese veinte e cinco años fue graduado bachiller en Theología y a los treinta, licenciado”, dice su primer biógrafo. Luego, en 1455 antes de cumplir los veinticinco años, se bachilleró. A continuación se ordenó de subdiácono. Y unos cinco años más tarde, en 1460, se licenció en Teología. No dice su biógrafo cuándo se ordenó de sacerdote, pero, leyendo entre líneas, parece insinuar que fue después de licenciarse. Bien pudo ser en el otoño de 1460.
Durante su vida académica y especialmente después de su ordenación sacerdotal ejercitó intensamente el apostolado de la predicación aún en la misma Universidad, ministerio en que se había de distinguir hasta el fin de su vida. También era muy estimado como director espiritual en la confesión. Y a él acudían muchos penitentes de lejos, sólo para confesarse. Tanto de alumno como de profesor tuvo siempre discípulos y pupilos, a los que trataba de formar a su imagen y semejanza. Y este su magisterio en el pleno sentido de la palabra también lo practicó o lo hizo practicar más adelante en el colegio que fundó en Granada para futuros sacerdotes. Debió de ser un estudiante ejemplar en todos los órdenes. “Nunca le vieron ruar por las calles, nunca mirando ventanas, nunca con vihuelas, como otros de su suerte acostumbravan hacer”. Su biógrafo destaca especialmente su castidad y su vida de oración. A partir de 1460 comenzaría su alta función docente, tal vez como sustituto del célebre Pedro Martínez de Osma, su inmediato predecesor en la Cátedra de Filosofía Moral. Luego al conseguir Osma el 27 de junio de 1463 la Cátedra de Prima de Teología, es muy probable que desde esa misma fecha obtuviera él por oposición la Cátedra de Filosofía que había de regentar hasta su ingreso en la Orden.
Cómo surgió en él la idea de su vocación religiosa, se puede rastrear por la vida piadosa que llevaba y por sus frecuentes visitas a los monasterios de la comarca, donde se retiraba cada año diez o quince días.
Sin duda que su parentesco con el general de los jerónimos le hizo frecuentar el que la Orden tenía en Alba de Tormes, que fue donde por fin ingresó el 15 de agosto de 1466, fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, “a la qual este perfecto varón tenía grandíssima devoción”.
La Orden de San Jerónimo era considerada entonces como “muy recogida y en fama de las mejores Ordenes y mejor regida de España”. El Monasterio de San Leonardo, antes premostratense, había pasado en 1441 a los jerónimos. Cumplido el año canónico de noviciado con gran provecho espiritual, se quedó allí unos años más hasta su nombramiento como prior de Nuestra Señora de Prado (Valladolid). ¿Cuándo abandonó el Monasterio de San Leonardo? Siguiendo a Sigüenza, como autor en esto más seguro, se puede señalar el año 1470 como fecha de su nombramiento.
Dice Sigüenza que Talavera fue prior “16 años, poco menos”, antes de ir al obispado de Ávila. Ahora bien, como fue preconizado obispo el 26 de agosto de 1485 y no tomó posesión hasta el 25 de marzo de 1486, quiere decir que fue nombrado prior hacia 1470 y siguió hasta el fin de 1485 (poco menos de dieciséis años) y, por tanto, estuvo en Alba de Tormes unos cuatro años en total.
El Prado de Valladolid fue para fray Hernando el candelero de sus virtudes apostólicas, en un momento en que la ciudad del Pisuerga albergaba con frecuencia a la Corte durante los años más decisivos de la modernidad española. Su fama como predicador y director de almas se difundió enseguida por la ciudad. Y no tardó mucho en llegar a oídos de la reina Isabel, quien sin vacilación lo escogió como confesor suyo. Es célebre el episodio de la primera confesión de la Reina con él, cuando el confesor mandó a su regia penitente ponerse de rodillas para hacer la confesión: hecho del que la Reina quedó muy favorablemente impresionada.
Esto tuvo que ser por 1475 o 1476, años en que Isabel se detuvo más tiempo en Valladolid. También por estas mismas fechas comenzó a formar parte del Consejo Real. A partir de este momento, fray Hernando de Talavera se convirtió en uno de los hombres más influyentes de España.
