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miércoles, 28 de agosto de 2024

La pintura "San Agustín con la Virgen y el Niño", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "San Agustín con la Virgen y el Niño", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     Hoy, 28 de agosto, Memoria de San Agustín, obispo y doctor eximio de la Iglesia, que, convertido a la fe católica después de una adolescencia inquieta por los principios doctrinales y las costumbres, fue bautizado en Milán por San Ambrosio y, vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida ascética y entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido después obispo de Hipona, en la actual Argelia, durante treinta y cuatro años fue maestro de su grey, a la que instruyó con sermones y numerosos escritos, con los cuales también combatió valientemente los errores de su tiempo y expuso con sabiduría la recta fe (430) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y qué mejor día que hoy para ExplicArte la pintura "San Agustín con la Virgen y el Niño", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes, antiguo Convento de la Merced Calzada [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala VII del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "San Agustín con la Virgen y el Niño", obra de Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), siendo un óleo sobre tabla en estilo barroco, pintado hacia 1664-65, con unas medidas de 2,50 x 1,39 mts., procedente del Retablo mayor del Convento de San Agustín, de Sevilla, tras la desamortización, en 1840.
      Nos presenta, a tamaño natural, la aparición al santo de la Virgen y el Niño. Ésta se halla sentada sobre un trono de nubes, casi de frente al espectador, sosteniendo en el regazo a su hijo, al que dirige la mirada. El Niño vuelve el cuerpo y los ojos hacia su madre y sostiene en su mano el dardo que atraviesa el corazón inflamado (de amor) que le es ofrecido por el santo. Mientras tanto, éste, arrodillado y de frente al espectador, contempla con el rostro lleno de misticismo la aparición. Este grupo, realizado con gran monumentalidad, está coronado por un luminoso fondo de gloria, en el que revolotean tres angelitos y cinco querubines.
     En esta obra, en la que el autor nos muestra su talento formal, colorista y compositivo, podemos destacar especialmente la diversidad de gestos y actitudes de los distintos personajes, así como la expresividad de la obra en conjunto (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
     Sevilla y Murillo son dos nombres unidos en la historia y en el arte y difícilmente pueden entenderse el uno sin el otro. Nació Murillo en los últimos días del año 1617 puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618. Su padre fue barbero cirujano de profesión, oficio que le permitió llevar un nivel de vida discreto y poder mantener su extensa familia, ya que tuvo catorce hijos, siendo Bartolomé el último de ellos. Muy pronto la vida familiar se deshizo ya que el padre murió en 1627 y su madre al año siguiente, por lo que desde muy joven tuvo que quedar bajo la custodia de su hermana mayor llamada Ana.
   Existen noticias de su aprendizaje artístico que indican su asistencia al taller de Juan del Castillo, pintor de categoría secundaria dentro del ámbito de la pintura sevillana de su época. Este aprendizaje duraría cinco o seis años y probablemente se realizó entre 1633 y 1640. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera y de esta unión nacieron diez hijos. La fecha de su boda coincide con el inicio de su carrera artística ya que desde ese año aparece contratando importantes conjuntos pictóricos, adquiriendo desde muy pronto una fama muy considerable que le acompañó el resto de su vida. En 1663 murió su esposa y Murillo no volvió a contraer matrimonio.
   En su larga trayectoria artística Murillo trabajó para los principales edificios religiosos de Sevilla y también para la alta burguesía y la nobleza. Un accidente de trabajo cuando ya era un hombre anciano precipitó el final de su vida; Murillo se cayó de un andamio cuando pintaba en su taller una obra de grandes dimensiones. Este accidente ocurrió seguramente en 1681 y después de haber pasado un año sufriendo dolorosos achaques murió en Sevilla en 1682.
   Murillo fue un artista moderno y renovador en su época, puesto que supo introducir en su pintura el espíritu dinámico y vitalista del barroco. Fue un magnífico dibujante y un habilidoso colorista, técnicas que supo perfeccionar intensamente con el paso de los años. Por otra parte supo desdramatizar la pintura religiosa captando figuras populares y bellas que miran amablemente al espectador; igualmente supo introducir en su pintura presencias y sentimientos que proceden de la vida doméstica y que permitieron que el público se identificase plenamente con ellas. Fue Murillo un pintor muy popular en su época y en siglos posteriores, merced a la gracia y elegancia de sus figuras y al armonioso equilibrio que supo mantener entre la trascendencia espiritual y la vulgaridad de la vida cotidiana.
