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domingo, 3 de marzo de 2024

La Ópera "Carmen", ambientada en Sevilla, de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, y Georges Bizet

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la ópera "Carmen", ambientada en Sevilla, de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, y Georges Bizet.
     Hoy, 3 de marzo, es el aniversario del estreno (3 de marzo de 1875) de la ópera "Carmen", en el Teatro de la Ópera Comique, de París (Francia), así que hoy es el mejor día para ExplicArte la ópera "Carmen", ambientada en Sevilla, con libreto de Henri Meilhac, y Ludovic Halévy, y música de Georges Bizet.
      Drama lírico en cuatro actos, de Georges Bizet (1838-1875) sobre libreto de Henri Meilhac (1831-1897) y Ludovic Halévy (1834-1908), basado en la novela de Prosper Mérimée (1845). Estrenada en París en la Opera Cómica, el 3 de marzo de 1875.
Personajes
     Carmen, cigarrera. 
     Micaela, aldeana. 
     Don José, sargento. 
     Escamillo, torero.
     El Dancairo, contrabandista. 
     El Remendado, contrabandista. 
     Zúñiga, capitán.
     Morales, sargento. 
     Lillas Pastiá, tabernero.
     (Oficiales, cigarreras, gitanos, contrabandistas).
La acción
     En Sevilla, hacia 1820.
Localización de las escenas
     PRIMER ACTO
     Una gran plaza de Sevilla. A la derecha, la puerta de la Fábrica de Tabacos. Al fondo un puente practicable, que tiene acceso desde la escena por una escalinata. A la izquierda el puesto de guardia de los Dragones.
     SEGUNDO ACTO
     Cerca de las murallas de Sevilla, en la taberna de Lillas Pastiá.
     TERCER ACTO
     Un agreste paisaje rocoso, refugio de los contrabandistas en la sierra.
     CUARTO ACTO
     Una plaza de Sevilla junto al muro que circunda la Plaza de Toros.
Sinopsis argumental
     La cigarrera Carmen trata de seducir a don José, sargento del regimiento de Dragones, apartándolo de Micaela, la prometida del oficial. Fascinado éste por los encantos de Carmen, favorece su fuga tras haber sido detenida por un altercado entre cigarreras. Abandonando sus deberes militares, don José sigue a Carmen a la sierra y se enrola con los contrabandistas, enfrentándose a Escamillo, torero y futuro amante de Carmen. La cigarrera ama la libertad y encela a don José, que ciego de furor acabará matándola, junto a la plaza de toros donde triunfa el torero Escamillo.
Carmen al natural 
     Es tanta la invención, la fábula, la leyenda, lo tópico y lo mítico en tomo a Carmen y tanto el arraigo que todo ello ha encontrado entre nosotros, que, cuando se trata de analizar la realidad del personaje -no otra cosa pretende el título de al natural-­ es difícil enfrentarse y ceñirse a la información y a los documentos. Porque, en el fondo, parece que uno se aparta de la propia realidad.
     Da la impresión de que subsisten como dos realidades distintas. Y hay tal diferencia entre lo que se ha dicho o estudiado sobre la realidad literaria de Carmen y lo que sabemos de la realidad ambiental del personaje que ella representa, que aparece como si ésta -su natural- no interesara o tuviera que pasar ya desapercibida.
     Curiosa, y a la vez lógicamente, la verdad no interesa. ¿Cómo comparar la realidad novelada de P. Merimée, con la realidad sevillana que le tocó vivir a Carmen?. ¿Cómo enfrentar la aventura, la pasión, el riesgo, el desamor, la propia muerte de la Carmen mítica, con el cotidiano ajetreo, el permanente sinvivir, la miseria, la otra forma del morir día a día de las miles de Cármenes sevillanas?.
     De un lado, Carmen prototipo del proletariado hispalense; mujer independiente, "liberada"; Carmen heroína de un sinfín de aventuras en la frontera de lo prohibido, del fraude, del delito, del asesinato. Y del otro lado, Carmen operaria; sujeta a normas, reglamentos y disposiciones; malviviendo de su corto estipendio; Carmen afanosa porque no cubre sus necesidades extremas con su labor, agitada y rebelde con su grupo cuando todo le falla y nada le compensa. Como suele decirse, ¡no hay color!.
     Creo que todas estas circunstancias han permanecido olvidadas en exceso. Pero el éxito del modelo literario no puede seguir ocultando por más tiempo la realidad concreta que le sirviera de sustento histórico. No obstante, algo muy hondo debe acontecer cuando incluso sesudos especialistas continúan curiosa­mente anclados y aferrados a aquél -el modelo literario, el mito- a pesar de esta realidad con nuevos criterios y mayor rigor histórico. Volvamos a intentarlo reflexionando sobre esta olvidada realidad.
     ¿Cuál era realmente el entorno de Carmen?. Conviene comenzar aclarando que la aparición de las cigarreras en Sevilla fue un fenómeno tardío. Durante siglo y medio -entre mediados del XVII y comienzos del XIX- siempre fueron hombres los que realizaron este trabajo. Mientras, en Cádiz, el otro centro productor, el modelo de la mujer elaborando cigarros se desarrollaba poco a poco hasta consolidarse plenamente a lo largo del XVIII. Aún antes que en Sevilla, Alicante y La Coruña (La Palloza) también acogieron a mujeres para este menester a comienzos del siglo XIX.
     Diferentes circunstancias fueron las causantes de tales planteamientos. En Sevilla la industria tabaquera se centró prioritariamente en la producción de tabaco polvo y en ella era obligado el empleo de operarios con la robustez y fortaleza precisa para el manejo de caballos y mulos, molinos, artesas, grandes fardos y demás útiles necesarios para esta labor; en otras palabras, hombres. Nadie, pues, pudo pensar, y menos aconsejar, en la concentración de varias decenas de cigarreras para que trabajasen codo con codo junto a los varios centenares de operarios que encontraban acogida en las dependencias de tabaco polvo. Por el contrario, en Cádiz, y luego en Alicante y La Coruña, donde sólo se fabricaban cigarros, no hubo problemas. Desde un principio manos femeninas, entonces mucho peor pagadas, se encargaron de su elaboración. Ellas crearon, sin duda, el modelo.
     La capital andaluza contó, pues, con una tradición que le era ajena, pero que pronto asimiló. Fueron suficientes dos maestras y media docena de buenas operarias gaditanas a partir de febrero de 1813 para que las cigarreras sevillanas se situaran en vanguardia de la manufactura española en tan sólo unos años. A ello contribuyó decisivamente la gran importancia de la fábrica hispalense, su larga tradición en el mundo del tabaco y la enorme capacidad de sus instalaciones; también, con seguridad, el hecho de que fuera prácticamente la única en mantenerse en producción continuada cuando todas las demás sufrieron en mayor medida los terribles avatares de nuestro agitado siglo XIX.