Dentro de la Orden fue nombrado visitador general, lo que le obligaba a desplazarse frecuentemente de la Corte. A la Reina no le gustaban estas ausencias, “porque, como su Alteza conosciese su saber, discreción, letras y santidad, no se meneaba ni hazía cosa de peso sin su consejo y parecer” (Breve Suma). Esto explica su decisiva intervención en los hechos más importantes de la vida nacional: guerra de sucesión y con Portugal; Concilio nacional de Sevilla (1478); Cortes de Toledo (1480); cruzada y toma de Granada (1492); y organización y puesta en marcha de la nueva archidiócesis granadina (1492-1507), etc. Cada uno de estos temas daría materia para un capítulo. Por la repercusión que luego tuvo en su vida, es preciso señalar su participación en la dificilísima operación decretada por las Cortes de Toledo en 1480 (a las que él asistió), conocida con el nombre de “Declaratorias”. Esta operación tenía por objeto la revisión y reintegración a la Corona de las rentas indebidamente enajenadas por Enrique IV y que después de su realización supuso para el tesoro real un beneficio anual de treinta millones de maravedís. Como se deja entender, semejante medida suscitó muchos resentimientos contra Talavera y al fin de su vida, muerta ya la Reina, habría de recibir las represalias, por parte de los afectados, a través de la Inquisición. En este mismo sector económico, también hay que reseñar la intervención de Talavera en la búsqueda de dinero para sufragar los gastos de la guerra de sucesión, que en parte se hizo con la hipoteca de plata, joyas y objetos valiosos. Consta documentalmente que parte de la plata empeñada se hallaba depositada en el Monasterio jerónimo de Montamarta (Zamora), del que era visitador. Y en cuanto a la licitud del discutido préstamo de la plata de las iglesias, en aquellos momentos angustiosos de falta de dinero, el mismo Talavera escribió a la Reina que “fui el primero que firmó que podrían prestarlo” las iglesias (15 de septiembre de 1477).
Este relieve político que obtuvo Talavera quisieron los Reyes apoyarlo en una dignidad eclesiástica. Por eso lo propusieron al Papa, por medio de su agente diplomático Meléndez Valdés, para el obispado de Salamanca.
Pero el diplomático logró hacer recaer sobre sí mismo la provisión de la Sede. Esto desagradó profundamente a los Soberanos, que jamás consintieron que Meléndez ocupara el obispado. En vista de esto, Sixto IV nombró a Talavera administrador de la diócesis salmantina (11 de agosto de 1483), cargo que ejerció al menos teóricamente hasta dos años después, en que fue preconizado obispo de Ávila (26 de agosto de 1485). Fray Hernando rehuyó con sinceridad estas dignidades. Pero, una vez hecho obispo de Ávila, quiso ser consecuente con su obligación y pidió licencia a los Reyes para ir a residir en su iglesia.
Concediéronsela, pero al poco tiempo lo volvieron a llamar con insistencia, “porque como entonces andava la guerra muy resia del reino de Granada y quasi todo se hazía y regía por su mano, avía mucha necesidad de su presencia”. Este dato de su biógrafo Madrid no parece ser un mero tópico hagiográfico, sino una realidad comprobada. El fue en efecto uno de los grandes promotores de la cruzada granadina —más tarde sería nombrado comisario de la Bula de Cruzada (1492)— y hasta ser preconizado arzobispo (23 de enero de 1493), fue nombrado administrador de la nueva diócesis de Granada. Uno de sus sueños dorados se cumplió el día 2 de enero de 1492 al enarbolar él la cruz en la torre más alta de la Alhambra, mientras el conde de Tendilla y Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de León, clavaban respectivamente el pendón real y el pendón de Santiago. La Reconquista había terminado.
Otro de los hechos trascendentales en que intervino Talavera fue el del descubrimiento del Nuevo Mundo.
Son muy escasas las noticias que hay sobre esto, pero suficientes para hacer sospechar que su actitud no fue tan negativa como algunos han supuesto. Según Las Casas, el proyecto colombino “cometiéronlo [los reyes] principalmente al dicho prior del Prado y que él llamase los personas que le pareciese más entender de aquella materia de cosmografía” (Historia de las Indias, libro I, cap. 29). Aparte de las dificultades naturales o intrínsecas del proyecto, estaban también en contra de las estrecheces económicas provocadas por la Guerra de Granada, que hacía imposible pensar en extrañas empresas. Sin embargo, y a los hechos se remite, constan los asientos dados a Colón por orden de Talavera el 5 de mayo, 3 de julio, 27 de agosto y 15 de octubre de 1487. Y más adelante, el 5 de mayo de 1492, hizo el obispo de Ávila un libramiento de 2.640.000 maravedís, de los cuales un millón y medio fue para pagar a Isaaz Abraham lo que éste había prestado para la Guerra de Granada, y el resto, o sea, 1.140.000 maravedís “para pagar al dicho escribano de ración [Luis de Santángel] en cuenta de otro tanto que prestó a Sus Altezas para la paga de las carabelas, que mandaron ir de armada a Indias o para pagar a Cristóbal Colón que va en dicha armada”. Y además de esa cantidad se dieron a Luis Santángel “otros 17.100 maravedís por vuestro salario e paga de ellos, que son 1.157.100 maravedís”. Talavera, pues, intervino eficazmente, de hecho, sirviendo de intermediario entre los Reyes y Colón en el financiamiento de la empresa americana.
A partir de la toma de Granada hasta su muerte, él y el conde de Tendilla, dos hombres totalmente compenetrados, rigieron los destinos de aquel Reino. Tendilla en lo temporal y el santo arzobispo en lo espiritual.