     En 1664 el convento de San Agustín de Sevilla encargó a Murillo la realización de varias pinturas para un retablo, entre las que se encuentra la pintura reseñada (Enrique Valdivieso González, La pintura en El Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia

HISTORIA Y LEYENDA
   Es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina.
   Nació en 354 en Tagaste, cerca de Hipona, en el norte de África. Estudió retórica en Cartago, luego en Roma hacia donde se fugó en 383. En sus Confesiones ha contado los extravíos de su juventud disipada y la obstinación con que se ató a la herejía de los maniqueos. 
 Su conversión tardía, por la influencia de las plegarias de su madre Mónica  las instrucciones de San Ambrosio, tuvo lugar en Milán, en 387. Estaba acostado bajo una higuera en un jardín cuando oyó una voz que le decía: "Toma y lee (Tolle, lege)." Abrió al azar las Epístolas de San Pablo que tenía a mano y cayó en este pasaje (Rom. 13_ 13-14): "Andemos decentemente (...) no en amancebamiento y libertinaje (...), antes vestíos del Señor Jesucristo (Induite Dominum Jesum Christum)." En su espíritu, las tinieblas de la duda se disiparon de inmediato. Recibió el bautismo con su amigo Alipio y su hijo Adeodato.
   Mónica, su madre, murió en Ostia en el momento en que él se embarcaba para regresar a África. Volvió a su patria y en 395 fue consagrado obispo de Hipona, donde murió en 430, después de haber escrito la Ciudad de Dios durante el sitio de Hipona por los vándalos. 
   El episodio más popular de su leyenda es la aparición ante el santo de un niño -a veces convertido en angelito o en Niño Jesús- cuando meditaba acerca del misterio de la Santísima Trinidad. El niño se esforzaba en la playa queriendo vaciar el mar con una concha o cuchara: la empresa era tan insensata como pretender explicar el misterio de la Santísima Trinidad.
   Esta historia apareció a principios del siglo XIII, en una compilación de Exempla para uso de los predicadores que reunió el cisterciense renano Cesario de Heisterbach. Pero en esa obra se hablaba de un teólogo anónimo. 
   Fue el dominico francés Thomas de Cantimpré quien tuvo la idea de sustituir al scolasticus quidam por San Agustín, a causa del tratado que éste escribiera: De Trinitate. Al mismo tiempo, dicho autor transfiere la escena a la costa mediterránea africana, cerca de Hipona; aunque otros autores la sitúan en Civita Vecchia. Puede verse la inconsistencia de esta leyenda que sólo se hizo popular en el siglo XV.
CULTO
   En el siglo VIII su cuerpo fue transportado por Luitprando, rey de los lombardos, a Pavía, cerca de Milán, en cuya iglesia de San Pietro in Ciel d'Oro se edificó su tumba. Algunos fragmentos de sus reliquias fueron depositados en el emplazamiento de Hipona en el siglo XIX.
   Lo reivindican fundador de orden los ermitaños y los religiosos regulares de San Agustín, agustinianos o agustinos, quienes se diferencian de los franciscanos por un cinturón de cuero que les ciñe el hábito, el lugar del cordón.
   En Padua, la capilla de los Eremiti o Eremitani fue decorada por Mantegna con unos frescos destruidos en 1944, durante la guerra.
   La regla de San Agustín fue adoptada además por los antonitas, los premonstratenses, los servitas, los trinitarios, los mercedarios y las órdenes de Santa Brígida.
   Por sus escritos lo han elegido como patrón los teólogos y los impresores. En Florencia su protección se extiende a los pezzai (recolectores de residuos) que juntan los papeles viejos.
   Aunque no sea un santo curador, en los países de lengua germánica la etimología popular, que estableció una relación entre Agustín y Auge (ojo), le confirió el poder de curar enfermedades oculares. Y también el de calmar la tos (Husten).
   Por su carácter africano, se lo invocó contra las plagas de langosta.
ICONOGRAFÍA
   Está representado casi siempre como obispo, con mitra y báculo; pero a veces como el simple monje Agustín con hábito negro y cinturón de cuero. Su atributo habitual es el corazón inflamado, atravesado por una o tres flechas (cor caritate divina sagittatum), del que habla en el IX libro de sus Confesiones: "Habías herido mi corazón con las flechas de tu amor (Sagittaveras tu cor meum charitate tua)." Lleva el corazón en la mano o pintado sobre el pecho. Así como hay santo cefalóforos, puede decirse que Agustín pertenece a la categoría de los cardióforos.
