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lunes, 4 de marzo de 2024

La Ópera "El final de Don Álvaro", ambientada en Sevilla, de Carlos Fernández Shaw, y Conrado del Campo

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la ópera "El final de Don Álvaro", ambientada en Sevilla, de Carlos Fernández Shaw, y Conrado del Campo.
     Hoy, 4 de marzo, es el aniversario del estreno (4 de marzo de 1911) de la ópera "El final de Don Álvaro", en el Teatro Real, de Madrid, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la ópera "El final de Don Álvaro", ambientada en Sevilla, con libreto de Carlos Fernández Shaw, y música de Conrado del Campo.
     El 4 de marzo de 1911 se presentó en el Teatro Real de Madrid El final de don Álvaro, el primer drama lírico del compositor madrileño Conrado del Campo (1878-1953), escrito sobre un libreto de Carlos Fernández Shaw (1865-1911). Suponía su puesta de largo como autor dramático en el Teatro Real, razón por la cual afrontaba este estreno con los nervios y la humildad de un joven que iba a darse a conocer y, quizás, un tanto intimidado porque su ópera venía precedida por un hito en la recepción del repertorio wagneriano en España: se acababa de escuchar por primera vez Tristán e Isolda. Si tenemos en cuenta la profunda admiración de Conrado del Campo hacia Richard Wagner –el wagnerismo es una de sus marcas de identidad, sobre todo en su producción operística temprana–, y el hecho de que en Madrid se estaba viviendo una auténtica fiebre wagneriana, a nadie le debe extrañar que nuestro protagonista incluyera esta suerte de descargo en el texto explicativo que publicó en la revista España Nueva el mismo día del estreno:
     Terminada quedó la partitura, y hoy llegamos al momento solemne de que el público la escuche y la juzgue. Pido para mi obra afecto y benevolencia. Obra de entusiasmo y de sinceridad, acaso sean estas las únicas cualidades que encierra; pero si en ella, por ventura, vibra alguna luz de belleza, algún destello de emoción, al drama se debe, a la romántica creación del duque de Rivas, que guarda el perfume de nuestro sentir, la vibración honda del alma de la raza, fuente perenne y pura de verdad eterna, en que beber debemos los artistas cuando aspiramos a crear obra fecunda y duradera, obra nacional (Del Campo 1911a, 3).
     A lo anterior tenemos que añadir una circunstancia poco frecuente pero muy interesante: durante el estreno, el autor no se encontraba entre el público, sino en su atril de viola en el foso, tal y como venía haciendo desde el 26 de septiembre de 1896. Estamos ante una variable fundamental para entender la profunda asimilación del modelo wagneriano que se va a apreciar en sus primeras óperas, principalmente en El final de don Álvaro –el título que aquí nos ocupa– y en La tragedia del beso (1911-1915). En efecto, Del Campo pudo acercarse al wagnerismo a través de una práctica instrumental constante, pues desde su puesto en la orquesta del Teatro Real pudo interpretar todos los dramas líricos del alemán, sobre todo los de la tetralogía de El anillo del nibelungo. Es por ello que sus óperas no se limitan a imitar los tópicos más comunes del estilo –leitmotiv, melodía infinita, armonía cromática, etc.–, sino que se apoyan en la teoría del período poético-musical tratada por Wagner en su ensayo Oper und Drama (1850-1851). Así, el drama lírico se basa en una compleja red de episodios dramáticos bien definidos por el libreto, los cuales guardan una estrecha relación con los diferentes motivos conductores y las tonalidades asociativas. En consecuencia, la orquesta adquiere un poder dramático excepcional que le ayuda a crear un subconsciente musical en la trama que sobrepasa la acción de los personajes.
     Por su parte, Del Campo combinará este modelo dramático con los elementos del folclore español, lo que le permitirá ensayar y proponer un modelo de ópera nacional muy original y, en buena medida, modernista, pues entronca con las prácticas post-wagnerianas que se estaban desarrollando en el resto de Europa. De hecho, una de las aspiraciones de nuestro protagonista sería la de lograr, de una vez por todas, una ópera nacional para España, por lo que sus composiciones dramáticas se integrarán en un debate identitario que se remonta a finales del siglo XVIII (véase Leza 2014) y que nunca llegó a resolverse. Fueron muchas las discusiones y las propuestas realizadas, todas con sus ventajas y sus inconvenientes, pero nunca se logró un consenso claro de lo que debería ser realmente la ópera española, y todavía en la actualidad se continúa reflexionando sobre ello. El final de don Álvaro es una más de esas propuestas nacionalistas. Tal como se puede leer en la cita anterior, Del Campo no esconde ese propósito, y en este caso su esencia argumental y estética será una de las obras más representativas del teatro romántico español: Don Álvaro o La fuerza del sino (1835) –escrita por Ángel Saavedra y Ramírez de Baquedano (1791-1865), el tercer duque de Rivas–, pieza que él considera un elemento de inspiración de primer nivel, lleno de musicalidad y muy adecuado para lograr el ansiado ideal.
     A lo largo de las siguientes páginas analizaremos la incidencia de las cuestiones anteriores en el proceso de creación de El final de don Álvaro, que fue llevado a cabo conjuntamente en 1910 por Carlos Fernández Shaw y Conrado del Campo. Nos encontramos, por tanto, ante el nivel poético de la ópera, siguiendo el modelo tripartito de Jean Molino (1975) y Jean-Jacques Nattiez (1976, 1990), que ya está perfectamente asumido por la disciplina musicológica. No obstante, iremos más allá de las estrategias y procedimientos que siguen los autores, con el objetivo de evitar la mera descripción del proceso de creación. En este sentido, actualizaremos el nivel poiético a través del concepto de “mediación”, acuñado por el musicólogo y analista Giles Hooper (2006) para referirse a los diferentes procesos de interacción existentes entre una obra musical como ente individual y el entorno cultural e ideológico que le rodea. Así, estaremos en disposición de analizar el nivel poiético de la ópera –que pasará a denominarse “primera esfera de mediación”– teniendo en cuenta la influencia del ambiente en sus dos autores. Esto nos va a permitir añadir un componente cultural al análisis e integrar la ópera en el contexto en el que fue creada.
     La metodología definida nos permitirá cumplir el objetivo principal de este artículo: sacar a la luz las influencias y las motivaciones que condicionaron a Carlos Fernández Shaw y a Conrado del Campo durante la creación de El final de don Álvaro. Empezaremos por definir la acotación y adaptación personal de un argumento teatral preexistente y conocido en el marco lírico-dramático español e internacional. Después analizaremos las razones que llevaron a Conrado del Campo a elegir de manera unilateral una parte concreta de ese argumento original (el final): su esencia romántica y su potencial musical. Seguidamente, veremos cómo afrontó Carlos Fernández Shaw la elaboración de un libreto siguiendo los requerimientos específicos de Conrado del Campo para componer una ópera nacional, lo que nos llevará a reconstruir las conversaciones mantenidas entre ambos durante los seis meses que duró el proceso de creación. Finalmente, veremos cómo se proyectó en la fase de la poiesis la negociación entre el modelo wagneriano y el canto popular del país, lo que revelará un claro intento de caminar hacia un drama lírico nacional. De esta forma, demostraremos cómo una esfera de mediación dominada por la recepción wagneriana, las reminiscencias de la estética romántica, el debate nacionalista y la implementación del canto popular se plasma conscientemente en el proceso de creación de El final de don Álvaro. Al respecto, queremos reiterar que todo lo que aquí se tratará está vinculado única y exclusivamente con la primera esfera de mediación de la ópera.