     La larga tradición sevillana tuvo, no obstante, un enorme influjo. Carmen y sus compañeras hubieron de convivir con un elevado número de operarios masculinos, que, pese a todo, siguieron aferrados a la producción de cigarros. Aunque en un primer momento de crisis todos fueron expulsados (1811-13), poco después eran de nuevo aceptadas varias docenas de ellos, más tarde varios cientos y, al cabo -entre 1828 y 1830/31-, alrededor de dos millares y medio. Y todo ello porque las mujeres, si bien aumentaron casi en idéntica proporción, no fueron capaces de dar adecuada respuesta a una demanda de cigarros normalizada y creciente una vez superada la crisis de los años iniciales del siglo.
     Posiblemente fuera ésta una de las mayores singularidades de la manufactura hispalense en aquel período. Las cigarreras se integraron en un grupo laboral con el que tuvieron que confrontar sus propias expectativas de futuro. Y no cabe abrigar la menor duda acerca de cómo los hombres defendieron su opción, pese a ir contracorriente, con todas sus armas disponibles. Los debates, las disputas, las artimañas y argucias, los "memoriales" empleados en el enfrentamiento son un capítulo importante de esta historia. La lucha debió fortalecer en las cigarreras su conciencia de grupo y les sirvió como aprendizaje en sus periódicas confrontaciones con el poder desde los primeros años de su existencia en la capital andaluza.
     Entiendo que esta conciencia fue siempre uno de los rasgos más llamativos del colectivo en el que Carmen se integró. Pero aunque el debate con sus compañe­ros pudo ser importante, es evidente que en ella, en la conformación de esta conciencia, otros muchos aspectos serían determinantes en mayor medida y desde un primer momento. Sus condiciones de vida, su procedencia social, su trabajo, su número, la concentración fabril y otras muchas realidades estuvieron, qué duda cabe, en la base de sus comportamientos habituales, de sus actitudes.
     ¿Qué sabemos de todo ello?.
     Se ha escrito mucho sobre este grupo humano y en la mayoría de los casos con una ligereza y falta de conocimientos que, cuando menos, ha de sorprendemos. Lo más habitual ha sido la generalización de ciertas características del modelo literario. A veces también, por qué no decirlo, la aplicación de ciertos comporta­mientos, condiciones y actitudes de las últimas cigarreras históricas a aquellos años que a Carmen le tocó vivir.
     ¿Quién duda de que la mayoría de las cigarreras eran gitanas?; ¿cuántas veces se ha aludido a que un gran número de ellas fueran trianeras?; ¿no se aceptan, en general, el exceso de libertad, su desparpajo, el descaro e incluso la procacidad y la desvergüenza como ingredientes característicos de su carácter?;¿sorprendería su identificación con la mujer permisiva, pero a la vez voluble y caprichosa?. Sería difícil  averiguar, en cualquier caso, qué rasgos provienen de la pura y oportuna invención, qué otros de una realidad difusamente transmitida, cuáles de la simbiosis característica en estos casos.
     En el colectivo de 2.500 mujeres en que Carmen se integraba todo cuanto podemos especular tendría cabida. Sin embargo, casi ninguna de las características que generalmente se aceptan corresponden al natural del grupo, aunque sí se ajustaran en su mayoría al de la propia heroína de P. Mérimée.
     Por lo que sabemos, la inmensa mayoría de las cigarreras sevillanas procedían de la propia ciudad. En un corto número eran oriundas del mismo reino sevillano -aún no habían aparecido las provincias-, y rarísima vez del resto del país. Era lógico pensarlo; semejante oportunidad laboral no podía ser desaprovechada por un colectivo de mujeres humildes sevillanas que mayoritariamente sólo encontraban acogida en el trabajo doméstico y, en menor grado, en la costura, también, con frecuencia, a domicilio. Y especialmente menos habría de pasar desapercibido en el período crítico a partir de la segunda década del siglo. Consecuente­mente, Carmen es una rareza: era navarra, de Etchalar, según cuenta la propia protagonista.
     Su otro gran componente, ser gitana, es imposible medirlo entre sus compañeras. Parece cierto que este carácter racial se generalizó bastante en fechas posteriores -tránsito del siglo XIX al XX-, pero en aquellos años me atrevería a poner en duda siquiera su presencia algo numerosa. Los apellidos que conozco, es evidente que poco podrían ayudarnos por la abundante casuística que en ellos podría apuntarse; pero tampoco sus rasgos físicos o sus barrios de residencia, que también he estudiado casi en su totalidad, me inducen a aceptar esta idea. Creo que este rasgo proviene con bastante probabilidad de la enorme atracción que el mundo gitano provocó en Mérimée y del deseo de jugar con esa similitud, bastante generalizada en Europa, entre lo andaluz y lo gitano. En cualquier caso, el propio autor deja entrever lo singular de este carácter entre el colectivo de cigarreras. Cuando don José narra la entrada de éstas a la manufactura de tabacos, escribe "Ahí va la gitanilla", evidenciando el especial relieve de este hecho entre las 400 ó 500 operarias que, según él, había en el establecimiento. En definitiva, era un ingrediente más del exotismo, del orientalismo, del misterio que todos nuestros visitantes querían encontrar en nuestra tierra. Aunque no fuese cierto -que bien podría serlo-, ello daba, sin duda, un mayor poder cautivador a Carmen.
     Igualmente tampoco es cierta, y esto con absoluta seguridad, su vecindad trianera. En los primeros años de aceptación de mujeres en la fábrica de Sevilla es tal la situación que incluso sorprende la escasa presencia de operarias al otro lado del Guadalquivir. Pero aún 20 años más tarde, cuando se consolida la imagen que ha de recoger el modelo literario, la realidad difiere mucho de esta generalizada afirmación. Como era lógico suponer las mujeres proceden de todos los barrios de la ciudad, pero esencialmente de los periféricos, en los que encontraban acogida los grupos menos favorecidos de nuestra sociedad. Muy por encima de Triana, aparecen Omnium Sanctorum, Santa Marina, San Gil, Santa Lucía, San Julián, San Roque o San Bernardo  y aún por delante cualquiera de los restantes, incluidos los de extracción pequeño-burguesa o socialmente más elevados. Así, El Sagrario, San Pedro, San Ildefonso, San Andrés, Santa Cruz e incluso La Magdalena, San Vicente o cualquier otro. Evidentemente la idea no responde a ninguna realidad contrastable en aquellos años, pero sí al hecho, comúnmente resaltado por todos los autores, de la gran abundancia de gitanos entre los residentes del barrio trianero. Si Carmen lo era, ¿por qué no situarla en él?. Con ello se ahondaba aún más en el tipismo del personaje.