Talavera había firmado en noveno lugar las famosas Capitulaciones de Granada y sabía a qué atenerse en materia de libertad religiosa con los vencidos. Desde el punto de vista político-religioso la convivencia de dos razas y dos religiones dentro de un mismo ámbito creaba gravísimos problemas. Había que ir asimilando por procedimientos pacíficos y persuasivos a aquella población conquistada. Así lo fue haciendo Talavera hasta el año 1499. Pero el alma fogosa de Cisneros, que había ascendido a confesor de la Reina y a primado de Toledo, no aguantó el método necesariamente lento del arzobispo de Granada. Y así, con consentimiento o tolerancia de los Reyes y de Talavera, se quedó Cisneros en el nuevo campo misional (1499-1500) con ánimo más generoso que acertado de convertir rápidamente aquella masa islamizada.
Pero desgraciadamente las consecuencias fueron desastrosas.
Es verdad que en poco tiempo grandes muchedumbres recibieron el bautismo y las mezquitas se convirtieron en iglesias. Pero la reacción fue también rápida. El 18 de diciembre de 1499 estalló la sublevación del Albaicín, que pudo haber terminado en verdadera catástrofe para los cristianos. Gracias a Tendilla y a Talavera se calmó la sedición. “El arzobispo, acepto a todos por su opinión de santidad, se presentó en medio de los sediciosos y con frases de esperanza y de amenaza aplacó el ánimo de los dirigentes” (Mártir de Anglería, carta de 1 de marzo de 1500). Sin embargo, la mano dura de Cisneros llegó hasta hacer quemar en pública plaza unos cuatro o cinco mil volúmenes sagrados, ricamente encuadernados, que poseían los moros granadinos. Sólo se salvaron los libros de medicina, filosofía y crónicas. Este contraste de actitudes en cuanto a métodos misionales da a Talavera una proyección más evangélica y más moderna Y el conjunto de su difícil labor pastoral hace de él un prelado ideal: creó y organizó todas las iglesias del reino; mantuvo comunicación íntima con sus clérigos; fundó un colegio para treinta estudiantes, que era el semillero de futuros sacerdotes, y esto más de medio siglo antes de Trento; su principal ejercicio fue la predicación, y así los domingos predicaba dos veces y en Cuaresma, tres y más veces; para que el pueblo participase en el oficio divino, hizo poner las lecciones de latín en castellano y, en vez de responsorios, hacía cantar al pueblo “unas coplas devotísimas correspondientes a las lecciones”; hizo buscar, de diversas partes, “sacerdotes assí religiosos como clérigos que supiesen la lengua aráviga para que los enseñasen y oyesen sus confesiones”, y él mismo trató de aprender la misma lengua; en una palabra, se hizo de tal manera todo a todos que conquistó la admiración y respeto de la gente más principal de moros y cristianos.
Al fin de su vida, para acrisolar su virtud, Dios le reservó una prueba durísima en lo que más le podía doler: la Inquisición promovió contra él y sus familiares un proceso por delito de herejía. Se les acusaba de judaizar. Y en consecuencia, su hermana, su sobrino Francisco Herrera, que era deán de Granada, y otras dos sobrinas fueron llevados a la cárcel de Córdoba.
Esto sucedía antes del 3 de enero de 1506, fecha en que Mártir de Anglería comunica el estupor de la noticia.
El arzobispo, por razón de su dignidad eclesiástica, no podía ser juzgado por la Inquisición sin licencia expresa de la Santa Sede. Talavera acudió al Papa para que avocase a sí la causa de sus parientes. Y, en efecto, Julio II comisionó al nuncio Juan Rufo para abrir el proceso informativo con la bula Exponi nobis, de 30 de noviembre de 1506. Talavera y los suyos fueron absueltos, y el tristemente célebre inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez Lucero, fue depuesto de su cargo. No consta si fray Hernando supo la sentencia absolutoria antes de morir. A juzgar por las palabras del acta notarial levantada junto a su lecho en los últimos momentos de su vida el mismo 14 de mayo, en que suplica Talavera a los Reyes, al Consejo y a todos los grandes y prelados que defendieran la honra de Dios y la suya y “no quede así abatida en grande escándalo y vituperio de nuestra santa fe católica”, parece deducirse el dolor de la incertidumbre de aquella sentencia. En realidad, esta amarga prueba hizo crecer ante sus contemporáneos la fama de santidad de que gozaba. Pedro Mártir de Anglería, Jorge de Torres, maestrescuela de Granada, los hermanos Madrid, y tantos otros conocedores de las intimidades del arzobispo no dudaron en parangonarlo con los mayores santos de la Iglesia. El pueblo entero de Granada se hizo eco de ello con la manifestación masiva en sus exequias y con el deseo de poseer reliquias suyas.