La acotación del argumento: Rivas, Verdi y Del Campo
     El final de don Álvaro se define como un drama lírico en un acto y dos cuadros, aunque su extensa duración hizo que se representara con un descanso entre ambos. De hecho, la edición del libreto de Carlos Fernández Shaw contiene la indicación de “drama lírico en dos actos” (Fernández Shaw 1911). El libreto, como ya se dijo, se basa en la obra teatral del duque de Rivas, Don Álvaro o La fuerza del sino, historia que ya había usado Giuseppe Verdi en su ópera La forza del destino, con una adaptación del texto realizada por Francesco María Piave. Sin embargo, al contrario que los italianos, Fernández Shaw y Del Campo sitúan la acción en la última parte de la historia, el final del protagonista, quien, por más que lo intenta, no consigue evitar su trágico destino. Como suele ser habitual, el argumento original fue objeto de modificaciones y adaptaciones para su implementación en las dos versiones operísticas que hemos nombrado, y su conocimiento resulta esencial para que podamos entender la dramaturgia musical resultante en el drama lírico que nos ocupa. Veamos por tanto la evolución del argumento.
     La obra teatral Don Álvaro o La fuerza del sino, drama en cinco jornadas en prosa y verso, se estrenó el 22 de marzo de 1835 en el Teatro del Príncipe de Madrid. En ella, el duque de Rivas narra el conflicto entre don Álvaro –un burgués liberal procedente de las Indias y caído en desgracia debido a las faltas de su padre– y la familia Vargas (la burguesía conservadora), cuyos miembros no consideran adecuada la condición de don Álvaro para la clase social de Leonor. La esencia argumental es que don Álvaro, el protagonista, no es capaz de escapar a su destino, sin importar sus esfuerzos por evitarlo. Asimismo, el argumento que ahora vamos a comentar en detalle revela la confluencia de cinco temas fundamentales: el honor, el amor, la venganza, el destino y la muerte, los cuales no solo dinamizan el drama, sino que también se van a trasladar, en mayor o menor medida, a las versiones operísticas de Verdi y Del Campo.
     Durante la primera jornada se presenta ya el conflicto principal. Don Álvaro, un indiano que ha llegado a España hace solo dos meses cargado de riquezas, se enfrenta a la familia Vargas, cuyo patriarca, el Marqués de Calatrava, y sus dos hijos, don Carlos y don Alfonso, se oponen al amor entre Leonor (hija y hermana) y don Álvaro. Las causas de este rechazo no residen solo en su sangre mestiza, sino también en el hecho de que sus padres se han rebelado contra la Corona, lo que implica alta traición. No obstante, Leonor desoye a su padre y decide fugarse con su amado para casarse con él en secreto. Con todo, la indecisión de Leonor y las malas artes de un canónigo hacen que sean descubiertos por el marqués. Leonor, arrepentida, se arroja a los pies de su padre implorando perdón. Don Álvaro, por su parte, muestra caballerosidad y rendición arrojando su pistola al suelo, con tan mala suerte que se le dispara accidentalmente y el tiro mata al marqués.
     Durante la segunda jornada conoceremos las consecuencias que el fatídico suceso anterior tiene para Leonor, quien, además de aceptar que ha perdido a su padre, se convence de que don Álvaro también está muerto. Por lo tanto, crece en ella un fuerte sentimiento de culpabilidad que le lleva a refugiarse en una ermita como Penitente, aislada del mundo y tan solo apoyada por los monjes que viven en el Convento de los Ángeles, en la sierra de Córdoba. Igualmente, el arrepentimiento le lleva a renegar de su amor por don Álvaro. Consecuentemente, a partir de ahora el tema amoroso ya nunca estará presente en la obra, sino tan solo el de la venganza de los Vargas: la búsqueda y el encuentro de los hermanos de Leonor con don Álvaro será el asunto de las siguientes jornadas.
     En la tercera jornada don Álvaro se refugia de la venganza de los Vargas en Italia, pero la suerte es caprichosa: durante una batalla en los alrededores de Roma, don Álvaro salva la vida de don Carlos, uno de los hermanos de Leonor. Al principio no se reconocen, mas ya al final de la jornada don Carlos descubre la verdadera identidad de su nuevo amigo, por lo que decide llevar a cabo su venganza, aunque sus principios le obligan a esperar a que don Álvaro se recupere de una herida de bala. Resulta interesante la interpretación de este momento dramático, ya que incide en la lucha de clases que rezuma esta obra por todos sus poros. Además, Leonor sigue siendo la base argumental sobre la que los Vargas apoyan todo el conflicto, incluso sin estar ya físicamente implicada, una idea que también implementarán en su ópera Del Campo y Fernández Shaw, como veremos.
     Durante la cuarta jornada estos dos personajes se batirán en duelo, sin importar todos los esfuerzos de don Álvaro por hacer entrar en razón a don Carlos, quien no solo pretende matar al que hasta hace bien poco era su mejor amigo, sino también a su propia hermana, si llega a encontrarla. Esta última aseveración desencadena la furia de don Álvaro, que responde a la provocación y gana el duelo. Asimismo, la suerte hace que también consiga salvarse de su propio ajusticiamiento –los duelos estaban prohibidos por aquella época– gracias a un repentino ataque enemigo que lo libera del presidio en el que estaba recluido esperando su ejecución por haber matado a don Carlos.
     En la quinta jornada don Álvaro está de vuelta en España, retirado en el Convento de los Ángeles de la sierra de Córdoba, donde intenta redimirse de su pasado bajo el nombre de Padre Rafael. Por tanto, está muy cerca de Leonor, aunque él no sabe nada. Don Alfonso, el otro hermano de Leonor, ha averiguado su paradero y se presenta en su celda para tratar de culminar la venganza y restaurar la “honorabilidad” de su familia. También trae novedades sobre los padres de don Álvaro: el rey ha perdonado su traición a la Corona, por lo que la aceptación social de su familia estaría restaurada. Con todo, y por más que don Álvaro intenta hacer entrar en razón a don Alfonso, el rechazo social y sus ansias de venganza son demasiado fuertes. Don Álvaro intenta resistirse, aunque nuevamente cae en la provocación y lucha contra don Alfonso, quien termina herido de muerte. Este, antes de fallecer, quiere ser confesado, por lo que ambos piden la ayuda del Penitente que vive en la ermita cercana. Ambos personajes reconocen a Leonor, y don Alfonso, justo antes de morir, la asesina, en un intento desesperado de limpiar el honor de su familia. Don Álvaro, para quien la vida ya no tiene ningún sentido, se vuelve loco y se suicida. Todas estas muertes durante y al final de la obra fueron objeto de duras críticas (Rodríguez Baltanás 2015 [2006]) y acabaron condicionando las versiones operísticas.
     Las motivaciones que llevaron a Verdi y Piave a elegir este argumento para La forza del destino, así como su esfera de mediación, han sido analizadas en profundidad por Víctor Sánchez en su libro Verdi y España (2014), trabajo al que remitimos al lector interesado. Su estreno se verificó en San Petersburgo en noviembre de 1862 y, aunque su recepción fue relativamente positiva, no faltaron las voces que se quejaron de la excesiva crudeza de su final, lleno de muertes y fiel a la versión original del duque de Rivas. Esto hizo que Verdi acabara modificando la obra para su estreno en La Scala de Milán en 1869, con una adaptación de su final realizada por Antonio Ghislanzoni en la que se evita el suicidio de don Álvaro, reconfortado cristianamente por el Padre Guardián. Por lo demás, desde el punto de vista estructural Verdi y Piave plantean una versión muy próxima al texto teatral, aunque con dos diferencias evidentes: en primer lugar, la ópera se divide en cuatro actos, puesto que la cuarta y la quinta jornadas se unifican en el tercer acto; y, en segundo lugar, Verdi prescinde de las escenas costumbristas planteadas por el duque de Rivas, entrando directamente en el desarrollo de la trama principal.