     En contrapartida son otros muchos aspectos de aquella realidad concreta los que sí pueden conocerse con exactitud.
     El número debió ser uno de los que mayor cohesión dieron a las cigarreras, tanto en lo que hace a su conciencia de grupo, como en la imagen que de ellas se fue formando. La Real F:ábrica sevillana contó desde temprana fecha con un colectivo numeroso y sólo en una década superaba ya el medio millar de operarias. En los años de la narración de Carmen eran algo más de 2.500, aunque el autor de Carmen aluda tan sólo a "cuatrocientas o quinientas mujeres trabajando en la manufactura". Ningún otro centro fabril podría comparársele en aquellos años. El sentimiento de unión, la uniformidad de criterios, la idea de grupo estuvieron firmemente enraizadas al poco tiempo. Consecuentemente su impacto estaba más que asegurado en cuantas personas se aproximasen a ella. El fenómeno no se daba sólo en Sevilla, sino en todas las capitales españolas que contaban con manufacturas de tabacos. Puede decirse que era, por tanto, una imagen reiterada, acumulativa, pero que en Sevilla adquiría proporciones singulares.
     La misma tipología del trabajo contribuía a consolidar esta imagen. Las cigarreras realizaban su labor en extensos talleres pero eran agrupadas en pequeños ranchos o grupos de seis u ocho operarias en tomo a una mesa bajo la supervisión de una capataza o ama de rancho. Allí, codo con codo, entre el ruido de las tijeras, la moja de las hojas, el corte de las capas, el liado de los cigarros o la formación del rabillo de éstos compartían sensaciones, contrastaban juicios, enraizaban actitudes y comportamientos, y, en definitiva, conformaban un modo de ser. Habladurías, rencores, simpatías, tensiones, rechazos, enfrentamientos y rumores podían correr de un extremo a otro de un taller y de una punta a otra de la fábrica con una celeridad vertiginosa. ¿Cómo extrañarnos de que un simple malentendido en la mañana pudiera provocar un motín y la paralización de las tareas unas horas más tarde?.
     El trabajo "a destajo" era un ingrediente a añadir en esta atmósfera. Se ganaba en proporción a la labor y ésta dependía en gran medida de la cantidad y calidad de la materia prima que se entregase a las operarias. Cualquier modificación en estas datas de hojas a las operarias provocaba una reacción en cadena que bien podía finalizar en esporádicos altercados y plantes, en paros generalizados y, en ocasiones, en multitudinarios incidentes callejeros. La historia de las cigarreras estuvo siempre salpicada en exceso por tales acontecimientos, en gran medida porque sus condiciones de trabajo y, en consecuencia, su calidad de vida dejaba mucho que desear. Unos de los incidentes más importantes de aquel período tuvieron lugar, precisamente, en 1842, es decir, tres años antes de la publicación de Carmen.
     No puede sorprender, pues, el impacto producido por toda esta realidad en propios y extraños. Miles de mujeres, esencialmente jóvenes, reunidas en gran­des talleres, agitadas, afanosas, ligeras de ropa para hacer frente al calor y a la tensión del esfuerzo, ruidosas,... La propia labor, el cigarro, con las connotaciones y la voluptuosidad que le son inherentes. Todo el ambiente propendía a la admiración, a la sorpresa, al encantamiento.
     Si los sevillanos se acostumbraron a ello poco a poco, para los visitantes extranjeros suponía una verdadera conmoción, casi una revelación del mundo primitivo buscado y añorado en estas tierras meridionales ardientes y ensoñadoras. Todo ello era la quintaesencia de Andalucía y, por ende, de lo español. He ahí, en parte, la fuerza y el valor universales de Carmen.
El mito de Carmen
     Personaje controvertido el de Carmen: Tanto por su origen -obra literaria y obra musical proceden de autores extranjeros- como por los rasgos y características que exhibe.
     En el primer aspecto, la cultura española ha acogido casi siempre con recelo las imágenes propias que le venían brindadas desde el exterior, porque al mismo tiempo que hay una gran dependencia de la mirada del "otro", se da una tendencia descalificadora hacia las evocaciones ambientales surgidas fuera.
     Inicialmente esta susceptibilidad española pudo originarse debido al carácter crítico y negativo de la visión de España, de su historia y de sus costumbres, proporcionada por los ilustrados europeos del siglo XVIII. Después vino la recuperación romántica, que alteró de forma completa el sentido de lo que debía ser apreciado y convirtió sobre todo el territorio andaluz -precisamente por su resistencia inmutable ante los avances de la industrialización y del  aburguesa­miento uniformador que se adueñaba de los países y regiones del Norte- en el escenario más apropiado para que escritores y viajeros extranjeros localizaran en sus obras de imaginación y en los relatos de sus peregrinajes aquellos personajes, ambientes y conflictos que ya no podían alcanzar verosimilitud en sus lugares de origen. Se cultivó así literariamente un lado primitivo y singular de Andalucía que por parte española fue considerado meramente superficial y anecdótico. Por distinto motivo al de los ilustrados, pero de hecho se rechazaba también la imagen prodigada por los nuevos románticos extranjeros.
     Y no sólo se rechazaba, además, desde dentro se empezó a escribir -y a este respecto son muy significativas las posturas de Mesonero Romanos y de Fernán Caballero- con la intención de corregir la "mala imagen" de España que exhibía la literatura extranjera.
     En este clima escribe pues Prosper Mérimée en 1845 su novela Carmen. En el exterior fue una prueba más de aquella oleada romántica que prestigiaba las posibilidades literarias del recién descubierto escenario andaluz. En el interior, en España, donde apenas se compartía esa fascinación, Carmen apenas obtuvo eco, al pasar a formar parte, como un título más de esa larga serie de invenciones superficiales que nada tenían que ver con la España real y profunda. Se olvidaba con ello que Mérimée no podía reducirse al papel de mero viajero ocasional, de los muchos que atravesaban el país a galope en búsqueda de emociones para traspasarlas, de mejor o peor manera, a un libro. Mérimée era un extraordinario conocedor de la cultura española, escribía sólidos y documentados libros sobre la historia de la Península, iniciando de forma ejemplar la larga y rica veta del hispanismo galo. Había además permanecido largas temporadas en España, frecuentando los ambientes más cultivados -y también los más populares- del país.