Esta fama de santidad quedó confirmada por ciertos presuntos milagros, cuyas informaciones testificales, debidamente recibidas en forma de derecho, se conservan originales en la Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 2.878, que es el que se ha utilizado.
Los milagros, debidamente probados por testigos, se aducen en prueba de la santidad de fray Hernando.
No se sabe en qué paró todo este expediente hagiográfico, puesto que no se tienen noticias posteriores que arrojen la más mínima luz sobre un posible intento de proceso de beatificación. Tal vez el cambio de signo político con los vaivenes de la sucesión al Trono y los reajustes impuestos por las circunstancias; tal vez también las discrepancias respecto a la Inquisición con Diego de Deza, protector de Lucero y con Cisneros respecto a los métodos misionales con los moros; y, más tarde, la aparición del movimiento protestante con el consiguiente robustecimiento del Tribunal inquisitorial, hicieron olvidar rápidamente su figura. Esto explica también el silencio historiográfico sobre el tema hasta la época actual. De todas formas, el historiador moderno que serenamente estudia a distancia de cinco siglos las fuentes documentales y narrativas de fray Hernando recibe la impresión de encontrarse con uno de los hombres más grandes de aquella centuria y con un santo de cuerpo entero. Los Bolandistas recogen su biografía.
Para completar la personalidad de Talavera es preciso aludir a su producción literaria. No fue muy abundante, pero sí muy expresiva tanto de su mentalidad como de su acción pastoral. El que de estudiante pobre de Salamanca hacía el oficio de escribano de libros para poderse pagar la pensión, más tarde con la aparición de la imprenta se valió de ella para difundir su pensamiento. A él se debió el establecimiento de la primera imprenta en Valladolid (1480) en el Monasterio del Prado. Muy poco se ha conservado de sus sermones, género en que sobresalió notablemente en aquel tiempo, y que consta que compuso en castellano.
El resto de su producción es de tema apologético (Católica impugnación) o de doctrina cristiana para el pueblo, o de temas morales. También queda alguna correspondencia; la más interesante, con Isabel la Católica (Quintín Aldea Vaquero, SI, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan de Valdés Leal, autor, de la obra reseñada;
Juan de Valdés Leal (Sevilla, 4 de mayo de 1622 [bautismo] – 9 de octubre de 1690), pintor.
Quien, después de Murillo, es con seguridad la segunda personalidad más importante dentro del ámbito de la pintura barroca sevillana, fue bautizado en Sevilla el 4 de mayo de 1622, hijo de Fernando de Nisa, noble portugués, y de Antonia de Valdés Leal, sevillana.
Se ignora con quién pudo realizar su aprendizaje, que hubo de llevarse a cabo aproximadamente entre 1637 y 1642. Una vez concluida su formación marchó, a Córdoba, donde inició su carrera artística y donde en 1647 contrajo matrimonio. Allí permaneció hasta 1656, fecha en la que regresó definitivamente a su ciudad natal, y allí, pocos años después, en 1660, aparece citado entre los artistas que fundaron la academia de pintores de Sevilla, en la que llegó a ser primero diputado, y finalmente presidente.
Referencias fidedignas indican que, en 1664, Valdés Leal viajó a Madrid, donde permaneció cerca de medio año, y donde hubo de mantener contacto con otros pintores y pudo visitar seguramente las colecciones reales, circunstancias que hubieron de repercutir favorablemente en la mejora de sus principios artísticos. Regresado a Sevilla, prosiguió su trayectoria artística, que se desarrolló siempre en un plano secundario, detrás de Murillo, con quien ingresó en 1667 como hermano de la Santa Caridad de Sevilla, institución para la que trabajó largamente hasta los momentos finales de su vida. En 1672, se sabe que realizó un viaje a Córdoba, posiblemente vinculado a encargos pictóricos.
A partir de 1680, la salud de Valdés Leal se debilitó notablemente pero, pese a ello, como quiera que su situación económica nunca había sido boyante, hubo de ocuparse de trabajos que suponían grandes esfuerzos físicos, como la realización de decoraciones murales en el interior de recintos religiosos, subido a altos andamios. A partir de 1689, su hijo Lucas fue sustituyéndole paulatinamente en este tipo de trabajos, y finalmente, después de un ataque de apoplejía, en octubre de 1690, tuvo lugar su fallecimiento. Había redactado su testamento el 9 de octubre y el 15 siguiente fue enterrado en la iglesia de San Andrés (Sevilla).
La historiografía del arte ha sido totalmente injusta con Valdés Leal, y al mismo tiempo ha desfigurado su personalidad, caracterizándole como una persona iracunda y orgullosa, quizás como contrapunto al carácter de Murillo, al que se presenta como hombre bueno y humilde. Sin embargo, Palomino, que le conoció personalmente dijo que “fue hombre de mediana estatura, grueso, pero bien hecho, redondo de semblante, ojos vivos y color trigueño claro [...] fue espléndido y generoso en socorrer con documentos a cualquiera que solicitaba su corrección [...] al paso que era altivo y sacudido con los presuntuosos y desvanecidos”.
