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viernes, 8 de marzo de 2024

La Iglesia del antiguo Hospital de San Juan de Dios, en Morón de la Frontera (Sevilla)

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la Iglesia del antiguo Hospital de San Juan de Dios, en Morón de la Frontera (Sevilla)
     Hoy, 8 de marzo, Memoria de San Juan de Dios, religioso, nacido en Portugal, que, después de una vida llena de peligros en la milicia humana, prestó ayuda con constante caridad a los necesitados  enfermos en un hospital fundado por él, y se asoció a compañeros con los que constituyó después la Orden Hospitalaria San Juan de Dios. En este día, en la ciudad de Granada, en España, pasó al eterno descanso (1550) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la Iglesia del antiguo Hospital de San Juan de Dios, en Morón de la Frontera (Sevilla)
     La Iglesia del antiguo Hospital de San Juan de Dios, se encuentra en la calle San Miguel, 18; en Morón de la Frontera (Sevilla).
     Edificio de una sola nave de cinco tramos cubierto con bóveda de cañón con lunetos en el cuerpo de la nave y en la capilla mayor, apareciendo una bóveda semiesférica en el ante­ presbiterio. El coro se sitúa en alto a los pies de la nave. La portada se encuentra en el muro izquierdo y está formada por un arco de medio punto entre pilastras estriadas sobre las que se apoya un entablamento que da paso a una hornacina flanqueada por pilastras y orejetas de hojarascas. En la hornacina se sitúa una escultura en piedra de San Juan de Dios. La torre, de un cuerpo, campanario y chapitel, se encuentra en la cabecera de la nave. El edificio data del tercer cuarto del siglo XVII, aunque fue remo­delado interiormente en el último tercio del XVIII.
     El retablo mayor es de esta misma fecha. Consta de banco, un cuerpo de tres calles y ático. Las figuras que aparecen en él son modernas, salvo los tres lienzos circulares de la parte superior. En una hornacina del muro derecho se halla una imagen de candelero de San Juan de Dios, de fines del XVIII, y en otra un grupo escultórico de Santa Ana y la Virgen, del segundo tercio del XVII. En los muros se distribu­yen cuatro grandes lienzos con escenas de la vida de San Juan de Dios, fechados en 1770 (Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia. Tomo II. Diputación Provincial y Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004).
         Poco resta de este antiguo hospicio destinado a socorrer a los pobres de solemnidad en la enfermedad, la pobreza y la muerte tal como preceptuaban las reglas de la orden sanjuaniana.
     Del antiguo hospital fundado por la Orden de San Juan de Dios sólo se conservan la iglesia y una parte del claustro consistente en arcos de medio punto sobre columnas, restos de la más primitiva edificación de un antiguo hospital de 1403.
     Esta iglesia fue construida en el tercer cuarto del siglo XVII; un siglo más tarde fue remodelada. Consta de una sola nava de cinco tramos cubierto con bóveda de cañón con lunetos en el cuerpo de la nave y en la capilla mayor, en el presbiterio, apareciendo una bóveda semiesférica en el anteprebisterio o crucero y pechinas decoradas con yeserías que enmarcan símbolos de los evangelistas. El interior, se sustenta con pilastras toscanas.
     Al exterior, la portada se encuentra ubicada en el muro izquierdo. Presenta arco de medio punto entre las pilastras estriadas sobre las que se apoya un entablamento que da paso a una hornacina flanqueada por pilastras y orejetas de hojarascas. Una escultura de San Juan de Dios ocupa la hornacina de la portada.
     La torre se sitúa en la cabecera de la nave, y consta de un solo cuerpo, campanario y chapitel. Su material es el ladrillo.
     El retablo mayor data del último tercio del siglo XVIII. Presenta banco, un cuerpo de tres calles con columnas salomónicas y ático. Es de madera dorada y su titular es la Virgen Inmaculada, moderna. El segundo cuerpo tiene tres lienzos de finales de XVIII: Santo Apóstol, San Juan Evangelista y Santiago.
     En el muro del Evangelio, retablo de San Antonio de Padua, en madera dorada formado de cuerpo, tres calles y ático, siendo su cronología del siglo XIX. Posee dos lienzos de la misma fecha: San Antonio de Padua y el Niño Jesús de la Pasión.
     En el mismo muro, lienzos de la vida de San Juan de Dios: La aparición del Ángel y la Aparición de la Virgen . Existe otro, copia de Murillo, con un Ángel ayudando al Santo.
     El retablo de Santa Ana es madera dorada consta de cuerpo, tres calles, baldaquino fechándose en la primera mitad del XVIII. Contiene un grupo escultórico de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen que podemos datarlo en el segundo tercio del XVII, en el cual se halla en restauración. Su autor fue Montes de Oca. 