     No obstante parece que se prefirió asignar al Mérimée autor de Cannen el estatuto de un viajero más, ansioso de exotismo, y no el de un observador muy documentado de la vida y de la cultura nativa. Con ello se eludía el tener que analizar y valorar lo que sí era significativo: la calidad y acierto literario de su novela. Se fraguó de esta manera, de forma más o menos consciente, una actitud ante la protagonista de la narración que pasaría a consolidarse a través de más de ciento cincuenta años: Carmen quedaba relegada a la trivial galería de invenciones pintorescas.
     La novela de todos modos tuvo en Francia buena acogida y se multiplicaron sus ediciones. Pero sobre todo treinta años más tarde, el compositor Georges Bizet, decidió basarse en ese argumento narrativo para construir una ópera homónima. La capacidad de repercusión de la protagonista de la obra de Mérimée trascendió ya a audiencias mucho más ilimitadas, facilitando que se universalizase el conocimiento del personaje.
     Si la novela había proporcionado el primer sostén vital de Carmen, el nuevo soporte musical incrementó aún más su potencial expresivo, y desde el estreno de la ópera en 1875, se asiste al fenómeno inquietante de su entronización como una heroína de la que el mundo sólo hubiese estado aguardando su aparición, tras las librerías, en los escenarios. El acierto pues de Mérimée y de Bizet parece haber sido el de haber logrado dar voz a un deseo latente: que una mujer con el significado y los rasgos de Carmen cobrase virtualidad y existencia gracias al arte.
     Entre estos rasgos figuraban unos de tipo étnico que la localizaban literariamente en un ambiente andaluz. Esto formaba parte  de su singularidad más genuina porque la credibilidad del personaje surgía de un entramado de ficciones cuya verosimilitud la prestaba el escenario meridional. Tras la aportación de Mérimée y de Bizet, cerrando el tríptico que configuraba la fortuna de Carmen, el papel de la tierra andaluza -que inspiró su existencia- aparecía también como consustancial.
     Sin embargo, a pesar de ello -o quizás por ello mismo- en la recepción de esta fortuna de Carmen habrían de darse caminos  divergentes, porque mientras la obra, apoyada en su éxito literario y musical, comenzaba a ser asumida cada vez más como un símbolo sólo comprensible dentro de las coordenadas culturales andaluzas, en España, por el contrario, era excluida de cualquier tipo de análisis y relegada a un olvido deliberado, como si se tratase de una hija espuria del Sur.
     La intelectualidad española que había aceptado, e incluso se sentía complacida, con la existencia literaria de figuras simbólicas socialmente tan críticas y polémi­cas como el pícaro, la Celestina o Don Juan, en las que las lacras morales de determinados ambientes españoles quedaban sobradamente al descubierto, se sintió sin embargo poco predispuesta a reconocer como culturalmente propio un personaje femenino que hacía tal ostentación de libertad y exhibía un comportamiento tan poco acorde con el tradicional de la mujer española. Y en efecto, en la tradición literaria apenas se habían dado precedentes de ese tipo. Una poderosa misoginia siempre latente en la cultura hispánica se había cuidado bien de excluirlas, si es que alguna vez, tal vez en algunas manifestaciones de la literatura popular, habían tenido la posibilidad de surgir.
     Por otra parte, dado el origen de la creación de Carmen era fácil recurrir a argumentos descalificadores: se trataba de una obra de unos extranjeros y por tanto participaban de esa larga lista de escritores que no solían traspasar el umbral de lo pintoresco, además de sus ancestrales prejuicios para obtener una recta comprensión de la vida española.
     Dióse por tanto una honda escisión entre el exterior y el interior del país en la consideración prestada al personaje que continuó muchos años después manteniéndose dada la perdurabilidad conseguida por Carmen. Porque en aquella época de su nacimiento literario, la sensibilidad romántica imaginó cientos de tipos de mujeres que por una u otra característica en su actitud de desafío y de transgresión, podían aproximarse a Carmen, pero sin embargo ha sido ella quizás la que más ha perdurado, revalidando sus atributos más allá del siglo XIX, sugiriendo con su conducta nuevos motivos de reflexión y entrando a formar parte, como una referencia básica, entre los grandes mitos femeninos de la modernidad. Para que un personaje, aparte de resultar logrado artísticamente, alcance ese grado de permanencia tiene que encerrar unas claves en las que una determinada colectividad pueda reconocerse. La formulación literaria y musical de Carmen vino en ese momento adecuado en que su presencia se necesitaba: era un modelo de comportamiento que venía a completar la galería de una nueva época de libertad.
     Pero además de una radical apuesta por la libertad Carmen manifiesta también una extrema sensualidad femenina. Ambos rasgos, al conjuntarse, no podían menos que provocar incertidumbre y terror en los hombres, sin que por esto dejaran de sentirse arrastrados por la asombrosa capacidad de seducción de ella.
     Capacidad que tiene numerosas ocasiones de aplicar, dado que el amor es un elemento privilegiado dentro de la trama argumental de la obra. Amor o amores cuyo principal atributo no es el de la continuidad sino el de la intensidad, con lo que ello suponía de ruptura con todas las anteriores convenciones que asignaban en cuestiones tales a la mujer siempre un papel resignado y pasivo. Carmen aparece pues como ese nuevo tipo de mujer que impone la ley de su propio deseo, sin claudicar ante las presiones que pretenden coartar su voluntad y desplazarla de su estatuto de personaje nómada, aventurero y fronterizo. Sabe imponer su iniciativa tanto para seducir como para abandonar. Pero esta libertad electiva no podía ser aceptada por el hombre y Mérimée encarga este papel de confrontación a don José, un joven militar procedente del Norte, que arriesga todas sus posibilidades profesionales, familiares, de creación de un hogar estable, para seguir fascinado al mundo amoroso en que lo convoca Carmen. Pero la entrega de don José exige en intercambio la posesión definitiva de la mujer, y nada podía estar más lejos de los hábitos de Carmen. Se inicia así la dimensión trágica de la obra, porque para alguien como don José, personaje simbólico que encarna los valores más anclados en el pasado, un encuentro con Carmen sólo podía suponer enfrentarse con la fatalidad. Convierte en objeto de su sueño monopolizador a un personaje que desborda y rompe cualquier tipo de conten­ción y de fijeza, y que al mismo tiempo hace acopio, dominándolos, de los rasgos femeninos aparentemente más dispares y así luce con naturalidad ternura en unas escenas, crueldad en otras, y pasa de la perversidad a la inocencia como si de esos limites sólo ella fuese la dueña.
