Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Reyes Católicos, de Sevilla, dando un paseo por ella.
Hoy, 19 de diciembre, es el aniversario de la bula pontificia "Si convenit" (19 de diciembre de 1496), expedida por el papa Alejandro VI en la que se concede a Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla la denominación de "Reyes Católicos", a quienes está dedicada esta vía, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Reyes Católicos, de Sevilla, dando un paseo por ella.
La calle Reyes Católicos, en el Callejero Sevillano, es una vía que se encuentra en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo, y va de la plaza Puerta de Triana, a la confluencia del paseo de Cristóbal Colón, puente de Isabel II (de Triana), y calle Arjona.
La calle, desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta.
También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
Desde su apertura en 1859 fue rotulada con el nombre actual en homenaje a los monarcas Isabel y Fernando. Se sitúa en la zona extramuros próxima al río tradicionalmente conocida como la Ribera, y ya en el s. XIX corno Alamedllla de la Puerta de Triana, por la que partía de ésta hacia el puente. La configuración actual es resultado del importante plan urbanístico trazado por el arquitecto Balbino Marrón en 1859, que remodeló todo el sector de las llamadas "afueras de la Puerta de Triana" y el antiguo barrio de la Cestería. Fue, pues, desde su origen una vía ancha y rectilínea, ideada como arrecife o paseo con dos andenes laterales y doble fila de árboles, que más tarde, en 1865, los vecinos piden que se arranquen, lo que se hace parcialmente. Partía de la desaparecida Puerta de Triana, a cuyo derribo en 1869 debió contribuir no poco el hecho de que, tras la apertura de Reyes Católicos, constituía el único obstáculo importante para el eje natural de penetración oeste-este de la ciudad, desde el puente de Isabel II a la Magdalena. Adoquinada en el momento de su trazado, fue cubierta con riego asfáltico en 1971. Conserva un ancho acerado de losetas, con frondosos plátanos en .ambos lados y se ilumina con báculos metálicos de pie. Desembocan en ella, por la derecha, Marqués de Paradas y Trastamara, y por la izquierda, Pastor y Landero.
Desde los mismos años de su trazado, Reyes Católicos ofrece un caserío de cierto porte y calidad. "Vemos con suma complacencia -escribe un periódico de la época- la actividad que se despliega en las subastas de terrenos y construcción de fincas en las afueras de la Puerta de Triana. La marcada tendencia de la población a ensancharse en dirección a la vía fluvial indica con toda evidencia que el expresado sitio llegará a ser de los mejores de la localidad, y así hoy los lotes que hasta hoy no habían encontrado postores, son solicitados con empeño. Los propietarios, previendo lo que la calle de los Reyes Católicos está llamada a ser, levantan magníficas casas de habitación que se alquilan fácilmente" (La Andalucía, 5-Vll-1861). Aunque buena parte de estos edificios decimonónicos y de principios del XX han sido sustituidos por modernas construcciones de seis y siete plantas, algunas de dudoso gusto, la calle ofrece, sobre todo en su acera izquierda, una alta calidad de construcción, con casas de tres plantas, algunas de ellas muy cuidadas por la iniciativa oficial o privada. Destaca la núm. 11, un bello ejemplar historicista, con fachada de ladrillo visto, esculturas de piedra y valiosos herrajes. El edificio de más significación artística es, sin embargo, el pabellón de la Asociación Sevillana de Caridad, obra de Aníbal González y Aurelio Gómez Millán.
Antes del trazado de la calle, esta zona de la Alamedilla estuvo siempre condicionada por la proximidad del río, causa de frecuentes avenidas, acumulación de arenas y otras incomodidades denunciadas por el vecindario. En un escrito de 1561 los vecinos se lamentan de que "está sin corriente o no se puede pasar por allí a pie ni a cavallo, e todos recibimos gran perjuicio..., siendo una calle tan principal que es la salida de la Puerta de Triana a todo el pasaje principal para el Aljarafe y a otras partes e para el servicio del río" (Sec. 13, t. 2, núm. 3). Y a fines del XIX todavía Chaves Rey la evoca como "el espacioso llano donde después se ha construido la calle de Reyes Católicos, y este lugar era en extremo concurrido por los desocupados y paseantes, que allí acudían a tomar el sol en invierno, y a refrescarse en las noches de estío" (Cosas Nuevas y Viejas). Con la nueva calle este sector sufrió un notable cambio y se convirtió en uno de los espacios más activos y transitados de la ciudad, tal como lo señala en 1873 Álvarez-Benavides, por ser paso obligado para Triana y circular por él carruajes, caballerías y más tarde tranvías. Como vía natural de salida para la zona oeste, se situaron allí varias paradas de diligencias y más tarde de coches de alquiler para los pueblos del Aljarafe y del Condado, mantenidas hasta nuestros días en el conocido bar Los Tres Reyes. Y en la segunda mitad del XIX se instaló un teatro de verano al final de la calle, en las proximidades del Almacén del Rey. Fue también lugar de paso de cabalgatas, recepciones regias (duque de Angulema, Isabel II, Alfonso XII, los príncipes de Prusia...) y otras manifestaciones populares. Como nota curiosa, llama la atención el acuerdo municipal de 1910 de instalar en la calle una valla "que impide la entrada de ganado bravo" por la misma, por la práctica de transportar a pie el ganado de lidia para la cercana plaza de la Maestranza y el matadero, que procedía del puente de Triana.
Hoy cumple la calle una triple función residencial, comercial y mercantil, con varios hoteles, bancos y tiendas de diferente carácter a las de la contigua San Pablo, pues dominan las ferreterías, repuestos de automóviles y bazares. Abundan los bares, con veladores en las aceras, y está equipada con quioscos de prensa y chucherías. Soporta además un intenso tráfico en doble dirección: el procedente del paseo de Cristóbal Colón y puente de Isabel II hacia el centro, y el de Marqués de Paradas hacia Triana, las Delicias y la "ronda". El trasiego peatonal es abundante en las horas de comercio. La anchura del espacio permite numerosos aparcamientos. En los días de la Semana Santa adquiere especial animación por ser paso obligado de las cofradías de Triana. En la casa núm. 21 tiene su sede el Parlamento de Andalucía [hoy sede del Defensor del Pueblo Andaluz], y en otra vivió algunos años el poeta Rafael Montesinos [Rogelio Reyes Cano, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Conozcamos mejor la Biografía de los Reyes Católicos, a quienes está dedicada esta calle;
Isabel I. La Católica. (Madrigal de las Altas Torres, Ávila, 22 de abril de 1451 – Medina del Campo, Valladolid, 26 de noviembre de 1504). Reina de Castilla.
Hija del rey Juan II de Castilla y de su segunda esposa —Isabel de Avís—, que pertenecía a la Casa de Braganza, nació en la tarde del Jueves Santo de 1451 en la residencia aneja al convento de Madrigal; su padre estaba ausente, por lo que hubo que enviarle un correo para comunicar la feliz noticia. Apenas pudo llegar a conocerlo, ya que el Rey falleció en 1453. En su testamento, Isabel ocupaba el tercer lugar en la sucesión, después de sus hermanos varones, Enrique IV y Alfonso, que llegaría a titularse rey durante una de las graves revueltas. La infanta creció alta, rubia, como su bisabuela Felipa de Lancaster, de tez blanca, lechosa, dulce en su apariencia y en el trato con las personas aunque, según todos los testimonios, se hallaba dotada de extraordinaria inteligencia y energía. Destacaba especialmente la intuición que le permitía desenvolverse con acierto en medio de problemas muy complejos que a lo largo de su vida surgieron. Sin embargo, fue la piedad religiosa la nota más destacada de su carácter. Algunas decisiones que hoy se consideran erróneas fueron fruto de dicha piedad.