     En una hornacina situada en el crucero, en el brazo de la Epístola, imagen de San Juan de Dios del XVII.
     Poco resta de este antiguo hospicio destinado a socorrer a los pobres de solemnidad en la enfermedad, la pobreza y la muerte tal como preceptuaban las reglas de la orden sanjuaniana.
     La estructura del templo queda patente en su única nave con bóvedas de cañón y semiesférica en el presbiterio, procedentes del siglo XVII, junto con la portada sencilla en piedra. Sin embargo, el interior adolece de riqueza artística, causando esto por las circunstancias negativas que sufrirá la orden de la localidad. Quizás las esculturas de Santa Ana y la Virgen, de Montes de Oca, junto con una imagen de San Juan de Dios, anónima, sea lo más reseñable y destacable. Anexo al templo, restos del primitivo hospital evidencian la finalidad a la que estuvo dedicado el edificio: la beneficencia (Ayuntamiento de Morón de la Frontera).
     El origen de esta antigua institución hospitalaria y posterior convento data de inicios del siglo XV.
     Tras su construcción fue ocupado por la Orden de San Juan de Dios, de cuya obra conserva la bonita torre campanario reformada en 1999. La portada la preside desde su hornacina una figura en barro cocido del santo hospitalario. De su interior, destaca el retablo mayor del siglo XIX, así como el grupo escultórico Santa Ana enseñando a leer a la Virgen del siglo XVII, obra de gran valor artístico, realizada por José Montes de Oca en madera estofada y policromada.
     Desde 1900 se utiliza el edificio como Centro de Enseñanza a cargo de las Religiosas Misioneras Concepcionistas (Turismo de la provincia de Sevilla).
Conozcamos mejor la Historia, Culto e Iconografía de San Juan de Dios, religioso;
HISTORIA
     Monje franciscano del siglo XVI, fundador de la orden de los Hermanos de la Misericordia.
     Nació en Portugal en 1495, fue pastor, luego soldado y finalmente monje, después de haber oído un sermón del beato Juan de Ávila.
     Se radicó en Granada, donde murió, en 1550. En dicha ciudad fundó un hospital para el que recogió limosnas paseándose por la ciudad con grandes jarras suspendidas del cuello con una cuerda. El arzobispo de Granada lo motejó Juan de Dios a causa de su caridad.
     Según su biógrafo, un día, cuando rezaba de rodillas ante un crucifijo en una iglesia de Granada, vio a la Virgen y a san Juan descender hacia él y colocarle una corona de espinas sobre la frente. Comprendió que estaba consa­grado al sacrificio. Se entregó por entero a los pobres. Durante una noche de tormenta habría transportado a un mendigo moribundo al hospital ayu­dado por un ángel.
CULTO
     Canonizado en 1691, es el patrón de la ciudad de Granada, de los hospitales de los enfermeros y de los enfermos. Pero no se esperó a su canonización para venerarlo como a un santo. En 1660 Ana de Austria donó al hospital de la Caridad de París un hueso de su brazo derecho. Es patrón del mariscal Juan de Dios Soult, duque de Dalmacia.
ICONOGRAFÍA
     Vestido con el sayal y capucho franciscano, lleva una corona de espinas sobre la frente, tiene una granada en la mano y una pequeña cruz, una alusión a la ciudad de Granada, donde prodigó su caridad. A veces sostiene a un en­fermo, lleva un moribundo sobre la espalda o le presenta un crucifijo (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Juan de Dios, religioso;
     San Juan de Dios, (Casarrubios del Monte, Toledo, 1495 – Granada, 8 de marzo de 1550). Confesor, fundador de la Orden Hospitalaria (OH), iniciador del hospital moderno, padre de los pobres, icono de caridad, profeta de la hospitalidad, patrón universal de los enfermos, enfermeros, hospitales y bomberos y copatrón de la ciudad de Granada.
     Nació en el seno de una familia media en Casarrubios del Monte (Toledo) en 1495. No se sabe el nombre de los padres. Su primer biógrafo, Francisco de Castro (1585), despistó hasta hace pocos años diciendo que nació en Montemor o Novo (Portugal), para desorientar sus orígenes; su madre era cristiana y el padre judío y fue llevado en sus primeros años a Portugal. En 1951 se publicó su verdadero origen en las Relaciones histórico-geográficas de los pueblos de España hechas por iniciativa de Felipe II, I, Reino de Toledo, realizadas el 10 de febrero de 1575, en donde se dice que nació en Casarrubios del Monte, a tan sólo veinticinco años de su muerte.
     A los ocho años, según Castro, lo trajo un clérigo de nuevo a España y lo dejó en Oropesa (Toledo), donde vivió y trabajó hasta 1532, en casa del mayordomo del conde de Oropesa, Francisco Mayoral. Allí recibió una educación cristiana y estudios propios de su tiempo, que compartió con su paisano y amigo san Alonso de Orozco, en el mismo ambiente y familia.
