Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Cuento de Brujas", de Nicolás Alpériz, en la sala XIII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 16 de mayo, es el aniversario del nacimiento (16 de mayo de 1865), de Nicolás Jiménez Alpériz, autor de la obra reseñada, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la pintura "Cuento de Brujas", de Nicolás Alpériz, en la sala XIII, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala XIII del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Cuento de Brujas", obra de Nicolás Alpériz (1865 - 1928), siendo un óleo sobre tabla en estilo costumbrista, pintado hacia 1910, con unas medidas de 35,7 x 61 cm., procedente de la donación del Marqués de Yanduri (1915).
La historia de las brujas puede remontarse a Lilit, de origen mesopotámico, de gran importancia en el folklore judío, según el cual fue primera esposa de Adán y abandonó el Paraíso voluntariamente, dedicándose luego a raptar niños… Era conocida en época clásica como la Lamia (Bruja). Circe o Medea, en la mitología griega, también dominan las artes ocultas. En la Edad Media, se producen las “cazas de brujas”, siendo en España famosos los casos de Trasmoz, en el Moncayo, y Zugarramurdi (Navarra).
La literatura emblemática renacentista asienta su iconografía, que tiene su origen en el personaje de la Envidia, y Durero realiza una serie de grabados de brujas que tendrá gran difusión por toda Europa.
En la literatura popular u oral, concretamente en los cuentos, tendrá una enorme influencia la Lamia clásica, invocada para asustar a los niños. Nace el cuento de brujas… Tras aquellas historias subyace una finalidad didáctica, de advertir a los pequeños, con el miedo, de los peligros que acechaban en la naturaleza… (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Al último costumbrismo pertenece la obra de Nicolás Alpériz (1865-1920), quien es autor también de de una hermosa Vista de Sevilla recientemente adquirida por el Museo (Enrique Valdivieso González, Pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Biografía de Nicolás Alpériz, autor de la obra reseñada;
Basta consultar la monumental Historia de la pintura sevillana de Enrique Valdivieso para darse cuenta de que Nicolás Alpériz es uno de los grandes nombres olvidados de la pintura sevillana. Apenas veinte líneas sirven para despachar la biografía de un pintor al que habitualmente se le suele colgar la etiqueta de costumbrista, cuando en realidad su obra trasciende tan estrictos límites. José Romero Portillo (Alcalá de Guadaíra, Sevilla, 1981), doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla y autorizado experto en temas alcalareños, ha arrojado luz sobre su figura en su reciente libro Nicolás Alpériz. Arte por pan, publicado en Arte Hispalense, la colección que ya se ha erigido en todo un referente de los estudios artísticos en nuestra provincia.
Nació Nicolás Alpériz en la Sevilla de 1865, una ciudad que no llegaba a los 150.000 habitantes, de marcado carácter provinciano y lastrada por las carencias que se cebaban con sus barrios más humildes. Bautizado en la misma pila que Murillo, los primeros años de vida de Alpériz se desarrollaron en la collación de la Magdalena, muy cerca de aquel puerto de resonancias literarias y pictóricas en el que “aún desembarcaban personas con distintas pieles y distintos propósitos, cargamentos valiosos de alimentos, maderas, metales preciosos y hasta animales exóticos, que resultarían extraordinarios a los ojos de quienes vestían pantalones cortos e ilusiones largas”, escribe Romero Portillo. A muy temprana edad Nicolás Alpériz perdió a sus padres y, como consecuencia, se convirtió en aprendiz de sastre, el oficio familiar que suponía su principal recurso económico. No obstante, aquel joven alfayate soñaba con su gran pasión: la pintura.
Y para cumplir con sus expectativas comenzó a alternar los alfileres y las tijeras con los pinceles, bajo el magisterio de tres prestigiosos pintores: Eduardo Cano, Manuel Barrón y Jiménez Aranda. Romero Portillo nos explica cómo el pintor transitó desde el historicismo de sus primeras obras al realismo por el que apostaba, entre otros, su admirado Jiménez Aranda: “En el caso de Alpériz, dado su carácter bohemio, la balanza cayó por el lado menos cómodo, el que le auguraba, a priori, menos rédito. Al fin y al cabo, era la decisión más afín a su personalidad y con la que se sentiría más realizado. Esa vía era la del realismo. Dicho sea con numerosos matices, pues el realismo que practicó derivó hacia muchos cauces: desde el paisajismo hasta el costumbrismo, pasando por un realismo de asunto social, integrado por personajes de clase media o trabajadora, situados en un contexto humilde”.
