Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Don Jaime I, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Almería, y de Ávila, en la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 13 de septiembre, es el aniversario de la proclamación como rey (13 de septiembre de 1213) de Aragón, de Jaime I, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Don Jaime I, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Almería, y de Ávila, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La Plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
Jaime I. El Conquistador. (Montpellier, Francia, 2 de febrero de 1208 – Valencia, 26 de julio de 1276). Rey de Aragón, de Mallorca y de Valencia, conde de Barcelona y de Urgel y señor de Montpellier.
Era hijo de Pedro II de Aragón y de María de Montpellier, y fue engendrado de forma casual, según la leyenda, debido a las malas relaciones de sus progenitores. Como Pedro II no quería ver a la Reina, un caballero, con engaños, haciéndole creer que en el lecho estaba otra dama a la que cortejaba el Monarca, logró llevarlo al palacio de Mirabais, introducirlo en la cama y conseguir que la Reina quedara encinta. En este palacio de Montpellier nació, el 2 de febrero de 1208, el primogénito. La Reina ordenó encender doce cirios con los nombres de los apóstoles, manifestando que el que durara más daría el nombre de su hijo, lo que sucedió con Santiago Apóstol, san Jaime.
Casó Jaime I el 6 de enero de 1221 en Ágreda con Leonor, hija de Alfonso VIII de Castilla y de Leonor de Inglaterra, a los catorce años. El matrimonio fue anulado por la Iglesia, a petición del propio Jaime, por razones de parentesco, cuando el Rey cumplió veintidós años y tenía ya un hijo (Alfonso, muerto en 1260).
Su segundo matrimonio se celebró en Barcelona el 8 de septiembre de 1235, contando veintiséis años, y la elegida fue Violante, hija de Andrés II de Hungría, mujer de carácter fuerte, cuyo objetivo fue hacer reyes a sus hijos Pedro y Jaime, mediante la persecución a Alfonso y la intervención en la política real. Tuvieron cuatro hijos y cinco hijas: Pedro III, el sucesor al Trono; Jaime, que reinaría en Mallorca; Fernando, que murió en vida del padre; y Sancho, arcediano de Belchite, abad de Valladolid y arzobispo de Toledo, falleciendo en 1275 prisionero de los moros granadinos. Las hijas fueron: Violante, que casó con Alfonso X de Castilla; Constanza, casada con el infante castellano don Manuel, hijo de Fernando III; María, que entró en religión; Sancha, que murió como peregrina en Tierra Santa; e Isabel, casada en 1262 con Felipe III de Francia. La reina Violante de Hungría murió en Huesca, el 12 de octubre de 1251.
Tradicionalmente se ha considerado que fue el deseo de Violante conseguir buenas herencias para sus hijos, y que fue éste el motivo que llevó a convencer a Jaime I de la partición de sus reinos, pero a esta explicación simplista se añade también su concepción patrimonial, que convirtió la Corona de Aragón en una serie de piezas que manejó a su antojo, y así, hizo un primer reparto (1241), según el cual el primogénito Alfonso heredaría Aragón y Cataluña, la herencia peninsular de su padre, y a Pedro, habido con Violante, pasarían Valencia, las Islas Baleares, el Rosellón y la Cerdaña. Pero en 1243 en un nuevo testamento legó Aragón a Alfonso; a Pedro, Cataluña y Valencia, y a Jaime, las Baleares. De nuevo testó en 1248, incluyendo en el reparto al nuevo hijo, Fernando. Muerto Alfonso (1260), otorgó nuevo testamento y legó (1262) a Pedro Aragón, Cataluña y Valencia; a Jaime, las Baleares, Rosellón, Cerdaña y Conflent.