     Colaboró como zagal y pastor en las mesnadas del conde de Oropesa, ocupándose de llevar y traer bastimento y lo que era menester para los pastores con toda diligencia. Fue muy apreciado y querido por todos.
     A los veintiocho años, en 1523, quiso servir al emperador Carlos V en la defensa de Fuenterrabía.
     Les faltaban víveres, por lo que Juan decidió partir en su búsqueda montado en una yegua, que, llena de furia, arremetió contra él derribándolo y provocándole un fuerte golpe en la cabeza. Vuelto en sí, atormentado de la caída, no pudiendo apenas hablar, invocó a la Virgen María, de la que siempre fue muy devoto, quien le salvó. Regresó a donde estaban sus compañeros a quienes contó lo sucedido. Lo auxiliaron y en pocos días se curó. Pronto se vio en otra mayor: su capitán le puso a guardar ciertas vituallas y en un descuido se las sustrajeron. Sabiéndolo el capitán, lleno de enojo lo mandó ahorcar, a pesar de los ruegos de sus compañeros soldados. Acertó a pasar tal vez el duque de Alba, quien rogó que no lo ejecutase y se fuese luego del lugar. Viendo Juan el peligro en el que andaba su vida estando metido en la guerra y el mal pago que el mundo daba, determinó volverse a Oropesa a casa de su amo Francisco Mayoral y tornar a la vida quieta de pastor, más segura que la de soldado en la guerra.
     Su amo lo recibió con mucha alegría, ya que lo quería como a un hijo y Juan siempre se había mostrado fiel y diligente. Como joven inquieto y con poca experiencia decidió enrolarse como soldado del conde de Oropesa, en el año 1529, tras haber tenido noticia de que el conde partía a Hungría, a la defensa católica de Viena contra el enemigo musulmán turco, a favor del emperador Carlos V. Juan pudo saludar al Emperador en persona cuando Carlos V entró en Viena el 24 de septiembre de 1532 y pasó revista a las tropas españolas. Regresó de Viena el 4 de octubre de 1532, con el conde de Oropesa. Juan desembarcó en La Coruña.
     Fue de peregrinación a Santiago de Compostela. Sintió el cansancio del camino, el duro trabajo, el sufrimiento, la soledad de la vida, la alegría de la reconciliación, la paz de su alma al encuentro con Dios. Sintió una felicidad en su soledad; confortado con los sacramentos de la penitencia y comunión, recobró fortaleza para proseguir su camino con la bendición del apóstol.
     A finales del año 1532 realizó el viaje al que creía su pueblo, Montemor (Portugal). Todo el camino lo hizo a pie. Llegó allí para localizar a sus padres y a su familia, pero nadie los conocía. Aquí está la contradicción histórica. ¿Por qué Castro no desveló nunca el nombre de sus padres y sí el nombre del pueblo? Una hipótesis es que al ser judíos sus padres cambiasen el nombre para no ser denunciados. Otra posibilidad es que, al enterarse Juan de su origen, no quiso revelarlo por temor a ser considerado cristiano nuevo y caer en sospechas de la Inquisición. Localizó a un tío suyo y, al saber la realidad familiar, cambió de rumbo total su vida de zagal, pastor y soldado. No regresó ya a Oropesa en los últimos días del año 1532; volvió por Ayamonte y se dirigió a Sevilla, donde ejerció como pastor guardando las ovejas de Leonor de Zúñiga, madre del duque de Medina Sidonia.
     Juan se dirigió a África a la ciudad de Ceuta para dejar “el mundo”. Se embarcó en Gibraltar. Llegó a Ceuta los primeros días de 1533 y permaneció allí unos meses. Trabajó en las fortificaciones como peón albañil para socorrer con su salario al caballero portugués desterrado y a toda su familia. Juan presenció un drama: la pérdida de la fe de un compañero que pasó de católico a musulmán. Rezó a la santísima Virgen María por la vuelta de su amigo a la fe cristiana. Pidió auxilio y consejo a los padres franciscanos.
     Un padre docto le escuchó en confesión y, al conocer su historia, ante el peligro que Juan corría, le mandó volver a España. Juan obedeció y regresó a finales del verano de 1533. Desembarcó en Gibraltar. Se preparó e hizo una confesión general; dedicaba largo tiempo a la oración y meditación y pedía a nuestro Señor, con lágrimas, perdón de sus pecados y que le encaminase en lo que había de servir.
      Finalmente, Juan decidió trabajar como vendedor de libros, oficio con el que no obtenía mucho dinero. Fueron los oficios de catequista y de librero, este último desde agosto hasta finales de octubre de 1533, los que le llevaron de la mano hasta la ciudad de Granada.