     Sin embargo, las modificaciones de carácter argumental presentes en La forza del destino sí son significativas. Grosso modo, y más allá de las variaciones menores que afectan a la intervención y la disposición de algunos personajes secundarios y de ciertos elementos tangenciales de la trama principal, las diferencias que hemos de tener presentes son tres: en primer lugar, el hecho de que don Carlos no muere en Italia (el tercer acto), sino en el duelo final del Convento de los Ángeles (el cuarto acto); en segundo lugar, la supresión del suicidio de don Álvaro en la versión de 1869; y por último la ausencia de un personaje clave, don Alfonso, segundo de los hermanos de Leonor, que debería enfrentarse a don Álvaro al final de la ópera. Estos cambios no solo consiguieron aligerar la trama mediante la supresión de uno de sus personajes más importantes (don Alfonso), sino que también suavizaron la tragedia con la reducción de muertes: aquí el foco será don Álvaro, quien sobrevive a su trágico destino. Como vemos, Verdi y Piave no consideraron en primera instancia los precedentes sobre la excesiva crudeza del drama de los que les informaba su propia esfera de mediación, por lo que el compositor italiano tuvo que revisar su trabajo. Nuestros protagonistas sí que evitarán esa crudeza, como ahora veremos.
     Al contrario, Del Campo y Fernández Shaw crean un argumento centrado exclusivamente en la jornada final del texto teatral original en el que el centro será el personaje de Leonor. La acción dramática del primer cuadro transcurre en el interior de una celda del Convento de los Ángeles, en la sierra de Córdoba. En ella don Álvaro (el Padre Rafael) le relata al Padre Guardián buena parte de su convulso pasado: su amor por Leonor, la trágica muerte del marqués, su huida a Italia y su regreso a España. El Padre Guardián trata de consolarlo, al principio sin éxito, pero más tarde, gracias a un canto de trilla que se escucha por la ventana, logra calmar un poco su ánimo. Don Álvaro se queda solo en la celda, hasta que irrumpe en la escena don Alfonso, el otro hermano de Leonor, que busca vengar la muerte de su padre y de su hermano y limpiar el honor de su familia. Al principio don Álvaro consigue resistirse a las provocaciones de don Alfonso, pero este, en un momento dado, le abofetea. Don Álvaro monta en cólera y ambos abandonan la estancia en busca de un lugar en las montañas apropiado para batirse en duelo.
     El segundo cuadro se desarrolla en la sierra de Córdoba, en las proximidades de la ermita que ha servido de refugio a Leonor. En la parte inicial, tres pastoras deambulan por las montañas buscando una cabra que se les ha perdido. En un momento puntual de la escena se dan cuenta de que están muy cerca del lugar donde habita el Penitente (y solo nosotros sabemos que es Leonor), lo que les da pie a contarnos algo de su historia: cómo vive, qué come y qué haría en caso de verse en peligro –tocar una campana para avisar a los monjes del convento–. A continuación, tiene lugar una escena festiva, en la que intervienen los jóvenes del pueblo, y en la que se aporta más información sobre la situación del Penitente. Terminada la celebración, Leonor aparece en escena, sola, y nos cuenta su historia. Al final de su intervención divisa a don Álvaro y a don Alfonso, quienes se acercan al lugar, espada en mano, para luchar. Espantada, se refugia en la ermita y tañe la campana para avisar a los monjes. Don Álvaro y don Alfonso se enfrentan, pero una vez más el primero prevalece y hiere de muerte al segundo. En busca de confesión para don Alfonso, don Álvaro acude al Penitente. Los antiguos amantes se reconocen y, durante ese impasse, don Alfonso muere. Los frailes llegan al lugar de la acción entonando el Miserere. Mientras, Leonor descubre el cadáver de su hermano y rechaza a don Álvaro, pues nuevamente ha matado a otro miembro de su familia. Justo cuando los monjes llegan al lugar, don Álvaro, horrorizado de sí mismo, se vuelve loco y se suicida arrojándose desde lo alto de un precipicio.
     Por tanto, Leonor no muere al final, algo que los autores decidieron incorporar para evitar dar al desenlace “una nota excesiva de crueldad y destrucción” (Del Campo 1911a, 3); y, entendemos, para evitar las críticas que tuvo en su día la primera versión de La forza del destino, buena prueba de que tomaron en serio la información que les llegaba de su propia esfera de mediación. Esto hace que Leonor sea el personaje central de toda la ópera y, aunque no va a aparecer en escena hasta bien mediado el segundo cuadro, su presencia musical es constante desde la primera nota de la obra. Fiel a su influencia wagneriana, Del Campo crea un leitmotiv principal para Leonor, primera melodía que escuchamos en el prólogo y que desarrollará durante todo el primer cuadro para crear un subconsciente de la trama que acompaña los diálogos. En el segundo cuadro, el leitmotiv que representa a su alter ego como Penitente también estará presente desde el comienzo, creando así una sensación de misterio que solo se resolverá con su aparición. Además, Fernández Shaw y Del Campo insertan dos elementos nuevos: el canto de trilla del primer cuadro y un bloque escénico popular en el segundo que se identifica con la celebración de un fandango, dos elementos sobre los que volveremos más adelante, al tratar la construcción del libreto. Por lo demás, ambos autores recuperan el personaje de don Alfonso y el suicidio de don Álvaro, que en esta ocasión no podrá evitar su trágico destino.
Motivaciones argumentales: la musicalidad del teatro romántico
     La acotación del argumento que hemos explicado en el apartado anterior responde única y exclusivamente al criterio de Conrado del Campo, y así lo reconocía Carlos Fernández Shaw en una entrevista que le realizaron en marzo de 1911:
     El asunto fue escogido por Conrado del Campo, y yo me decidí a la obra porque me sedujo la fuerza dramática y me entusiasmó el ambiente musical que desde luego vi en las situaciones del consabido final –el de la obra y el del personaje–, y comprendí que todo ello correspondía de un modo admirable al temperamento dramático del joven y ya ilustre compositor (Sánchez Estevan 1911).
     Para entender las motivaciones que llevaron a Conrado del Campo a seleccionar tan solo el final de la obra teatral del duque de Rivas para su primer drama lírico, debemos volver de nuevo la vista hacia La forza del destino y las repercusiones de su estreno en Madrid. La primera versión se escuchó en el Teatro Real el 21 de febrero de 1863, con la presencia del propio Verdi; mientras que la segunda, la definitiva, en 1881. Víctor Sánchez sintetiza su recepción de la siguiente forma, un comentario que, además, nos lleva directamente a El final de don Álvaro y a las razones del compositor para acercarse a este asunto:
     La forza del destino era una especie de canto del cisne del Romanticismo, una obra extrema que llega en una época de cambio de sensibilidades. De ahí también que nunca figurase entre las obras favoritas del público […] En Madrid, la nueva versión se pudo ver en 1881, despertando un interés pasajero que cayó rápidamente. De hecho, un compositor español como Conrado del Campo compuso en 1911 [sic] El final de don Álvaro, una breve ópera española centrada en el desenlace del drama del duque de Rivas. Se sentía libre de utilizar el tema porque prácticamente no había más que un lejano recuerdo a la ópera de Verdi. La última vez que se había visto en Madrid fue en marzo de 1893 […] El reestreno de La forza del destino se planteaba como una reivindicación de la modernidad de un título verdiano que apenas se había incorporado al repertorio (Sánchez 2014, 170).