Alejada su madre de la Corte al producirse el relevo en el Trono, vivió sus primeros años en Arévalo, recibiendo una muy cuidada y austera educación. En ella participaron santa Beatriz de Silva, fundadora de las Concepcionistas, fray Martín de Córdoba —que le dedicó especialmente un ejemplar de su famoso libro El jardín de las nobles doncellas—, Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón y sus respectivas esposas, antiguos colaboradores de Álvaro de Luna, cuya reivindicación asumiría luego Isabel, y Gómez Manrique, tío del famoso autor de las Coplas. Todos coincidían en inculcarle profundos sentimientos religiosos a los que se mantuvo fiel toda su vida. Terciaria dominica, sintió especial apego a los jerónimos, de donde procedía el que habría de convertirse en su confesor y hombre de confianza, fray Hernando de Talavera. En Guadalupe, donde se había establecido el sepulcro de Enrique IV, ella se hizo reservar una celda, cara al altar mayor, a la que se retiraba a orar y meditar; la llamaba “mi paraíso”. Algunas de las decisiones importantes se tomaron precisamente en ese lugar.
Su actividad política resulta inseparable de la de su marido Fernando, a quien se puede asegurar que profesó profundo amor. Ella le definiría, pocas horas antes de su muerte, como “el mejor rey de España”. En ocasiones resulta imposible distinguir en las decisiones que se tomaron, el protagonismo de una y otro. Curiosamente fue el de este infante aragonés el primer nombre, en el amplio abanico de posibles esposos que se manejaron, cuando la infanta era solamente una pieza en posibles alianzas. El nombre fue rechazado por el marqués de Villena y los otros consejeros de Enrique IV, porque parecía significar el retorno de los infantes de Aragón. Fueron para ella duros los años de estancia en Arévalo, pues desde 1454 su madre presentaba ya signos acusados de locura. Además, durante este tiempo la menguada Corte de la Reina viuda pasaba estrecheces que contribuyeron a aumentar el espíritu ahorrativo de Isabel.
Mientras tanto, Enrique IV, en el momento mismo de comenzar a reinar, había contraído segundo matrimonio, tras divorciarse de Blanca de Navarra —hermanastra de Fernando—, alegando impotencia, con una pariente suya, Juana de Portugal. Matrimonio que, por la sentencia no confirmada en Roma y por las razones alegadas, era muy discutible en su legitimidad. Pasaron años sin descendencia, pero en 1461 Juana anunció que esperaba un hijo. Tendría más adelante otros dos, claramente adulterinos. Los rumores de la Corte negaban que Enrique pudiera ser el padre, dada la declarada impotencia. Para evitar peligrosas conspiraciones, Juana hizo traer a los dos infantes, Alfonso e Isabel, a la Corte. Los seis años en que Isabel estuvo alojada en el Alcázar de Segovia fueron definidos por ella como una prisión. Nació una niña, Juana, como su madre, a la que los calumniadores acabarían llamando “beltranica”, porque atribuían al valido Beltrán de la Cueva la paternidad. La Reina decidió que Isabel fuera una de las madrinas de bautismo, creando así vínculos espirituales, a los que la propia Isabel se sentiría luego obligada a responder. Como el derecho castellano daba preferencia a los varones, se produjo en la Corte una fuerte tensión y se comenzó a pensar en un matrimonio conveniente para Isabel. Juana prefería un candidato portugués, su propio hermano Alfonso V, ya viudo y de bastante edad.
Estalló la revuelta y los nobles proclamaron rey a Alfonso, negando a Enrique IV la legitimidad de ejercicio. El marqués de Villena propuso al Rey un arreglo: le proporcionaría los medios necesarios para liquidar el movimiento si casaba a Isabel con su propio hermano, Pedro Girón, maestre de Calatrava. De este modo, Girón se instalaba en la dinastía real, en un puesto en aquel momento lejano, en la línea de sucesión. Isabel, desolada, se puso de rodillas pidiendo a Dios que la ayudara en aquel trance. Curiosamente Girón enfermó y murió durante el viaje a la Corte para celebrar su boda. Así, cuando los rebeldes que reconocían al autotitulado Alfonso XII tomaron el Alcázar de Segovia y “liberaron” a Isabel, ella exigió un juramento: no se la casaría contra su voluntad. Podían proponerle candidatos, pero a ella, en último término, correspondería la decisión.
Los nobles negaban a Juana, “hija de la reina”, legitimidad de origen, pero recurrían con exceso a calumnias y otras falsedades vejatorias para el Rey. Enrique IV, demasiado dominado por Villena, que estaba con los rebeldes, accedió a negociar, porque no contaba con fuerzas suficientes para someter a los rebeldes. La base de la negociación consistía ahora en reconocer a Alfonso como sucesor bajo el compromiso de casarse con Juana. Estas negociaciones se vieron interrumpidas por la muerte del infante el 5 de julio de 1468. De acuerdo con el testamento de Juan II, Isabel pasaba a primera fila. Los nobles trataron de proclamarla reina, pero ella se negó; aunque estaba convencida de su propia legitimidad, dada la invalidez del segundo matrimonio de Enrique IV, no negaba en modo alguno que la legitimidad de origen pertenecía a éste. De nuevo el marqués de Villena indujo a Enrique IV a negociar, proponiéndole un plan muy complejo que alejaba definitivamente a los aragoneses y permitía restablecer la paz interior. Isabel sería reconocida como legítima heredera, obligándosela después a casar con Alfonso V, lo que le obligaría a residir, como reina, en Portugal y, al mismo tiempo, a Juana se la desposaría con el heredero de aquél, Juan, uniéndose de este modo los dos reinos y siendo ambas muchachas sucesivamente reinas. Isabel nada sabía de esta urdimbre. Las negociaciones culminaron el 18 de octubre de 1468 con un acuerdo personal (Cadalso/Cebreros), estableciendo que la legitimidad correspondía a Isabel, no porque Juana fuese adulterina, sino porque Enrique IV “ni estuvo ni pudo estar legítimamente casado” con doña Juana. Todo el reino volvía a la obediencia de Enrique, cuya legitimidad la princesa nunca había puesto en duda. Esta última contraería posteriormente matrimonio con quien el Rey propusiera, y ella aceptara. El acuerdo se ejecutó al día siguiente en un acto celebrado en la explanada de Guisando. Enrique firmó una carta que aún se conserva, asegurando que Isabel era la única legítima sucesora, lo cual desautorizaba a Juana de un modo definitivo.
El plan secreto fue comunicado a los Mendoza, custodios a la sazón de la reina Juana, que iba a ser madre del primero de sus dos adulterinos. Se enviaron cartas a las ciudades, pero se evitó una convocatoria de Cortes, como figuraba también en el compromiso. Isabel rechazó la propuesta de matrimonio con Alfonso V, inconveniente para el reino, obligando a que se presentaran otros candidatos, y pudo recordar que Fernando había sido el primer nombre. A sus íntimos Chacón y Cárdenas reveló que “me caso con Fernando y no con otro alguno”. De este modo se cerraban las dos ramas de la dinastía y se lograba la incorporación de Castilla a la Corona de Aragón. Villena trató de impedir este matrimonio.
Ocultamente Fernando, que ya era sucesor en Aragón por muerte de su hermanastro el príncipe de Viana, entró en Castilla, llegando a Dueñas. Ambos príncipes —Fernando usaba título de rey de Sicilia— comunicaron en tono respetuoso a Enrique IV su propósito de casarse. El matrimonio tuvo lugar el 19 de octubre de 1469 en Valladolid y fue inmediatamente consumado. Dieron cuenta al Rey asegurándole que en nada se alteraba su fidelidad y obediencia. Pero el marqués de Villena, al ver desbaratados sus planes, propuso a Enrique IV repetir el acto de Guisando en otro lugar, reconociendo a Juana como sucesora, alegando que, por desobediencia, Isabel perdía sus derechos. Pero una vez establecida la no legitimidad de Juana, nada podía devolvérsela. En Val de Lozoya (26 de octubre de 1470) Enrique IV y su esposa juraron que Juana era hija suya y nacida de su unión. Isabel y su marido evitaron el recurso a las armas. Pero se ganaron la adhesión de Asturias y Vizcaya, los dos principales señoríos patrimoniales de la Corona, y muchas ciudades y la mayor parte de los nobles siguieron la misma conducta.
La principal decisión de apoyo vino del papa Sixto IV, que envió a la Península a su principal consejero, el valenciano Rodrigo Borja, futuro papa. Él, sobre el terreno, llegó a la decisión de que Fernando e Isabel eran, para la Iglesia, la mejor de las soluciones: se bendijo su matrimonio y se impidieron otros que hubieran podido hacer sombra. En las Navidades de 1473 Enrique IV operó una reconciliación, reuniéndose con Fernando e Isabel en Segovia, cuyo Alcázar, con el tesoro que encerraba, les fue entregado.