   A partir del siglo XV con frecuencia se lo caracteriza por la presencia de un niño que se aparece en la playa, donde se empeña en vaciar el mar con una concha o cuchara (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la sobre el Significado y la Iconografía de la Virgen con el Niño;
   Tal como ocurre en el arte bizantino, que suministró a Occidente los prototipos, las representaciones de la Virgen con el Niño se reparten en dos series: las Vírgenes de Majestad y las Vírgenes de Ternura.
La Virgen de Majestad
   Este tema iconográfico, que desde el siglo IV aparecía en la escena de la Adoración de los Magos, se caracteriza por la actitud rigurosamente frontal de la Virgen sentada sobre un trono, con el Niño Jesús sobre las rodillas; y por su expresión grave, solemne, casi hierática.
   En el arte francés, los ejemplos más antiguos de Vírgenes de Majestad son las estatuas relicarios de Auvernia, que datan de los siglos X u XI. Antiguamente, en la catedral de Clermont había una Virgen de oro que se mencionaba con el nom­bre de Majesté de sainte Marie, acerca de la cual puede dar una idea la Majestad de sainte Foy, que se conserva en el tesoro de la abadía de Conques.
   Este tipo deriva de un icono bizantino que el obispo de Clermont hizo emplear como modelo para la ejecución, en 946, de esta Virgen de oro macizo destinada a guardar las reliquias en su interior.
   Las Vírgenes de Majestad esculpidas sobre los tímpanos de la portada Real de Chartres (hacia 1150), la portada Sainte Anne de Notre Dame de París (hacia 1170) y la nave norte de la catedral de Reims (hacia 1175) se parecen a aquellas estatuas relicarios de Auvernia, a causa de un origen común antes que por influencia directa. Casi todas están rematadas por un baldaquino que no es, como se ha creído, la imitación de un dosel procesional, sino el símbolo de la Jerusalén celeste en forma de iglesia de cúpula rodeada de torres.
   Siempre bajo las mismas influencias bizantinas, la Virgen de Majestad aparece más tarde con el nombre de Maestà, en la pintura italiana del Trecento, transportada sobre un trono por ángeles.
   Basta recordar la Madonna de Cimabue, la Maestà pintada por Duccio para el altar mayor de la catedral de Siena y el fresco de Simone Martini en el Palacio Comunal de Siena.
   En la escultura francesa del siglo XII, los pies desnudos del Niño Jesús a quien la Virgen lleva en brazos, están sostenidos por dos pequeños ángeles arrodillados. La estatua de madera llamada La Diège (Dei genitrix), en la iglesia de Jouy en Jozas, es un ejemplo de este tipo.
El trono de Salomón
   Una variante interesante de la Virgen de Majestad o Sedes Sapientiae, es la Virgen sentada sobre el trono con los leones de Salomón, rodeada de figuras alegóricas en forma de mujeres coronadas, que simbolizan sus virtudes en el momento de la Encarnación del Redentor.
   Son la Soledad (Solitudo), porque el ángel Gabriel encontró a la Virgen sola en el oratorio, la Modestia (Verecundia), porque se espantó al oír la salutación angélica, la Prudencia (Prudentia), porque se preguntó como se realizaría esa promesa, la Virginidad (Virginitas), porque respondió: No conocí hombre alguno (Virum non cognosco), la Humildad (Humilitas), porque agregó: Soy la sierva del Señor (Ecce ancilla Domini) y finalmente la Obediencia (Obedientia), porque dijo: Que se haga según tu palabra (Secundum verbum tuum).
   Pueden citarse algunos ejemplos de este tema en las miniaturas francesas del siglo XIII, que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Francia. Pero sobre todo ha inspirado esculturas y pinturas monumentales en los países de lengua alemana.
La Virgen de Ternura
   A la Virgen de Majestad, que dominó el arte del siglo XII, sucedió un tipo de Virgen más humana que no se contenta más con servir de trono al Niño divino y presentarlo a la adoración de los fieles, sino que es una verdadera madre relacionada con su hijo por todas las fibras de su carne, como si -contrariamente a lo que postula la doctrina de la Iglesia- lo hubiese concebido en la voluptuosidad y parido con dolor.
