Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Retrato de don Cristóbal Suárez de Ribera", de Velázquez, en la sala IV, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 6 de junio, se celebra el aniversario del bautismo (6 de junio de 1599) de Diego Velázquez, y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Retrato de don Cristóbal Suárez de Ribera", de Velázquez, en la sala IV del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala IV del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Retrato de don Cristóbal Suárez de Ribera", obra de Diego Velázquez (1599-1660), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, pintado en 1620, con unas medidas de 2,07 x 1,48 m., y procedente del depósito de la Hermandad de San Hermenegildo, de Sevilla, en 1970.
Este retrato corresponde a la etapa de juventud sevillana del maestro, momento en que todavía se destila la influencia de Pacheco, sobre todo en la cabeza y las manos, lo más conseguido de la obra.
Parece ser un retrato póstumo del personaje, pues fue realizado dos años después de la muerte de D. Cristóbal Sánchez. Aparece arrodillado, en actitud de donante señalando con su mano el altar mayor de la Iglesia de San Hermenegildo, santo al que profesaba una gran devoción, y cuya imagen fue realizada por Montañés.
Se sitúa en el interior de una estancia en cuyo ángulo superior izquierdo aparece el emblema de la Hermandad de San Hermenegildo con los atributos del santo mártir, la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de rosas.
A la derecha, un vano abierto muestra un esquemático paisaje de cedros y cipreses tal vez como alusión a la idea de la muerte y la resurrección.
Un joven Velázquez nos presenta a Cristóbal Suárez de Ribera, presbítero, patrono artístico y fundador de la hermandad de San Hermenegildo cuyo emblema se sitúa en el ángulo superior izquierdo con los atributos del santo mártir: la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de rosas.
El retrato fue realizado después de la muerte del sacerdote para colocarlo sobre su sepulcro en la iglesia de San Hermenegildo de Sevilla, edificio cuya construcción había impulsado él mismo. Se trata de uno de los primeros retratos del pintor y destaca por la extraordinaria volumetría del modelo, resaltando la cabeza, de rostro hierático, y las manos, ambos motivos mas afinados y acabados que los oscuros ropajes. La composición la completa la ventana, recurso clásico que en este caso se abre a uno de los más tempranos paisajes de uno de los pintores que renovó ese género en la pintura de su tiempo. Se trata de un paisaje esquemático y sombrío de cedros y cipreses que bien pudiera tratarse de un camposanto ya que, debido a la naturaleza del encargo, podría aludir a la idea de la muerte y la resurrección (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
La vida de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es en exceso conocida para volver a narrarla en estas líneas y aquí señalaremos tan sólo para situarle en el tiempo su nacimiento en Sevilla en 1599 y su muerte en Madrid en 1660. Subrayaremos en todo caso algunos aspectos de su existencia sevillana hasta 1623, fecha en que abandona la ciudad y se integra en la corte madrileña como pintor del rey.
Importante y decisivo en su vida fue el aprendizaje que realizó con Pacheco que se desarrolló a partir de 1610 hasta 1618 y también el matrimonio que contrajo con la hija de su maestro, a quien así consiguió retener el talento de su joven discípulo en el seno de su propia familia. En torno a la fecha de su matrimonio Velázquez adquirió el título de maestro pintor y a partir de estos momentos, de forma pausada pero firme, se convirtió en un pintor de talento que hubo de asombrar por su precocidad y al mismo tiempo por las novedades que supo introducir en su pintura.
En las obras realizadas por Velázquez en su etapa sevillana se advierte el empleo de fuertes contrastes de luces y de sombras, utilizadas para iluminar a personajes captados directamente de la realidad. En sus pinturas se constatan dos temáticas esenciales, una de ellas de carácter religioso y la otra de contenido profano, en la cual narra episodios de la vida cotidiana animados con magníficos detalles de bodegón. A estas dos direcciones fundamentales de su pintura hay que añadir la práctica del retrato, que prodigó en menos ocasiones pero con notable acierto.