Se prometía para Juana un matrimonio digno, que la permitiera permanecer dentro del más alto nivel. De este modo, cuando, ausente Fernando por la guerra del Rosellón, murió Enrique IV (12 de diciembre de 1474), Isabel fue proclamada reina, sin que se produjese en las primeras semanas ninguna disensión. Los consejeros de Fernando, que no estaban convencidos de que una mujer pudiera reinar, reclamaron que se le entregara la Corona, siguiendo en esto las costumbres aragonesas. La querella quedó saldada mediante una sentencia arbitral que el cardenal Mendoza y el primado Carrillo elaboraron en Segovia: a falta de varón en la línea de sucesión, a la mujer correspondía ceñir la corona y reinar. Isabel compensó inmediatamente a su marido, firmando un documento que daba a éste los mismos poderes que ella misma, ausente o presente: en adelante todas las cosas se harían a nombre “del Rey y de la Reina”. Fueron cursadas órdenes a los cronistas para que así lo hicieran constar. Una curiosa anécdota pretende que, en el momento del nacimiento de Juana, el cronista Pulgar propuso escribir que “los reyes parieron una hija”. Las bromas son a veces muy reveladoras.
Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se sintió defraudado: él había sido cabeza del bando isabelino y ahora le desplazaban los antiguos partidarios de Enrique IV. Uniéndose a los Pacheco (Villena) y a los Stúñiga, que temían verse despojados de señoríos que pertenecieran a los infantes de Aragón, reclamaron la ayuda de Portugal, que podía sentirse amenazado por esta unión de reinos, y promovió un alzamiento en favor de Juana, cuya madre fallecía en Madrid por estos mismos días. Juana, con trece años de edad, fue proclamada reina en Trujillo, concertándose su matrimonio con su tío Alfonso V, que le excedía en más de treinta años. El Papa nunca autorizó dicho matrimonio.
Pocos nobles y casi ninguna ciudad se sumaron al alzamiento, que fracasó, provocando una guerra entre Castilla y Portugal, que culminó con la victoria de Fernando en Toro el 1 de marzo de 1476. Evitando incurrir en represalias, Fernando e Isabel firmaron pactos con cada uno de los nobles, garantizando sus rentas, y negociaron ampliamente con Portugal. Los acuerdos de Alcáçovas (1479) sellaban una fraternidad con Portugal: la primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, se casaría con el nieto de Alfonso preparándose para ser reina, y a Juana se la prometía con el príncipe de Asturias, recién nacido, garantizándosele una indemnización. Se reconocía el monopolio portugués a las navegaciones más allá del cabo de Bojador. En un gesto de dignidad, Juana rechazó el matrimonio —se la estaba tomando por una simple pieza— e ingresó en un monasterio, con disgusto para Isabel. En cambio, la infanta de este nombre se casaría por dos veces en Portugal y sería Reina, muy bien amada por sus súbditos. Con los linajes de nobles se establecieron acuerdos de los que, en puridad, no podían tener queja. De este modo, se completaba el programa de Enrique II respecto a las relaciones entre los reinos peninsulares y a la consolidación de la nobleza en los tres niveles. Uno de los principales errores de la historiografía del siglo XIX es presentar a Isabel como enemiga de la nobleza; se sirvió de ella, y la consolidó como élite social.
Terminada la guerra, Isabel y su esposo convocaron Cortes en Toledo (1480) —se habían celebrado ya otras en Madrigal—, donde se esbozó un ambicioso programa para el establecimiento de un orden institucional de la Monarquía. Sus leyes pueden considerarse como la primera constitución de ella. En estas Cortes se decidió establecer una definición concreta del poderío real absoluto, es decir, independiente de cualquier otro superior, ejercido en dos niveles, el del Rey y el de su sucesor el príncipe de Asturias. También se dispuso una codificación de todas las leyes vigentes para que Castilla dispusiese, como los reinos de la Corona de Aragón, de un código. Éste fue el Ordenamiento de Montalvo que, merced a la imprenta, pudo llegar a todos los rincones en donde se administraba justicia. Se logró una absorción completa de la deuda pública y se acometió un proceso de estabilización monetaria que fijaría las relaciones entre los dos patrones, oro y plata, asignando a las piezas acuñadas un precio que permanecería inalterable hasta el fin del reinado. Se mantuvieron sin variación los impuestos, y se renunció, en favor de la Hermandad general, a todas las ayudas y servicios extraordinarios que se solicitaban anteriormente a las Cortes.
Dos o tres años antes, en Guadalupe y en Sevilla, los Reyes celebraron importantes conversaciones con el nuncio de Sixto IV, Nicolás Franco. Coincidieron también con una asamblea del clero, en que abordaron los problemas de una reforma de la Iglesia extendida a sus miembros no religiosos. Con el nuncio se abordaron especialmente algunas líneas de actuación que marcaron el reinado. Aparte del fortalecimiento de la disciplina y del refuerzo de la fe como signo de unidad entre todos los súbditos que, por esta razón debían considerarse libres, entraban la eliminación del Reino de Granada, que se había independizado en rebeldía de la Corona de Castilla, a la que desde el principio perteneciera, la reforma de la Inquisición, introducida ya por Pío II a fin de acabar con las desviaciones de los falsos conversos, y la defensa del Mediterráneo frente a la amenaza turca. En 1480 se produjo el primer envío de barcos y tropas a Italia para colaborar en la recuperación de Otrantyo.
La Guerra de Granada, que se justificaba reclamando a los nazaríes que volvieran al vasallaje castellano, como en el siglo XIII, fue enfocada desde una estrategia de desgaste para lograr la capitulación, de modo que sólo Málaga fue combatida hasta una entrega sin condiciones; en los demás casos, se permitía a la población rendida conservar su fe en ciertas condiciones. Fernando e Isabel hicieron una especie de reparto de papeles: el Rey estaba con sus tropas en primera línea, tomando decisiones y haciendo alarde, pero la Reina sostenía los ánimos y allegaba recursos.
Por primera vez, Isabel organizó hospitales de campaña de gran eficacia. En determinados momentos, también ella acudía a la primera línea para estimular con su presencia a los combatientes. Al final, la resistencia se quebró. Algunos ilustres granadinos permanecieron recibiendo el bautismo y fueron incorporados a la nobleza. Boabdil recibió una muy fuerte compensación económica por sus propiedades y emigró a Marruecos en donde fue muy mal tratado.
Como Ladero Quesada ha podido demostrar documentalmente, la experiencia adquirida en esta guerra permitió crear un ejército real, partiendo, sobre todo, de las llamadas lanzas de la Ordenanza, pagadas directamente por el Estado, las unidades de las Órdenes Militares, y las compañías de la Hermandad general que procedían de los grandes municipios. Al término de la guerra, cumpliendo un programa previamente esbozado, se suprimieron los maestrazgos de las Órdenes Militares, que fueron asumidos por el propio Rey, pasando éstas a ser una de las dimensiones de la Corona. Los comendadores, nombrados por el Rey, se hallaban así bajo su directa dependencia. Los nombres de las órdenes han sobrevivido hasta nosotros como títulos para distintos regimientos. En este ejército se daba preferencia a la Infantería sobre la Caballería, con resultados satisfactorios, y se inició el desarrollo de una potente artillería que permitía culminar con éxito los asedios.
La entrega de la ciudad de Granada, en enero de 1492, marcó la que podemos considerar como la cúspide del reinado. Los cronistas afirmaron que se había remediado la “pérdida” del 711 y vieron en Isabel una restauradora de aquella Hispania. Este mismo año Nebrija entregó a la Reina el primer ejemplar de su Gramática, con las conocidas palabras de que “siempre fue la lengua compañera del Imperio”. Sin embargo, el Reino de Granada seguía contando con una población que era mayoritariamente musulmana. Isabel emprendió un intenso trabajo de adoctrinamiento para conseguir que se produjesen numerosos bautismos. Fray Hernando de Talavera ocupó la sede arzobispal, recién creada —el cristianismo había estado prohibido hasta entonces— y el Papa otorgó a los Reyes un derecho de patronato sobre las diócesis que se fueran creando, de modo que ellos escogían los obispos. Es el mismo sistema que se aplicaría luego en América, descubierta precisamente en ese mismo año.