      A su paso por Gaucín, le ocurrió lo que cuenta la bellísima leyenda áurea del Niño de Gaucín, que salió a su encuentro y Juan le regaló sus sandalias, le cargó sobre sus hombros y el Niño, abriendo una granada, le dijo señalando proféticamente su futuro: “Mira Juan de Dios, Granada será tu cruz y por ella verás la gloria de Jesús”. Y dicho esto desapareció. Esta tradición le encantaba al papa Juan XXIII, que respetaba las tradiciones populares; le agradaba ver repetida en Juan de Dios la leyenda de san Cristóbal. Juan, como librero y catequista, se insertó en el movimiento contemporáneo de renovación de la catequesis; el anuncio de la buena nueva, en forma de catequesis popular y accesible a un pueblo, en su inmensa mayoría analfabeto, fue una de las actividades del laico Juan, antes, incluso, de iniciar la fundación de la Hospitalidad. Por eso es una herencia que dejó a sus seguidores.
     Cercana la Navidad de 1533, Juan llegó a Granada. Era un lugar bullicioso, hervidero de razas, encrucijada de culturas y creencias, paso obligado de los comerciantes, aventureros y pillos que deseaban partir hacia las lejanas tierras descubiertas por Colón.
     Puso tienda en la Puerta Elvira, donde estuvo ejercitando su oficio de librero. Juan cambió de vida, y así, el 20 de enero de 1534, Granada hacía una fiesta en la ermita de los Mártires, en lo alto de la ciudad, frente a la Alhambra, en honor de san Sebastián. Predicaba un excelente varón, maestro en Teología, llamado el maestro Juan de Ávila. Sabía transmitir la palabra de Dios, certera y penetrante. Fue a escucharle mucha gente y, entre ellos, Juan. San Juan de Ávila destacó en el sermón el ejemplo del mártir, por haber padecido tantos tormentos, ejemplo para los cristianos; acabado el sermón, Juan salió de allí, transformado y decidido a emprender nuevo estado, dando voces, pidiendo a Dios misericordia, arrojándose por el suelo, lastimándose y haciendo duras penitencias. Los muchachos corrían detrás de él dándole gritos: “¡Al loco, al loco!”.
     Juan fue a su tienda, distribuyó los libros y las imágenes; se desnudó de sus bienes temporales y se quedó sólo vestido con una camisa y unos zaragüelles, para cubrir su desnudez. Así anduvo descalzo y descaperuzado por las calles de Granada, queriendo, desnudo, seguir a Jesucristo. Gritaba: “¡Misericordia, misericordia Señor, de este grande pecador!”. Le creyeron loco por toda Granada. Lo llevaron ante el padre Juan de Ávila, quien le escuchó atento y paciente. Juan se comportó como cordero manso, pacífico, contenido, en silencio, roto sólo a ráfagas. Le relató su vida, sus vanidades, ensueños, desesperaciones, trabajos, persecuciones, fracasos; con serenidad, confesó sus pecados, con grandes muestras de contrición. Le rogó al maestro que lo aceptara por discípulo, como director espiritual. El maestro no puso reparos al comportamiento alarmante de las locuras de Juan. Lo admitió por hijo de confesión. Sería desde ese momento su principal consejero. Le levantó el ánimo y salió de allí con su bendición.
     Siguió haciendo duras penitencias y excentricidades, quedándose sin fuerzas, al comer poco, contento de sufrir y padecer por Jesucristo. Lo llevaron al Hospital Real, donde curaban a los locos. Venía muy maltratado, lleno de heridas y cardenales de los golpes y pedradas. Lo curaron y procuraron hacerle algún regalo.
     Juan vio cómo maltrataban a los enfermos. Denunció los malos tratos. Les recriminó su dureza, salió en favor de los derechos del enfermo. El maestro Ávila mandó a un discípulo suyo, quien le animó a sufrir todo por Jesucristo. Su estancia en el Hospital Real no fue larga. Recuperadas sus fuerzas fue dado de alta.
     Más tarde, visitando el Hospital Real el 16 de mayo de 1539, vio pasar el cadáver de la emperatriz Isabel, mujer de Carlos V, que la traían a enterrar a Granada.
     Escuchó el sermón de Juan de Ávila, que logró la conversión de Francisco de Borja y se conocieron los tres.
      Del Hospital Real, Juan se dirigió a Montilla para visitar al padre Ávila. Permaneció algunos días con él, trataron de su vocación hospitalaria y futuro y lo encaminó para que visitara el famoso monasterio de Guadalupe, donde había un buen hospital, farmacia y albergue de peregrinos. Se puso en camino y se hospedó en los hospitales o albergues de peregrinos. Era una buena escuela donde aprender la hospitalidad y profesionalidad enfermerística. En el monasterio fue bien recibido por los monjes y el prior, y allí adquirió conocimientos de enfermería durante un tiempo, que luego puso en práctica.