Tras la muerte de Violante, el Rey se lanzó a una carrera de amoríos, ya que, como anotaron sus cronistas, era “hom de fembres”, entre las que se pueden citar a Aurembiaix de Urgel o a Teresa Gil de Vidaure, a la que se prometió en matrimonio, pero el Rey la abandonó cuando enfermó de lepra, con la intención de casarse de nuevo. Teresa recurrió a Roma y el Papa no anuló dicho matrimonio, lo que movió la ira de Jaime I contra su confesor, el obispo de Gerona (Berenguer de Castellbisbal), acusándolo de revelar el secreto de confesión de su matrimonio, y le mandó cortar la lengua, según los cronistas. De este matrimonio nació Jaime, señor de Jérica, y Pedro, señor de Eyerbe. De las relaciones amorosas Blanca de Antillón nació Fernán Sánchez, al que entregó la baronía de Castro. Con Berenguela Fernández tuvo a Pedro Fernández, señor de la baronía de Híjar, mientras que con Berenguela Alfonso, hija del infante Alfonso de Molina, no tuvo descendencia. Estos bastardos reales, pues, fueron el origen de algunas de las más importantes casas nobiliarias de Aragón y Valencia.
Jaime I fue un Rey de gran carácter y una fuerte personalidad, como se ve en su propia Crónica y en las descripciones que han dejado otros autores, en particular Desclot. El Rey aparece como un personaje de considerable estatura y, como cuenta Desclot, de presencia caballeresca, blanco de cutis y de pelo rubio, hermosos dientes y finas y largas manos. Entre sus cualidades morales sobresalen dos: su generosidad y su fidelidad a la palabra empeñada. Religiosidad y belicosidad se entremezclaban en su personalidad, fruto de su crianza y educación entre los templarios, de forma que consideró su espíritu cristiano al servicio armado de la cristiandad, plasmado en la lucha contra el islam. En su vida y sus empresas aparece también la fe, el providencialismo y la devoción mariana, como testimonian las numerosas mezquitas transformadas en templos cristianos y consagrados a María. Su valentía y orgullo también formaron parte de su personalidad, visible en el episodio de sacarse él personalmente la saeta que le atravesó el hueso del cráneo; el orgullo de su familia, conservado hasta su vejez; su sensibilidad, visible en el episodio de la golondrina que anidó en su tienda, las lágrimas derramadas al conquistar Valencia y tantos episodios, que no son incompatibles con la crueldad, como cortarle la lengua al obispo de Gerona. Fue un gran creyente y un gran pecador, además de mujeriego, ya que sus últimos amores corresponden a las vísperas de su muerte.
Monarca longevo, falleció a los setenta y un años, tras sesenta y tres de reinado, que coincidió con la época del apogeo medieval.
La infancia de Jaime I fue muy difícil, porque su padre abandonó a la reina María y también al propio Jaime, envuelto en la vorágine de las guerras en el Midi francés, donde Pedro II halló la muerte en la batalla de Muret (1213), quedando el infante en manos de su enemigo Simón de Montfort, a cuya hija había sido prometido. Ese año falleció la reina María en Roma. Fueron años difíciles, pues ya de niño Jaime sufrió un atentado en la cuna. Su reinado se inició con una minoría bajo la protección especial del papa Inocencio III, que hizo que en 1214 Simón de Montfort devolviera al Rey-niño, que permaneció desde 1215 en Monzón, confiado a la Orden del Temple, según las disposiciones de la reina María: un consejo de regencia integrado por aragoneses y catalanes, presidido por el conde Sancho Raimúndez, hijo de Ramón Berenguer IV y tío abuelo de Jaime, gestionaba los asuntos públicos en estos primeros años.
Una de las primeras dificultades que tuvo que afrontar el Rey-niño, fue la amenaza del nuevo papa Honorio III, sucesor de Inocencio, defensor de Simón de Monfort, de replicar a los intentos de los aragoneses de vengar la muerte del rey Pedro; situación aprovechada por el abad de Montearagón Fernando, tío del Rey, para oponerse al regente don Sancho y obligar a la reunión de la curia real en Monzón en 1218, concluyendo la regencia del conde por la presión del bando contrario, en el que figuraban los nobles aragoneses Jimeno Cornel, Pedro de Ahones y Blasco de Maza, que luego participaron activamente en los enfrentamientos de la nobleza y la Monarquía. En 1219 inició su andadura un nuevo consejo encabezado por el arzobispo de Tarragona, período que se puede considerar finalizado con la boda de Jaime con Leonor de Castilla, hija de Alfonso VIII, cuando apenas tenía trece años, en 1221. Ese año se celebraron Cortes en Daroca, a las que asistieron, para prestar homenaje al Rey, el conde de Urgell y el vizconde de Cabrera. La pugna nobleza-monarquía se recrudeció durante los primeros años del Monarca, alternando las estériles luchas nobiliarias, la bancarrota financiera heredada de su padre, los problemas derivados de la sucesión en el condado de Urgel y el enfrentamiento con los Montcada y los Cabrera, y la rebelión de los ricos-hombres aragoneses tras la muerte de Pedro de Ahones en 1226.
