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jueves, 8 de agosto de 2024

El sitio arqueológico "Ermita de Santo Domingo", en Bormujos (Sevilla)

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el sitio arqueológico "Ermita de Santo Domingo", en Bormujos (Sevilla).
           Hoy, 8 de agosto, Memoria de Santo Domingo, presbítero, que, siendo canónigo de Osma, se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, y mandó a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, en Italia, el día seis de agosto (1221) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
       Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el sitio arqueológico "Ermita de Santo Domingo", en Bormujos (Sevilla)
       Villa romana. Además restos bastante recientes de una ermita y algunos vestigios en superficie de fragmentos de tegulae, ladrillos y ánforas romanas (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santo Domingo, presbítero;
   Fundador de la orden de los hermanos predicadores o dominicos. Nació en 1170 en Calahorra, La Rioja, de una familia oriunda de Osma, Castilla. Pasó la mayor parte  de su vida en Francia e Italia. Después de haber predicado en Toulouse contra los herejes albigenses, en 1216 obtuvo del papa la autorización para fundar la orden de los Hermanos Predicadores. Murió en Bolonia en 1221, localidad que visitara para presidir el capítulo general de su orden.
   Su leyenda, muy adornada, copia en parte a las de San Bernardo y San Francisco de Asís, a quienes habría conocido en Roma. A causa de un error intencionado se le concedió el honor de la Aparición de la Virgen del Rosario, cuando se sabe fehacientemente que la devoción del Rosario fue inventada y difundida a finales del siglo XV por el dominico bretón Alain (Alano) de la Roche.
   Su nacimiento, al igual que el de Cristo, habría estado acompañado de presagios. Cuando su madre fuera a rezar ante las reliquias de Santo Domingo de Silos, éste le anunció que ella tendría un hijo, al cual, en reconocimiento, dio el nombre de pila Domingo. Además, la embarazada habría visto en sueños al hijo que debía nacer de ella con una estrella sobre la frente, y bajo el emblema de un perro blanco y negro que tenía en sus fauces una antorcha encendida, lo cual significaba que estaba llamado a defender la fe amenazada por la herejía, como un buen perro guardián. Esta leyenda parece que tiene como origen un juego de palabras con dominico, perro del Señor (domini canis) o Dominicus (Domini custos).
   En Toulouse, donde había acudido para batallar contra los albigenses, defendió su causa mediante la ordalía del fuego, como San Francisco de Asís ante el sultán de Egipto. Dos libros se arrojan al fuego, uno herético, el otro ortodoxo: el primero se quema mientras que el segundo permanece intacto.
   Dominicos y franciscanos atribuyen a los fundadores de sus órdenes, contradictoriamente, una visión del papa Inocencio III, quien, mientras dormía en su palacio vio en sueños la basílica de Letrán a punto de derrumbarse, pero un santo sostenía la fachada vacilante. Dicho santo, que aportaba al papa el refuerzo de su orden es, para los franciscanos, San Francisco de Asís, y para los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.
   A Santo Domingo se atribuían otros muchos milagros: salvó del naufragio a los peregrinos que atravesaban el Garona con rumbo a Santiago de Compostela, resucitó al joven Napoleón que había muerto al caer del caballo; derrotó al demonio que en forma de mono lo hostigaba mientras leía, y aun lo puso en penitencia haciéndole sostener la vela que le iluminaba, hasta que el diablo se quemó los dedos y el santo lo echó a latigazos; cuando una comunidad de su orden estaba falta de pan, los ángeles, en respuesta a sus ruegos, trajeron dos canastos llenos a la mesa del prior.
CULTO
   Canonizado en 1234, diez años después de su muerte, Santo Domingo era particularmente venerado en Toulouse donde predicó contra los albigenses y en Bolonia, donde murió y donde se le edificó una magnífica tumba.
   Sus patronazgos son escasos y nunca fue un santo popular, como San Martín o San Francisco de Asís. Pero las innumerables iglesias y monasterios de su orden difundieron su iconografía en toda la cristiandad.
   Las principales fundaciones dominicas en Italia, además de la de Bolonia, eran la iglesia de la Minerva, los conventos de Santa Sabina y de San Sixto en Roma, la basílica de Santa María Novella y el convento de San Marco en Florencia, y la iglesia de los Santos Giovanni e Paolo en Venecia. Además, tenía iglesias puestas bajo su advocación en Pisa, Fiésole, Siena, Orvieto y Nápoles.