     De acuerdo con lo anterior, podemos decir con claridad que Del Campo no pretende reivindicar la obra de Verdi, o, al menos, esa no es una de sus motivaciones principales. Al contrario, se trata de una apuesta clara por ciertos valores del romanticismo teatral español y, si algo va a valorar de la ópera de Verdi, será precisamente que se trate de “una especie de canto de cisne” de esa estética dramática, como bien apunta Víctor Sánchez. Sin embargo, el romanticismo per se tampoco es su motivación primigenia para acercarse al Don Álvaro o La fuerza del sino, sino que el foco estará puesto en su componente musical. Y esto no lo decimos nosotros, sino que fue el propio compositor quien lo dejó por escrito en aquella explicación de la obra que publicó el mismo día del estreno:
     Entre el caudal de obras dramáticas creadas por nuestros autores del siglo XIX, descuella el “Don Álvaro o La fuerza del sino”, más aún que por el brío romántico y la exaltación lírica de su acción, por el fondo eminentemente español de su asunto y el sabor popular de sus cuadros y escenas. Tuve siempre, desde que mis aficiones me llevaron al teatro siendo aún muchacho, predilección por esta obra. El calor de la intriga, la pasión creciente que en el alma vibra del protagonista, el poder del “sino”, que lo arrastra sin piedad hacia el trágico desenlace de su agitada y dolorosa vida, la exaltación y el nervio del diálogo, el ambiente castizo, en fin, de la nota popular, tan acertada por el duque de Rivas, me hicieron siempre mirar la obra con cariño profundo: pero, ante todo y sobre todo, lo que interesaba [a] mi atención, activando mi entusiasmo, fue el “final” de la obra, el cuadro vigoroso y terrible del sacrificio de don Álvaro, impotente para dominar su aciago “sino”, sacrificio inevitable, llevado a efecto bajo el furor desatado de la tormenta que por las cumbres de la sierra ruge y entre el resonar solemne del “Miserere” que los frailes entonan mientras ascienden hacia la cima de la montaña. Elementos hallaba en este cuadro de vigorosa musicalidad, y un deber me parecía que tal asunto fuese abordado un día por un músico español, creyendo firmemente que, de nuestro tesoro dramático, tan rico o más que el de los demás países, deberán salir los fundamentos poemáticos en que se inspire nuestra naciente escuela lírica nacional (Del Campo 1911a, 3).
     En el fragmento anterior, Del Campo no solo alude al carácter romántico de Don Álvaro o La fuerza del sino, sino también a su fuerte trasfondo español y popular, algo esencial para entender su otra gran motivación: la composición de un drama lírico que aspiraba a convertirse en una propuesta de ópera nacional. Pero encontramos también en este texto el elemento clave que le llevó a inspirarse en el drama del duque de Rivas: esa “vigorosa musicalidad” que se desprende de su final, y que, en su propia opinión, no había sido percibida por los dramaturgos del siglo XIX. Esto explica claramente su compromiso con el drama y su deber, como compositor, de explorar el trasfondo musical que se desprende del teatro romántico español. Esta idea no es puntual, y estuvo presente en su pensamiento de forma constante. Así lo dejó patente años más tarde, cuando en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1932) volvió a aludir al potencial de estas obras románticas para construir una identidad nacionalista:
      Y es curioso en verdad ver cómo nuestros poetas románticos, que en el ambiente español bañaban sus pensamientos acudiendo a las puras fuentes del pasado, tradicionales, leyendas y romances históricos, en busca de elementos de inspiración para sus obras y logrando crear bajo el influjo animador de esos venerables testimonios del puro sentimiento de la raza obras como El Cristo de la Vega y Margarita la Tornera, Zorrilla; los Romances y Don Álvaro, el duque de Rivas; no percibieran el profundo sentido, la ferviente corriente evocadora de fondo musical, la intensidad romántica que en su seno encerraban esas mismas tradiciones y desconocieran o, al menos, no se interesaran por el caudal de nuestras canciones, caminando en pos, cuando de música se trataba, de la melodía italiana, del corte, acento y expresión de la ópera romántica, sin advertir la oposición profunda que entre aquellas fuentes poéticas a que ellos acudían en busca legítimas inspiraciones y el arte italiano existía, ni, menos aún, presentir la honda corriente de original sentido de nuestras viejas tonadas y danzas aldeanas, oscuramente adormecidas por culpa del indiferentismo sentimental y de la débil potencia creadora de la Nación durante siglos (Del Campo 1932, 12-13).
      El texto anterior nos aporta otro elemento fundamental que debemos tener en cuenta para entender la fijación de Conrado del Campo por el teatro romántico: su fuerte componente popular, que para él debía ser el cimiento de la ópera nacional. Ese componente popular es precisamente el que atesora esa musicalidad que no supieron ver los poetas románticos; o, más bien, atesora una musicalidad que vincularon con una tradición operística errónea a ojos de nuestro protagonista: la influencia del italianismo, considerada por Del Campo una de las grandes rémoras en el desarrollo del teatro lírico nacional (Ferreiro 2019). En definitiva, dirigir la mirada hacia el teatro romántico español suponía para Del Campo evocar las melodías y las tradiciones que subyacen en su esencia popular, lo que le llevará a insertar secciones de carácter costumbristas. Este elemento aleja a Del Campo de Verdi –quien, en La forza del destino, había suprimido la mayoría de estas escenas–, pero lo acerca al duque de Rivas, que sí las había incluido en el drama original. Esta es, en consecuencia, la principal esencia romántica presente en la esfera de mediación que rodea al compositor –relacionada directamente con su musicalidad–, aunque habrá otras más secundarias que sí responden a convenciones románticas.
      Volviendo a la cita que precede a la anterior, apreciamos en el testimonio del compositor otro de los elementos esenciales de la obra: el carácter filosófico y simbólico atribuido al concepto de “sino”, el cual, en opinión de Del Campo, es mucho más fuerte en el final de la obra teatral. Esta idea entronca con el origen romántico de El final de don Álvaro: los valores simbólicos y sígnicos, intercalados con las escenas costumbristas, tienen una clara función estructural, y en el Romanticismo se convirtieron en toda una paleta de colores que se revela como herramienta expresiva valiosa y eficaz (Comellas Aguirrezábal 2001). Unido a lo anterior, el elemento exótico tan frecuente en el Romanticismo también está presente, pues se materializa en el origen indiano de don Álvaro (Cortez 2010).
     Por lo demás, es evidente que más allá del costumbrismo y del simbolismo presentes en la obra teatral, la historia contiene todos los clichés de la ópera romántica del período, algo que también hubo de atraer la atención de nuestro protagonista: el asunto del honor, el conflicto entre clases sociales, el amor imposible, la defensa de la Corona y, por tanto, un patriotismo de fuerte carácter nacionalista. Por supuesto, todas las ideas que acabamos de exponer y que proceden de la esfera de mediación que rodea al proceso de creación de la ópera se reflejan una y otra vez en los escritos de Conrado del Campo, de los cuales ofrecemos a continuación un nuevo ejemplo:
      El final de D. Álvaro es un drama, o quizás pudiéramos llamarlo mejor un poema escénico, en que se resume y sintetiza la acción romántica y vigorosa del drama famoso del duque de Rivas, una de las obras del pasado siglo en que mejor se refleja el carácter legendario de nuestra raza con sus arrebatos, sus desalientos, sus impulsos de pasión desbordada, que por encima de la razón salta, osada, insensatamente, hacia un ideal confuso que se oculta allá en la mente heroica, en el sacrificio que redime. Obra extraña cuyo Final causóme siempre honda impresión y en el que hallé elementos poderosos de musicalidad, dentro del marco escénico. El desafío de D. Álvaro y D. Alfonso presos de irreconciliable odio, bajo el creciente furor de la tempestad que con ellos avanza y se apodera de la alta sierra; el encuentro en tan trágico momento de los dos amantes, en ese inesperado trance, mientras expira implorando “confesión” el triste D. Alfonso, herido por el acero de D. Álvaro; los severos cantos de los monjes que ascienden por los riscos hacia la cumbre, llamados por el tañido de la grave campana; el “¡miserere!” inmenso, solemne, que resuena entre el bramido furioso de la tempestad; el sacrificio final de D. Álvaro, vencido, aniquilado por el poder fatal de su aciago sino, elementos son, todos estos, de intenso contraste, de honda emoción, que interesaban mi espíritu e incitaban mi fantasía hacia la interpretación musical de tan vigoroso cuadro (Del Campo 1911b, 9-10).