     Era muy devoto de la Santísima Virgen y en una visión ante la venerada imagen de Guadalupe, vio que la Virgen le entregaba el Niño Jesús y le decía: “Juan, viste a Jesús para que aprendas a vestir a los pobres”.
     Esta visita le imprimió carácter especial, fue su noviciado hospitalario, que lo ejerció como donado; de aprendiz de enfermero a fundador de un hospital. Salió con una orientación bastante buena para comenzar su obra hospitalaria en Granada. De Guadalupe regresó a Baeza donde estaba el padre Ávila, lo recibió con amor, llevó otra forma de portarse. Le dio los últimos consejos, instrucciones, personas a las que dirigirse, le nombró como confesor al padre Portillo y de mutuo acuerdo, regresó a Granada, a “donde fuiste llamado del Señor”. Juan se puso en camino para poner en marcha el nuevo hospital.
     Había en Granada diez hospitales, todos con pocas camas. Juan analizó la marginación que le rodeaba: esclavitud y pobreza; enfermos y peregrinos; manada de mendigos y una porción de poderosos; la mendicidad y las famosas “células” para ciegos y vergonzantes; los poderosos que vivían bien y los desheredados de la sociedad con la mendicidad: mendigos y expósitos.
     Los verdaderos marginados: el hampa, los pobres y los pícaros; las rameras, los gitanos, los cautivos y los galeotes, los criados y mendigos vagabundos. Juan conoció este ambiente, supo intuir los signos de los tiempos y, siguiendo el evangelio de la misericordia, se entregó a él dándole una respuesta adecuada.
    Juan realizó cinco fundaciones hospitalarias, cuatro en Granada y una en Toledo. La primera la realizó a finales de 1534. Alquiló una casa-albergue en la zona de la Pescadería, que pronto se le quedó pequeña, pues en ella recogía a los que veía tendidos en los soportales y a tantos pobres desamparados, harapientos, maltratados de la vida. Comenzó la tarea como hermano hospitalario: lavar los platos y escudillas, fregar las ollas, barrer, limpiar, ordenar la casa y traer agua, las labores diarias y domésticas, y lo hacía solo. Para ello introdujo la novedad de pedir limosna y víveres al anochecer por las calles de Granada, gritando: “Haced bien por amor de Dios, hermanos míos”. Se hizo pobre con los pobres e impactó con la novedad de la caridad hospitalaria en el pueblo y la ejercitó con alegría. Fue el cimiento de la futura Fraternidad Hospitalaria.
    La segunda fundación fue en 1535 con el primer hospital en la calle de Lucena. Eran tantos los que acudían a su albergue que tuvo que alquilar otra casa más grande para poder acogerlos. Pronto se corrió por Granada lo bien que eran acogidos y cómo los trataba con tanta caridad. Juan tenía más experiencia y comenzó el bosquejo de la nueva Hospitalidad: por los cuerpos a las almas; curando los cuerpos y sanando las almas con estilo directo, con amor y entrega desde la misma pobreza compartida. Lo hizo bajo el consejo del padre Portillo, que fue hasta su muerte su consejero y confesor. Su nuevo hospital fue casa de Dios, abierto siempre a la misericordia, a todos los pobres y enfermos, sin necesidad de papeleo. En esta casa había más orden y concierto. Armó algunas camas para los más dolientes y trajo enfermeros que le ayudasen a servirles, mientras iba a buscarles limosnas y medicinas para que se curasen. Viendo lo bien que eran tratados, acudían cada día más menesterosos.
     Eran fundaciones intuitivas, como labor social, humanitaria y carismática, dando respuesta a los signos de los tiempos. Este estilo y labor de Juan conmovió a Granada, que se admiró de la capacidad de aquel hombre pobre y sencillo, quien, desde la nada, mantenía diariamente a cuantos pobres y enfermos llegaban a su hospital o él mismo encontraba por las calles y los ayudaba. Otra gran novedad: Juan se convirtió en el iniciador del voluntariado, pues se sumaron a él personas voluntarias: médicos, enfermeros, instituciones, personas devotas que le ayudaban. Con silencio y eficacia fue el gran reformador del siglo de los hospitales.
    Juan era un laico comprometido en la caridad, que daba comida, bebida, vestido, acogida, cuidados sanitarios y médicos a los pobres y enfermos. Su ministerio fue apreciado, valorado y no pasó inadvertido. Un día cerca de la Navidad, el presidente de la Chancillería de Granada, Ramiro de Fuenleal, obispo de Tuy, lo invitó a comer. Se interesó por su labor social, evangélica y apostólica. Le dio el nombre definitivo: Juan de Dios. Desde ese día fue un verdadero religioso consagrado laico. El obispo, al cambiarle el nombre y darle un hábito, le confirmó como fundador y, con ello, dio comienzo a la Fraternidad Hospitalaria. Luego diría de él san Pío V en 1571 al aprobarla: “Por ser Juan de Dios, el Fundador y Primero de su Fraternidad y Hospital”. Así se le abrieron las puertas y bolsillos de los señores de Granada al santo limosnero.