La Inquisición, que se puede llamar “nueva” porque se insertaba en las estructuras del Estado, había comenzado a funcionar en Sevilla con dos jueces nombrados por los Reyes, los cuales actuaron con tanta dureza, que Sixto IV pensó que se había excedido en las concesiones, pensó por un momento en suspenderlas y acabó decidiendo devolver a la Orden dominicana el control de la misma. Hubo tensas negociaciones en las que Isabel intervino preconizando ceder, hasta que se llegó al acuerdo de nombrar un inquisidor general de quien dependiesen todos los jueces. Fue escogido fray Tomás de Torquemada, subprior de Santa Cruz de Segovia, sobrino de un famoso cardenal y persona de confianza para el Papa y la Curia vaticana, ante quien se reconocía un derecho de apelación.
La opinión de la Reina —aceptar las consignas del Papa— prevaleció en esta ocasión sobre la de su marido, si bien ambos dijeron haber obrado siempre de acuerdo. Muchas leyendas siniestras se han formado en torno a este personaje. Se debe, sin embargo, decir, a la vista de los documentos, que su línea de acción significó una evidente moderación en relación con el rigor de los últimos años. Esto no significa que no deba reconocerse un matiz desfavorable: la Iglesia, que es instrumento de perdón y reconciliación, se veía directamente comprometida en operaciones de represalia contra los que se consideraban peligrosos para el Estado. Pues la Monarquía se asentaba sobre el principio de que la religión católica era el signo de unidad y la condición indispensable para ser considerado súbdito y, en calidad de tal, recibir el status de libertad personal con los derechos naturales fundamentales. Y ahora, Torquemada, al ocuparse del problema de los falsos conversos que “judaizaban” pese a ser bautizados, recibió informes de otros inquisidores y los pasó a los Reyes. No era posible castigar las prácticas judaicas de algunos de estos conversos, cuando el judaísmo y su práctica se hallaban bajo la protección de la propia Corona. Prácticamente todos los reinos de Europa habían suprimido el judaísmo, siendo España una excepción y también un refugio para muchos emigrados de sus lugares de origen. Había que aplicar la doctrina enseñada por Ramon Lull: invitar a la conversión y prohibir luego la práctica de los que no la aceptasen. Los Reyes cedieron y Torquemada preparó el texto del Decreto de 31 de marzo de 1492, que daba un plazo para que cesase el culto judío en España. Abrabanel negoció con Isabel buscando una ampliación de los términos, pero la Reina hubo de desengañarle; se trataba de una opinión general. Los judíos tenían dos opciones: bautizarse integrándose en la comunidad con garantías frente a la Inquisición, o tomar sus pertenencias y emigrar. Isabel extendió luego una norma. Los que hubiesen salido, si tornaban para ser cristianos, podrían recobrar los bienes vendidos pagando por ellos el mismo precio que recibieron. Probablemente fueron bastantes los que se bautizaron, entre ellos el Rab mayor, Abraham Seneor y su familia, que fue integrada en la nobleza con el apellido Fernández Coronel. Pero, sin duda, fue muy superior el número de los que prefirieron el exilio; las persecuciones sufridas habían servido para fortalecer su fe.
Análogo proceso se ensayó con los musulmanes, objeto de adoctrinamiento, al que muchos resistieron. Se produjeron revueltas, ya que los granadinos sostenían que se estaban quebrantando los pactos y no se respetaba su libertad religiosa. Ante la revuelta, en 1501, los Reyes decidieron que todos debían bautizarse o emigrar. De este modo, se estableció como norma la unidad religiosa, que Isabel consideró como una gran ventaja para sus reinos, ya que de este modo cobraban solidez moral al someterse todos los súbditos a un mismo principio de autoridad. Desde su punto de vista, inserto en la fe, éste era el mayor bien que podía procurar a sus reinos, al abrirles las puertas que conducen, en definitiva, a la salvación. Es necesario colocarse en su posición para entender dicha política, si bien es necesario recordar también que comportaba alcanzar una meta de reconocimiento de la libertad y de los derechos naturales humanos para todos.
1492 contempla, pues, cuatro acontecimientos singulares, Granada, la Gramática de Nebrija, la expulsión de los judíos y América. En este último asunto, la participación de Isabel resultó decisiva. Fernando, más reflexivo y mejor informado, desconfiaba del proyecto de Colón, llegar a China desde las costas españolas, pues los expertos de su Corte lo juzgaban, con razón, imposible. Además, se mostraba reacio a las exigencias de aquel genovés que proyectaba construirse un señorío, sabe Dios de que límites, al otro lado del mar, usando para ello el dinero de la Corona. Las disponibilidades náuticas no permitían entonces viajes demasiado largos. Pero la intuición femenina triunfó esta vez de los recelos: valía la pena arriesgar los moderados recursos que se programaban —1.200.000 maravedís sería la aportación de la Corona— cuando se trataba de explorar posibles islas en el Atlántico al otro lado del espacio de reserva de Portugal. No hacía mucho tiempo que se hicieran los decisivos descubrimientos de Azores y Canarias, que estaban siendo incorporadas a la cristiandad. De este modo, gracias a Isabel, se abrió para la Monarquía española un nuevo horizonte. Pues islas se descubrieron en los primeros viajes.
Aunque no es posible separar la política preconizada por ambos Reyes, se puede decir que Fernando desempeñó un papel predominante al de su esposa en relación con la política exterior. Titular de la Corona de Aragón, aspiraba a lograr el cierre poderoso de todo el Mediterráneo occidental sustrayéndolo a la amenaza turca, instalando fortalezas en el norte de África y abriendo, por medio de la fuerza naval, las rutas de Rodas y de Alejandría, en donde se estableció un consulado catalán. Esta política se vería bruscamente interceptada por las pretensiones de los sucesivos reyes de Francia, Carlos VIII y Luis XII, que reclamaban para sí la lejana herencia de los angevinos y, en suma, una hegemonía sobre Italia, incluyendo el Reino de Nápoles. A Isabel le disgustó profundamente aquella guerra, que se prolongaría en el tiempo, pero apoyó a su marido con todos los recursos a su alcance: soldados veteranos de Granada, barcos y dinero castellanos demostraron aquí que la Monarquía española estaba en condiciones de ejercer una verdadera hegemonía sobre Europa. Otros medios castellanos se emplearon también en conseguir la recuperación económica de Cataluña. En este principado Isabel tuvo oportunidad de recibir muchas muestras de afecto.
Personalmente ella se volcó de modo especial en la política religiosa. Para ella la maduración y reforma del catolicismo romano eran tarea esencial. Así lo reconocieron los Papas y, por eso, Alejandro VI, a quien conocía desde su legación en España, le otorgó el título de Católica, compartiéndolo con su marido. En esta tarea pudo contar con tres importantes colaboradores: el cardenal Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, el ya mencionado fray Hernando de Talavera, su confesor, y el franciscano de la observancia fray Francisco Jiménez de Cisneros, que sucedería al segundo como confesor y al primero en la sede arzobispal de Toledo. Para ella elaboraron un amplio programa.
Volviendo a ciertos puntos que ya se han insinuado, Talavera, que había intervenido en todos los asuntos importantes del reinado, pasó a ser prelado de Granada, en donde la Iglesia partía de un punto cero, con el encargo preciso de conseguir que el mayor número posible de musulmanes se convirtiera a la fe católica. Se trataba de invertir los términos. Fray Hernando, profundamente religioso, aunque desde dentro de la Orden jerónima, rehuyó cualquier clase de presión o de violencia; había que demostrar a la gente común que la verdad cristiana tenía todas las características necesarias para ser preferida a cualquier otra. Sus modos fueron tan humanos que los musulmanes, refiriéndose a él, llegaron a llamarle “el alfaquí santo”. El procedimiento tenía un inconveniente; era lento. Por eso en 1499, al asumir la dirección de la Iglesia en España, Cisneros convenció a la Reina de que había que cambiar el modo, presionando, en algunos casos con violencia. Así fue como se produjo la rebelión de la que con anterioridad se ha hablado. La pragmática de mayo de 1501, firmada por Fernando, prohibía la práctica de la religión musulmana en todos los reinos de Castilla. Se tomaron, además, medidas que dificultaban la emigración, evitando así una salida en masa. La norma no fue aplicada en los reinos de Aragón y de Valencia, produciéndose un trasiego, ya que aquí la nobleza no quería prescindir de esta valiosa mano de obra. Bautizados prácticamente a la fuerza en el ámbito castellano o supervivientes de un islamismo poco eficiente en los reinos de la Corona de Aragón, fueron identificados, en la conciencia hispánica como “moriscos”. De este modo nacía un problema, el de la simpatía de estos moriscos hacia los turcos, que persistiría hasta principios del siglo XVII, causando injusticias, molestias y pequeñas ocasiones de revuelta.