     Un personaje femenino de estas características no podía finalizar triunfante. El mundo social, la propia credibilidad de la obra, exigían un castigo para tanto y tan desacostumbrado atrevimiento. El precio que debía pagar Carmen era pues el de su propia muerte de manos de ese hombre, don José, que la culpaba de todos sus fracasos. Pero este final expuesto así, sin más matizaciones, podría arrojar una sombra melodramática sobre una obra que va más allá en sus intenciones. Carmen ya previamente ha leído su destino, la presencia de esa muerte que la ronda, y pudo aplazar, desviar el encuentro fatídico, mas en aras de su propia libertad prefiere aceptar su destino antes que someterse a un hombre al que ya no ama.
     Este último rasgo distorsiona el papel ejemplar, emancipador, que podía conllevar el personaje de Carmen. Su sumisión no ante los hombres pero sí ante el fatum le proporciona de todos modos más complejidad literaria y la aproxima a la escuela de las grandes heroínas trágicas. La sensibilidad romántica de Mérimée apostaba así más por conectar con una tradición mediterránea que por prestarle a su personaje los aires mucho más simplificadores de un modelo positivo de comportamiento.
     Pero también este rasgo, el del presentimiento de su propia muerte vincula a Carmen con su entorno andaluz. Este como tantos otros de sus atributos étnicos, incluso el de su gitanismo, proporcionan esa credibilidad necesaria para el personaje y para poder adentrarse con verosimilitud en el argumento de sus conflictos y tramas. Y también cabe pensar que es la propia comprensión de Andalucía la que puede quedar iluminada gracias al poder evocador de los muchos contrastes, tensiones, odios y amores puestos en juego por Mérimée y por Bizet. Porque además, Andalucía, entre otras cosas también es consecuencia de la propia imagen que la literatura y la música han proyectado sobre ella.
     El origen de Carmen está desde luego sólo en lo imaginario. Mérimée la crea, Bizet con la gran capacidad expresiva que encierra la ópera, la multiplica, Andalucía le presta su escenario y la vivifica, pero sobre todo el público la extrae de esos orígenes y la convierte en un mito cuya virtualidad ya no depende de esas fuentes. Carmen ha desbordado esos ámbitos porque existía la necesidad de un tipo de mujer dominante, que supiese hacer uso de su poder femenino y desvelase la misoginia que se ha enseñoreado de tanta y tanta literatura.
     En España, en los últimos años, parece haberse alterado algo la escasa predisposición inicial a asumir como algo propio ese legado cultural que simboliza Carmen. Varias cosas han podido contribuir a ello: los nuevos vientos de libertad, la nostalgia de las pasiones fuertes, la nueva consideración prestada a la mujer, pero sobre todo, frente a tantos valores homogeneizadores que proceden de un mundo exterior cada vez más uniforme, ahora paradójicamente se percibe que en Carmen, en esta obra de unos extranjeros pueden encontrarse y exhibirse unas singularidades que ofrezcan desde dentro del país una cierta resistencia y un cierto desafío a las oleadas avasalladoras de lo indiferenciado (Sevilla Equipo 28, La Ópera y Sevilla. Sevilla, 1991).
      Desde la noche de su estreno, el 3 de marzo de 1875, la nueva ópera de Georges Bizet provocó en público y crítica una serie de reacciones que se movieron entre la complacencia del primer acto y la frialdad y la extrañeza de los siguientes. Gracias a un conjunto de testimonios, conocemos bien las reacciones del público a lo largo de aquella histórica noche. Uno de los más directos es el de uno de los libretistas, Ludovic Halévy, quien al cumplirse los treinta años del estreno y la representación número mil en París de Carmen, publicó en 1905 en la revista Le Théátre sus recuerdos de la primera noche: "Buen efecto del primer acto. Aplaudida la pieza de entrada de Galli-Marié [primera intérprete de Car­ men] ...Aplaudido el dúo de Micaela y Don José. Buen fin de acto, aplausos, llamadas a escena, mucha gente en el escenario tras este acto. Bizet, rodeado de muchas personas y muy felicitado. El segundo acto, menos feliz. Muy brillante el inicio. Gran efecto del fragmento de entrada del Torero. A continuación, frialdad. Bizet, a partir de este momento, se aleja cada vez más de la forma tra­dicional de la opéra-comique; el público, sorprendido, desconcertado, extraviado. Menos personas alrededor de Bizet durante el entreacto. Las felicitaciones, menos sinceras, incómodas, forzadas. La frialdad se acentúa en el tercer acto. El público sólo aplaudió el aria de Micaela, aria de corte antiguo, clásica. Aún menos personas en el escenario. Y tras el cuarto acto, que resultó glacial de la primera escena a la última, casi nadie, sólo tres o cuatro fieles y sinceros amigos de Bizet. Todos con frases tranquilizadoras en los labios, pero con tristeza en los ojos. Carmen no había triunfado".
     El propio Halévy, en su diario personal, emite algunos juicios reveladores sobre la novedosa naturaleza  de la música de Bizet. Rémy Stricker ha podido reconstruir buena parte de una serie de pasajes fundamentales que habían sido tachados por el propio Halévy y que hacían referencia a algunas impresiones y anotaciones de los días previos al estreno y de los inmediatamente posterio­res. Para un escritor como él, especializado en el mundo de la opéra-comique, resultó en principio difícil de asimilar la música de Carmen, que para él resultaba tour­mentée, compliquée. La partitura era, en su opinión, tres curieuse et tres particuliere y a los músicos y cantantes les resultó bastante extraña en los primeros momentos de los ensayos, si bien conforme éstos fueron avanzan­do las opiniones se volvieron del signo opuesto. Halévy reconoce que algo similar le ocurrió al público, que en la primera noche acogió con frialdad y sorpresa la nueva ópera, pero que en las siguientes representaciones mostró un desbordado entusiasmo. "Comprendo al público, pero Bizet no quiso comprenderlo", resume de forma lapidaria el libretista y primo político del compositor.
     Aún más duros fueron algunos de los juicios pu­blicados por la crítica en los días siguientes al estreno. En sus recuerdos de treinta años más tarde, Halévy cita un párrafo bien significativo de una de ellas: "Carmen presenta unos caracteres tan escabrosos y unas situaciones tan peligrosas que la obra puede fácilmente ser malinterpretada". Henry Fouquier, de Le Petit Parisien, escribía: "El abandono de Don José por Carmen es el resultado de un capricho brutal y sensual que choca con nuestras ideas sobre las amantes en el teatro, que además de sinceras son también fieles [...], y en el desenlace [la obra] no consigue que sea aceptada la brutalidad salvaje, sobre todo esta violencia de los celos por una mujer despreciable".