   La expresión de ternura maternal comporta matices infinitamente más variados que la gravedad sacerdotal. Las actitudes son también más libres e imprevistas, naturalmente. Una Virgen de Majestad siempre está sentada en su trono; por el contrario, las Vírgenes de Ternura pueden estar indistintamente sentadas o de pie, acostadas o  de rodillas. Por ello, no puede estudiárselas en conjunto y necesariamente deben introducir en su clasificación numerosas subdivisiones.
   El tipo más común es la Virgen nodriza. Pero se la representa también sobre su lecho de parturienta o participando en los juegos del Niño.
El niño Jesús acariciando la barbilla de su madre
   Entre las innumerables representaciones de la Virgen madre, las más frecuentes no son aquellas donde amamanta al Niño sino esas otras donde, a veces sola, a veces con santa Ana y san José, tiene al Niño en brazos, lo acaricia tiernamente, juega con él. Esas maternidades sonrientes, flores exquisitas del arte cristiano, son ciertamente, junto a las Maternidades dolorosas llamadas Vírgenes de Piedad, las imágenes que más han contribuido a acercar a la Santísima Virgen al corazón de los fieles.
   A decir verdad, las Vírgenes pintadas o esculpidas de la Edad Media están menos sonrientes de lo que se cree: la expresión de María es generalmente grave e incluso preocupada, como si previera los dolores que le deparará el futuro, la espada que le atravesará el corazón. Sucede con frecuencia que ni siquiera mire al Niño que tiene en los brazos, y es raro que participe en sus juegos. Es el Niño quien aca­ricia el mentón y la mejilla de su madre, quien sonríe y le tiende los brazos, como si quisiera alegrarla, arrancarla de sus sombríos pensamientos.
   Los frutos, los pájaros que sirven de juguetes y sonajeros al Niño Jesús tenían, al menos en su origen, un significado simbólico que explica esta expresión de inquieta gravedad. El pájaro es el símbolo del alma salvada; la manzana y el racimo de uvas, aluden al pecado de Adán redimido por la sangre del Redentor.
   A veces, el Niño está representado durante el sueño que la Virgen vela. Ella impone silencio a su compañero de juego, el pequeño san Juan Bautista, llevando un dedo a la boca.
   Ella le enseña a escribir, es la que se llama Virgen del tintero (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Murillo, autor de la obra reseñada
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   Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1 de enero de 1618 [bautismo] – 3 de abril de 1682). Pintor.
   Nació Murillo en los últimos días de diciembre de 1617, puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618; fue el último hijo de los catorce que nacieron del matrimonio entre Gaspar Esteban y María Pérez Murillo, teniendo su padre el oficio de barbero-cirujano, merced al cual su familia pudo vivir discretamente. Sin embargo, la apacibilidad familiar quedó truncada severamente en 1626, año en que, en un breve período de seis meses, murieron sus padres, quedando por lo tanto huérfano; su situación como benjamín de la familia se remedió en parte al pasar a depender de Juan Antonio de Lagares, marido de su hermana Ana, que se convirtió en su tutor.
   Pocos datos se poseen de la infancia y juventud de Murillo, sabiéndose tan sólo que en 1633, cuando contaba con quince años de edad, solicitó permiso para embarcarse hacia América, aunque esta circunstancia no llegó a producirse. Su aprendizaje artístico debió de realizarse entre 1630 y 1640, con el pintor Juan del Castillo, que estaba casado con una prima suya y fue quien le enseñó el oficio de pintor dentro del estilo de un arte dotado de una amable y bella expresividad. Cuando contaba con veintisiete años de edad, en 1645, contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera, y se tiene constancia de que en esa fecha ya trabajaba como pintor.
   Otras referencias fundamentales dentro de la vida de Murillo son que, en 1658, realizó un viaje a Madrid, donde conectó con los pintores cortesanos y también con artistas sevillanos como Velázquez, Cano y Zurbarán, entonces residente en dicha ciudad; su estancia madrileña debió de durar sólo algunos meses, puesto que a finales de dicho año se encontraba de nuevo en Sevilla. Nada importante se conoce de su existencia a partir de esta fecha, salvo varios cambios de domicilio, de los cuales el último tuvo asiento en el barrio de Santa Cruz. Sí es importante el hecho de que en 1660, y en compañía de Francisco Herrera el Joven, Murillo fundó una academia de pintura para propiciar la práctica del oficio y así mejorar la técnica de los artistas sevillanos.