     Por último, no podemos dejar de mencionar que en la ópera también se proyectan ciertos rasgos formales del Romanticismo. Por un lado, existe una ruptura de la unidad de acción a través de la inserción de escenas populares; y, por otro, una ruptura de lugar y de tiempo, pues a pesar de que la ópera tiene una duración temporal real y se desarrolla siempre en el mismo espacio –el convento y la sierra–, los diálogos –como se dijo en la explicación del argumento– incluyen eventos e informaciones sobre el pasado de los personajes. Esta suerte de flashbacks narrativos fue explotada hasta la máxima expresión por Richard Wagner y, aunque no son genuinos del compositor alemán, nos trasladan a la principal influencia de nuestro protagonista y a la esfera de mediación estética de aquel momento. Así, en los siguientes apartados explicaremos cómo se conjugan estas mediaciones en la creación de la ópera: veremos cómo Fernández Shaw adapta el argumento siguiendo los requerimientos de Del Campo, proporcionándole un libreto en el que combina momentos de fuerte intensidad dramática con escenas populares que van a permitir al compositor adaptar el drama wagneriano a la escena lírica española.
La creación de la ópera: del libreto a la partitura
     El crítico musical Joaquín Fesser, ya un mes antes del estreno de El final de don Álvaro, publicó en la revista Por esos mundos una extensa reseña sobre la ópera de Conrado del Campo que estaba a punto de presentarse. Sobre la elección del libretista –no sin insinuar que, en un primer momento, y como fiel seguidor de Wagner, podría haber considerado el hacerlo de su puño y letra– nos relata así la elección de Carlos Fernández Shaw:
     ¿Libretista? Pensó primero en sí mismo, persiguiendo el desiderátum del drama musical moderno; porque Conrado [del Campo] es hombre de cultura general, y no vulgar literato. Pero la timidez, que suele ser su consejera, le disuadió de semejante proyecto, no obstante, o quizá por temor, a los precedentes mismos que de autocolaboración [sic] existen en lo que va de ópera española. Decidióse entonces con bravura por el más prestigioso y entusiasta de nuestros libretistas en activo; y buscó y encontró, ¿cómo no?, los brazos abiertos de Carlos Fernández Shaw, el poeta ilustre, que tan infatigablemente ha cooperado con su labor y talento al gigantesco esfuerzo que viene realizando para la aclimatación [sic] de la ópera española en España (Fesser 1911, 180).
     Al hilo de la cita anterior, no le faltaba razón a Joaquín Fesser cuando afirmaba que la elección de Fernández Shaw como libretista era un acto de “bravura” por parte de Del Campo, aunque quizás la palabra más adecuada habría sido la de “insistencia”. En efecto, el compositor deseaba colaborar desde siempre con el “prestigioso y entusiasta” libretista, tal y como atestigua la correspondencia que se conserva entre ambos, la cual se remonta a noviembre de 1904 y nos revela los infructuosos intentos de Del Campo por conseguir poner música a un texto de Fernández Shaw (véase Ferreiro 2019, 273-276). Sin embargo, a comienzos de 1910 Del Campo ya había presentado sus credenciales como autor en el ámbito camerístico y en el sinfónico, lo que sin duda hubo de cambiar la opinión de un Fernández Shaw que, en la entrevista de 1911, recordemos, no vacilaba al destacar el “admirable temperamento dramático del joven y ya ilustre compositor”.
     Por su parte, Del Campo no solo eligió a Fernández Shaw por la admiración profesional que le profesaba desde hacía años, ni por los dictados de popularidad y excelencia que le atribuía al dramaturgo la esfera de mediación del momento; sino que se observa una razón adicional: el compositor quería introducir en la jornada final del texto original algunos elementos previos que explicaran la situación de los personajes –esos flashbacks wagnerianos a los que hemos aludido–, por lo que precisaba de un libretista que conociera a la perfección el drama original del duque de Rivas. Así lo dejó escrito el propio Del Campo:
     ¿Qué faltaba? Crear un cuadro preparatorio que explicase los antecedentes dramáticos del asunto, que nos condujese, mediante una exposición lógica e interesante, al cuadro final. Hallé en nuestro poeta Carlos Fernández Shaw, infatigable propagandista de nuestra ópera, el auxiliar poderoso que escribiera el poema; y, listo este, con todo el entusiasmo y ardor de un espíritu joven, ilusionado, febril, me lancé a la composición de la partitura […] (Del Campo 1911b, 9-10).
     En efecto, Conrado del Campo había dado con un libretista cercano al duque de Rivas en todos los sentidos posibles. Si retomamos la entrevista a Fernández Shaw, encontramos también, en su propio testimonio, las razones que le llevaron a aceptar el encargo. En esas motivaciones –y en el arrepentimiento posterior–, están implícitas tanto su admiración al duque de Rivas como su buen conocimiento del Don Álvaro o La fuerza del sino, lo que refleja también su propia esfera de mediación en la escritura del libreto:
     Tracé mi plan y escribí mis versos durante la primavera del año pasado. El maestro comenzó sus tareas en tanto hacía con la Orquesta Sinfónica, de [la] que es vicepresidente, [una] larga y fructuosa excursión por importantes ciudades del Este, Norte y Noroeste de España.
     Hasta entonces solo fui viendo, en realidad, la parte buena del asunto. Después me acometió un gran remordimiento por haber puesto mis manos pecadoras en la obra inmortal del gran duque de Rivas. Pero ya no había modo bueno de volver atrás, cuando el gran Conrado tenía ya tan adelantada su obra. No me quedaba otro recurso que el de resignarme por adelantado a las censuras de que pudiera ser objeto y pensarlo mejor para otra vez, Dios mediante (Sánchez Estevan 1911).
      El respeto hacia el duque de Rivas y el arrepentimiento por haber manipulado una de sus obras más celebradas se fundamentan en las propias fuentes documentales conservadas en el legado de Carlos Fernández Shaw. Por un lado, existe un soneto de juventud escrito en 1879 –con tan solo 14-15 años–, en el que el dramaturgo alaba el talento del duque de Rivas y defiende ya la inmortalidad de su obra, a la que también alude en la entrevista de 1911. Por otro lado, todas aquellas precauciones y recelos que asaltaron a Fernández Shaw después de escribir El final de don Álvaro se fundamentan también en una relación de cercanía personal con Enrique Ramírez de Saavedra y Cueto, IV duque de Rivas y, por tanto, hijo del autor del Don Álvaro o La fuerza del sino. De esta relación de amistad y admiración intelectual recíproca da buena cuenta el pequeño corpus epistolar entre ambos depositado en la Fundación Juan March, una carta que coincide, además, con los inicios del proyecto de El final de don Álvaro. No en vano el libretista hizo un último descargo en la dedicatoria de la versión definitiva del texto: “A la insigne memoria del gran duque de Rivas, autor del drama Don Álvaro o La fuerza del sino. Eternamente perdure”, recalcando así su inmortalidad literaria (Fernández Shaw 1911, 5). Resulta del todo evidente que el dramaturgo abordó la escritura del libreto con el máximo cuidado y profesionalidad, pues no solo iba en ello su prestigio artístico (que ya estaba reconocido), sino también la responsabilidad de parafrasear a su admirado duque de Rivas.