   En Bolsena se lo invocaba contra el granizo.
ICONOGRAFÍA
   Santo Domingo está vestido con el hábito bicolor de su orden: túnica blanca y manteo negro, colores simbólicos de la pureza y de la austeridad. Su ancha tonsura está rodeada por una corona de pelo. Casi siempre lleva una barba en collar, pero a veces se lo ha representado imberbe.
   Tiene numerosos atributos. El libro, cerrado o abierto, que tiene en las manos, no bastaría para diferenciarlo. El tallo de lirio lo comparte con San Francisco de Asís y San Antonio de Padua: es el símbolo de su castidad, o más bien, alude a su veneración a la Virgen Inmaculada. Sus atributos realmente personales son la estrella roja y el perro manchado que su madre viera en sueños antes de su nacimiento, a los cuales, a finales de la Edad Media, se sumó el rosario.
   La estrella brilla sobre su frente o encima de su cabeza.
   A sus pies está sentado un perro blanco y negro que lleva una antorcha encendida en las fauces (portans ore faculam). Ese perro del Señor (Domini canis) es al mismo tiempo que el atributo individual de Santo Domingo, el emblema de todos los dominicos. "El predicador -dijo Daniel de París- es el perro del Señor encargado de ladrar contra los malhechores, es decir, los demonios que rondan en torno a las almas."
   No se comprende muy bien, por cierto, cómo podría ladrar con una antorcha encendida en las fauces.
   Santo Domingo recibió más tarde el rosario, que se considera obtuvo de manos de la Virgen. Uno de los ejemplos más antiguos de ese atributo usurpado es el cuadro de Cosimo Rosselli, que pertenece a la Colección Johnson de Filadelfia.
   Según el modelo del Árbol de Jesé, los dominicos crearon su propio árbol genealógico. Del pecho del fundador de la orden salen ramas sobre las cuales se alinean los dominicos ilustres, en media figura (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santo Domingo de Guzmán, presbítero;
     Santo Domingo de Guzmán y Aza, (Caleruega, Burgos, 1170 – Bolonia (Italia), 6 de agosto de 1221). Fundador de la Orden de Predicadores o Dominicos (OP).
     A pesar de ser uno de los personajes españoles de la Edad Media mejor estudiado y mimado por la literatura, la escultura y sobre todo por la pintura, santo Domingo sigue siendo poco conocido y menos aún popular. Se le recuerda más por frailes y monjas de su Orden (Tomás de Aquino, Alberto Magno, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres, Rosa de Lima, Juan Macías, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Granada, cardenal Zeferino, Arintero, Getino y tantos otros) que por él mismo, o por la popular estrofa rosariana “viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.
     Este preclaro personaje fue hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza y nació en la villa burgalesa de Caleruega, cerca de Silos, hacia el año 1170. Sus padres eran nobles y por su matrimonio se unieron los linajes Guzmán y Aza, bien conocidos a lo largo de la Edad Media, participantes en la Reconquista española y señores de Caleruega.
     Los Guzmán-Aza se distinguieron por su acendrada fe, generosidad, valor, espíritu emprendedor y audaz, energía tenaz y un alto grado de servicio al Estado y a la Iglesia, características a las que Domingo juntaría la vocación de su vida y su obsesión “ganar almas para Cristo”.