Pese a estas precisas palabras, que son las únicas contemporáneas referidas a Valdés Leal, en torno a él se ha forjado una leyenda que le define como un necrófilo, obsesionado por la muerte y por todo lo repugnante y desagradable. Estas falsas apreciaciones se deben sin duda a que se le considera como el responsable de la ideología que emana de las pinturas de Las Postrimerías de la iglesia del Hospital de la Santa Caridad, que, sin embargo, son fruto de las intenciones y del pensamiento de Miguel de Mañara, hermano mayor de dicha institución en el momento en que se ejecutaron dichas obras. Pero ello no ha librado a Valdés Leal de ser llamado “el pintor de los muertos”, y a él se han atribuido sistemáticamente de forma errónea todo tipo de pinturas con tema mortuorio realizadas en la pintura barroca española. Ciertamente no fue la muerte la obsesión que agobió a Valdés Leal, sino al contrario las circunstancias de su vida, presidida siempre por los continuos problemas económicos que le acuciaban.
No se conoce quién fue el maestro de Valdés Leal, y por lo tanto, no puede precisarse el espíritu artístico que presidió su formación. De todas formas, con quien más puntos de contacto tiene su pintura, al menos en sus inicios, es con Francisco de Herrera el Viejo, quien pudo ser su preceptor. También puede señalarse que, residiendo en Córdoba en torno a 1650, su pintura adquiriese referencias estilísticas procedentes de Antonio del Castillo.
Progresivamente y con el paso del tiempo, el dibujo de Valdés Leal, firme y preciso, y su colorido terroso y compacto se fueron aligerando, sobre todo después de su estancia en Madrid en 1664, donde recibió influencias procedentes de la pintura veneciana y flamenca, y también de la madrileña. De esta última se constata cómo referencias pertenecientes a Ricci, Coello, y también a Herrera el Joven, incidieron en la progresiva adquisición de soltura y agilidad en su técnica.
La pintura de Valdés Leal posee desde su época de madurez un marcado sentido de ímpetu y de fogosidad que le convierten en uno de los más aparatosos pintores de su época. Su arrebato creativo alcanza a veces a captar matices expresionistas en los gestos de sus personajes, tensos y crispados, con semblantes hoscos y anhelantes, que en ocasiones inciden de forma voluntaria en la estética de lo feo.
La producción de Valdés Leal se inicia en Córdoba en torno a 1647, reflejándose en estos momentos una cierta rudeza en las actitudes físicas de sus personajes y una notoria solemnidad moral. Su primera obra fechada aparece en dicho año y es el San Andrés que pertenece a la iglesia de San Francisco de dicha ciudad.
De estos años es también El arrepentimiento de San Pedro en cuya plasmación reflejó un profundo sentimiento, dramático y doliente; con este tema se conocen tres versiones casi exactas, una en la iglesia de San Pedro de Córdoba y las otras dos en Madrid, en colección particular y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En estas obras, aparte del influjo de Herrera el Viejo, se advierten también recursos técnicos derivados de José de Ribera.
Muy importante debió de ser para Valdés Leal la obtención en 1652 del encargo de decorar con pinturas los muros laterales del presbiterio de la iglesia del Convento de Santa Clara de Carmona, conjunto actualmente disperso entre la colección March en Palma de Mallorca y el Ayuntamiento de Sevilla. En esta serie pictórica se describe la vida de Santa Clara y en sus distintos episodios se narra La profesión de Santa Clara, El milagro de Santa Clara con su hermana Santa Inés, La procesión de Santa Clara con la Sagrada Forma y La retirada de los sarracenos del convento de Asís, obra esta última que hay que considerar como uno de los testimonios más claros que nos ha dejado Valdés Leal en la descripción de escenas tumultuosas y caóticas; la serie finaliza con La muerte de Santa Clara.
Del periodo cordobés de Valdés Leal es un amplio grupo de pinturas, realizado entre 1654 y 1656, entre las que figura La Virgen de los Plateros del Museo de Córdoba, obra que estuvo repintada casi totalmente y que en la actualidad presenta aún la cara de la Virgen muy desfigurada por la mano inexperta de un antiguo y vulgar restaurador. De este momento es también La Inmaculada con Felipe y Santiago, que pertenece al Museo del Louvre de París, y la pareja de los arcángeles San Miguel y San Rafael, que pertenecen a la colección Caja Sur de Córdoba. A este grupo puede añadirse una bella representación de Santa Bárbara, que pertenece al Museo Municipal de Rosario en Argentina.