Precisamente la obra de Velázquez en el Museo de Sevilla es un retrato en el que plasmó los rasgos de don Cristóbal Suárez de Rivera. Fue este personaje un ilustre presbítero bautizado en la parroquia de San Julián; como quiera que su lápida sepulcral nos indica que murió en 1618 a los 68 años de edad puede señalarse que nació en 1550; don Cristóbal fue hombre que profesó la religión con fervor apostólico destacando en su vida su devoción a San Hermenegildo. Esta devoción surgió en él desde niño, cuando fue alumno y estudió en el colegio que con esta advocación tenían en Sevilla los jesuitas (Enrique Valdivieso González, Pintura, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Biografía de Velázquez, autor de la obra reseñada;
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, 6 de junio de 1599 -bautismo- – Madrid, 6 de agosto de 1660). pintor.
Nacido en Sevilla, de familia paterna de origen portugués (Rodríguez de Silva) y materna sevillana (Velázquez), fue bautizado el 6 de junio de 1599. Su padre era notario eclesiástico del Cabildo de Sevilla, circunstancia que le propició, desde su infancia, una temprana familiaridad con los libros y con personas de cultura.
En 1609, apenas cumplidos los diez años, pasó algunos meses en el obrador de Francisco de Herrera el Viejo.
El mal carácter del maestro le alejó pronto de su taller y el 17 de septiembre de 1611 formalizó contrato de aprendizaje con Francisco Pacheco, comprometiéndose a permanecer en casa de su nuevo maestro seis años.
Pacheco era hombre de sólida cultura, relacionado con toda la sociedad literaria sevillana —nobles, clérigos, médicos, poetas— que se reunían en su casa, a modo de Academia, a comentar y discutir temas de literatura y artes. A eso debió Velázquez su formación intelectual, que hubo de ser mucho más amplia de lo usual en artistas españoles de su tiempo, y un deseo de ascenso social que iba a ser, desde muy pronto, motor de su actividad.
Cumplido el plazo del contrato de aprendizaje, el 14 de mayo de 1617, se examinó ante los “alcaldes veedores” del arte de la pintura y obtuvo licencia para establecerse como pintor independiente, recibir aprendices y abrir tienda pública de acuerdo con la norma del gremio de pintores de la ciudad.
El año siguiente, 1618, contrajo matrimonio el 23 de abril con la hija de su maestro, Juana Pacheco, que le daría dos hijas, de las que sólo sobrevivió una.
En los cuatro años siguientes, pintó para los conventos de Sevilla y abrió un camino nuevo con sus bodegones o escenas populares de inspiración flamenca, y en los que seguramente subyacen alusiones literarias o juegos de ingenio, apoyados en dichos o refranes como puedan ser la Vieja friendo huevos, Los músicos o su famoso Aguador de Sevilla. Asimismo, hizo algunos bodegones a lo divino, entre los que destaca Cristo en casa de Marta y María o La mulata. Entre sus obras de carácter religioso, que evidencian el más intenso y veraz naturalismo, sobresalen Adoración de los Reyes del Museo del Prado o Inmaculada y San Juan en Patmos que, procedentes de la sala capitular del Convento de Nuestra Señora del Carmen de Sevilla, hoy se encuentran en la National Gallery de Londres.
En 1621 falleció Felipe III y subió al Trono Felipe IV, asistido como “valido” por un noble de estirpe sevillana, Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, muy pronto conde duque. Muchos intelectuales y artistas sevillanos vieron posibilidades de encontrar en Madrid protección, y Velázquez, aconsejado seguramente por su suegro, hizo un viaje a la Corte en 1622 estableciendo provechosos contactos con el círculo próximo al conde duque y empezando a darse a conocer como excelente retratista, aunque no llegase a retratar a personas reales, pero sí, en cambio, a intelectuales como Góngora.