     El nacimiento de Domingo estuvo precedido de una visión que su madre Juana tuvo cuando estaba embarazada. Le pareció ver un cachorro con una tea encendida en la boca que iluminaba el mundo. Aquella luz, resplandor o especie de estrella que muchos testigos verían después en el rostro de Domingo y que atraía el respeto, la admiración y el amor de todos, era como la constatación de una vida singularmente santa vivida a imitación de los apóstoles y puesta enteramente al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Fue bautizado en la iglesia románica de San Sebastián, todavía en uso, en una pila bautismal que aún se conserva y en la que desde hace siglos son bautizados miembros de la Familia Real española. Le pusieron de nombre Domingo (hombre del Señor), nombre no raro en la comarca y en la misma Caleruega, en recuerdo y agradecimiento al santo abad Domingo, cuyo cuerpo se conservaba en la cercana abadía de Silos. A ésta había acudido Juana de Aza, embarazada de Domingo, y allí, como a otras abadías y monasterios cercanos, en los que florecía la santidad y la ciencia, habría llevado alguna vez al niño. Su infancia transcurrió en Caleruega al calor del hogar familiar, que era al mismo tiempo casa, iglesia y escuela, y al refugio del torreón de los Guzmanes, todavía en pie aunque bastante transformado. Desde su atalaya, como desde la cima de la peña de San Jorge, en la misma villa natal, es seguro que Domingo mirase y admirase más de una vez el amplio y lejano horizonte que se abría a sus ojos. Su madre, conocida en la Orden dominicana o de Predicadores como “la santa abuela” se ocupó de enseñarle las primeras letras, pero sobre todo las sencillas oraciones cristianas y de inculcarle la recia fe de cristianos viejos que ella y su familia vivían, una fe alimentada por la caridad, virtud que Domingo llegaría a vivir intensamente. Infancia normal, sin acontecimientos extraordinarios a excepción del que en una ocasión vivió con su madre y que conocemos por los primeros biógrafos del santo.
     Doña Juana había dado el vino a los pobres, y cuando su marido, Félix de Guzmán regresó de improviso de una expedición militar y se enteró del hecho pidió a su mujer que le sirviera vino a él y sus hombres. Juana y Domingo rezaron a Dios en la bodega de la casa-palacio y el milagro se produjo; don Félix y sus soldados pudieron beber un excelente vino. El hecho se ha conservado en la memoria histórica y es importante recordarlo, porque probablemente esa fue la primera vez que Domingo, todavía niño, tuvo experiencia del valor y del poder de la oración, otra de las virtudes en las que llegaría a ser tan aventajado que sus biógrafos dicen de él que dedicaba noches enteras a la oración y que de día siempre hablaba con Dios o de Dios: “Cum Deo vel de Deo semper loquebatur”.
     Hacia los siete años de edad y encauzada su vida a la clerecía, Domingo vivió con un tío suyo arcipreste de Gumiel de Hizán (Burgos) y con él aprendió la cultura básica para prepararse a dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, por entonces muy floreciente y antesala de lo que poco después sería el embrión de la primera universidad de España. Allí, hacia 1185-1186, se presentó el adolescente Domingo de Guzmán y en Palencia permanecerá hasta, más o menos, cumplir los veinticuatro años de edad dedicado a estudiar y a rezar. Estudió letras, dialéctica, teología, sagrada escritura, especialmente el Nuevo Testamento, del que llegará a aprender de memoria gran parte del evangelio de san Mateo y de las epístolas paulinas, que siempre llevaba consigo. En Palencia creció y se desarrolló ya su gran personalidad humana y espiritual, de la que han quedado rasgos indelebles y de exquisita calidad.
     Domingo era reservado por naturaleza, meditabundo, estudioso, amante de la soledad, contemplativo. Pero esas cualidades no le hacen cerrarse al mundo y huir de él, sino todo lo contrario. Es un joven “adulto” abierto, alegre, permeable y caritativamente solidario con las desgracias y penurias de sus semejantes. Lo puso bien de manifiesto cuando Palencia sufrió una terrible hambruna de las que azotaban de cuando en cuando a España. En tal ocasión, Domingo llegó a vender hasta sus valiosos libros anotados de su propia mano, al tiempo que decía: “No puedo estudiar en pieles muertas [los pergaminos] mientras las vivas [las personas] se mueren de hambre”. Vivía el Evangelio de la caridad, la parte de él que mejor conocía: “Porque tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25, 35). Y todavía, años después, su caridad se convertirá en heroica, cuando en cierta ocasión estuvo dispuesto a cambiarse por uno al que en una incursión sarracena habían hecho esclavo. La levítica Palencia fue para él como un Nazaret y un desierto donde recibió mucho para después seguir dándolo a los demás.
     Terminada su experiencia palentina, Domingo se trasladó a Osma (1196) para formar parte de su Capítulo catedralicio y hacerse canónigo regular. Allí conocerá al que después será su entrañable amigo y obispo Diego de Acebes (o Acebedo), por entonces prior del cabildo, y al obispo de la diócesis Martín de Bazán. En Osma, Domingo recibe el sagrado orden del sacerdocio envuelto en un gozo espiritual extraordinario.