   También fue decisiva en la vida de Murillo la fecha de 1663, año en que falleció su esposa con 41 años de edad y a consecuencia de un parto. Su viudez perduró ya el resto de su vida, porque no volvió a contraer matrimonio, ni tampoco a moverse de Sevilla, a pesar de una importante oferta que se le hizo desde la Corte de Carlos II en 1670 para incorporarse allí como pintor del Rey, ofrecimiento que no aceptó.
   La muerte de Murillo tuvo lugar en 1682, en su último domicilio del barrio de Santa Cruz. Sobre su fallecimiento existe la leyenda de que tuvo lugar en Cádiz, cuando pintaba el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos, donde sufrió un accidente y cayó de un andamio; tal accidente, si tuvo lugar, debió de acontecer en su propio obrador sevillano, donde, después de permanecer maltrecho durante un mes, falleció el día 3 de abril de dicho año.
   Sobre la personalidad de Murillo, Palomino informa de que fue hombre “no sólo favorecido por el Cielo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza, de buena persona y de amable trato, humilde y modesto”. Tal descripción se constata en la contemplación de sus dos autorretratos, uno juvenil y otro en edad madura, en los que se advierte que fue inteligente y despierto, características que, unidas a la intensa calidad de su arte, le permitieron plasmar un amplio repertorio de imágenes en las que se reflejan, de forma perfecta, las circunstancias religiosas y sociales de su época.
   Aunque Juan del Castillo, el maestro que le enseñó los rudimentos de la pintura, fue un artista de carácter secundario, fue capaz, sin embargo, de introducir a Murillo en la práctica de un dibujo correcto y elegante, al tiempo de permitirle adquirir un marcado interés por la anatomía y también a inclinarle a otorgar a sus figuras expresiones imbuidas en amabilidad y gracia; fue también Juan del Castillo el responsable de orientar a Murillo en la práctica de temas pictóricos con protagonismo de la figura infantil. Todos estos aspectos, adquiridos por Murillo en una época juvenil, germinaron después en la práctica de una pintura exquisita y refinada que, con el tiempo, fue preferida por todos los elementos sociales sevillanos y con posterioridad le potenciaron a ser un artista cuyas obras fueron codiciadas por coleccionistas y museos de todo el mundo.
   Aparte de los conocimientos adquiridos con Juan del Castillo, Murillo asimiló también aspectos técnicos procedentes de maestros de generaciones anteriores a la suya; así, del clérigo Juan de Roelas aprendió a manifestar en sus pinturas el sentimiento amable y la sonrisa, y de Zurbarán, la solidez compositiva y la rotundidad de sus figuras; de Herrera el Viejo asimiló la fuerza expresiva y de Herrera el Joven, el dinamismo compositivo y la fluidez del dibujo. Estos aspectos que emanan de la escuela sevillana fueron completados por Murillo con efluvios procedentes de las escuelas flamencas e italianas de su época, configurando así una pintura novedosa y original que le otorga un papel preponderante en la historia del arte español y europeo en el período barroco.
   También es fundamental advertir que la creatividad de Murillo no permaneció estática a través del tiempo, sino que, por el contrario, presenta una permanente evolución. Así, en sus inicios, hacia 1640, su arte es aún un tanto grave y solemne, sin duda condicionado por el éxito favorable de las pinturas con este estilo que en aquellos momentos realizaba en Sevilla Francisco de Zurbarán. Por ello, su dibujo era entonces excesivamente riguroso, pero a partir de 1655, coincidiendo con la presencia en Sevilla de Francisco de Herrera el Joven, en la obra de Murillo se advierte la plasmación de una mayor fluidez en el dibujo y de una mayor soltura en la aplicación de la pincelada; al mismo tiempo, sus figuras van adquiriendo un mayor sentido de belleza y gracia expresiva, intensificándose también una clara manifestación de afectividad espiritual. Sus composiciones adquirieron mayor movilidad y elegancia, siempre dentro de un sentido del comedimiento que evita los excesos y estridencias del Barroco, lo que en adelante le permitió de forma intuitiva anticiparse al refinamiento y la exquisitez que un siglo después alcanzaría el estilo rococó.