     Achille de Lauzieres, en La Patrie, insistía también sobre la inmoralidad de la protagonista: "La escena está cada vez más dominada por las cortesanas. Es en esta clase donde parece que place reclutar a las heroínas de nuestros dramas, de nuestras comedias y hasta de nuestras óperas cómicas [...]. Carmen es la pupila en el más escandaloso de los sentidos [...], la auténtica prostituta del fango y de los caminos. Los amigos de la irrefrenable alegría española deben estar encantados. Hay andaluzas de pecho bronceado, la clase de mujer, prefiero pensar, que sólo se encuentran en las más bajas tabernas de Sevilla o de la adorable Granada. ¡Una plaga de estas mujeres vomitadas por el Infierno! [...] La condición patológica de esta infortunada mujer, consagrada de forma imparable e inmisericorde a los incendios de la carne [...], resulta por fortuna un caso extraño, más apropiado para atraer la atención de los médicos que para interesar a los decentes espectadores que acuden a la Opéra-Comique acompañados de sus esposas e hijas". No insistiremos más en otros comentarios del mismo tipo, prácticamente todos volcados sobre el escándalo provocado por el personaje de Carmen. Algo así había sido ya vaticinado por el empresario del teatro cuando libretistas y músico le presentaron el plan de la nueva ópera. En un teatro como la Opéra-Comique, el teatro de las familias y de las celebraciones de bodas, un argumento como el de la Carmen de Mérimée no podía sino chocar, especialmente la muerte en escena de una mu­jer a manos de su amante. El empresario de teatro pidió que, al menos, el asesinato no se produjese en escena, algo que afortunadamente no fue respetado y que hace de esta ópera el precedente fundamental de otras muchas del género verista.
     Como se puede colegir por los breves testimonios citados, Bizet violó con su última ópera los códigos tradicionales de la opéra-comique, un género tradicional­mente intrascendente, de finales felices, de conflictos no problemáticos y construido a base de una serie de personajes estereotipados y canonizados por una tradición de al menos cincuenta años cuando Carmen subió a las tablas. "Muerte a La dama blanca", gritó en una ocasión Bizet al referirse a la obra más arquetípica (compuesta por Boieldieu en 1825) del género, haciendo profesión de fe de la renovación de aquel tipo de teatro musical tan típicamente francés. No obstante, Bizet y sus libretistas eran conscientes de la necesidad de establecer un marco referencial que pudiese ser fácilmente identificado por el público pequeñoburgués y familiar del clásico teatro parisino, de manera que las innovaciones radicales pudiesen ser arropadas por los estilemas más reconocibles. Desde el punto de vista del texto, hay toda una serie de personajes que pertenecían al universo caracteriológico de la ópera cómica francesa, como los soldados, los contrabandistas y sus secuaces femeninas (Frasquita y Mercedes). El perfil más tradicional es apuntalado en la ópera con la emergencia de un personaje totalmente nuevo, no presente en la narración de Mérimée. Micaela supone un contrapeso a la figura de Carmen. Frente a la carencia voluntaria de raíces de la gitana, Micaela le trae a Don José el recuerdo vivo de su tierra natal, de su pueblo. Frente al amor carnal de Carmen, el amor ma­terno y la castidad cándida de la doncella. La inocencia contra la seducción. Los valores del terruño frente a la movilidad permanente de la gitana delincuente. La promesa del amor familiar y estable frente a la concepción dinámica y cambiante de pasión de Carmen. Desde la perspectiva musical, el personaje de Micaela responde en su integridad a los convencionalismos de la ópera cómica, con su melodismo de suave sentimentalidad, sus armonías a base de concordancias perfectas, exentas de cromatismos y bien rematadas por acordes perfectos. En sus dos intervenciones -el dúo con Don José en el pri­mer acto y su aria en el tercero-, expone ante los oyentes parisinos aquellos códigos expresivos inmediatamente reconocibles.
     Junto a las intervenciones de Micaela, los fragmen­tos más aplaudidos en la noche del estreno se correspondían con aquellos momentos más atados a la tradición del género. Así, por ejemplo, todo el acto primero, es­tructurado a base de escenas de conjunto (los sevillanos que pasean por las calles, los niños, los soldados, los admiradores de las cigarreras, las propias trabajadoras de la Fábrica de Tabacos). Incluso la irrupción en escena de Carmen se produce sobre un marco melódico y armónico previsible, con un cambio de ritmo que no altera el clima displicente de la escena. La primera intervención de la cigarrera fue objeto de transformaciones a lo largo del proceso de composición y de ensayos de la ópera. Célestine Galli-Marié, que tanto aportó por sí misma en la caracterización del personaje de Carmen, no se mostró contenta con el fragmento de presentación escrito por Bizet inicialmente, una pieza un tanto convencional sobre un texto anodino. Bajo su inspiración, Bizet se ambientaría en el mundo de los cabarets parisinos del momento, en el que tanto furor causaban los ritmos es­pañoles y criollos, especialmente los boleros, seguidi­llas y habaneras. Como han sostenido Celsa Alonso y Francisco Giménez, la moda por el españolismo musical francés se inicia a partir de la llegada a París del cantante y compositor sevillano Manuel García, que en 1809 ob­ tiene un estrepitoso éxito con su "unipersonal" El poeta calculista, que incluye el famoso polo "Yo que soy contrabandista". Las noticias sobre el comportamiento de los españoles durante la Guerra de la Independencia, llevadas a Francia por militares franceses, así como la presencia en la misma Francia de exiliados españoles acusados de "afrancesados" (también liberales a partir de la Revolución de 1830), colaboraron en la creación de la imagen romántica, salvaje y exótica de los españoles. En el terreno musical, compositores como el citado Gar­cía, Femando Sor, Melchor Gomis, Trinidad Huertas, José León o Sebastián Iradier encontraron en Francia un terreno abonado, de 1815 en adelante, para ganarse la vida a base de la publicación de tiranas, polos, seguidillas, boleros y demás "aires españoles". La presencia en París de Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia desde 1853, favoreció la moda del españolismo musical, haciendo que sonasen en todos los cafés cantantes de la capital gala los aires hispánicos, tangos y habaneras con mayor profusión desde 1860 en adelante.