     Desde entonces, cuando celebre casi a diario la santa misa, será favorecido con “el don de lágrimas”. Comenzaba el segundo gran desierto de Domingo: silencio, contemplación, estudio aunque también la actividad ministerial. En Osma pasará los próximos años, hasta 1203, desempeñando los cargos de sacristán del cabildo, de subprior a pesar de ser muy joven y participando activamente en la reforma que se había iniciado dentro de la comunidad y cuyo objetivo era recuperar el ideal de vida de los apóstoles con una sola alma y un solo corazón (cfr. Hechos, 4, 32). Sin saberlo aún con exactitud, Domingo se preparaba en Osma para la que sería su futura y principal misión en medio de la Iglesia: predicar insistente e incansablemente, con la vida y la suave fuerza de la palabra, hasta la misma víspera de su muerte, a Jesucristo muerto y resucitado (cfr. 2 Timoteo, 4, 2).
     La ocasión de ver de cerca cuánta era la mies y cuán pocos los operarios (cfr. Mateo 9, 37) se le iba a presentar bien pronto. Corría la primavera de 1203 y una circunstancia imprevista, pero sin duda providencial, obligó a Domingo a abandonar la tranquila y recoleta soledad del claustro osmense. Alfonso VIII de Castilla encargó al obispo Diego de Acebes una misión real con destino a Dinamarca y el obispo quiso que su amigo Domingo lo acompañara. Aquellos mundos de horizontes misteriosos e infinitos que hacía años vislumbró desde el torreón de Caleruega se abrían ya para Domingo como una realidad llena de atractivo y de un inmenso trabajo apostólico.
     Concertada la boda real, objetivo del viaje, al final no pudo realizarse por haber muerto poco después la princesa elegida. Pero antes de regresar a España la comitiva regia, Domingo y su obispo Diego visitaron el corazón de la cristiandad. Los viajes realizados a  través de Francia y de otras tierras hasta llegar a las del norte de Europa, habían lacerado los corazones y las almas de ambos apóstoles. Habían visto a millares de ovejas sin pastor (cfr. Mateo 9, 36) y peor aún, a muchas de ellas rodeadas y acorraladas por lobos feroces. Estremecidos ambos, decidieron que era urgente informar detalladamente al papa Inocencio III (1198-1216), quien ya sabía algo, e intentar poner remedio evangélico lo antes posible, pues en el sur de Francia lobos rapaces devoraban a la Iglesia. El corazón apostólico de Domingo se quedó prendido del Mediodía francés cuando vio con sus propios ojos hasta dónde hacía mella la herejía cátara.
     Después de una larga y fatigosa caminata de regreso a España, Domingo descubrió que el dueño de la posada en la que se albergaron era hereje. Le faltó tiempo para iniciar una conversación que duró toda la noche, un diálogo agudo, razonado, claro, suavemente  persuasivo, y al despuntar el alba el hospedero recuperó la fe y regresó al seno de la verdadera Iglesia. Era el primer triunfo de Domingo en tierra de herejes y contra la herejía, preludio de la cosecha que iría recogiendo no tardando mucho. Pero había que esperar, conocer la situación política, social y religiosa, que era una mezcla casi inseparable, comprender la magia de la herejía, la razón de su éxito en tantas personas y el porqué del fracaso hasta entonces de los evangelizadores. Los cátaros que poblaban el sur de Francia eran descendientes doctrinales del evangelismo del siglo XI, de los valdenses y de otras deformaciones doctrinales más antiguas. Estaban protegidos por nobles (Raimundo VI de Tolosa y otros), y atraían a masas de personas alejándolas de la Iglesia y volviéndolas contra ella. Sus obispos y diáconos, los llamados perfectos itinerantes (predicadores que formaban una capa superior) y sus comunidades edificantes se autollamaban y creían ser los auténticos herederos de los apóstoles y de la Iglesia primitiva. Con una liturgia muy simple y un modo de vida aparentemente pobre intentaban erróneamente revivir el ideal de las primeras comunidades cristianas  atacando y queriendo suplantar a la Iglesia católica romana. Había mucha apariencia en sus vidas y sobre todo demasiado error en su doctrina como para que el teólogo y vir evangelicus que era Domingo de Guzmán no se percatase de la falsedad y los fallos de aquellos descarriados. En realidad, los cátaros (o albigenses, por estar muy presentes en la región de Albí) no comprendían el sentido cristiano del pecado que aborrecían, de la penitencia externa que hacían, de la castidad de que alardeaban, de la salvación a la que se creían predestinados. ¿Quién era realmente Cristo para ellos? ¿qué significaba la Cruz? ¿no rechazaban la materia, lo creado, el mundo, el matrimonio, por creerlo todo ello pecaminoso e imperfecto? Eran gnósticos dualistas y, por lo tanto, incapaces de comprender y de vivir lo esencial del Evangelio, del que sólo imitaban la apariencia. Domingo vio el error y se apenó del estrago espiritual y social que aquella ambigüedad doctrinal producía en masas enteras de gentes sencillas e ignorantes.