La habilidad de Jaime I le permitió crear márgenes de actuación relativamente holgados, utilizando para ello la empresa reconquistadora contra el islam. Se trataba de un proceso mucho más amplio, inscrito en el marco global de la política de los reinos cristianos peninsulares. En efecto, a partir de 1212 y a raíz de la batalla de las Navas de Tolosa se produjo el hundimiento y la fragmentación del poder almohade en al-Andalus, que propició en las décadas siguientes el avance de las fronteras de los reinos cristianos hacia el sur, y así, mientras Portugal llegaba al Algarbe en 1249, Fernando III de Castilla conquistaba Sevilla (1248) y Jaime I tomaba el castillo y villa de Biar (1245), dando por finalizada la conquista de las tierras valencianas. Al porqué de estas campañas, la historiografía ha dado muy variadas explicaciones, y si el hispanista francés Pierre Guichard la ve como el resultado de la superioridad militar de los cristianos, en el marco del choque entre una sociedad cristiana feudalizada y una sociedad islámica tributaria, incapaz de generar un poder político y militar fuerte, capaz de resistir una ofensiva exterior, otros autores insisten en la importancia que la guerra, la conquista de nuevas tierras, tenía para la clase feudal dominante, los nobles, como medio de incrementar su patrimonio y rentas, lo que en este caso se haría a costa de los andalusíes, fragmentados políticamente y débiles militarmente, en tanto que para R. I. Burns lo fundamental sería el espíritu de cruzada que impregnaría a los cristianos, tesis hoy poco compartida. No olvidemos que desde 1228 el Rey propiciaba un programa para reafirmar su poder, para recuperar el prestigio y la autoridad de la Corona, que su padre había arruinado, y para ello propuso una empresa militar colectiva que beneficiara a todos, con el Rey como motor y como cabeza suprema de este proyecto.
En las Cortes de Tortosa de 1225 se proclamó la necesidad de emprender la reconquista contra el islam, que se inició con el fracaso del sitio sobre Peñíscola, al no contar con la colaboración de los caballeros aragoneses.
Pero no por ello cejó en su empeño de ir contra Valencia y en 1226 planeó una nueva expedición, partiendo de Teruel, que no llegó a realizarse por el fracaso de la convocatoria, aunque el rey de Aragón obtuvo de Zayd Abū Zayd el pago de un quinto de sus rentas de Valencia y Murcia a cambio de la paz.
El viejo sistema de las parias seguía teniendo plena vigencia. La violación de la paz por su vasallo Pedro de Ahones se saldó con su muerte y una guerra civil en Aragón. La fidelidad y ayuda del noble Blasco de Alagón fue compensada por Jaime I en 1226 con la concesión de todos los lugares y castillos que pudiera conquistar en territorio musulmán valenciano, hecho que años después tendría importantes consecuencias.
En 1227, la intervención papal a través del arzobispo de Tortosa permitió firmar la concordia de Alcalá, que procuraba una paz entre el Rey y sus aliados, por un lado, y las facciones de los barones, por otro, lo que dejó la puerta abierta a las grandes empresas conquistadores de Jaime I. En el condado de Urgel el rey de Aragón restableció en su condado a Aurembiaix de Urgel, bastando una campaña para apoderarse de sus territorios, que ella traspasó a Jaime I. Éste, a su vez, se los devolvió en feudo.
Por entonces se produjo la descomposición política del Sharq al-Andalus y en 1228 Ibn Hūd se proclamó emir de los musulmanes en Murcia, siendo reconocido por los arraeces de Alcira, Játiva y Denia, territorios que perdió Zayd Abū Zayd, cuyo dominio llegaba hasta el Júcar. La sublevación de Zayyan de Onda llevó a la guerra civil entre ambos, ocupando Zayyan Valencia y refugiándose Zayd en Segorbe y pidiendo la ayuda de Pedro Fernández de Azagra, a cambio de la cual entregó Bejís (1229) y quizá la cuenca del alto Turia. Zayd buscó la ayuda de Jaime I y el 20 de abril de 1229 firmó en Calatayud un acuerdo por el que se declaró vasallo del rey de Aragón, le ofreció la cuarta parte de las rentas del territorio perdido y la donación de Peñíscola, Morella, Alpuente, Culla y Segorbe, a cambio de ayuda militar y la entrega de los castillos de Ademuz y Castielfabib.