     A la hora de definir desde el punto de vista sono­ro al personaje de Carmen, Bizet recurre a la altura de 1874 a su amiga y amante Celeste Mogador, una cono­cida ex-prostituta, cortesana de altos vuelos y bailarina de cabaret que había hecho de las canciones y danzas españolas su tarjeta de visita más conocida y de la que se ha sugerido que bien pudiera haber sido el modelo inspirador del personaje de Carmen tal y como es definido por Bizet en su ópera. Celeste, a buen seguro, fue quien dio a conocer a Bizet la recopilación de habaneras de Sebastián Iradier (1809-1865) y la colección de canciones de Manuel García publicada por su hija Pauline Viardot o por Paccini unos años antes. No se debe descartar tampoco un contacto directo de Bizet con la cantante y compositora Pauline Viardot, hija del sevillano García, casada con el hispanista Louis Viardot y residente en Francia, pues el maestro y protector de Bizet, Charles Gounod, fue buen amigo de Pauline y conoció a través de ella la música más casticista de Manuel García. No ha sido apenas explorada por los especialistas en Bizet esta vía de acercamiento del compositor francés a la música española a través de Viardot, pues el entorno musical de Bizet se componía de personalidades (Berlioz, por ejemplo) que mantenían un asiduo contacto con aquella artis­ta. Sea como fuere, la realidad es que Bizet recurre, para la segunda y definitiva versión de la habanera del primer acto de Carmen a una adaptación de una habanera de Sebastián Iradier titulada El arreglito. Hace ya tiempo que Tiersot sostuvo también que en el preludio del último acto Bizet utilizó el polo "Cuerpo bueno, alma divi­na", extraído de la opereta El criado fingido de Manuel García, si bien en este caso la cita no es tan literal como en el caso de la habanera y se reduce a servir de fuente para el ritmo temario sincopado que sirve de acompañamiento a la melodía entonada por el oboe. El mismo Tiersot arriesgó también la hipótesis de que la melodía del fragmento "Coupe-moi, brúle-moi" que canta Carmen durante la escena del interrogatorio del primer acto podía proceder de una canción popular de Ciudad Real, aunque esta línea no ha sido confirmada por los especia­listas en la música de Bizet.
     Lo que hace más interesante, desde el punto de vista del hispanismo musical, a la partitura de Carmen es la magistral creación de un "hispanismo imaginario". Más allá del recurso a algunas melodías preexistentes, Bizet crea su propia música de aire español, diseña un exotismo sonoro y unos perfiles armónicos y melódicos que servirán de identificación de lo español para las siguientes generaciones de compositores, como Chabrier, De­bussy o Ravel. Ello se ve a la perfección en la seguidilla del primer acto, con su aire evocadoramente orientalista en la melodía cromática desplegada por la flauta y continuada por la voz de Carmen, una seguidilla que es una completa invención de Bizet, como lo es también toda la ambientación tipista del inicio del último acto, con el desfile de las cuadrillas de toreros, el público en la calle, los vendedores, los pilluelos. Hay un aire que identificamos claramente como españolista, pero sin que podamos establecer el paralelismo con ninguna melodía conocida. Es lo que años más tarde denominará Manuel de Falla el "folclore imaginario".
     Bizet ya tenía experiencia en materia de recrear am­bientaciones sonoras de perfiles exóticos y orientalistas. De hecho, casi todas sus óperas anteriores, siguiendo la moda en la Francia del momento, se habían ambientado en escenarios lejanos y en culturas diferentes a la euro­pea. Así, por ejemplo, Los pescadores de perlas (1863), que discurrían en Ceilán; La jolie fille de Perth (1866) narraba las peripecias de una gitana en la Escocia del siglo XIV; y Djamileh (1871) se recrea en el Egipto islámico. Y para otros proyectos que no llegaron a ser finalizados Bizet buscó inspiración en la Rusia de Iván el Terrible (Ivan IV), en la España medieval (Don Rodrigue) o en la India (Rama). No es un caso aislado el de Bizet, pues en la Francia del Tercer Imperio, inmersa en pleno proceso colonialista, se pusieron furiosamente de moda las óperas y operetas centradas en los más exóticos ambientes. Si­guiendo lo sugerido por Pistone, se puede establecer una clara yuxtaposición entre los intereses coloniales franceses y las ambientaciones más habituales del teatro mu­sical francés, de manera que ambas geografías vienen a superponerse: el Norte de África y, en general, el mundo­ islámico y el Lejano Oriente. Estamos ante un clarísimo caso de instrumentalización política de la ópera mediante una estrategia de acercar al público de todo tipo (el de la gran ópera, el de la ópera cómica, el de la opereta y el del cabaret) los objetivos de la política exterior de Napoleón III, consiguiendo así el apoyo popular para los intereses económicos de la élite capitalista del país. Con la ban­dera del espíritu nacional por delante y con la invención de la "misión civilizadora" de Francia entre los pueblos subdesarrollados, en el fondo lo que se escondía era una táctica de distracción de la opinión pública respecto al recorte de libertades que el golpe de estado de Louis Na­poleón en 1851 había supuesto para la vida política francesa tras haber conseguido un marco democrático a con­secuencia de la revolución de 1848. Para ello, como ha demostrado Edward Said, el europeocentrismo somete al conocimiento de las culturas extraeuropeas a un proceso de simplificación y de reducción que prescinde de aquellos rasgos más idiosincráticos de las culturas ajenas y que se recrea en aquellos otros más asumibles para un europeo medio. Es decir, se recurre a la europeización de Oriente mediante el juego de la ficción, y la recreación poética o de los sonidos.
     En el aspecto musical, el orientalismo francés, en general, y el de Bizet antes de Carmen en particular, se limita a una serie de recursos formularios: escalas pentatónicas, armonías modales, cromatismos, el uso de intervalos de cuarta aumentada, de sexta y de séptima, notas pedales, ostinatos, uso de instrumentos de percu­sión como el triángulo, los crótalos o los tambores. En realidad estamos ante un tópico, ante un conjunto de características sonoras canonizadas, que igual sirven para Andalucía, Egipto, Bagdad o la India. Se conforma, pues, un código socio-musical, un lenguaje aceptado y compartido por compositores, intérpretes y oyentes que concuerdan en un determinado modo de identificar mediante los sonidos los paisajes exóticos y la galería de personajes reconocibles por todo el mundo. Situarse dentro de los límites de estos códigos era condición indispensable para cualquier compositor si pretendía conseguir la aceptación de los asistentes a los teatros populares parisinos. Y la Opéra-Comique, donde se estrenó Carmen, era uno de los más afamados coliseos de la mesocracia de la capital. Recordemos las impresiones recogidas por el li­bretista Halévy tras el estreno de Carmen que recogíamos en las primeras líneas de este artículo. Los asistentes de aquella histórica velada del 3 de marzo de 1875 recibieron con complacencia y júbilo la nueva ópera justo hasta el momento en que Bizet abandona el lenguaje conven­cional de aquel género y se lanza por nuevas rutas expresivas. Es decir: el público se identificó con todo el primer acto (escenas de masas, la cándida Micaela, el tierno duetto entre ésta y Don José, la identificable habanera, la gitana descarada pero aún no sexualmente liberada, la huida de Carmen y la complicidad de Don José) y con parte del segundo (escena de taberna inicial, baile de las gitanas, chanson bohemiene, aparición del torero Escamillo, aria de la flor), justo hasta el momento en que Carmen, con un frase cortante como una navaja, le espeta a Don José "Non ! Tu ne m'aimes pas!". Cuando el público podía esperar una feliz reunión de los amantes y seguir ante una Carmen más o menos simpática en su domesticado exotismo españolista, la mujer se rebela, le exige al hombre total entrega, le echa en cara su cobardía y se puede ya entrever la imposibilidad de reconducir el argumento hacia un desarrollo estereotipado y hacia un final feliz, tal y como era usual en la ópera cómi­ca francesa. La inflexión dramática se corresponde a la perfección (y ello es, para nosotros, uno de los grandes méritos de Bizet) con el giro que se opera en el clima musical. Con algún que otro breve destello de retorno a los convencionalismos del exotismo musical (preludio del cuarto acto, escena de las cartas entre Frasquita y Mercedes, duelo a navaja entre Don José y Escamillo), el resto de la música de Carmen se desliza más allá de los límites de los códigos musicales del género, con un lenguaje mucho más dramático, más libre y desgarrado, culminando en la asombrosa escena final.