     No regresaría a España dejando a aquella multitud a la deriva. Era cierto que algo se venía haciendo desde tiempo atrás, pero sin resultados positivos. Los buenos monjes cistercienses, legados pontificios, no habían dado con la clave del éxito; les faltaba la pedagogía adecuada para convertir a los herejes: mejor preparación doctrinal y un poco más de ejemplo, justo todo lo que tenían Diego y Domingo. En junio de 1206, en Montpellier, ambos misioneros se encontraron con tres de aquellos legados y les dieron la fórmula para vencer a los herejes. Era muy sencilla; se trataba de unir vida y doctrina, palabras y hechos, hacer sencillamente y con verdadera humildad lo que Cristo recomendó a los apóstoles. “No llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mateo 10, 9-10). La suerte estaba echada.
     Aquel encuentro fue decisivo. Domingo se convierte entonces y para siempre en predicador de la gracia, en vocero de Jesucristo, imitando en todo el modo de vida de los apóstoles. Las conversiones se multiplican y la noticia de la nueva predicación corre de ciudad en ciudad: Montpellier, Servian, Béziers, Carcasonne, Toulouse y otras se benefician de la presencia de los nuevos predicadores. Destaca Domingo, que ya ha protagonizado un hecho extraordinario. Un libro escrito por él conteniendo doctrina verdadera fue sometido al juicio del fuego y aunque fue arrojado tres veces a las llamas no se quemó. La gente va recuperando la fe y algunos herejes se convierten. La doctrina y el ejemplo de vida de Domingo y su grupo son incontestables.
     En 1207, se instala en Prouille (Prulla), a los pies de Fanjeaux, que era uno de los focos principales del catarismo, para desde allí continuar la predicación de Jesucristo. El obispo Diego tiene que regresar a su diócesis y la muerte le sorprende en Osma el 30 de diciembre de ese año; otros compañeros se vuelven a sus abadías y Domingo queda prácticamente solo en medio de un nido infectado por la herejía y revuelto por los intereses políticos de los señores feudales de la región, que luchaban entre sí (Pedro de Aragón, Raimundo de Toulouse, Raimundo-Roger Trencavel). Para colmo de males el legado pontificio Pedro de Castelnau es asesinado en 1208 por un familiar del conde de Toulouse y el papa Inocencio III entró en acción estallando la cruzada de 1209, que puso en llamas a la región de Albí. Simont de Monfort será el encargado de pacificar los ánimos, aunque fuera a costa de sangre y fuego. En poco más de tres años, este cruzado, tan intrépido como ambicioso, puso orden en el caos del Mediodía francés muriendo muchos herejes en la hoguera. Aquel método de “pacificar” y de “convencer” a los herejes repugnaba y le era totalmente contrario a Domingo de Guzmán, cuya predicación y evangelización se veía frenada por el furor de las huestes cristianas de Simón de Monfort.
     El método evangelizador de Domingo, como hizo con el hospedero, era el de la suave persuasión, el de la paciencia que todo lo alcanza con la gracia de Dios, el de la paz, el de convencer con razones y hechos a los extraviados para atraerlos a la fe verdadera y a la Iglesia única de Jesucristo. ¿Cómo se podía matar en nombre de Cristo y de su Iglesia? Pero a pesar de tantas contradicciones y peligros, él continuó en la brega.