   El arte de Murillo tiene como virtud fundamental el haber alcanzado a desdramatizar la religiosidad, introduciendo en sus obras amables personajes celestiales que se dirigen complacientes hacia los atribulados mortales trasmitiéndoles sensaciones de amparo y protección en una época de graves penurias materiales. La dificultad de la existencia en su época proporcionaba agobios y congojas a los desgraciados sevillanos, por lo que a sus pinturas les imbuía de sentimientos amorosos y benevolentes. La aparición en ellas de personajes extraídos de la vida popular y de condición humilde dio a entender a los sevillanos que la divinidad miraba por ellos y les propiciaba auxilios espirituales que, al menos, mitigaban las dolencias de sus almas. No es tampoco superfluo advertir en la obra de Murillo la presencia de santos personajes que se ocupan de practicar la caridad y de paliar así el hambre y la enfermedad de los humildes y desamparados.
   Las primeras obras conocidas de Murillo datan aproximadamente de 1638, cuando contaba con veintiún años de edad. En esas fechas es aún un pintor que muestra una escasa expresividad en sus figuras, que además poseen una volumetría excesivamente rotunda. Estas características pueden constatarse en La Virgen entregando el rosario a santo Domingo, que se conserva en el palacio arzobispal de Sevilla, y La Sagrada Familia, que figura en el Museo Nacional de Estocolmo. Pocas más obras se conocen de estos años tempranos y hay que esperar a 1646, año en que inicia la ejecución de las pinturas del “Claustro Chico” del Convento de San Francisco de Sevilla, para volver a tener referencias importantes de obras realizadas por Murillo; en esta fecha su dibujo había mejorado, al igual que su concepto del colorido, que era más variado y cálido en sus matices. En este encargo del Convento de San Francisco, los frailes que en él se congregaban quisieron exaltar y definir la grandeza como los milagros, las virtudes y la santidad de su Orden. Entre las pinturas más relevantes de este conjunto destacan las que representan a San Diego dando de comer a los pobres, conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Fray Francisco en la cocina de los ángeles, del Museo del Louvre de París, y La muerte de santa Clara de la Galería de Arte de Dresde.
   Otras obras importantes realizadas por Murillo en torno a 1645 y 1650 son: La huida a Egipto, que pertenece al Palacio Blanco de Génova, y una serie de pinturas con el tema de la Virgen con el Niño cuyos mejores ejemplares pertenecen al Museo del Prado y al Palazzo Pitti de Florencia. Una de las obras más felices realizadas por Murillo a lo largo de su trayectoria artística es La Sagrada Familia del pajarito, conservada en el Museo del Prado y fechable en torno a 1650. En ella se recrea un íntimo y amable episodio doméstico, extraído de la realidad cotidiana, en el que María y José interrumpen sus respectivas labores para compartir con el Niño Jesús la alegría que le proporciona el inocente juego de llamar la atención de un perrito, a través de un pajarillo que el Niño le muestra, cogido en una de sus manos. También a partir de 1650 Murillo realizó una serie de pinturas con el tema de La Magdalena penitente, en las que el artista contrasta la hermosura física de la santa con su profunda actitud de arrepentimiento y penitencia.
   A mediados del siglo XVII, Murillo comenzó a ser reconocido como el primer pintor de Sevilla y su fama se fue colocando por encima de la de Zurbarán; a ello contribuyó la realización de obras como San Bernardo y la Virgen y La imposición de la casulla a san Ildefonso, realizadas para un desconocido convento sevillano hacia 1655 y actualmente conservadas en el Museo del Prado. También en 1655 y para el Convento de San Leandro de Sevilla, Murillo realizó cuatro pinturas destinadas al refectorio con temas de la Vida de san Juan Bautista, en las cuales acertó a vincular perfectamente las figuras de los personajes con hermosos y profundos fondos de paisaje descritos con gran habilidad técnica.
   También en torno a 1655 realizó Murillo dos importantes pinturas dentro de su carrera artística; son San Isidoro y San Leandro, que el Cabildo catedralicio sevillano le demandó para adornar la sacristía de la iglesia metropolitana de Sevilla, donde aún se conservan. Tener pinturas expuestas en la Catedral de su ciudad era un honor máximo al cual aspiraban todos los artistas sevillanos, y para Murillo, que contaba entonces con treinta y ocho años de edad, supuso un hito fundamental. Lógicamente, el encargo inmediato, también por parte de la Catedral, de la gran pintura que preside la capilla bautismal y que representa a San Antonio de Padua con el Niño, colmó todas las aspiraciones del artista, que por otra parte introdujo en esta pintura conceptos compositivos e iconográficos que definían claramente el espíritu del barroco. En ella aparece el santo en el interior de su celda conventual con los brazos abiertos para recibir al Niño que desciende ingrávido desde lo alto, rodeado de una nutrida aureola de pequeños ángeles.