Jaime I fue el primer gran protagonista de la expansión mediterránea de la Corona de Aragón, comenzando por la conquista de Mallorca, que Jaime promocionaría como una obra colectiva, que a todos beneficiaría. Ante las agresiones de los piratas mallorquines musulmanes a los mercaderes de Barcelona, Tarragona y Tortosa, éstos pidieron ayuda al Monarca, al que en la reunión de Barcelona (diciembre de 1128) ofrecieron sus naves, mientras que los barones catalanes acordaron participar en la empresa a cambio del botín y tierras. En otra reunión en Lérida los barones aragoneses aceptaron las mismas condiciones, pero sugirieron al Rey que la empresa se dirigiera contra los musulmanes de Valencia. La conquista de Mallorca, aunque participó un grupo de caballeros aragoneses en virtud de sus obligaciones con el Soberano, fue una empresa catalana, y catalanes serían la mayoría de sus repobladores.
Las Cortes catalanas de 1228 reunidas en Barcelona concedieron al Rey el subsidio correspondiente a la recaudación del impuesto del bovaje. La expedición estaba integrada por ciento cincuenta naves y salió desde Salou, Cambrils y Tarragona el 5 de septiembre de 1229. Tras un largo asedio de tres meses, la ciudad de Palma se rindió el último día del año, y con ella el resto de la isla, que apenas ofreció resistencia. El Rey volvió en 1231 a la isla, cuando moros no sometidos se ofrecieron al Rey, reduciendo Menorca a la condición de tributaria. La isla de Ibiza fue conquistada en 1235 por el arzobispo de Tarragona, Guillem de Montgrí, y su hermano Bernat de Santa Eugènia.
Mallorca se constituyó como un territorio más de la Corona bajo el nombre de “regnum Maioricarum et insulae adyacentes”, obtuvo una carta de franquicia en 1230 y la institución en 1249 del municipio de Mallorca contribuyó a la institucionalización del reino. La conquista supuso acabar con la piratería islámica en las Baleares, que se constituían en puente para el comercio entre Cataluña y el norte de África.
Los participantes recibieron donaciones en la isla, en particular la nobleza, plasmadas en el Libre del repartiment de Mallorca, lo que fortaleció su poder político y social.
La conquista de Valencia, auténtica obsesión para Jaime I, cuyas energías absorbió durante quince años, se preparó minuciosamente dada su trascendencia, una vez ocupada Mallorca y alejado el peligro musulmán del Mediterráneo. A pesar de los iniciales fracasos y del interés de los caballeros de frontera por beneficiarse para sí de estas conquistas, Jaime I no se inhibió de la empresa cuando Blasco de Alagón se apoderó de Morella en 1232 y fue un peligro para el fortalecimiento de la nobleza. En 1233 en Alcañiz se planificó la campaña, desarrollada en tres etapas: la primera dirigida a las tierras de Castellón, con la toma de Burriana en 1233 y otros enclaves, como Peñíscola; la segunda abarca la zona central con la conquista de Valencia (1238) y las tierras llanas hasta el Júcar, para lo cual las Cortes generales de Monzón de 1236 concedieron la ayuda necesaria y el papa Gregorio IX dio a la empresa el carácter de cruzada. El Puig se tomó en agosto de 1237, fracasando una escuadra enviada por el rey de Túnez en auxilio de Valencia, firmándose unas capitulaciones el 28 de septiembre y entrando el Rey en la ciudad el 9 de octubre; la tercera fase abarca desde 1243 a 1245 llegándose a los límites estipulados para la conquista entre Aragón y Castilla en el tratado de Almizrra en 1244, firmado entre Jaime I y el infante Alfonso para delimitar las áreas de reconquista de las Coronas de Castilla y Aragón. Las tierras al sur de la línea Biar-Villa Joyosa quedaron reservadas para Castilla, incorporándose al reino de Valencia por Jaime II tras la sentencia arbitral de Torrellas (1304) y Elche (1305).