     Una vez más en la historia surgió primero servir, luego nacer, la acción carismática y luego la aprobación.
     Todo ello llevó un tiempo para encontrar forma jurídica. El proceso fue arduo, progresivo, con muchas dificultades al ser “religiosos laicos”. Era una obra pía, lugar de oración y caridad, que interesaba igualmente al ámbito eclesiástico y al civil. Ambas autoridades pretendían ejercitar su jurisdicción sobre ella.
     Empero, fuera civil o eclesiástico el origen del hospital, éste, como “pía loca”, quedaba sujeto a la visita de la autoridad eclesiástica, dentro de las circunstancias previstas por el Concilio de Trento. En todo caso, el visitador ejercía su autoridad en el foro penitencial, culto de Dios, no en las materias económicas.
     Juan de Dios, metido de lleno en el servicio hospitalario, por el año 1535, comenzó a recibir a sus primeros compañeros: Antón Martín y Pedro Velasco, a quienes dio el hábito hospitalario. Luego fueron llegando Simón de Ávila, Domingo Piola, Juan García, Fernando Núñez y los hermanos Sebastián, Diego y Alonso Retíngano. Con ellos Juan de Dios compartió el carisma fundacional de la caridad y hospitalidad.
     Los dos primeros hermanos, Antón y Pedro, fueron vidas señeras en el futuro de la Fraternidad Hospitalaria, como cofundadores de la misma que tanto le ayudaron en los inicios difíciles de la incipiente obra hospitalaria. Ejercieron la hospitalidad a ejemplo e imitación como lo hizo su fundador. Con su forma de vida pretendió hacer un proyecto de comunidad sin fronteras. Fruto de la misma obra es hoy la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios.
     Juan de Dios realizó la tercera fundación: el hospital de la calle Gomeles. Dado que ya no cabían los enfermos en el hospital de Lucena, sus bienhechores le compraron una casa más grande en la calle de los Gomeles. Pudo hacer el traslado de los enfermos en 1536 o 1537. Le ayudaron en esta tarea los hermanos Antón Martín y Pedro Velasco. Hizo de este hospital general una “casa de Dios”. El fundador escribió a Gutierre Lasso que en ella recibía sin distinción “enfermos que aquí se encuentran tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, paralíticos, tiñosos y otros muy viejos, y muchos niños; y esto sin contar otros muchos peregrinos y viandantes, que aquí acuden, a los cuales se les da fuego, agua, sal y vasijas para guisar de comer”. El santo recuerda que “para ello no hay renta, mas Jesucristo lo prevé todo”. Se sabe un poco de sus gastos por sus cartas: “Pues no pasa día en que no sean necesarios, para el abastecimiento de la casa, cuatro ducados y medio, y a veces cinco; y esto solo de pan, carne, gallinas y leña, porque las medicinas y los vestidos son otro gasto aparte”.
     Juan de Dios por este motivo se “encuentra siempre empeñado y entrampado, solo por Jesucristo”, y añade: “ya que debo más de doscientos ducados de camisas, capotes, zapatos, sábanas y mantas y de otras muchas cosas que son necesarias en esta casa de Dios; y de la crianza de niños que aquí abandonan”. Siempre le apoyaron los arzobispos de Granada, tanto Fernando Niño de Guevara, como el caritativo y santo Pedro Guerrero. Lo hacía con su auxilio y bendición, trabajaba para el servicio de la Iglesia y con su autorización.
     Juan de Dios seguía con los hermanos su trabajo diario con profesionalidad y caridad.
     Hizo la cuarta fundación: el tercer hospital en el convento viejo de San Jerónimo. Le regalaron los terrenos, le apoyaron el arzobispo Pedro Guerrero y san Juan de Ávila, y él mismo predicó sermones, recogió limosnas y comenzó las obras del que es hasta hoy día el Hospital de San Juan de Dios en Granada. No las vio finalizadas en vida. El traslado del Hospital de Gomeles al nuevo se realizó el 14 de agosto de 1553.
     Era un hospital general, con la nueva impronta de su genialidad hospitalaria y profesional, donde colocó a los enfermos por especialidades, separó a los hombres y a las mujeres, contó con un voluntariado desinteresado de médicos, enfermeros, auxiliares, colaboradores administrativos, sacerdotes, religiosos y bienhechores que fueron su apoyo. En 1548 hizo la quinta fundación: abrió un albergue, igual al de Granada, en Toledo, y mandó allí al hermano Fernando Núñez.