En el verano del año siguiente, 1623, volvió a Madrid reclamado por Juan de Fonseca, amigo de Pacheco y favorecido del conde duque, para retratar al Rey, y el éxito de su primer retrato facilitó de inmediato su nombramiento de pintor del Rey el 6 de octubre de 1623. Comenzó con ello una carrera administrativa que, paralelamente a su éxito de pintor, le llevó a ocupar puestos de importancia en la vida palaciega que le liberarán de ataduras sociales y económicas, que eran comunes en los pintores españoles de su tiempo. La protección del Monarca y de su valido —que le proporcionó muchas envidias y maledicencias en la Corte— le liberó, entre otras cosas, de la clientela religiosa, que era casi única para sus colegas sevillanos. No obstante, en el primer período de su estancia en Madrid, el poso de recuerdo de lo sevillano subyace en algunas de sus obras, como en su Santa Rufina, retrato a lo divino de un personaje concreto e íntimo y en directa relación con una de sus últimas obras sevillanas, la Imposición de la casulla a san Ildefonso del Ayuntamiento de Sevilla y depositada hoy en el Centro de Investigación Diego Velázquez de Sevilla (Fundación Focus-Abengoa).
En marzo de 1627 recibió el título de ujier de Cámara que llevaba aparejado, además de su sueldo, alojamiento, médico y botica. Este mismo año, al ver que los cortesanos y que los demás pintores del Rey le acusaban de no saber pintar otra cosa que retratos, por iniciativa del Monarca pintó, en competencia, casi en desafío, con los pintores del Rey (Carducho, Caxés y Nardi), un lienzo de compleja composición, La expulsión de los moriscos, que un jurado compuesto por el padre Maíno y Juan Bautista Crescenci consideraron el mejor y que fue colocado en el salón grande de Palacio, donde pereció en el incendio de 1734.
En 1628 llegó a Madrid Rubens, en difícil misión diplomática, permaneciendo en la Corte casi un año.
Velázquez le acompañó en su visita a El Escorial y seguramente compartió su entusiasmo por Tiziano.
El 18 de junio de 1629, poco tiempo después de la partida de Rubens, Velázquez solicitó licencia para ir a Italia, lo que se le concedió de inmediato. Se le proveyó de cartas de recomendación e introducción en diversas Cortes italianas que le franquearon la entrada de palacios y colecciones. Partió de Barcelona, en el séquito del marqués de los Balbases, Ambrosio Spinola, y visitó Génova, Venecia, Ferrara, Cento, Loreto, Bolonia y Roma, donde permaneció un año.
En 1630 viajó a Nápoles para retratar a la hermana de Felipe IV, María, que se hallaba allí en ocasión de su viaje a Hungría para contraer matrimonio.
El artista aprovechó bien la oportunidad y asimiló todo lo que vio, y muy especialmente la serena gravedad y el gusto por la belleza desnuda de los cuerpos del clasicismo romano-boloñés entonces triunfante y tocado de “neovenecianismo”. Los cuadros que pintó en Roma (La fragua de Vulcano, La túnica de José) dan cuenta de su asimilación de todo lo visto y a la vez aseguran su perfecto conocimiento de la fábula clásica y de los textos bíblicos que le permitieron sacar de ellos ejemplos de profunda significación moral.
En enero de 1631 ya estaba de regreso en Madrid, retomando su actividad cortesana y la evidente protección real que le proporcionó nuevos gajes y títulos.
En esta década trabajó activamente para el Palacio del Buen Retiro, que se construyó por deseo del conde duque. Para el Salón de Reinos del nuevo palacio pintó una serie de retratos ecuestres de los soberanos y sus herederos, el Príncipe Baltasar Carlos y el gran cuadro de la Rendición de Breda. También en esta década pintó la serie de retratos del Rey, sus hermanos y su hijo en traje de cazadores, para el Palacete de la Torre de la Parada y, para el mismo Palacete, retratos de personajes de la Corte, locos, enanos, “hombres de placer” que pululaban por el Alcázar, en imágenes emocionantes de una tierna y piadosísima humanidad.
Las identificaciones personales que se han hecho no siempre son convincentes y en algún caso imposibles.
Quizás, como se ha sugerido recientemente, oculten también intenciones alegóricas o alusiones conceptuosas. Pero la maestría del pincel y la profunda capacidad del pintor para penetrar en las almas hacen de estas imágenes algo inolvidable.