Jaime I obtuvo un gran triunfo sobre la nobleza, que consideraba las tierras conquistadas en Valencia como una prolongación de sus señoríos, al convertirlo en un reino privativo (1239), formando una entidad político-jurídica propia unida dinásticamente a la Corona de Aragón, hecho que provocó la airada reacción de la nobleza aragonesa, que veía cercenadas sus posibilidades de hacer de las tierras valencianas una prolongación de sus señoríos aragoneses. El reino fue repoblado por catalanes y aragoneses, aunque durante mucho tiempo la población musulmana siguió siendo mayoritaria. La falta de respeto, por los cristianos, de los pactos y capitulaciones firmados con los mudéjares llevó a la sublevación de al-Azraq en 1247.
En su pugna con la nobleza Jaime I encontró el soporte de la doctrina jurídica romana revitalizada por la escuela de Bolonia, que afirmaba la supremacía del príncipe, y con tal de contrarrestar a la insumisa nobleza, el Rey favoreció decididamente a los municipios y a la burguesía. La renuncia a la política tradicional sobre el Midi hizo que la atención se desviara hacia el Mediterráneo. Y también se modificaron las relaciones con los reinos hispánicos. La falta de descendencia del monarca navarro Sancho VII a punto estuvo de llevar a la unión con Aragón. Ante las dificultades del rey de Navarra, al que hacía la guerra Castilla, deseosa de anexionarse parte del reino navarro, la solución que encontró Sancho VII fue establecer en 1231 un pacto de prohijamiento mutuo con Jaime I, en virtud del cual Sancho se convertía en padre de Jaime, y al morir uno de ellos, el otro le sucedería en sus territorios. El pacto era favorable a Jaime I, muy joven, dada la delicada salud y avanzada edad de Sancho VII, y contenía diversas cláusulas por las que el rey de Aragón debía defender Navarra frente a agresiones exteriores. Pero las campañas de conquista en Mallorca y Valencia hicieron que Jaime I se desentendiera de Navarra, donde al morir Sancho VII en 1234 subió al trono como su sucesor Teobaldo de Champaña.
Con el reino de Castilla, además del tratado de Almizrra (1244), que delimitó las zonas de expansión hacia el sur de ambas Coronas, Jaime ayudó a su yerno Alfonso X a pacificar la rebelión de los mudéjares murcianos. Pero el interés de Jaime I por ayudarle desató la oposición de la nobleza aragonesa en las Cortes de Zaragoza (1264), que se negó a cooperar, alegando que no obtenía beneficios en tal empresa. A pesar de tales reticencias, Jaime I acudió en ayuda del rey de Castilla, sometió Murcia en 1266 e inició un proceso de repoblación con catalanes y aragoneses, devolviendo luego Murcia a Alfonso el Sabio. También el Conquistador autorizó a sus súbditos a luchar con el rey de Castilla frente a la ofensiva de Marruecos y Granada.
Para resolver sus diferencias con Francia, el 11 de mayo de 1258 Jaime I firmó con Luis IX (san Luis), el tratado de Corbeil, en virtud del cual Luis IX renunció a los derechos “teóricos”, que desde tiempos de Carlomagno pretendía tener sobre el Rosellón, Conflent y Cerdaña, y a los condados catalanes (Barcelona, Urgel, Besalú, Ampurias, Gerona y Vic), y Jaime I a los derechos —más evidentes— que le asistían sobre diversos lugares del mediodía francés.
Prenda de la nueva amistad sería la infanta Isabel, hija menor de Jaime I, que casaría con Felipe, hijo y heredero de san Luis. Ahora cedió también Jaime I a la reina de Francia, Margarita, sus derechos a los condados de Provenza y Folcalquier, lo que tenía en el marquesado de Provenza y el señorío de las ciudades de Arles, Marsella y Aviñón, que fueron del conde Ramón Berenguer. El tratado ha sido juzgado con dureza por los historiadores, en particular los catalanes, ya que ponía fin a la expansión y política ultrapirenaica de la Corona de Aragón.