     Por supuesto, Fernández Shaw atendió a la necesidad planteada por Del Campo de crear un cuadro preparatorio al principio, aunque, como el propio libretista nos cuenta, añadió también otros fragmentos de creación propia. Así lo explicaba en la entrevista de 1911; y nótese el comentario sobre la supresión de muertes, que corrobora nuestra teoría expuesta en el primer apartado de este capítulo acerca de evitar de antemano las críticas del público hacia la excesiva crueldad de un romanticismo caduco. Por último, nótese también cómo Fernández Shaw recalca la importancia de Leonor, a la que ya hemos aludido y que marca la diferencia con las versiones anteriores (teatral y operística):
     La obra tiene dos cuadros: el de la celda y el del trágico final. Para proporcionar al músico situaciones de cierta índole y para que tuviese el libro más variedad de notas he puesto de mi cosecha bastante; más de lo preciso, seguramente. (De ahí mi remordimiento). Para don Álvaro [sic] escribí un monólogo, en el cuadro primero.
     Comencé el segundo con un episodio de carácter bucólico, y di más extensión, si no más importancia, a la presentación de Leonor componiendo una plegaria [sic] que fuese la parte principal de esta escena, y en la cual pudiera encontrar la tiple, cuyo papel es tan breve, ocasión en [la] que lucirse [sic], Deo volente [sic]. Reduje, en fin, el número de muertes en el final, por suponer en alguna parte del público prejuicios que acaso no existan; pero sin que por ello se desvirtúe, a mi entender, escena tan capital y tan hermosa (Sánchez Estevan 1911).
     En cuanto a la cronología, como bien cuenta Fernández Shaw en su entrevista, la escritura del libreto le ocupó la primavera de 1910, entendemos que entre los meses de marzo y mayo. De hecho, todo parece indicar que el libreto estaba terminado a comienzos de mayo, pues así lo confirma Del Campo en una carta a Fernández Shaw enviada desde Logroño –en donde se encontraba de gira con la Orquesta Sinfónica– el 14 de ese mes, en la cual se muestra del todo conforme con el resultado final:
     Distinguido amigo:
     Cuatro líneas para comunicar a V. que se halla en mi poder el paquete conteniendo la segunda mitad del libreto de “El final de D. Álvaro”. Me gusta mucho. La lectura me ha proporcionado un delicioso rato de arte. Difícil, muy difícil de tratar, pero por eso mismo me seduce y atrae su lectura. Quiera Dios que logre alcanzar el nivel en que el poeta se desenvuelve. ¡Trabajando estoy! Como un fantasma errante voy con mi obra y con mis ilusiones a través de horizontes, tierras y parajes. Al contemplarlos todos, de ellos aspiro aromas y emociones que mi espíritu inquieto traduce en notas. ¿Qué surgirá al fin…?
      Nuestra excursión se desarrolla rápida, sin incidentes. Ya quiero verme en Madrid, a solas en mi mesa de trabajo, ordenando este sinsentido de impresiones acumuladas durante estos días de intranquilidad. ¡Ya resta poco!
      Un abrazo cariñoso con afectos a la familia de su buen amigo
     Conrado del Campo
     De vuelta en Madrid, Del Campo termina el borrador inicial de la obra, y rápidamente se pone a componer y a orquestar. Este trabajo, que según sus palabras no fue nada fácil por la dificultad que plantea el argumento –sobre todo el segundo cuadro–, le ocupó todo el mes de julio de 1910, tal y como le cuenta a Fernández Shaw en una carta que le escribe desde Figueira da Foz (Portugal). En ella se muestra algo preocupado por los retrasos que va acumulando, aunque al mismo tiempo contento, pues ya tiene acabada la composición y prácticamente finalizada la orquestación:
     Mi querido amigo:
     Supongo a V. contrariado de mi largo silencio. No le falta a V. razón, pero me propuse imponerme absoluto [silencio] en tanto no estuviera el trabajo muy adelantado y pudiera comunicar a V. noticias de interés con el ánimo, en lo posible, tranquilo.
     Hoy lo hago, aquí ya, en Portugal, mientras doy la última mano a la orquestación de El final de D. Álvaro. En inquietud constante he pasado mes y medio, alarmado siempre, nervioso, bajo el temor de que en cualquier momento sufriese un incidente que me colocara en el trance de confesar a la Empresa del Real la verdad sobre el estado en que se hallaba la composición de la ópera […] La composición háyase terminada ¡alabado sea Dios! y la instrumentación, como antes le digo, muy avanzada […].
     Cuatro líneas íntimas para hablar de mi trabajo. Estoy contento, pero ¡qué terriblemente difícil de escribir aquel segundo cuadro! Lo he afrontado por derecho, con toda el alma y todo el vigor real de la escena. ¡Aquel final…! Ya veremos cómo suena aquella formidable orquesta, merecedora tromba de sonidos, rayos y fulgures.
      ¡Dios me guarde, amigo!
     Salude a su afectuosa familia y escríbame pronto, que ahora soy yo el impaciente por tener sus noticias.
     Suyo afmo. y verdadero amigo,
     Conrado del Campo
     Más o menos mes y medio después, concretamente el 21 de septiembre de 1910, Conrado del Campo informa a Carlos Fernández Shaw que la partitura está totalmente acabada. En efecto, el manuscrito orquestal completo habría quedado listo en el mes de agosto, en virtud de la firma que incluye el compositor en su última página. Las razones del retraso en la comunicación a Fernández Shaw se desprenden del contenido de la propia epístola: en ella dice que el manuscrito ya ha sido enviado al Teatro Real, a la atención del empresario Antonio Boceta, quien ya ha confirmado, entendemos, su recepción. El tiempo de espera de esta confirmación justifica, por tanto, que la carta al dramaturgo no se envíe hasta mediados de mes. Esta es, además, la última misiva entre los autores que se conserva. En ella, como se leerá a continuación, el músico se sincera completamente con el dramaturgo acerca de los temores que alberga sobre la recepción de la ópera, cuyo éxito o fracaso determinarán su futuro como compositor dramático, aunque no por ello pierde la ilusión, las esperanzas y el nerviosismo que le produce su inminente estreno y, por tanto, su presentación oficial en “nuestra sala de ópera”, es decir, en el Teatro Real:
     Mi querido amigo:
      En poder del Sr. [Antonio Boceta], desde hace algunos días, se halla ya la partitura terminada de “El final de don Álvaro”. Retirado a esta playa, después de algunos días de estancia en Figueira [da Foz], me consagré plenamente a la conclusión de la partitura. Ya está, y con ella se han ido para Madrid una suma grande de ilusiones, de esperanzas, con ella mis energías, mis esfuerzos y mis sudores de este pasado verano. ¡Quisiera que estos no sean estériles y aquellas no se malogren ante el esplendor luminoso de nuestra sala de ópera! ¡Tantos planes, tantos proyectos arrastraría consigo el fracaso de D. Álvaro! Confiemos en que el público habrá de ver en nuestra obra el propósito levantado de una labor de arte; la aspiración noble que nos guía, y a V. sobre todo, probado y sufrido campeón en esta larga lucha por nuestro arte nacional, y el ansia de librarnos, por el esfuerzo de nuestras voluntades, de la añeja esclavitud en que yace nuestra ópera, condenada a tal tormento por la apatía y el egoísmo de los que jamás quisieron comprender que enalteciendo el esfuerzo ajeno se significa el alma propia y se abre camino para que se haga justicia también al personal esfuerzo.