     En circunstancias tan adversas, Chesterton escribe que Domingo hubo de ponerse y seguir al frente de una formidable campaña para la conversión de los herejes, y que consiguiera hacer volver a lo antiguo a masas de personas tan alucinadas con sólo hablarles y predicarles supone un enorme triunfo digno de colosal trofeo.
     Mientras mantuvo su centro de operaciones en Prulla (1207-1213) a Domingo se le unió un grupo de mujeres jóvenes, casi todas nobles, a quienes sus padres habían entregado a los cátaros para que las educasen, pero que ellas, de origen enteramente católico, habían conseguido escapar de la herejía. El grupo fue creciendo y Domingo, que demostrará tener un tacto especial en el trato y ministerio con las mujeres, como atestiguarán después las beatas dominicas Cecilia y Diana, se convirtió en el protector y alma de aquel grupo, embrión y corazón de lo que más tarde serían las monjas dominicas de clausura. Al propio Domingo se deben las fundaciones de los monasterios Prulla, Fanjeaux, Toulouse, Roma, Bolonia y Madrid.
     A partir de la fundación de Prulla, y al menos en la oración, la alabanza, el sacrificio y el afecto, Domingo no estará ya nunca solo; sus hijas serán su ejército de retaguardia.
     A las de Prulla les procuró rentas necesarias con las que vivir dignamente y sin preocupaciones y les escribió una Regla para que vivieran conforme a ella en caridad y comunión; algo parecido haría más tarde con las dominicas de Madrid.
     Pero ¿quién le acompañaría y ayudaría en el duro y cotidiano bregar de la santa predicación itinerante? Domingo va gestando la idea de formar una familia religiosa dedicada al estudio para la evangelización y viviendo, como él, al estilo de los apóstoles. El obispo Fulco de Toulouse le confía la parroquia de Fanjeaux y poco a poco se le van uniendo algunos compañeros animados del mismo espíritu. ¿Por qué no formar con ellos la comunidad de Hermanos Predicadores, que tanto le rondaba en la cabeza y le latía en el corazón? Meditando y rezando en Toulouse (1215) Domingo perfila, renueva y refuerza su idea. No se trataba de una empresa provisional y localista, sino de una perdurable y universal; quería fundar una nueva y original Orden religiosa en la que el binomio monje-apóstol fuera inseparable. Pedro Seila, vecino distinguido y acomodado de Toulouse, visitó con otro compañero a Domingo y le dio unas casas para comenzar el proyecto. La fundación de los futuros dominicos se puso en marcha en la primavera de aquel año de gracia.
     En junio, el obispo Fulco aprobó la nueva familia de predicadores diocesanos. Sus miembros, dirigidos por Domingo, vivirían en comunidad, pobreza, castidad y obediencia dedicados con ahínco a predicar a Jesucristo. No sólo predicarán contra la herejía y a los herejes, sino la totalidad de la doctrina y a todas las gentes participando así de la entera y misión pastoral del obispo. Pero la Predicación de Toulouse, como se llamó a la nueva fundación en sus primeros años, no satisface aún plenamente a Domingo. Acogido él y los suyos a la protección del obispo, la subsistencia de la comunidad estaba demasiado asegurada, mientras que el fundador prefiere la pobreza radical, vivir de la mendicidad. Por otro lado, ser predicadores y pastores sólo de una diócesis ¿no recortaba las miras universales de evangelización que Domingo llevaba dentro de sí? ¿no había herejes en otras partes? ¿y los paganos que vio en sus viajes camino de Escandinavia y los de otros mundos de los que había oído hablar? ¿y qué sería de tantas otras ovejas que aún estando dentro de la Iglesia parecían no tener pastores? Domingo estaba contento, pero no satisfecho. Su plan apostólico de evangelización debería llegar a toda la Iglesia y rebasar sus fronteras.
     ¿Cómo conseguirlo? En 1215, el Papa convocó el IV Concilio de Letrán y el obispo Fulco y Domingo se dirigieron a Roma; hablarían con Inocencio III para pedirle que confirmase lo ya hecho por el obispo Fulco y ampliase las competencias del grupo fundado por Domingo, que quiere ser y llamarse Orden de Predicadores. La predicación era precisamente por entonces uno de los problemas más acuciantes para el Papa y para la Iglesia, como recordará el canon 10 del mismo concilio.