Respecto a la política norteafricana de Jaime I, éste se benefició del interés comercial que desde el siglo XII habían demostrado los catalanes. La política real se aprovechó de su presencia en los reinos o sultanatos de Marruecos, Tremecén y Túnez, dedicando sus esfuerzos a someterlos por diversos medios, utilizando el procedimiento de unir el comercio catalán al pago de un tributo por el sultán. Se establecieron alfòndecs (alhóndigas) en Túnez y Bugía, en tanto que las milicias cristianas actuaban al servicio de los hafsidas tunecinos.
Puede decirse que comienza ahora, en los últimos años de la vida del Conquistador, una etapa de fracasos, de decadencia: Corbeil, Tierra Santa, repartos de sus reinos y luchas internas, etc. En 1260 murió el infante Alfonso y en 1262 el Rey se vio obligado a hacer un nuevo reparto, dando a Pedro, Aragón, Cataluña y Valencia, y a Jaime las Islas Baleares.
El espíritu de cruzada de Jaime I le llevó a emprender una expedición a Tierra Santa, como resultado de la embajada tártara que recibió mientras estaba en Toledo en la Navidad de 1268, para asistir a la primera misa de su hijo el infante Sancho, arzobispo de la ciudad.
Los tártaros, enemigos de los turcos, ofrecían unir su ayuda a la del emperador bizantino Miquel Paleólogo en la expedición a Tierra Santa, que desde hacía tiempo Jaime I proyectaba. El 4 de septiembre de 1269 zarpó de Barcelona una flota de treinta naves gruesas y algunas galeras, con ochocientos hombres escogidos, almogávares, los maestres del Temple y del Hospital, y los infantes Fernán Sánchez y Pedro Hernández. La empresa —que Soldevila sugiere que pudiera ir dirigida contra la isla de Sicilia— fue un fracaso total, pues una tempestad obligó a la flota a refugiarse en Aigües-Mortes, cerca de Montpellier, donde desembarcó el Rey, que regresó por tierra a Cataluña, olvidándose de la empresa, lo que hizo de manera definitiva en el Concilio de Lyon de 1274.
Las razones del abandono nunca estuvieron claras y la mayoría de los historiadores apelan a la edad del Monarca, con sesenta años, y, sobre todo, al deseo de estar junto a Berenguela Alfonso, con quien tenía amores.
En 1274 asistió al Concilio de Lyon reunido por Gregorio X en su deseo de ser coronado por el Papa, pero éste le exigió a cambio la ratificación del feudo y tributo que Pedro II había ofrecido dar a la Iglesia, por lo que no hubo acuerdo.
Los últimos años del reinado agudizaron los conflictos político-sociales: se produjo una revuelta de la nobleza catalana en 1259, encabezada por el vizconde Ramón de Cardona y Fernando Sánchez de Castro (bastardo de Jaime I), motivada por las diferencias con el conde de Urgel, en tanto que en la década de 1270 se produjo una auténtica guerra civil, cuando el Rey se vio presionado por los partidarios del primogénito, el infante Pedro, y por los rebeldes encabezados por el bastardo Fernández de Castro, aglutinador del frente nobiliario que se puede calificar de nacionalista, aunque lo que pretendían era imponer su autoridad a la Corona y alterar el autoritarismo regio a su favor, celosa también del ascenso social de los grupos urbanos y su apoyo a la Monarquía.
La lucha se saldó con la muerte del hermanastro Fernández de Castro por el infante Pedro (1275), mientras que sus partidarios aguardarían la hora de la venganza.
En 1275 se sublevaron los mudéjares valencianos y Jaime I fue en persona a sofocar la revuelta. El Conquistador fue derrotado por los moros en Llutxent (junio de 1276), falleciendo el mes de julio de ese mismo año. Su herencia se repartió entre Pedro III de Aragón (Valencia y condado de Barcelona) y Jaime (Mallorca, los condados de Rosellón y Cerdaña y el señorío de Montpellier) Fue en el reinado de Jaime I cuando se produjo el nacimiento de la conciencia territorial en la Corona de Aragón, sobre todo en los Estados fundacionales de Aragón y el principado de Cataluña, con la actuación de dos fuerzas: la normalización del derecho, que creó una conciencia territorial, y la conversión de las Cortes, reflejo de una realidad estamentalizada, en una institución reivindicativa y cohesionadora de la conciencia de la comunidad. En el ámbito jurídico, los Fueros de Aragón superaban el derecho consuetudinario por un marco más amplio de reminiscencias romanistas. La obra la encargó Jaime I al obispo de Huesca, el jurista Vidal de Cañellas, promulgándose en las Cortes de Huesca de 1247, sustituyendo a tradiciones jurídicas locales como el fuero de Jaca.