     En definitiva, tanto el libreto como la partitura fueron compuestos en períodos de tiempo relativamente cortos, de tres meses cada uno: durante la primavera y el verano de 1910, respectivamente. Por otro lado, la correspondencia entre el dramaturgo y el músico que hemos analizado, así como los testimonios personales que cada uno de ellos publicaron en la prensa, han revelado dos esferas de mediación distintas en los períodos de creación. Así, si bien para Carlos Fernández Shaw el proceso fue bastante fácil y solo turbado por las reticencias causadas por su admiración y cercanía hacia la obra del duque de Rivas, Conrado del Campo trabajó siempre bajo presión, y no solo debido a sus compromisos laborales con la Orquesta Sinfónica de Madrid, sino también por la dificultad reconocida que le causó la composición de la música para el segundo cuadro. A esta presión debemos añadir las esperanzas que había depositado en su primera ópera, la cual no solo habría de lanzar su carrera como compositor dramático, sino que también, en virtud de su última carta a Fernández Shaw, aspiraba a poner en valor el teatro lírico español a través de una propuesta sólida, original y personal de ópera nacional. En consecuencia, en el último apartado veremos cómo plantea ese modelo operístico y cómo se plasma en la estructura dramática de El final de don Álvaro.
El modelo wagneriano: hacia un drama lírico nacional
     Más allá de la reconstrucción que hemos hecho a partir de la correspondencia privada entre los autores de El final de don Álvaro, Conrado del Campo incluyó en el texto que publicó en el periódico España nueva, el día del estreno, una versión “oficial” del proceso de creación de su ópera. Al respecto, el lector notará en este fragmento que el primer párrafo insiste y confirma los datos aportados en el apartado anterior. No obstante, esta reiteración se justifica ahora por lo que dice Del Campo al final del escrito, en donde nos ofrece por fin la clave para entender y definir el modelo operístico que está ensayando: un drama lírico “nacionalizado” con dos “notas populares” para crear un “marco de sabor local”. Estamos, por tanto, ante una propuesta más que evidente de ópera nacional:
     Puesto de acuerdo con el eminente poeta y constante luchador de nuestra causa de la ópera nacional, Carlos F. Shaw, para llevar a cabo la composición de una ópera, al estudiar asuntos que pudieran convenirnos para realización de nuestro propósito, surgió el nombre del “Don Álvaro” […] Conformes ambos en tal asunto, convenimos el plan a que habría de sujetarse el desarrollo del naciente poema, con el propósito de que las dimensiones de la ópera no excedieran de dos cuadros y apareciera como el principal y de mayor relieve dramático el maravilloso “final”, en la forma misma en que el duque de Rivas lo presenta en el “drama”, sin otra modificación que la de evitar la muerte de Doña Leonor […] Reducido quedó, pues, el poema a dos cuadros; […] intercalando en uno y [en] otro dos notas populares, que contrastando dramáticamente con el desarrollo del asunto, acentuaran el relieve de este y permitiesen intercalar matices musicales de variada índole expresiva […].
     Escrito el libreto a la composición de la partitura me consagré, con todo el ímpetu e impaciencia de mi temperamento, con el entusiasmo del joven lleno de aspiraciones […] Labor de tres meses abarcó la composición total de la partitura, desde los primeros apuntes a la última nota de la orquestación, […] luchando por vencer las enormes dificultades que a cada instante me ofrecía la interpretación del asunto, por el vigor pasional que encierra, por la intensidad que allí late, por el carácter adecuado, castizo, propio, que era preciso imprimir a la orquestación durante toda la obra, pero más aún en las escenas intercaladas de “sabor” popular y que ofrecer debían como un “marco” de sabor local, de ambiente español, “serrano”, al dramático asunto del poema (Del Campo 1911a, 3).
     En efecto, la clave del modelo dramático residía en imprimir a un lenguaje operístico de talla internacional, como era el wagnerismo, un toque español. De esta forma el compositor estaría en disposición de ofrecer un drama lírico nacional capaz de integrarse plenamente en los circuitos operísticos internacionales que, a fin de cuentas, es el objetivo que debe perseguir cualquier obra artística que aspire a consagrarse como símbolo identitario: no solo ser reconocida como tal dentro del país, sino también conseguir un cierto grado de internacionalización que le permita validar su obra ante sus propios compatriotas (véase McCreless 2013). El propio Conrado del Campo reconoce la incidencia del drama lírico moderno en la creación de la partitura y en las técnicas compositivas que ello implicaba:
     ¿Estilo, formas, procedimientos? En cuanto a lo primero, he seguido, o procurado seguir al menos, libremente, la marcha de mi pensamiento, no exento (¿Cómo ha de estarlo?) de influencias. En cuanto a la forma, ceñido, por convencimiento, a las leyes esenciales del drama lírico moderno, he desarrollado mi obra siguiendo los matices dramáticos y poéticos del libreto, llevando el interés interno de la expresión al desenvolvimiento de la polifonía orquestal y acentuando el valor expresivo del diálogo escénico, mediante un recitado de línea melódica que paralelamente se desenvuelva según el valor dramático de las palabras. Los procedimientos empleados he procurado que sean modernos, de constante interés contrapuntístico, de proceso modulativo [sic] que se acomode a los matices y contrastes del diálogo; orquestando con amplitud de elementos bajo el deseo de lograr siempre, a través de las infinitas variedades y modificaciones de color, de valor sonoro, calor y plasticidad, cualidades a que nuestros oídos se han habituado, tanto acostumbrados a gozar las esplendideces sonoras que en sus obras acumulan con majestuosa exuberancia los modernos compositores (Del Campo 1911b, 11).
     Por tanto, la pregunta es evidente: ¿qué mecanismos implementaron Fernández Shaw y Del Campo para alcanzar este objetivo? La respuesta, que ya se ha ido anunciado páginas atrás, se sistematiza ahora de esta manera: la inclusión de fragmentos y escenas populares con el objetivo de transmitir una representación globalizada del folclore español, que trata de ofrecer una visión completa del país. Nos referimos a un canto de trilla en la Escena 1; y a la celebración de un fandango en el inicio del segundo cuadro, que contiene todos sus componentes textuales, musicales, culturales y sociales. Estos dos tópicos populares son creaciones nuevas que beben de la tradición pero que no proceden de ella, sino de la imaginación literaria y musical de sus respectivos autores, lo que revela un auténtico ejercicio de folclorismo (Martí 1996). Además, estos dos elementos ofrecen una imagen global de nuestro acervo, ya que son tradiciones musicales que se pueden encontrar, en mayor o menor medida, en toda la geografía española. Esta visión nacionalista contrasta bastante con la que estaban realizando otros compositores, destacando el caso de Manuel de Falla, que, si bien no de forma exclusiva, proyectaron una imagen de España fundamentada en un simbolismo andalucista de corte arabista (véase Torres 2007). En ambos casos la esfera de mediación es distinta, pero el objetivo y el resultado es el mismo: crear una identidad musical española.
     En consecuencia, El final de don Álvaro presenta una estructura dramática contrastante. Al respecto, en el primer cuadro, tras el diálogo inicial entre don Álvaro (el Padre Rafael) y el Padre Guardián, se inserta un canto de trilla que es entonado por un gañán fuera de escena. Este tema popular, de carácter diatónico, impregna a la ópera de un ambiente puramente español que contrasta fuertemente con el lenguaje cromático que le precede y que prepara un “Canto al Sol” de don Álvaro en la Escena 2. A continuación, y después de una escena nuevamente cromática en la que sus protagonistas (don Álvaro y don Alfonso) se retan a muerte, vuelve a sonar el canto de trilla, con el que concluye el primer cuadro y se prepara ya el ambiente del segundo. El nuevo cuadro arranca con una escena campestre en la que intervienen tres pastoras, cuyos nombres –Curra, Nieves y Fuensanta– son indicadores del carácter castizo que se busca; y continúa con un coro que entona temas de carácter popular –“Canciones de la sierra”–, con una estructura típica de estrofa y estribillo. Después de este inicio español y diatónico, que podemos identificar con la celebración de un fandango, en el sentido más globalizado del término, todo se va diluyendo hacia un ambiente tonalmente inestable y cromático que ya no cambiará hasta el trágico desenlace final.