Esas imágenes son las que precisamente encontraría en Alcalá de Guadaíra, pueblo al que el nombre de Alpériz está indisolublemente ligado, especialmente desde que comenzara a visitarlo con frecuencia a instancias de su maestro Jiménez Aranda. “Con él –nos dice Romero Portillo– descubrió las posibilidades que le abría el paisajismo, y entrevió en las riberas del Guadaíra un futuro muy acorde a su modus vivendi”. En Alcalá, Alpériz inmortalizó paisaje y paisanaje, descubriendo al gran público algunos de sus elementos emblemáticos: el pinar de Oromana, los molinos de ribera, el castillo o los propios vecinos de Alcalá, prodigándose en la temática de los “niños de la calle” con cuadros como Niño del canasto de rábanos, Te paso si me das un beso, La santerita, Los pilletes, Muchacho con loro, Niño con botijo, El niño del cochecito, Niña con flores, El niño del violín, El niño del trombón, A la luz del farol, Sube y baja, Juego de niños en la cocina o Viajeros en un camino. Tras su matrimonio a los 48 años con Florentina Rey Capdevila, su novia de toda la vida, el pintor seguiría frecuentando y captando en sus lienzos las riberas del Guadaíra, dando muestra de su gran talento para dominar la pintura al aire libre o plenairista, como la preferían denominar los esnobs, engatusados por la expresión francesa au plein air”.
Además de su paso por Alcalá, el libro de José Romero Portillo nos permite comprobar cómo Alpériz se convirtió en un auténtico especialista en la realización de pinturas de pequeño formato, en las que narró multitud de aspectos costumbristas de la vida popular sevillana, generalmente con un tratamiento de carácter humorístico. De su paleta surgieron obras de indudable calidad pictórica como Las hormiguitas, La despedida del torero, Cuento de brujas, su Autorretrato y el Retrato de don German Repetto. Como podemos ver en sus páginas, “cada lienzo de Alpériz esconde pequeñas migas de pan que invitan a rastrear el camino y reconstruir su historia. Una historia compleja que comienza en un entorno pobre, a la sombra de una sastrería en la calle Murillo de Sevilla, donde aprendió a dibujar; y que termina, paradójicamente, en un entorno pobre, como un obrero más de Pickman en la isla de la Cartuja, en cuya fábrica de loza pasó sus últimos días decorando piezas de cerámica”. Resulta curioso comprobar que su talento artístico nunca le permitió vivir en la abundancia. Antes al contrario, el arte fue para Alpériz un modo de subsistir y de ganarse el pan de cada día.
La trayectoria de Alpériz fue paradójica, pues inició su carrera como pintor con pocos recursos, y acabó en la misma situación como empleado de la fábrica de cerámica de Pickman en la isla de la Cartuja.
Desgraciadamente hoy muchas de sus obras están repartidas por colecciones privadas de todo el mundo, circunstancia que dificulta una catalogación exhaustiva de sus cuadros. Este problema se acentuó tras su muerte, acaecida en 1928 en Sevilla. A partir de ese momento las subastas y las herencias contribuirían a la dispersión de sus lienzos. Su fallecimiento supuso la desaparición de un ser machadiano, en palabras de Romero Portillo. Sus compañeros de la escuela sevillana de pintura, lejos de rivalidades cainitas, no dudaron en elogiarlo como un hombre íntegro, optimista, risueño, sincero, inquieto, trabajador… Y, sobre todo, modesto. De su bonhomía y talento artístico da fe esta “crónica de un pintor de difícil catalogación, que se resiste a encasillarse dentro de los patrones clásicos y también dentro de los modernos; un pintor que a base de esfuerzo alcanzó, al menos, dos metas por las que suspiraban, y siguen suspirando, muchos artistas: el aprecio y la independencia” (Javier Vidal, Nicolás Alpériz, crónica biográfica de un sastre pintor).
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