En el plano familiar, Isabel y Fernando tuvieron cinco hijos nacidos según este orden: Isabel, Juan, único varón, Juana, Catalina y María. Para la Reina fueron causa de experiencias muy amargas, que influyeron en el deterioro de su salud en los años posteriores a 1497. De acuerdo con los tratados de Alcáçovas, la mayor, Isabel, casó con el heredero de Portugal, Alfonso, a quien conocía, pues de niños vivieron en casa de su hija la condesa Beatriz de Braganza. De modo que al celebrarse la boda en 1491 se creó en torno a ellos la noticia de que estaban profundamente enamorados, cosa que al parecer era muy cierta; cuando Alfonso murió en 1491 de un accidente hípico, la viuda desgarró su velo, como una dama de la Corte de Arturo, y anunció que no volvería a casarse, haciendo vida religiosa. Sus padres consiguieron que rectificara: tenía que ser reina de Portugal, por lo que se casó en 1497 con Manuel, que había sucedido a Juan II. Al mismo tiempo se celebraba la doble boda de Juan y Juana con Margarita y Felipe, hijos de Maximiliano. Había que unir a los Habsburgo y a los Trastámara frente al poder de Francia.
El príncipe de Asturias, que había padecido siempre mala salud, falleció el 4 de octubre de 1497 sin descendencia, de modo que Isabel fue reconocida como sucesora, con disgusto de Felipe el Hermoso. Ella murió también al dar a luz a su hijo Miguel. Hasta 1500 este niño fue la gran esperanza de unión entre España y Portugal. Falleció también en dicho año, cuando Juana ya tenía un hijo varón al que llamaron Carlos, como al Temerario.
Consecuente con los principios que siempre defendiera, Isabel no dudó en ningún momento que Juana tenía derecho a sucederla en el Trono, y así fue reconocida y jurada por las Cortes en Toledo. Felipe no estaba conforme; compartía la doctrina francesa de que las mujeres deben transmitir los derechos a sus hijos o maridos. Quería, en consecuencia, ser rey. En el viaje que los nuevos príncipes de Asturias hicieron a España para ser jurados, Isabel y Fernando pudieron comprobar dos cosas: que la princesa Juana presentaba trastornos mentales, como su abuela, y que Felipe, ligado estrechamente a Francia, no mostraba hacia su esposa la debida corrección de conducta y la presionaba con dureza para que firmase un documento en que hiciera plena transmisión de sus funciones, pudiendo ser retirada de la escena. Estas circunstancias influyeron negativamente en la salud de la Reina, que ya estaba muy quebrantada, de modo que fallecería el 26 de noviembre de 1504, cuando contaba únicamente cincuenta y tres años de edad. Poco antes de morir, redactó un testamento que, contado entre las leyes fundamentales del reino, establecía, por primera vez en Europa, el reconocimiento de los derechos naturales humanos a todos los moradores de las islas y tierra firme recién descubiertas. Aunque conculcado muchas veces, como sucede con todas las leyes fundamentales que se promulgan, el principio se mantuvo en lo esencial, haciendo que América se constituyera en forma de reinos y no de colonias y se diera al principio de unidad religiosa el mismo valor que se le otorgaba en la Península. La Constitución de los Estados Unidos menciona en primer término el nombre de Dios. En ese mismo documento, Isabel, que acababa de expresar las elevadas cualidades de su marido, disponía que si Juana estaba ausente o no podía o no quería ejercer sus funciones, éstas fueran asumidas por Fernando, ya que así se lo habían solicitado las Cortes de Toledo. Esta cláusula no fue observada, porque Felipe el Hermoso, contando con el apoyo de una parte de la nobleza, lo impidió. Pese a todo, la temprana muerte de Felipe hizo que Fernando pudiera volver a sentarse en el Trono completando la obra de Isabel (Luis Suárez Fernández, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Fernando II de Aragón y V de Castilla "El Católico". (Sos del Rey Católico, Zaragoza, 10 de marzo de 1452 – Madrigalejo, Cáceres, 23 de enero de 1516). Rey de Castilla y de Aragón.
El título que acompaña a este nombre no es un mero calificativo, como sucede con otros monarcas medievales, sino que, junto con su esposa Isabel, le fue oficialmente otorgado por el papa Alejandro VI, en reconocimiento por la Guerra de Granada y otros servicios a la Iglesia.
Nació del segundo matrimonio de Juan II de Aragón, que contaba ya con hijos, Carlos, Blanca y Leonor, de su primera unión con la reina Blanca de Navarra. Su madre Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez —el linaje llevaba algunas gotas de sangre judía en las venas— viajó rápidamente a Sos para evitar que el parto pudiere producirse en tierras de Navarra. Contaba Fernando nueve años de edad cuando la muerte de su hermano Carlos, príncipe de Viana, le convirtió en heredero de la Corona de Aragón. Navarra, donde no regía la ley sálica, pasó a su otra hermana, Leonor, que había sabido deshacerse de Blanca por vía de asesinato.
Siendo todavía un niño, vivió junto a su madre los avatares de la revolución de Cataluña, que se negaba a reconocer sus derechos acusando a Juan II de la muerte del príncipe Carlos, lo que era falso. En tiempos duros Fernando creció hasta convertirse en caballero fuerte, que manejaba bien las armas pesadas, y al mismo tiempo prudente y seguro de sí mismo. Durante toda su vida dio muestras de una gran inteligencia política, avalada además por una conducta siempre noble, según los términos de la caballería; pudo presumir de haber cumplido siempre la palabra dada, aunque también se sabe que de ella se sirvió para alcanzar grandes éxitos. Su primer maestro, Francisco Vidal de Noya, se encargó de proporcionarle una educación humanista de alto nivel.
Contaba trece años cuando participó en una batalla, la de Calaf, donde los rebeldes catalanes fueron derrotados; fue más bien espectador que actor en este episodio. Se pensó muy pronto para él en un matrimonio castellano, y es curioso que el primer nombre que los nobles de este reino manejaron fuese el de la princesa Isabel que le aventajaba unos meses en edad.
Tras la muerte de Alfonso, hermano de Enrique IV, algunos partidos castellanos a los que no les gustaba el gobierno femenino, pensaron en él como solución al problema. Pero fue reconocida Isabel en 1468 (pactos de Guisando) pensando el marqués de Villena que era un medio de casar a la infanta y a su rival, ambas en Portugal, alejándolas. Juan II envió sus procuradores con instrucciones para que lograsen el matrimonio con su hijo, y la princesa confió a sus consejeros Chacón y Cárdenas, que “me caso con Fernando y no con otro alguno”.
En marzo de 1469 Fernando firmó las capitulaciones matrimoniales en las que reconocía que a su esposa correspondería la titularidad y el ejercicio de la Corona. Envió a su prometida un collar de oro muy valioso, que hubo de desempeñar, aunque enseguida fue empeñado de nuevo para disponer de fondos.
Como Enrique IV y sus consejeros rechazaban la boda, e Isabel hubo de huir de la Corte y refugiarse en Valladolid, Fernando entró en Castilla fingiéndose uno de los criados dentro de una embajada que el rey de Aragón enviaba a su primo de Castilla. En octubre de 1469 estaba en Dueñas, desde donde pasó a Valladolid para celebrar la boda el 19 del mismo mes; antes de un año nació la primera hija, a la que pusieron el nombre de Isabel. Durante tres años los príncipes de Asturias que insistían en mantener su fidelidad a Enrique IV a pesar de ser rechazados por éste, permanecieron fuera de la Corte, logrando poco a poco adhesiones, algunas tan importantes como las del principado de Asturias y el señorío de Vizcaya.