     Por lo tanto, la función dramática de los elementos españoles es doble. En primer lugar, como reconocía el propio Del Campo en la última cita que hemos ofrecido, pretenden, de alguna manera, nacionalizar el drama lírico wagneriano, es decir, impregnar la sonoridad española en una obra que estéticamente se fundamenta en un lenguaje internacional. En este sentido, el compositor es muy transparente al aludir al “carácter popular, serrano y castizo” que era necesario añadir a un asunto tan dramático, lo cual denota su concepción de la ópera española. Sin embargo, como se aprecia en la Tabla 2, los elementos españoles presentan una función menos evidente: intervienen en la configuración dramática de toda la ópera. En este sentido, lo “español” puede ser separado de la sonoridad que evoca y ser entendido como un contraste entre lo diatónico (español) y lo cromático (wagneriano). Esta función de contraste dramático puede ser encontrada en todas las obras de Wagner, sin excepción, lo que revela una profunda asimilación de su lenguaje y nos da una idea de las técnicas compositivas que vamos a encontrar si analizamos la partitura. Estamos de nuevo, qué duda cabe, ante una clara influencia de la esfera de mediación que rodea a Conrado del Campo, tal y como ahora explicaremos.
     En efecto, este acercamiento al wagnerismo en un período en el que la música del alemán estaba experimentando su último gran pico de aceptación en España fue muy bien acogido por la crítica, que también era, en su gran mayoría, admiradora del modelo dramático de Richard Wagner. Al respecto, Joaquín Fesser, en ese escrito previo al estreno del que ya hemos ofrecido algún fragmento, hacía un breve comentario que vinculaba la elección del argumento con el nombre de Wagner. Pero no solo eso: también sobreponía el nombre de Del Campo por encima del de un “Verdi con pocas vistas” en La forza del destino, que ya estaba prácticamente olvidada. En cualquier caso, la comparación con Wagner es una auténtica declaración de intenciones, y nos permite conocer las influencias estilísticas que acompañaron al compositor durante el proceso de creación de El final de don Álvaro y que se desprenden de sus propias actividades musicales:
     ¿Asunto? Del Campo había visto, como Verdi, extraordinaria musicalidad en la obra maestra del duque de Rivas. Y excusado decir que Del Campo, en 1910, vio esa musicalidad con ojos muy diferentes de los que Verdi gastaba en 1862. Verdi, entonces a los cuarenta y nueve años de edad, aún no veía; como lo demuestra la curiosa circunstancia de que el Gran Italiano nació en el mismo año que Wagner, el Gran Alemán; y escribió La forza del destino cuando ya estaba escrito Tristán, y durante la composición de los Maestros cantores. ¡Separaba a los dos coetáneos más de un siglo! Como que Tristán y los Maestros empiezan hoy a vivir, y la Forza yace tiempo ha en la sepultura […] (Fesser 1911, 180).
     Este último apunte nos lleva a establecer la diferencia entre Conrado del Campo y otros compositores españoles influidos por el wagnerismo: no estamos aquí ante la imitación o transgresión de un lenguaje, sino que Del Campo asienta el wagnerismo de forma brillante y profunda a través de la interpretación constante de los dramas líricos del alemán en el foso del Teatro Real, tal y como apuntamos ya al principio de este artículo. Esta parte de su esfera de mediación –personal y prácticamente única– le llevará a implementar en su oficio compositivo los principios dramáticos del propio Wagner –derivados de la teoría del período poético-musical de Oper und drama– y a integrarlos en una propuesta de ópera nacional en la que los hibrida con el canto popular español; algo similar a lo que estaba haciendo su contemporáneo Manuel de Falla con el simbolismo de Debussy. Por lo tanto, el trasfondo wagneriano de esta ópera irá más allá del empleo de sus principales tópicos estilísticos, pero este análisis ya sobrepasa los objetivos del presente artículo. Por el momento, hemos de contentarnos con haber demostrado que la recepción favorable del wagnerismo, unido a la asimilación práctica del mismo, intervino de manera evidente en la gestación de El final de don Álvaro y proporcionó a su compositor unas bases sólidas para elaborar su modelo de ópera española y enriquecer el debate nacionalista.
Conclusiones
     Llegados a este punto, podemos decir sin ninguna duda que la esfera de mediación que rodea el proceso de creación de El final de don Álvaro es densa y que guarda una estrecha relación con las circunstancias culturales, sociales e ideológicas de la época. Esta esfera ha intervenido en la poiesis de toda la obra, tanto en el libreto de Carlos Fernández Shaw como en la música de Conrado del Campo. A este respecto, hemos demostrado que en la esfera de creación de El final de don Álvaro median, al menos, cuatro componentes bien diferenciados, los cuales han influido de manera equilibrada en el proceso: la recepción del wagnerismo, las reminiscencias del romanticismo teatral, los debates nacionalistas en torno a la ópera española y la utilización de materiales populares como base generadora de un lenguaje musical identitario. Estas cuatro vertientes motivaron a los dos autores y condicionaron de manera notable el resultado final, sobre todo en lo que se refiere a Del Campo, que fue el que más se vio afectado por la mediación del entorno, ya que su grado de exposición fue mucho mayor que el de Fernández Shaw. Todo ello se plasmará en la partitura, cuyo análisis en profundidad se reserva para estudios posteriores.
     Para finalizar, tan solo nos faltaría integrar El final de don Álvaro dentro del contexto en el que fue creada, el fin último que persigue la aplicación del concepto de mediación. Así, entre 1910 y 1914 la sombra de Wagner en Madrid era, quizás, más alargada que nunca y la obra aquí tratada se inserta en un momento en el que la presión por incluir el lenguaje del alemán en la ópera española estaba en uno de sus picos más altos. Como hemos visto, Conrado del Campo supo abstraerse a la mera mitificación de su figura, ya que a través de una práctica instrumental constante en el foso del Teatro Real consiguió absorber lo mejor de Wagner de manera profunda. Por lo tanto, su modelo dramático es del todo claro: combina un lenguaje wagneriano bien asimilado con elementos sacados del folclore español y sometidos a una reelaboración estilizada y folclorista, para aportar su propia solución al complejo debate en torno a la ópera nacional que se daba en aquellos años. Además, esta propuesta entronca a la perfección con las prácticas post-wagnerianas que se estaban ensayando en el resto del continente –por ejemplo, Richard Strauss o Gustav Mahler en Alemania; pero también compositores más periféricos, como Carl Nielsen–, por lo que tenía todos los ingredientes para ser reconocida como un verdadero modelo de ópera nacional. Sin embargo, la germanofobia causada por el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 hizo que las propuestas derivadas del modelo wagneriano fuesen relegadas dentro de nuestro propio país. Eso trajo consigo que los compositores ligados a una estética germanista optaran por buscar otros caminos. En consecuencia, El final de don Álvaro no consiguió trascender las fronteras españolas y Conrado del Campo no logró la repercusión internacional necesaria para consolidar su modelo de ópera nacional (La “esfera de creación” de El final de don Álvaro, de Conrado del Campo: un drama lírico español con esencias románticas, en revista Resonancias: Revista de investigación musical)
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