En 1636 recibió el título de ayuda de Guardarropa y sus ambiciones cortesanas eran ya bien conocidas, pues un aviso anónimo anota “que tira a querer ser un día Ayuda de Cámara y a ponerse un hábito a ejemplo de Tiziano”.
Y en efecto, en enero de 1643, el mismo año de la caída del conde duque, se le nombró ayuda de Cámara y en junio se le encomendó la superintendencia de las Obras de Palacio, lo que le supuso un conocimiento y autoridad en obras de arquitectura. Prueba de la confianza y familiaridad del Rey es que le nombró, en 1647 veedor y contador de las obras de la “pieza ochavada”, lujosa obra nueva que se construía en Palacio.
La renovación del viejo Alcázar, en una dirección más moderna, emprendida después de la viudez del Rey y del fallecimiento del príncipe Baltasar Carlos, tuvo consecuencias para Velázquez, que se ofreció para ir a Italia a comprar cuantos cuadros de pintores famosos y esculturas antiguas encontrase, “y en tanta cantidad como V. M. tendrá con la diligencia que yo haré”, según palabras recogidas por Jusepe Martínez.
Este segundo viaje tuvo un carácter bien distinto del primero, que puede llamarse viaje de estudios. Ahora, consciente de su maestría, con cincuenta años, y seguro del favor real, hace que sea muy tenido en cuenta en los ambientes artísticos y nobiliarios romanos, aunque no faltan interpretaciones negativas por parte de algunos españoles ante el considerable gasto que comportaba en tiempos de penuria, y la sospecha, también, que se procuraba forzar regalos.
El viaje se inició en Málaga, en enero de 1640, con el cortejo que iba a Italia a recibir a la nueva esposa del Monarca, su sobrina, la archiduquesa Mariana de Austria. Mientras que el cortejo se quedó en Milán, Velázquez pasó a Venecia, donde el embajador le puso en contacto con algunos vendedores que le procuraron obras importantes de Tintoretto y Veronés. Allí conoció a Marco Boschini que, en su Carta dell navegare pintoresco, subrayó las preferencias del pintor español por la pintura veneciana y especialmente Tiziano.
Luego fue a Bolonia, Módena y Parma. Pasó por Florencia y llegó a Roma, donde se insertó con facilidad en el medio artístico romano. Su condición de ayuda de Cámara y pintor del Rey de España, en la Corte de Inocencio X, que había sido nuncio de España y era favorable a los españoles, facilitaron que pudiese retratar al Papa en el soberbio retrato de la colección Doria Pamphili. El éxito de este retrato, el de su esclavo Juan de Pareja, que le acompañó en el viaje y al que dio carta de libertad en Roma y los de algunas personalidades romanas, le abrieron las puertas de la Academia de San Lucas romana y de la Congregación de Virtuosi al Panteón, prueba de la admiración de los pintores romanos. Las difíciles gestiones para obtener vaciados de esculturas clásicas y un episodio amoroso del que nació un hijo, que debió de morir muy niño, le retuvieron en Italia más de dos años, a pesar de las constantes solicitudes del Rey que reclamaba su vuelta y comentaba su “flema”.
Las gestiones para traer un fresquista para decorar el Alcázar no dieron resultado con Pietro da Cortona pero, por un trámite del marqués Virgilio Malvezzi, estableció contacto con los boloñeses Agostino Mitelli y Michael Angelo Colonna, que aceptaron la invitación, aunque no llegaron a Madrid hasta 1658.
El regreso de Velázquez a España tuvo lugar en junio de 1651 reincorporándose de inmediato a su trabajo en la decoración del Alcázar. En marzo de 1652 fue nombrado, por decisión del Rey, aposentador mayor de Palacio, cargo de importancia y responsabilidad que supuso una culminación en su carrera palaciega pero que limitó mucho el tiempo que podía dedicar a la pintura, lo que propició la intervención de su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo, en la repetición de los retratos reales que habían de pintarse por encargo oficial.