Finalmente, en las Navidades de 1473 a 1474 hubo una reconciliación de Enrique IV con Isabel y en enero de ese mismo año Fernando pudo entrar en Segovia, recibir el abrazo de su cuñado y compartir con él un paseo por las calles de la ciudad, en el que participó también su esposa. Puede decirse que hubo un reconocimiento de su legitimidad; a cambio los futuros Reyes prometieron un matrimonio conveniente, con un pariente cercano de Fernando, para Juana, la “hija de la reina”, lo que hubiera permitido a ésta instalarse en el nivel más alto de la nobleza de Aragón.
En el momento de la muerte de Enrique (diciembre de 1474) Fernando se hallaba ausente en Cataluña combatiendo la invasión francesa. Parte de la nobleza rechazó a los príncipes. Pero algunos de los partidarios de éstos también afirmaban que el varón debía sustituir a la mujer. Fernando regresó, aceptó los argumentos de Isabel y el cardenal Mendoza pudo extender una sentencia arbitral en donde expresamente se reconocía que en Castilla, a falta de varones, las mujeres podían reinar. Pasadas pocas semanas, la Reina firmó un documento en que otorgaba a su marido los mismos poderes que ella poseía. Fernando, en 1479, al suceder a su padre Juan II, hizo lo mismo en relación con sus reinos patrimoniales de Aragón.
El todavía joven Rey desempeñó un papel decisivo en la guerra de Sucesión, en la que supo tratar a sus oponentes como adversarios más que como enemigos, procurando sobre todo establecer acuerdos que permitiesen afirmar los poderes de la Monarquía. En la primera fase de la misma, cuando los portugueses se apoderaron de Toro y Zamora (1475) efectuó ya operaciones brillantes, destacando de un modo especial el rescate de la fortaleza de Burgos. En marzo de 1476 tomó parte personalmente en la decisiva victoria de Toro y, al mismo tiempo, en el rescate de esta ciudad y de Zamora, liquidando de ese modo la contienda interior. Quedaban abiertas hostilidades en la frontera de Portugal y en la de Francia.
Sin que faltasen las reticencias, todos los linajes castellanos reconocieron su legitimidad. Coincidiendo en todo con su esposa —es muy difícil separar las acciones de ambos—, Fernando liquidó la guerra sin ejercer represalias. A los nobles se les garantizó su estatus social y el montante global de sus rentas, aun en aquellos casos en que era imprescindible hacer reajustes por las confiscaciones y embargos de la época de Enrique IV. Por ejemplo, los Stúñiga, que tuvieron que devolver Arévalo arrebatada a la madre de Isabel, recibieron Plasencia que rentaba más. No intervino en la negociación con Portugal porque hubo de acudir a Cataluña para tomar su herencia, pero confirmó y respaldó todos los acuerdos establecidos por Isabel. Y los cumplió al pie de la letra.
En Cataluña supo establecer la paz entre los dos partidos, buscaires y bigaires, sirviéndose de la colaboración de aquellos dirigentes que antes habían combatido a su padre. La forma de Estado asumida por la Corona de Aragón, unión de reinos, fue mantenida, sumándose a ella Castilla, aunque nunca disimuló Fernando el papel predominante que otorgaba a ésta, a la que a veces llamó “mi ventura”. Mientras Isabel escogía como emblema las flechas, símbolo de dicha unión y con un nombre que empezaba con Fe como el de su marido, éste recurría a los servicios de Nebrija, el cual recomendó el yugo —Isabel se escribía entonces con y griega— sobre el que estaba el nudo gordiano que Alejandro Magno cortó con su espada diciendo “Tanto Monta”, es decir, da lo mismo. Las versiones posteriores son sencillamente ridículas.
Entre 1482 y 1492 la vida de Fernando II estuvo sobre todo dedicada a la guerra de Granada. En 1476 y 1477 había celebrado largas conversaciones con el legado de Sixto IV, Nicolás Franco, que le transmitió la principal preocupación de Roma: el peligro turco.
Le señaló que a la Corona de Aragón correspondía un papel decisivo en la defensa del Mediterráneo, pero necesitando resolver previamente las brechas internas en la Península: Granada, judíos y conversos. Por eso, al instalarse la Inquisición, Fernando contribuyó a dotarla del apoyo del Estado. Cuando los turcos desembocaron en Otranto se envió una flota para expulsarlos de allí. Malta fue una de las preocupaciones fundamentales.
Asumiendo los planes de su abuelo, cuyo nombre llevaba, concibió la guerra de Granada como una batalla de desgaste en la que iba tomando una a una las ciudades a cuyos habitantes ofrecía capitulación. Sólo Málaga apuró la resistencia y sus moradores fueron reducidos a la esclavitud, aunque liberándolos después mediante pago de un rescate. Los mismos términos se ofrecieron a Boabdil en 1485: que se limitara a gobernar una reserva musulmana no demasiado extensa y sin puertos de mar. Los musulmanes desconfiaron y prefirieron continuar la guerra. En 1486 Fernando estuvo a punto de suspender las hostilidades, a fin de recobrar el Rosellón que Luis XI, en su testamento, había ordenado restituir. Isabel impuso entonces su criterio de continuidad por medio de la convicción y no de otra forma. Desde 1487, tomada Málaga, la guerra entraba en fase de liquidación y Fernando pasaba a ser el más brillante de los reyes europeos Se mostró extraordinariamente generoso con Boabdil y sus cortesanos, incluso aquellos que rechazaron la demanda de conversión.
Colaborando en todo con Isabel, que llegó a decir de él que había sido “el mejor rey de España”, hay que destacar sobre todo el papel que desempeñó en las tareas de reconstrucción del poder monárquico ejecutadas durante las Cortes de Toledo de 1480. Sobresalen tres aspectos: el establecimiento de la Hermandad, que transfería a las ciudades la ayuda económica de la Cortes a fin de que pudieran establecer una policía interior de gran alcance; la estabilización económica que permitió mantener el poder adquisitivo de la dobla durante todo el reinado, y las reformas constitucionales que las mencionadas Cortes de Toledo acordaron.
No cabe duda de que el modelo estructural de la Corona de Aragón influyó mucho en estas reformas.
Por otra parte resolvió definitivamente el problema de los remensas de Cataluña, convirtiendo a los antiguos siervos en pequeños propietarios con indemnización de los antiguos dueños. Y garantizó a todos los súbditos, cristianos bautizados, la libertad.
Hoy se sabe que hubo ciertas disyunciones entre él y su esposa en dos asuntos. La Inquisición, regida ahora por Torquemada, a quien Fernando no había querido recibir, reclamó la prohibición del judaísmo, pues era un contrasentido que se castigase a los conversos por celebrar ritos que sus parientes no bautizados ejercían dentro de la ley. Fernando, que se movía dentro de coordenadas políticas, partiendo del hecho de que toda Europa, prácticamente, prohibía tales ritos, se inclinó a aceptar la propuesta. Isabel, como se sabe ahora por los estudios de Netanyahu, trató de ganar tiempo, pero no lo consiguió y desde 1492 se decretó la salida de cuantos se negaran a bautizarse. Desde 1500 se aplicó el mismo criterio a los musulmanes.
En el caso de Colón, Fernando se mostró opuesto a los proyectos del navegante, fiándose de los análisis hechos por los doctores universitarios que juzgaban, con razón, irrealizable la empresa. Por otra parte, entendía que Colón pedía poderes y funciones que eran excesivas y peligrosas. Pero Isabel alegó que valía la pena correr el riesgo de enviar una flota, sin demasiado coste, a explorar el Atlántico. Esta vez Fernando cedió, firmó las Capitulaciones y pudo recibir luego al Descubridor y su puñado de indios en el salón de Ciento de Barcelona. No se equivocó en un punto: los poderes otorgados eran excesivos y por ello Colón causó daños aunque no lo pretendiera.