     Con ello comenzó a extenderse la Fraternidad Hospitalaria.
     Tienen a Juan de Dios como fundador y es su ejemplo y luz de la Hospitalidad.
     En 1548, lleno de deudas, viajó a Valladolid y se entrevistó con Felipe II, todavía príncipe regente, el cual le recibió, le escuchó, se interesó por su obra y le socorrió con generosidad, al igual que lo hicieron sus hermanas las princesas de España. Le entregó varios memoriales interesándose siempre por los pobres. Fue un viaje de ida y vuelta muy duro, acompañado por el hermano Pedro Velasco. Dejó en Granada como superior al hermano Antón Martín, que fue un magnífico hospitalario y gestor. Todo lo que le daban lo repartía a los pobres de Valladolid. El hermano Pedro le recordó el objetivo del viaje, que era recoger limosnas para el hospital de Granada, y el santo le respondió: “Hermano, darlo acá, o darlo allá, todo es darlo por Dios, que está en todo lugar, y donde quiera que haya necesidad, debe ser socorrida”. Para llegar a Granada con limosnas tuvieron la buena idea de darle “cédulas de pago” para que las pudiera cobrar en Granada. Regresaron descalzos y a pie; Juan llegó muy cansado y enfermo. Este viaje tan duro marcó su salud.
     La grandeza de espíritu de Juan de Dios se manifestó en el ejercicio de todas las virtudes. Así, su amor pudo más que el fuego cuando ayudó a apagarlo en el incendio del Hospital Real de Granada, sacando a todos los enfermos del mismo y librándolos de una muerte segura. Así lo reconoce la Iglesia en la liturgia de su fiesta. Fue en pleno invierno de 1549 a socorrer a un joven que se estaba ahogando en el río Genil y contrajo la que sería su última enfermedad y causa de su muerte.
     Juan de Dios cayó gravemente enfermo, le metieron en cama, rendido y enfermo, entre el dolor de los hermanos y enfermos que intuían lo peor. Todo el Hospital se revolucionó. La fiebre no remitía a pesar de los remedios que le aplicaban. En este estado, aún quería salir a pedir limosna para los suyos, seguir dialogando con los infortunados de la vida que siempre le esperaban. Eran muchos los que se interesaban por su salud, tanto los pobres como el resto de la ciudad.
      Desde el lecho del dolor, Juan de Dios recomendaba a los hermanos de la comunidad que a nadie faltase nada, que todo siguiera su ritmo y no se alterase el orden normal del programa del Hospital. Esta es una de las grandezas de la hospitalidad hospitalaria: el enfermo era el centro y corazón del hospital para Juan de Dios y los hermanos.
     Muy enfermo, le visitó su amigo y arzobispo Pedro Guerrero, lo confortó, lo consoló y le dijo las cosas que habían llegado a él: “He sabido como en vuestro hospital se recogen hombres y mujeres de mal ejemplo y que son perjudiciales y que os da mucho trabajo a vos propio su mala crianza por tanto despedidlos luego, y limpiad el hospital de semejantes personas, porque los pobres que quedaren vivan en paz y quietud y vos no seáis tan afligido y maltratado de ellos”.
     Juan de Dios estuvo muy atento a todo lo que le dijo y le contestó con humildad y mansedumbre: “Padre mío y buen Prelado, yo solo soy malo y el incorregible y sin provecho, que merezco ser rechazado de la casa de Dios y los pobres que están en el Hospital son buenos y sobre todos tiende el sol cada día, no será razón echar a los desamparados y afligidos de su propia casa”. Convenció al arzobispo su respuesta y éste lo dejó en paz y le dio licencia para que hiciera el bien hasta el fin de su vida.
      Viendo Juan de Dios su estado, arregló sus cuentas, tomó un libro y puso en orden las deudas y a todos pagó. Hizo dos libros, uno lo dejó en su pecho y otro lo mandó al Hospital. Todavía envió sus últimas cédulas de caridad a los pobres y enfermos. Estaba muy bien atendido en el hospital por todos los hermanos, rodeado de los pobres, que eran sus mejores joyas, su gloria y su preocupación. Le visitó Ana Osorio, mujer de mucha caridad, que vivía en el veinticuatro de García de Pisa, la cual, viendo su estado, llena de amor misericordioso, lo quiso llevar a su casa para atenderlo y curarlo. Juan de Dios no consintió dejar el Hospital ni abandonar a los enfermos y pobres, sino que deseaba morir en él y ser enterrado allí.