Trabajo de gran empeño por parte de Valdés Leal fue la realización entre 1655 y 1656 del retablo mayor de la iglesia de las carmelitas de Córdoba, cuyo patrono fue Pedro Gómez de Cárdenas. Este importante conjunto pictórico está presidido por una dinámica y aparatosa representación de El rapto de Elías, imbuida de un espíritu decididamente barroco. Figura también en el retablo La Virgen de los carmelitas, situada en el ático del mismo, mientras que en los laterales aparecen San Acisclo, Santa Victoria, San Miguel y San Rafael; en el banco se sitúan cuatro santas carmelitas formando dos parejas, Santa María Magdalena de Pazzis con Santa Inés y Santa Apolonia con Santa Syncletes. Completan el retablo dos cabezas cortadas de San Juan Bautista y de San Pablo más dos magníficas representaciones de Elías y los profetas de Baal y Elías y el ángel, estando estas dos últimas pinturas realizadas con posterioridad a la primera fase del retablo, puesto que ambas están firmadas y fechadas en 1658, cuando Valdés Leal residía ya definitivamente en Sevilla.
A partir de 1656 Valdés Leal se estableció en su ciudad natal, siendo su primer trabajo importante la realización del conjunto decorativo que recubría las paredes de la sacristía del Convento de San Jerónimo de esta ciudad, actualmente disperso. Allí se narraba la vida de San Jerónimo, y también se exaltaba a los principales religiosos de la orden, algunos de los cuales habían estado vinculados a la historia del propio convento. Así, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla se guardan El Bautismo, Las Tentaciones y La flagelación de San Jerónimo. En una colección particular de Dortmund se conserva la representación de San Jerónimo discutiendo con los rabinos, mientras que otro episodio que representa La muerte de San Jerónimo se encuentra en paradero desconocido, si no es que se ha perdido.
Un conjunto de frailes y monjas de la orden jerónima completaba la decoración de la mencionada sacristía, estando igualmente disperso en la actualidad. De él, en el Museo del Prado se conservan representaciones de San Jerónimo y de Fray Diego de Jerez; en el Museo de Bellas Artes de Sevilla se exponen Fray Pedro Fernández Pecha, Fray Fernando Yáñez de Figueroa, Fray Pedro de Cabañuelas, Fray Alonso Fernández Pecha, Fray Juan de Ledesma y Fray Hernando de Talavera. En el Museo de Grenoble se encuentra Fray Alonso de Ocaña, y en el de Dresde Fray Vasco de Portugal. Las dos principales figuras femeninas de la orden jerónima, Santa Paula y Santa Eustoquio, se guardan respectivamente en el Museo de Le Mans y en el Bowes Museum de Bernard Castle.
Hasta fechas recientes se venía creyendo que la última pintura realizada por Valdés Leal en su trayectoria artística era la representación de Cristo disputando con los doctores en el templo, obra que se conserva en el Museo del Prado y firmada en 1686. Sin embargo, el estilo de esta obra no encaja con la forma de pintar que Valdés poseía en los años finales de su vida, y por el contrario es totalmente afín al que tenía en los años inmediatos a su llegada a Sevilla, procedente de Córdoba. Esta circunstancia nos movió en 1992 a examinar detenidamente la firma y la fecha que lleva la pintura, pudiendo advertir que está totalmente repintada, y advirtiéndose de forma clara que la tercera cifra —actualmente un “ocho”—, fue inicialmente un “cinco”, con lo que la pintura posee la fecha de 1656, año justo y apropiado para situar esta obra dentro de la producción del artista.
Otra obra de notoria calidad y empeño, ejecutada además con vibrante pincelada y espléndido colorido, fue realizada por Valdés Leal en 1657. Se trata de Los desposorios de la Virgen con San José de la catedral de Sevilla, escena en al que impera ya un marcado ímpetu barroco. De fecha aproximada es también la pintura que representa a Santa María Magdalena, San Lázaro y Santa Marta, también conservada en la catedral sevillana, y que muestra intensos y arrebatados sentimientos espirituales en la expresión de los personajes. De estos momentos es también El Sacrificio de Isaac, perteneciente en la actualidad a una colección particular madrileña, en la que el artista capta espléndidos estudios anatómicos de desnudo. Otras pinturas, fechables en torno a 1657 y 1658, son La Virgen con San Juan Evangelista y las tres Marías camino del Calvario, del Museo de Bellas Artes de Sevilla, La Piedad del Museo Metropolitano de Nueva York, El Descendimiento de la Cruz, de colección particular en Pontevedra, y La liberación de San Pedro, de la catedral de Sevilla. En todas estas obras se refleja una intensa dinámica expresiva imbuida en un profundo patetismo.