El arte del pintor ya había llegado a la cima. Los cuadros que pintó en la última década de su vida son los que llevan a su límite la ligereza del pincel y la capacidad, casi mágica, de hacer vivir con vida propia los temas que representa en clave realista hasta el punto de que Las hilanderas ha podido engañar por siglos a la crítica creyendo que se trata de un cuadro realista, y se ha revelado un cuadro mitológico: la fábula de Minerva y Aracne, y Las meninas, aparente escena casual en la vida en Palacio, pero en realidad complejo y enigmático lienzo donde se funden elementos políticos, de exaltación de la Monarquía y de la afirmación de la nobleza del arte en cuya defensa tanto empeño ponía el pintor.
Y a la vez culminó su deseo de personal ennoblecimiento.
Durante su estancia en Italia ya había iniciado contactos con altos personajes de la Curia para encontrar apoyo en su deseo de obtener un título de nobleza o su ingreso en alguna Orden de Caballería, y al llegar a España debió de intensificar esos contactos y expresar abiertamente su deseo. El Rey le ofreció un hábito de caballero de Santiago, pero las severas ordenanzas no satisfacían el Consejo de Órdenes que no aceptaron los testimonios relativos a condiciones de “nobleza y calidades” del aspirante y fue preciso obtener una dispensa papal, para lo cual, y a demanda del Rey, usó las relaciones logradas en Roma. El breve pontificio llegó al fin en octubre de 1659 y Velázquez se ennobleció no por la sangre sino por su arte, que a todos deslumbró.
En el año 1656 había recibido un encargo real de instalar en el Monasterio de El Escorial algunos de los lienzos traídos de Italia y de los comprados en la “almoneda del siglo” procedentes de la colección del rey Carlos I de Inglaterra. Su condición de aposentador mayor se expresó en esta ocasión al modo de un museólogo, preparando incluso una Memoria, recientemente reconstruida por Bassegoda, comentando los lienzos y su instalación.
Ese mismo año, se sabe, por el testimonio de Palomino, que se pintaron Las meninas, pero el hecho de que sobre el pecho del pintor se ostente la Cruz de Santiago —que no se presenta como un repinte, tal como se había creído—, obliga a retrasar la fecha hasta 1659.
Todavía como alto funcionario palaciego, hubo de participar en una ceremonia cortesana de alto significado: la entrega en junio de 1660, de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, a su prometido el rey Luis XIV de Francia, celebrada en la frontera francesa en la isla de los Faisanes, que sellaba, con la Paz de los Pirineos, la guerra con Francia.
En esta ocasión Velázquez, que había dispuesto la ceremonia en todos sus detalles, asistió con galas palaciegas de subido valor y vio, sin duda, culminar sus aspiraciones de ennoblecimiento.
A su regreso a Madrid, y tras una rápida enfermedad, murió el 6 de agosto de 1660, y siete días después falleció su esposa. El inventario de sus bienes informa detalladamente de su tono de vida, con lujos no frecuentes, incluso excepcionales, en el quehacer habitual de los pintores, pero no extraños en un noble.
Su biblioteca era también muy notable, con abundantes libros de teoría arquitectónica, matemáticas, astronomía y astrología, filosofía e historia antigua, y bastantes obras poéticas en español, italiano y latín. Sorprende la escasez de obras religiosas, que eran siempre las más abundantes entre sus contemporáneos.
Una acusación de sus enemigos, evidentemente muchos y poderosos, puso sus bienes bajo secuestro con el pretexto de haber defraudado a la Corona en el ejercicio de sus cargos, pero la investigación abierta le demostró libre de toda culpa.
Hombre reservado, se conservan abundantes testimonios de su “flema”, a la que alude varias veces el propio Rey, y de su mesura en gesto, actitudes y su constante preocupación por su ascenso social y la carrera profesional y social de su yerno. Sus ambiciones, que en lo personal culminaron con su hábito de Santiago, se prolongaron muchos años después de su muerte con sus nietos, que entroncaron con la casa ducal de Liechtenstein (Alfonso E. Pérez Sánchez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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