     Como se agravaba su enfermedad, los señores de Pisa vinieron a buscarlo para llevárselo a su casa. Al fin lo convencieron diciéndole que si él había predicado a todos la obediencia, debía obedecer ahora a lo que con tanta razón pedían por amor de Dios. Fiel hijo de la Iglesia, obediente en todo momento, humildemente lo aceptó y con gran pesar lo llevaron en una silla. Cuando supieron los pobres que lo querían llevar, los que pudieron se levantaron y le cercaron —porque le tenían gran amor— y con gemidos y lágrimas comenzaron a dar alaridos, todos llorando.
     Por consejo de los médicos, se metió en la cama, doña Ana le había preparado la habitación con la dignidad de un siervo de Dios, con ropa adecuada que le hizo cambiar, atendiéndole con fina hospitalidad y cuidado. La gente principal de Granada lo visitó.
     También el arzobispo Pedro Guerrero lo confortó con santas palabras y le administró los sacramentos de la penitencia, unción de los enfermos y le llevó el viático. Y le animó para el último camino hacia la eternidad. Le preguntó que si tenía algo que le diese la pena, se lo dijese, porque pudiendo él lo realizaría. El respondió: “Padre mío y buen Pastor, tres cosas me dan cuidado. La una lo poco que he servido a nuestro Señor habiendo recibido tanto. Y la otra los pobres, que le encargo y gentes que han salido de pecado y mala vida y los vergonzantes. Y la otra estas deudas que debo, que he hecho por Jesucristo”. Y púsole en la mano el libro en que estaban asentadas. El prelado respondió: “Hermano mío, a lo que decís que no habéis servido a nuestro Señor, confiad en su misericordia, pues suplirá con los méritos de su pasión lo que en vos ha faltado. Y en lo de los pobres, yo los recibo, y tomo a mi cargo, como soy obligado. En cuanto a las deudas, las tomo a mi cargo para pagarlas. Y yo os prometo de hacerlo como vos mismo. Por tanto, sosegaos y nada os dé pena, sino sólo atended a vuestra salud y encomendaos a nuestro Señor”. Luego le dio su bendición y se fue.
     Juan de Dios mandó llamar al hermano Antón Martín, al que dejó como hermano mayor y sucesor. Le encargó mucho el cuidado a los pobres, los huérfanos, los vergonzantes y de la Fraternidad Hospitalaria, amonestándole con santas palabras. Sintiendo que llegaba su último momento, se levantó de la cama, se puso en el suelo de rodillas, donde estuvo un poco callado y, luego, abrazándose a un crucifijo, exclamó: “Jesús, Jesús, entre tus manos me encomiendo”. Diciendo esto, murió. Tenía cincuenta y cinco años. Permaneció en este estado varias horas, sin caerse. Así lo quitaron para amortajarlo. Ocurrió su muerte a la entrada del sábado, media hora después de maitines, el 8 de marzo de 1550. Estuvieron presentes en su muerte muchas personas principales y cuatro sacerdotes. Todos quedaron admirados y dieron gracias a Dios por tan dulce y santa muerte. La noticia corrió veloz y Granada lloró su muerte. Pronto, sin cesar hasta su entierro, se dijeron misas y responsos por los frailes y clérigos de la ciudad.
     Los hermanos prepararon el funeral, que fue presidido por el arzobispo Pedro Guerrero. El entierro fue un acontecimiento, una procesión solemne y silenciosa jamás vista en Granada. Todos los estamentos estuvieron presentes y su cuerpo fue depositado en la cripta en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria de los padres Mínimos de Granada, y allí permaneció hasta 1614 en que fue depositado en la iglesia de su hospital, hoy de San Juan de Dios. Su fama de santidad se extendió pronto por todo el mundo.
      Fue beatificado por Urbano VIII el 7 de septiembre de 1630. El papa Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690. Tanto por su beatificación como por su posterior canonización lo celebraron en todas las ciudades en donde había hospitales con gran solemnidad y actos culturales y religiosos, especialmente en Granada. El papa León XIII, el 22 de junio de 1886, le nombró patrono de los enfermos, colocando su nombre en la letanía de los agonizantes.
     Pío XI, el 28 de agosto de 1930, le nombró patrono de los enfermeros y de cuantos se dedican a la asistencia de los enfermos. Pío XII se dignó nombrarle copatrón de Granada, el 6 de marzo de 1940.
     La fundación de su obra, la Fraternidad Hospitalaria, fue aprobada por san Pío V, el 5 de septiembre de 1571, con estas palabras: “Esta era la flor que faltaba en el jardín de la Iglesia”. Esta aprobación se hizo con la bula Salvatoris nostri y fue confirmada el 1 de enero de 1572 con la Licet ex debito. Sixto V la elevó a orden religiosa con la bula Etsi pro debito, el 1 de octubre de 1586. Clemente VIII la redujo a congregación el 13 de febrero de 1592 con la bula Ex omnibus. Pablo V, con el breve Romanus Pontifex, el 16 de marzo de 1619, la elevó definitivamente como Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (José Luis Martínez Gil, OH, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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