Entre 1659 y 1660, Valdés Leal realizó un amplio conjunto pictórico para un retablo principal y dos colaterales, destinados a la iglesia de San Benito de Calatrava de Sevilla. En los retablos colaterales se disponía una sola pintura en cada uno de ellos, una monumental Inmaculada y un patético Calvario. En el retablo principal y con pinturas de mediano tamaño, figuraban, en el primer cuerpo, San Juan Bautista, San Andrés, San Sebastián y Santa Catalina, además de una representación de La Virgen con San Benito y San Bernardo que se ha perdido. En el segundo cuerpo aparecían San Antonio de Padua, San Miguel Arcángel y San Antonio Abad. Todo este conjunto pictórico se conserva actualmente en la iglesia de la Magdalena de Sevilla, en la capilla de la hermandad de la Quinta Angustia.
Para el patio de la Casa Profesa de los jesuitas de Sevilla realizó Valdés Leal en torno a 1660 una serie de pinturas sobre la vida de San Ignacio de Loyola, que por haber estado durante dos siglos al aire libre han llegado hasta nuestros días en mal estado de conservación, por lo que han tenido que ser intensamente restauradas, a parte de que alguna de las escenas integrantes de dicha serie se ha perdido. Estas pinturas, excepto la que representa a San Ignacio convirtiendo a un pecador, que se encuentra en la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, pertenecen actualmente al Museo de Bellas Artes de esta ciudad. Las pinturas que integran esta serie son La aparición de San Pedro a San Ignacio en Pamplona, La aparición de la Virgen con el Niño a San Ignacio, San Ignacio haciendo penitencia en la cueva de Manresa, El trance de San Ignacio en el hospital de Manresa, San Ignacio curando a un poseso, Aparición de Cristo a San Ignacio camino de Roma y San Ignacio recibiendo la bula de fundación del Papa Pablo III. La serie se completa con representaciones de San Ignacio y San Francisco de Borja contemplando una alegoría de la eucaristía y San Ignacio contemplando el monograma de la compañía de Jesús.
En 1660 Valdés Leal realizó dos obras fundamentales dentro de la tradición española de la pintura de vanitas, en cuyo contenido manifiesta la vanidad de la existencia como consecuencia de la fugacidad del tiempo y la brevedad de la vida; alude también en estas pinturas a la inmediata llegada de la muerte, que arrebata a los humanos todo tipo de placeres y riquezas mundanas. Ante esta situación irremediable que, después de la muerte conduce a las circunstancias del juicio del alma con su dilema de salvación o condenación, es necesario llevar antes una existencia piadosa en la que la oración, la penitencia y la castidad sean méritos acumulados para poder conseguir la salvación. Estas consideraciones se recogen en dichas pinturas, que inicialmente formaban pareja, pero que en la actualidad se conservan separadas, una en el Wadsworth Ateneum de Hartford y otra en la Galería de Arte de York, representándose en ellas respectivamente La alegoría de la vanidad y La alegoría de la salvación.
A estas dos pinturas siguieron otras no menos extraordinarias firmadas en 1661 como La Inmaculada Concepción con dos donantes, que pertenece a la Galería Nacional de Londres, donde aparte de la bella figura de la Virgen, Valdés Leal incluyó a sus pies los magníficos retratos de Un clérigo joven y de Su madre anciana, ambos de muy notable calidad. También de 1661 es La Anunciación que se conserva en el Museo de Arte de la Universidad de Michigan, obra de gran ímpetu barroco en la que contrastan la enfática e impulsiva figura del ángel con la recatada e íntima presencia de la Virgen. Otras obras importantes de 1661 son El camino del Calvario conservado en la Hispanic Society de New York y La imposición de la casulla a San Ildefonso, obra de la que el artista realizó una primera versión para ser situada en el ático de la capilla de San Francisco de la catedral de Sevilla y que debió de ser rechazada por los canónigos de la catedral por su excesiva tensión dramática y atormentada espiritualidad. Para reemplazarla Valdés Leal realizó otra versión del mismo tema más atemperada y recogida; de estas dos pinturas, la rechazada por el cabildo debe de ser probablemente la que hoy se conserva en la colección March de Palma de Mallorca.
Poco después de 1663, también para la Catedral de Sevilla y esta vez para el retablo de la capilla de Santiago, Valdés Leal realizó un Martirio de San Lorenzo en el que acertó a describir en la figura de su protagonista una emotiva expresión en su actitud de levantar los ojos al cielo, aceptando con serenidad los tormentos de su martirio. En torno a 1663 puede fecharse también la representación de María Magdalena, que se conserva en la casa palacio de Villa Manrique de la Condesa, obra en la que Valdés Leal supo hacer gala de su destreza en la plasmación de la belleza física y espiritual.
En los años que oscilan entre 1665 y 1670 puede situarse la ejecución de otras pinturas de Valdés Leal de notoria calidad. Son el San Antonio de Padua con el Niño que se conserva en una colección particular de Madrid y La Asunción de la Virgen que pertenece a la Galería Nacional de Washington, obra de gran ímpetu barroco plasmado en la dinámica figura de la Madre de Dios, que es impulsada hacia lo alto por ángeles de forma impetuosa y arrebatada.