     Ya desde su primera aparición en escena, Carmen es retratada musicalmente mediante un intervalo descendente de segunda aumentada que representa el motivo de la fatalidad. Se trata de un intervalo tradicionalmente considerado por los tratadistas musicales como imperfecto y disonante, que debía ser evitado a toda costa. Ese motivo recorre los momentos cruciales del argumento, como recordatorios del negro desenlace que se avecina. Lo escuchamos en la primera aparición en escena de la cigarrera, o cuando Carmen, en el segundo acto, se desencanta irremisiblemente de la cobardía de Don José ("Non ! Tu ne m'aimes pas!"). O cuando una y otra vez las cartas le anuncian la inminencia de la muerte, abriendo paso a la más extraordinaria de las  intervenciones musicales de Carmen, un soliloquio sobre el inevitable destino que se mueve en una lúgubre línea melódica de carácter fúnebre, una línea libre, no atada a estructuras tradicionales, como un declamado melódico que era algo totalmente nuevo en el universo formal de la ópera có­mica. O, finalmente, cuando en el dueto final firma su sentencia de muerte al decirle a Don José que ya no lo ama ("Non, je ne t'aime plus") y que ama a Escamillo. Era lógico que el público reaccionase inicialmente con extrañeza y frialdad ante este lenguaje musical extraño, sombrío, estructurado a base de una armazón armónica inusual, mediante saltos interválicos extraños nunca escuchados en el universo alegre y desenfadado de la ópera cómica.
     Carmen es, en definitiva, definida por Bizet como un ser musicalmente ajeno al mundo pequeñoburgués, como un personaje ajeno a la sociedad francesa del momento. El ejercicio de definición de la alteridad de Carmen desde la dimensión sonora no es, en este sentido, más que un  correlato  musical  del perfil  con  que en el libreto de la ópera se delinea al personaje de la cigarrera sevillana. Es bien sabido que por indicación del empresario del Teatro de la Opéra-Comique y por la propia convicción estético-moral de los libretistas, en el trasvase de la novela de Mérimée a la ópera de Bizet se operó una simplificación del personaje central y una poda de los perfiles caracteriológicos más problemáticos. En la ópera desaparece, así, la Carmen que vende su cuerpo por dinero, la hechicera, la adúltera, la instigadora del asesinato de su marido, la ladrona. El personaje queda reducido a su mera dimensión carnal y sexual, lo que bien mirado desde la perspectiva de la moral burguesa del momento, era aún más escandaloso. En efecto, la Carmen de Bizet es una mujer cuyas únicas transgresiones son el contrabando (un tópico del momento ya establecido por el mencionado polo de Manuel García) y el libre uso de su cuerpo y de sus pasiones con aquellos hombres que en cada momento más le atraigan. No es de extrañar la reacción de algunos de los críticos de primera hora, espantados por la aparición en la modosa escena parisina de una fuerza sexual de tal calibre. A crear tal impresión colaboró activamente la primera intérprete del personaje, Célestine Galli-Marié. Su grado de implicación dramática con la personalidad de Carmen fue tal que provocó una verdadera conmoción entre los asistentes. Era, al decir de los testimonios contemporáneos, una verdadera fuerza de inusitada carga sensual, algo a lo que no se estaba acostumbrado a ver sobre las tablas francesas. Hasta el punto de que Leon Carvalho, empresario de la Opéra-Comique, prefirió prescindir de ella en una segunda serie de representaciones. "Ha representado el papel con demasiado realismo. Habrá que encontrar otra Carmen, una que sea más tranquila", fue la respuesta del empresario al libretista Halévy.
     Con todo, la reducción del personaje central de esta ópera a su dimensión de libre usuaria de cuerpo y de sus sentimientos tampoco era algo tan crudamente nuevo en el imaginario exotista y orientalizante de la cul­tura francesa del momento. Más bien, por el contrario, no suponía sino la repetición de uno de los tópicos más reiterados por la literatura de viajes por España desde principios del siglo XIX. En la Sevilla de los tiempos de la Guerra de la Independencia, Lady Holland remarcaba la diferencia entre los códigos sociales de relación entre sexos en Inglaterra, muy mediatizados por el principio del decoro, con los habituales entre las jóvenes sevillanas. Es la misma impresión que dejó para la posteridad Lord Byron tras su breve estancia sevillana y la que de­jarían tantos otros viajeros románticos, tan  alejados de la realidad histórica como nostálgicos de unas formas de sociabilidad (no por ello menos codificadas) propias del Antiguo Régimen y de las sociedades rurales y que en los países de procedencia de aquellos "curiosos impertinentes" se hallaban en claro proceso de retroceso y de susti­tución por otros códigos más urbanos y que perseguían ocultar los cuerpos y sus pulsiones bajo una avalancha de discursos normativos y restrictivos. La seducción (no contradictoria con el escándalo) operada desde el primer día por la Carmen de Bizet tiene, entonces, mucho que ver con esa nostalgia imaginaria (puesto que nacida de una construcción ficticia y no de una realidad histórica) de un pasado de libre uso de las pasiones y de desenfre­nado campo de aplicación del deseo más allá de las ataduras de las normas sociales y de las coerciones morales. Es quizá la clave de porqué Carmen sigue estando entre las dos o tres óperas preferidas por todos los públicos. Porque es una llamada agónica a nuestro subconsciente irreprimible, una llamada emitida con algunos de los sonidos y de las armonías más perturbadoras de la tradición occidental, un retrato sonoro de esa "alteridad" que anida en todos nosotros (Ramón María Serrera, Andrés Moreno Mengíbar. Sevilla, ciudad de 150 Óperas. Ediciones Alymar. Madrid, 2012).
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