     Lo aprobado por Fulco fue ratificado por Inocencio y mandó a Domingo que eligiera una Regla de vida ya aprobada y que después de un tiempo prudencial volviera a verle.
     Regresado a Francia y apoyado siempre por Fulco, Domingo establece comunidades de predicadores en Toulouse (iglesia de San Román), Pamiers y en Puylaurens, comenzando así la red de casas de la santa predicación, que pronto se extendería por toda la región de Albí. La Regla de vida que adoptaron fue la de san Agustín, añadiendo una serie de prescripciones o de régimen de vida que regulara la vida cotidiana de la comunidad (liturgia, ayunos, vestido, alimentación); se estaban poniendo las bases de la legislación dominicana, de la Orden de Predicadores que estaba a punto de ser aprobada por el Papa.
     Domingo regresa a Roma cuando Inocencio III acababa de morir el 16 de julio de 1216. Pero no hay por qué alarmarse; el nuevo papa Honorio III (1216-1227), aconsejado por el amigo de Domingo el cardenal Hugolino, -futuro Gregorio IX (1227-1241)- se mostró tanto o más favorable a la idea que su antecesor.
     Fue, pues, este Papa quien el 22 de diciembre de 1216 y el 21 de enero de 1217 confirmó la Orden de Domingo dándole a él y a sus frailes el título de Predicadores. La Rota del Papa, con su firma y la de dieciocho cardenales, fue llevada por Domingo a San Román de Toulouse, cuna de la Orden, en el invierno de 1217. Todos rebosaban de gozo. En el texto papal se recoge manifiesta y bellamente la idea y el ideal de Domingo. Se lee en la bula de aprobación: “Aquél que insistentemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la palabra de Dios, evangelizando a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. (Constitución fundamental, I, 1). Lo que quería Domingo era seguir anunciando a Jesucristo, al estilo de un nuevo san Pablo, a todas las gentes, lenguas, razas y naciones (cf. Mateo 28, 29; Marcos 16, 15; Lucas 24, 47), en toda la Iglesia apoyado en la autoridad de su Pastor universal.
     La Orden de Predicadores está fundada y aprobada; ahora hay que expandirla. Domingo se atreverá a dispersar ya a su minúsculo grupo de frailes. Y a los que asombrados y con cierto temor dudan de la oportunidad les dice con resolución: “No queráis contradecirme, yo sé bien lo que me hago”. El hecho se conoce en la Orden como “el Pentecostés dominicano”. A mediados de 1217, un puñado de frailes marcha a París, otro más pequeño a España, dos van a atender a las monjas de Prulla y otros dos o tres se quedan en Toulouse. Domingo, otra vez solo, ha tomado esta resolución porque sabe que el trigo sembrado fructifica, pero amontonado se corrompe. Le quedan pocos años de vida y quiere ver a su Orden implantada cuanto antes en los centros más importantes de la cristiandad, allí donde se estudia (París, Bolonia, Oxford, Salamanca) y bulle la vida, en los burgos; quiere ver a sus frailes enseñando en las cátedras y predicando en las iglesias. “Ve y predica” es el santo y seña que resuena constantemente en el corazón y alma de Domingo.
     En 1218 parte para Roma y obtiene bulas papales que le irán abriendo a él y a sus frailes las puertas de las diócesis para poder predicar y fundar conventos. Recluta vocaciones (Reginaldo de Orleans) y abre convento en Bolonia; después pasa por Prulla y luego, siempre a pie, mendigando el pan y predicando por donde pasaba, se encamina hacia España, la querida tierra natal que no veía desde hacía trece años. ¿Dónde estuvo y por dónde pasó? Los conventos más primitivos de España quieren ser todos fundación del propio Domingo; los de Segovia, Salamanca, Brihuega, Vitoria y otros quieren hundir sus cimientos en la visita del fundador. En diciembre llega a la futura capital de España y tiene la dicha de ver que fray Pedro de Madrid ha trabajado bien. Se abre un monasterio de monjas, que servirá, además, de punto de apoyo de la labor de los frailes; era como una copia de Prulla. En Madrid queda su hermano Manés, y Domingo deja a las monjas una bella carta, uno de los poquísimos escritos y a la vez reliquia que de él se conservan. La Navidad la pasa en Segovia y en una cueva a las afueras de la ciudad vive experiencias espirituales de alta mística. Desde entonces el lugar se denomina “la santa cueva”. Se duda si pasó por Caleruega y se detuvo en el Burgo de Osma, lugares tan queridos y llenos de recuerdos para él. Pero lo que vino a hacer a España lo hizo: implantar su Orden en su propia tierra.