Procedentes de la iglesia del convento de San Agustín de Sevilla se conservan en el Museo de Bellas Artes de esta ciudad dos excepcionales composiciones que hubieron de ser pintadas por Valdés Leal hacia 1670. Son La Inmaculada Concepción y La Asunción de la Virgen, obras ambas espectaculares y aparatosas cuando no trepidantes y convulsas, alcanzado a plasmar en ellas el máximo nivel expresivo que en el Barroco español se dio a estos temas.
Valdés Leal es conocido de forma tópica en la historia del Arte europeo por ser el pintor de los dos famosos Jeroglíficos de las postrimerías, conservados en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla. Ambas obras han forjado la leyenda de un Valdés Leal macabro, necrófilo y obsesionado por la muerte, aunque es necesario precisar que la ideología que impera en ellas es fruto del pensamiento de Miguel de Mañara, hermano mayor de la Santa Caridad, quien quiso plasmar en ellas la idea de que la salvación eterna sólo es posible obtenerla a través de la renuncia de los bienes y goces terrenales que logrará en el momento del juicio del alma el beneplácito divino que otorga la salvación eterna. Estas pinturas son denominadas, merced a los rótulos que en ellas figuran In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi. En la primera un esqueleto apaga de un manotazo la vela encendida que alegoriza la existencia señalando al mismo tiempo el triunfo de la muerte sobre las complacencias mundanas. En la segunda, aparece un osario con dos cadáveres en primer plano agusanados y corroídos por repugnantes insectos, mientras esperan la hora del juicio y la decisión divina de obtener la salvación o la condenación del alma.
Estas dos pinturas constituyen el preámbulo del mensaje que Miguel de Mañara introdujo en la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, puesto que su parte más importante se desarrolla a través de un conjunto de seis pinturas de Murillo que narran las obras de misericordia y que señalan que su práctica es indispensable para la salvación del alma. El colofón del programa de Mañara se refleja en la gran pintura realizada también por Valdés Leal en el coro alto de la iglesia en 1684. La simbología de esta pintura señala que ningún rico podrá entrar en el Reino de los Cielos, de la misma manera que el emperador Heraclio no pudo entrar en Jerusalén cuando portaba la cruz de Cristo en medio de la pompa y esplendor de su corte. Al ser Jerusalén la ciudad simbólica del Cielo, Mañara, en esta pintura, a través de Valdés Leal, insiste en señalar que los ricos habrán de emplear sus bienes en el ejercicio de la caridad, para así obtener la gloria eterna.
Una de las obras más espectaculares de Valdés Leal, por sus dimensiones y efecto compositivo es La visión de San Francisco en la Porciúncula, firmada y fechada en 1672, que se conserva en la iglesia de los antiguos capuchinos de Cabra (Córdoba), donde alcanzó a configurar una escena imbuida en un alto nivel de dramatismo espiritual. En años sucesivos el artista realizó algunas pinturas de notable importancia como La Visitación, de colección particular de París, firmada y fechada en 1673. De esta misma fecha es el conjunto de seis pinturas que perteneció a un retablo del palacio arzobispal de Sevilla y que fue encargado por el obispo de dicha ciudad, Ambrosio de Espínola; en él se narraba la vida de San Ambrosio. Estas pinturas fueron robadas por el mariscal Soult y actualmente se encuentran dispersas entre el Museo del Prado, el Museo de Bellas Artes de Sevilla, el Museo de Arte de Saint Louis (Estados Unidos) y el Young Memorial Museum de San Francisco (Estados Unidos). Estas pinturas, realizadas para ser vistas de cerca, muestran una técnica fogosa y vitalista y en ellas se describen personajes de vivaz expresión que se albergan bajo espectaculares fondos arquitectónicos.
En 1674, Valdés Leal concluyó la aparatosa y triunfal representación de San Fernando ejecutada para la Catedral de Jaén, donde se conserva. El santo aparece captado de forma apoteósica y triunfal, portando atributos que le acreditan como vencedor de los musulmanes en la conquista de dicha ciudad. En torno a 1675 hubo de pintar Valdés Leal una serie de ocho representaciones de la vida de San Ignacio de Loyola que se conservan en la iglesia jesuítica de San Pedro de Lima, y que están ejecutados con la técnica suelta y deshecha que se constata en la mayoría de las pinturas realizadas en su madurez.
En los últimos años de su vida, pese a su mal estado de salud, Valdés Leal hubo de realizar labores artísticas que, por su dificultad, mermaron paulatinamente sus facultades físicas. Se trata de pinturas realizadas al temple en lo alto de los muros de edificios religiosos sevillanos como la iglesia del Monasterio de San Clemente, la iglesia del Hospital de los Venerables y la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. Para esta última institución, realizó también el retrato de Miguel de Mañara en actitud de estar presidiendo el cabildo de la hermandad y explicando algún pasaje de la regla de la misma. Fue esta obra, probablemente, una de las últimas que el artista realizó en su vida (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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