Según Ángel Ferrari, “el monarca aragonés inauguró en España una política moderna”. Era demasiado pronto para que se pusiera el acento en América, cuya existencia como continente era aún desconocida. Fernando pretendía cerrar bien el Mediterráneo occidental al convertirlo en dominio económico y político de España, tarea posible al disponer de los recursos castellanos, muy elevados. Hizo en Tordesillas importantes concesiones a Portugal en el Atlántico, que permitirían a este reino instalarse en el Brasil, a cambio de disponer de una franja de litoral sahariano, el reino de Bu Tata, hacia los caminos del oro, y toda la costa de Berbería desde el Muluya en adelante. Aquí es donde, en 1497, pudo instalar el primer bastión, Melilla, levantado sobre una tierra sin dueño aunque contando con la colaboración de algunas tribus berberiscas de la zona.
Pero en 1493 el nuevo rey de Francia, Carlos VIII, reivindicó para sí la herencia de la Casa de Anjou sobre Nápoles. Fernando II había establecido alianzas en Inglaterra, con Enrique VII Tudor, y en los Países Bajos, con Maximiliano de Habsburgo, a fin de asegurarse las comunicaciones marítimas, de las que dependía la prosperidad castellana, y rodear a Francia de posibles enemigos que reivindicaban, como él, tierras que fueran de su patrimonio. Carlos decidió entonces devolver a Fernando el Rosellón (tratado de Barcelona), indemnizar a Enrique VII y llegar a un acuerdo con Maximiliano y su hijo Felipe, que se preparaba para un matrimonio español, creyendo tener las manos libres. Luego reclamó Nápoles, donde reinaba un bastardo de Alfonso V, Fernando, primo del monarca aragonés. Pero Nápoles era vasallo de la Santa Sede, en la que se hallaba ahora instalado un valenciano, Rodrigo Borja, el papa Alejandro VI. Cuando los franceses invadieron Italia quebrando con facilidad la resistencia, Fernando alegó, primero, que era el Papa quien debía tomar la decisión, y segundo, que a él podían corresponder derechos como sobrino legítimo de Alfonso V, el último Rey.
Formó una Liga Santa a la que se incorporaron también sus aliados y, en Atella, derrotó a los franceses demostrando que aquellas tropas que contaban con la experiencia de Granada y un experto general, Gonzalo de Córdoba, a quien los italianos llamaron el Gran Capitán, estaban preparadas para invertir el arte de la guerra. Carlos VIII murió antes de que se hubiera resuelto el problema y se restablecieran las comunicaciones que ambos reinos necesitaban. Su sucesor, Luis XII, que por su matrimonio pudo instalarse en Milán, propuso entonces un arreglo: dividir Nápoles, cediendo a Fernando I las provincias de Apulia y Calabria que enriquecían Sicilia (Tratado de Granada, septiembre de 1500). De nuevo parecía Francia el reino más fuerte de Europa. Don Fernando había conseguido su objetivo de cerrar el Mediterráneo occidental y se preparaba para instalarse en Djerba y en el norte de África.
Mientras tanto, por medio de matrimonios, según era norma de los Trastámara, Fernando había conseguido convertir sus tratados de amistad en un sistema de alianzas. El más valioso Portugal. En 1497 Isabel, la primogénita, viuda del príncipe Alfonso, contrajo matrimonio con Manuel, primo de éste, que había sucedido a Juan II en el trono. Casi al mismo tiempo Juan, príncipe de Asturias, y su hermana Juana se casaban con Margarita de Austria y Felipe, respectivamente.
Y Catalina viajaba hacia Inglaterra para convertirse en la esposa del príncipe de Gales, primero Arturo, luego Enrique, que llegó a ser Rey. Pronto nacieron dos nietos varones, Miguel de Portugal y Carlos de Borgoña, destinado éste a ser el emperador Carlos V.
El reparto de Nápoles fracasó; sin unidad territorial y rentas comunes se generaba un nuevo déficit.
Así, los franceses reanudaron las hostilidades contando con que su superioridad les aseguraría la victoria.
Gonzalo Fernández volvió a Italia y en Barletta y las victorias de Ceriñola y Garellano forjó una fama que se mantuvo hasta 1635: la Infantería española era reina de las batallas. Luis XII no tuvo más remedio que concertar una tregua dejando Nápoles bajo ocupación hispana y en el aire el posible destino político de este reino. La llegada de Julio II al trono pontificio modificaba mucho las cosas.
Antes de que llegara a tener un hijo, el príncipe Juan murió en 1497. Al año siguiente sucedió lo mismo con Isabel, la mayor, y los derechos pasaron a un hijo, Miguel, que fue criado en Granada, pero murió en 1500. Ahora se mostraban ante el rey Fernando dos factores adversos. Por una parte, la legitimidad pasaba a Juana y a su marido. Las relaciones entre ambos cónyuges eran tormentosas —la reina Isabel tenía la seguridad de que su hija se volvería loca, al igual que su propia madre— y Felipe patrocinaba una política de estrecho acercamiento a Francia, contra las líneas marcadas por su padre y por su suegro. Algunos nobles, como los Manuel y los Pacheco, que habían combatido a los Reyes Católicos en 1475, se prestaron a servir de apoyo a Felipe que quería sustituir a Fernando en el momento en que Isabel, demasiado enferma, falleciera.
La reina Isabel la Católica falleció, como es sabido, el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo.
Previamente informada por sus embajadores de la situación, añadió a su testamento un codicilo en el cual disponía que si Juana estaba ausente, renunciaba por sí misma o era incapacitada, Fernando y no Felipe debía tomar las riendas del poder. Inmediatamente después del fallecimiento, Fernando hizo proclamar a Juana reina y asumió, en ausencia de ésta, las funciones reales. Felipe el Hermoso, que había impedido que Juana firmara un documento que confirmaba esta situación, viajó a España en compañía de su esposa, con tropas, y reunió en torno a su persona un partido nobiliario. Ante la perspectiva de una nueva división con guerra, Fernando cedió a su yerno el ejercicio (concordia de Salamanca, 1505) a cambio de una indemnización, y pasó a Italia.
Don Fernando, retornando a sus planes mediterráneos, ejecutó algunas operaciones llenas de riesgo, estableció un entendimiento con Luis XII y contrajo segundo matrimonio con Germana de Foix que podía presentar derechos superiores a los de los Albret que ahora reinaban en Navarra. La dote que se asignó a doña Germana era precisamente la mitad del reino de Nápoles. De este modo Fernando pudo disponer la incorporación de Nápoles a la Corona de Aragón y relevar a Gonzalo de Córdoba de sus funciones como virrey. La familia de éste se había declarado a favor de Felipe el Hermoso. Si el matrimonio hubiera procreado hijos varones —un niño falleció al poco tiempo de nacer— la Corona de Aragón se habría separado de la de Castilla. Germana, joven y gruesa, fue una compañera excelente para Fernando.
Desde Nápoles el rey aragonés reforzó las relaciones con Egipto que databan de algunos años atrás, siempre contra los turcos, y acarició aquella leyenda que le presentaba como el murciélago, preparado para la reconquista de Jerusalén. De acuerdo con el Soldán mameluco pudo consolidarse en la posición de proteger los Santos Lugares, donde habían conseguido permanecer algunos franciscanos.
El 25 de septiembre de 1506, antes de haber conseguido una renuncia escrita de su esposa y un reconocimiento por parte de las Cortes, falleció de inesperada enfermedad Felipe el Hermoso. Cisneros y el segundo duque de Alba apoyaron la postura de Juana que escribió a su padre para que viniera a hacerse cargo del gobierno. Sin prisa, don Fernando emprendió el retorno a fin de asumir la regencia del niño Carlos, a quien todos los reinos españoles habían aceptado. En vida de Isabel había compartido con ésta un proyecto que quedó en el vacío: dividir la herencia dejando a Carlos todos los dominios que fueran de Maximiliano, y la Monarquía hispana entregarla a un segundo nieto que por esta razón fue llamado Fernando. Una idea sin contacto alguno con la realidad.