     En marzo de 1219 está ya en Toulouse y antes de terminarse la primavera se encuentra en París. Rebosó de gozo al encontrar a treinta frailes jóvenes viviendo en el convento de Santiago bajo la paterna autoridad de fray Mateo de Francia, uno de los primeros compañeros del fundador. Los comienzos habían sido muy difíciles, pero París bien valía algún sacrificio. Antes de abandonar la ciudad del Sena envía frailes a Orleans, Limoges y Poitiers y atrae a la Orden a Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y sucesor al frente de la Orden. Su recibimiento en Bolonia, en agosto de 1219, fue de profunda veneración. La comunidad, regida por fray Reginaldo de Orleans es numerosa, viva, estudiosa, fraterna, viviendo alrededor de la iglesia de San Nicolás. Reginaldo, antiguo profesor en París, predicaba como un nuevo Elías y atraía a muchos estudiantes al convento. ¿Qué más podía pedir Domingo? Rebosa de gozo pensando en las grandes empresas evangelizadoras que podrán realizar aquellos futuros atletas de la fe. A unos los envía al norte de Italia, donde también había herejía y él mismo irá pronto; a otros los manda a fundar conventos a Hungría (para evangelizar a los cumanos, deseo ardiente de Domingo), Escandinavia, Alemania.
     Permanece en Bolonia un tiempo, ultimando la formación espiritual de la comunidad y preparando los pasos sucesivos que había que dar, y después baja a Viterbo, donde se encontraba el Papa. Honorio III le encarga que organice la vida religiosa de ciertos grupos de monjas en Roma (de donde nacerá el monasterio de San Sixto, evocador de recuerdos del santo) y la organización de una campaña evangelizadora en Lombardía. El Papa dona a Domingo la magnífica basílica de Santa Sabina, actual curia general de la Orden y donde se conserva y venera la celda del santo fundador.
     El día de Pentecostés de 1220, que ese año cayó a 17 de mayo, preside el primer Capítulo General de la Orden, en el convento de Bolonia. Acudieron frailes de España, Provenza, Francia, Lombardía, Hungría, Roma. Domingo quiere renunciar a dirigir la Orden, pero los frailes no lo permiten. Con los capitulares, Domingo –que reunidos son la máxima autoridad de la Orden– el fundador quiere regularizar lo ya hecho y fundamentar y legislar el futuro de la Orden de Predicadores: hacer unas Constituciones por las que los frailes y los conventos se rijan, unas leyes sencillas y animadas por una inspiración común y básica: el espíritu del Evangelio a imitación de los apóstoles.
     Ésta era la norma fundamental, lo demás se iría adaptando según las circunstancias y las necesidades de la misión. El segundo y último Capítulo General al que asistió Domingo se celebró en 1221, también en Bolonia y por Pentecostés, y en él se completó la legislación anterior y se crearon varias Provincias de la Orden, entre otras la de España.
     Domingo siente debilitado su cuerpo, al que ha sometido a disciplinas y rigores durísimos, y siente que se muere. Pero ha creado y cimentado sólidamente su obra. Deja a la Iglesia una familia religiosa apostólica e intelectual presente y activa en las ciudades más importantes de Europa y a punto de traspasar sus fronteras, dirigida por un Maestro general, cabeza de la Orden, y perfectamente articulada por una legislación flexible y dinámica. Domingo de Guzmán, cargado de méritos y de santidad, hacedor de milagros, varón evangélico, murió rodeado del cariño y de las lágrimas de sus hijos, en Bolonia, a 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor. Fue canonizado por Gregorio IX el 3 de julio de 1234 y sus restos descansan y se veneran en un magnífico sepulcro en la basílica dominicana de San Domenico, en Bolonia. Su fiesta se celebra el 8 de agosto (José Barrado Barquilla, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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