En Cataluña, la protección de la Monarquía permitió el triunfo de los Usatges de Barcelona y su difusión territorial por Cataluña a mediados del siglo XIII.
También Jaime I otorgó a Valencia una ordenación político-administrativa, la Costum (1240), de carácter municipal, que fueron revisadas en 1251. Los Foris et consuetudines Valentiae fueron confirmados por el Rey en 1271 y se fueron extendiendo por todo el reino, a pesar de la oposición de la nobleza aragonesa, deseosa de mantener su legislación, lo que generó una pugna foral no resuelta hasta 1329 con el triunfo de los Fueros valencianos.
Fue durante su reinado cuando tuvo lugar la consolidación de las Cortes privativas de cada reino, que actuaron como elemento esencial en la creación de una conciencia diferenciadora de cada territorio. Desde que en 1244 se decidió que el Cinca fuera el límite entre Aragón y Cataluña, las Cortes se reunieron por separado, en tanto que en Valencia la incipiente institución comenzaba su andadura a partir de 1261, aunque su consolidación no tuvo lugar hasta el siglo xiv.
Durante el reinado de Jaime I las ciudades interiores de la Corona perdieron impulso a favor de las ribereñas, estableciéndose la Corte y la Cancillería —base del actual Archivo de la Corona de Aragón— en Barcelona.
Aunque su reinado estuvo lleno de conflictos, no conviene olvidar la parte positiva de su obra, como señaló F. Soldevila: las conquistas de Mallorca y Valencia, el matrimonio de su hijo Pedro con Constanza de Sicilia, que daría un impulso decisivo a la expansión mediterránea; el impulso dado al comercio y a la política africana; la redacción del Llibre del Consolat de mar, primer código de costumbres marítimas; su protección a los judíos; las reformas monetarias, con la introducción del grueso de Montpellier y la creación de monedas propias en Valencia y Mallorca; su intervención en el movimiento jurídico, muy intenso, con figuras como Raimundo de Penyafort o Vidal de Cañellas, con el refuerzo dado al derecho romano; el impulso dado a las instituciones generales, como las Cortes, y municipales; el progreso de las letras catalanas, con el Rey como protagonista en esa gran obra que es el Llibre dels Feits, primera gran crónica catalana medieval, escrita o dictada por el Rey, en estilo autobiográfico.
Para los historiadores aragoneses el juicio histórico sobre Jaime I suele ser negativo, acusándole de tener una concepción mezquina de la Monarquía, ya que sin pensar en la unidad de la Corona, ya cimentada, separó Aragón y Cataluña, entregando la primera a Alfonso y la segunda a Pedro, quedando Valencia para el tercer hijo, Jaime. Complicó el problema con el trazado de la frontera entre Aragón y Cataluña, tras la adjudicación final de Lérida a Cataluña, y puso la frontera en el cauce del Cinca, y el resultado fue el enfrentamiento entre ambos países, que llevaban cien años unidos. Y la misma opinión les merece sus acciones de conquista y la creación de los reinos de Valencia y de Mallorca “que no correspondían a las necesidades ni al espíritu del momento” y que fragmentaron la unidad de la Corona, que de ser un espacio unificado pasó, por obra de Jaime I, a cuatro estados bajo la soberanía de un mismo Rey y sin ningún ideal común.
Obviamente, para mallorquines y valencianos, la visión del Monarca es radicalmente opuesta y es el gran Rey, el tótem histórico, el mito, el punto de partida de los futuros reinos de Mallorca y de Valencia, el creador de sus señas de identidad hasta nuestros días: territorio, fueros, moneda, instituciones, etc.
Jaime I murió abrazando el hábito de los monjes blancos (cistercienses) (José Hinojosa Montalvo, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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