Durante nueve años, retirada Juana al convento de las clarisas de Tordesillas, donde fue cariñosamente visitada por Germana de Foix, Fernando ejerció las funciones de rey de Castilla, contando con el apoyo de los más fuertes sectores de la nobleza y especialmente de Cisneros, arzobispo de Toledo, y del duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo. Había celebrado una entrevista con Luis XII en el viaje de regreso, de modo que parecía poder contar con una paz en la frontera norte. Comenzó disolviendo sin miramientos al que cabría considerar “partido flamenco”, y dejó a Gonzalo Fernández de Córdoba en sus señoríos andaluces, utilizando en cambio los servicios de sus grandes jefes militares, como Pedro Navarro.
Ahora parecía posible cerrar el Tirreno también por medio del litoral africano. Cisneros, que seguía viviendo con la modestia de un fraile, puso a disposición del Rey los cuantiosos recursos de su diócesis y llegó a participar directamente en las operaciones: la meta era conquistar o someter a protectorado todos los puertos que formaban la Berbería de levante. Fernando reunió una Junta en Burgos para analizar los malos resultados de la primera etapa de América, planteando la disyuntiva entre abandonarla o continuarla. Los consejeros, especialmente los eclesiásticos, impusieron la continuación: sólo la Corona podía controlar los desmanes, ya que los viajes, con ella o sin ella, iban a continuar.
El Rey aceptó, pero es absolutamente cierto que permaneció al margen de esos horizontes y preocupado especialmente por ejecutar la incorporación definitiva de Nápoles a la Corona de Aragón, dentro de la cual permaneció hasta principios del siglo XVIII. Para los tratadistas italianos, que anteceden a Campanella, esa Corona, a la que se sumaba ya indeleblemente Castilla, era una Monarquía católica. Todos los súbditos tenían reconocido el estatus de libertad, si bien éste se hallaba indisolublemente vinculado al bautismo.
Seguía habiendo esclavos, adscritos siempre al servicio doméstico y el propio Rey, e incluso el Papa poseía algunos. Pero se trataba de “mercancía” adquirida fuera, especialmente prisioneros de las guerras tribales africanas que sus propios jefes vendían. Los comerciantes y los propietarios justificaban esta línea de conducta alegando que, al comprarlos, salvaban su vida, ya que pasado un plazo y habida cuenta de que costaba mantenerlos, les daban muerte. Esto no justificaba los usos; la mayor parte de los esclavos venidos de África pasaban luego a los mercados musulmanes, donde la esclavitud desempeñaba un papel económico. Muchos españoles, capturados en mar o tierra por los berberiscos, padecieron la esclavitud; de ahí que se establecieran congregaciones religiosas para proceder a su rescate.
Estas circunstancias deben tenerse en cuenta para comprender la gran obra fallida de Fernando el Católico: se trataba de encerrar todo el Mediterráneo occidental en el círculo que formaba un litoral cristiano.
Maniobró hábilmente hasta conseguir una especie de reconciliación entre venecianos, aliados de Cataluña, y genoveses que lo eran, y muy estrechos, de Castilla.
Por esta vía se esperaba garantizar las comunicaciones mercantiles tan afectadas y dañadas por la piratería.
En 1509, con los recursos reunidos, Pedro Navarro culminó una gran operación de guerra conquistando Orán. El entusiasmo prendió en las Cortes aragonesas que, por primera vez, se mostraron dispuestas a otorgar una muy generosa ayuda, ya que de este modo se completaba la obra iniciada en 1282. Túnez y Argel entraron también en el ámbito de las buenas relaciones que pueden calificarse de protectorado. Al año siguiente se organizó la gran expedición que debía completar el cierre a los turcos, ocupando la isla de Djerba frente al litoral libio, se contaba para ello con la buena voluntad del jeque, dispuesto a someterse. El mando de la expedición fue encomendado a un hijo del duque de Alba llamado García Álvarez de Toledo.
Los otomanos reaccionaron y la expedición terminó en doloroso fracaso, al que los escritores de la época se refieren como el “desastre de los Gelves”.
De nuevo el enfrentamiento con Francia impidió, como en 1493, que se continuase el programa. Los acuerdos con Luis XII parecían garantizar un statu quo que dividía la península italiana en tres sectores: el norte, dirigido desde Milán, pero incluyendo en cierto modo a Génova, quedaría bajo el mando galo; el sur sería de dominio hispano contando con tres puntos de apoyo esenciales, Cerdeña, Sicilia y Nápoles y en medio quedaban los Estados Pontificios y Florencia, que era la Banca de los Médicis. Parecía haberse restablecido el equilibrio de la paz de Lodi.
Pero Luis XII, ahora duque de Milán, protestó de los afanes expansionistas de Venecia, que consideraba un peligro para sus dominios italianos, y solicitó, en 1508, de sus ahora amigos Maximiliano de Habsburgo y Fernando de Aragón, la constitución de una Liga, que quedó concertada en las reuniones de Cambrai, para impedir a la Serenísima continuar con su política de expansión. El papa Julio II, es decir, Giulio della Rovere, que en tiempos fue pro-francés, protestó; amenazar a Venecia era tanto como fortalecer el dominio de Italia por los “barbari”; él aspiraba también a ampliar los Estados Pontificios. Fernando se separó entonces de la Liga, alegando que, como siempre, consideraba la obediencia al Papa el primero de sus deberes.
Francia respondió en sentido contrario. Resucitando las viejas tesis de superioridad del concilio sobre el Papa, Luis XII pudo reunir en Pisa una asamblea que se dio a sí misma tal nombre y preparó el juicio contra Julio II. Fernando de Aragón hubo de volver al enfrentamiento con Francia: puso en pie una nueva Liga que llamó Santísima porque defendía las prerrogativas del vicario de Cristo y en ella entraron su consuegro Maximiliano y su yerno Enrique VIII de Inglaterra. Francia disponía de mejores tropas, a cuyo frente se hallaba un hermano de Germana de Foix, el duque de Nemours, que logró la brillante victoria de Rávena sobre los aliados. Pero en esta batalla perdió la vida. Luis XII había reconocido los derechos de esta rama de los Foix sobre el patrimonio del linaje que ostentaban los Albret. Ahora esos derechos pasaban a la reina de Aragón.
Los reyes de Navarra, Catalina y Juan de Albret, habían suscrito un acuerdo con Fernando para prohibir el paso de tropas francesas por su territorio. Pero, por encima de reyes, eran los opulentos señores que residían en Pau en calidad de vasallos de Luis XII. Al estallar la guerra éste les exigió obediencia y paso para su ejército. Los Albret tenían forzosamente que elegir entre los dos bandos y, con cierta lógica, escogieron el francés, ya que de él obtenían sus principales rentas y poder. Pero Navarra era España y así lo pensaba la mayoría de los navarros. Don Fernando ordenó al duque de Alba que tomara posesión del reino, y las Cortes del mismo acordaron negociar la incorporación. De modo que la entrada de Navarra en la Corona de Castilla fue efecto de una negociación: conservaba sus Cortes, su Fuero y las instituciones capaces de mejorarlo (1515).
Fue el último gran éxito de Fernando el Católico. Nunca pudieron los franceses enmendarle la plana.
Mientras tanto se había producido la muerte de Julio II. Las fuertes tensiones suscitadas por la sucesión concluyeron con la elección de un Médicis, que tomó el nombre de Leon X y anteponía los objetivos políticos y familiares a los de la tiara. Inmediatamente confirmó la Liga otorgándole sus bendiciones (Malinas, 1513). Crecía el poder de los Habsburgo. Atacados en todos los frentes, sufrieron los franceses derrotas en Novara y Vicenza que confirmaban la superioridad militar española. De este modo Fernando de Aragón completaba la primera parte de su programa —hacer de su Corona la dueña del Tirreno— dejando para sus sucesores la segunda, es decir, el dominio del litoral africano. Muerto Luis XII, su sucesor Francisco I comenzó a preparar todos sus recursos para una nueva ofensiva que ya no afectó a Fernando de Aragón, pues éste murió en Madrigalejo, cerca de Cáceres, el 23 de enero de 1516.
Quedaban lejos los sueños de preservar la unidad de la Monarquía separándola de los otros dominios de los Habsburgo. Vivía Juana y el hijo de ésta, Carlos, que cumplía entonces dieciséis años, fue jurado Rey encargándose Cisneros nuevamente de la regencia.
De este modo, el reinado de Fernando el Católico supuso un final de etapa en la Historia de España (Luis Suárez Fernández, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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