   El éxito alcanzado por Murillo con las pinturas de la Catedral repercutió de inmediato en la ciudad, intensificándose la demanda de su pintura. A los años que oscilan entre 1655 y 1660 pertenecen obras como El buen pastor, conservado en el Museo del Prado, donde Murillo alcanzó a plasmar un admirable prototipo de belleza infantil que, sin duda, hubo de cautivar a la clientela.
   En la década que se inicia en 1660 Murillo realizó importantes encargos pictóricos, siendo uno de los primeros la serie de la Vida de Jacob, en la que en cinco escenas narró los principales episodios de la vida de este personaje del Antiguo Testamento. En estas pinturas, los personajes, de reducido tamaño, están respaldados por amplios fondos de paisaje en los que el artista muestra una admirable técnica en la consecución de efectos lumínicos. De estas pinturas, la que describe El encuentro de Jacob con Raquel se encuentra en paradero desconocido, mientras que las representaciones de Jacob bendecido por Isaac y La escala de Jacob pertenecen al Museo del Hermitage de San Petersburgo. La escena que describe a Jacob poniendo las varas al ganado de Labán, se exhibe en el Museo Meadows de Dallas y Laván buscando los ídolos en la tienda de Raquel pertenece al Museo de Cleveland, en Ohio.
   En torno a 1660 Murillo pintó un nuevo cuadro para la Catedral de Sevilla, hoy conservado en el Museo del Louvre. Se trata del Nacimiento de la Virgen, obra de espléndida composición que narra una escena, derivada de la vida doméstica, en la que un grupo de mujeres en torno a la recién nacida muestra su gozo colectivo ante tan feliz acontecimiento. Poco después, en 1665 y para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, realizó una serie de cuatro pinturas, hoy en paradero disperso; dos de ellas narran la historia de la fundación de la iglesia de Santa María de la Nieves de Roma, de la que esta iglesia sevillana era filial: representan El sueño del patricio Juan y La visita del patricio al Papa Liberio y se conservan actualmente en el Museo del Prado. Otras dos pinturas que representan La alegoría de la Inmaculada y La alegoría de la Eucaristía se conservan respectivamente en el Museo del Louvre y en una colección privada inglesa. Estos cuatro cuadros de Santa María la Blanca fueron robados por el mariscal Soult en 1810, y se vendieron en Francia a su fallecimiento.
   Otro importante trabajo para la Catedral de Sevilla fue demandado por los canónigos sevillanos en 1667, tratándose en esta ocasión de un conjunto pictórico para decorar la parte alta de la sala capitular de dicho templo. En este recinto se realizaban las deliberaciones de carácter administrativo y de gobierno catedralicio y por ello se decidió que estuviera presidido por una representación de la Inmaculada y por los principales santos de la historia de Sevilla, para que su presencia sirviese de ejemplo moral a los capitulares.
   Así, en pinturas de formato circular, Murillo plasmó a San Pío, San Isidoro, San Leandro, San Fernando, Santa Justa, Santa Rufina, San Laureano y San Hermenegildo, aludiendo en cada uno de ellos a virtudes como la dignidad espiritual, la energía moral, el sacrificio, la sabiduría de gobierno, la confianza en Dios y la defensa de la fe. En ese mismo año de 1667, nuevamente los canónigos sevillanos encargaron a Murillo la escena del Bautismo de Cristo para ser colocada, lógicamente, en la capilla bautismal, en el ático del retablo en que años antes había pintado el gran lienzo de San Antonio de Padua con el Niño.
   Entre 1665 y 1670 Murillo acometió las mayores empresas pictóricas de su vida en la iglesia de los Capuchinos de Sevilla, primero, y a continuación en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. En los capuchinos realizó las pinturas que formaban parte del retablo mayor de la iglesia y también las que presidían los retablos de las capillas laterales. Lamentablemente este conjunto pictórico no se encuentra ya en su lugar de origen, y han sido muchas las vicisitudes que ha sufrido, puesto que durante la Guerra de la Independencia fue trasladado a Gibraltar para ponerlo a salvo de la codicia del mariscal Soult; pasada la guerra, las pinturas regresaron a su lugar de origen, pero en 1836, a causa de la desamortización de Mendizábal, pasaron al recién creado Museo de Bellas Artes de Sevilla, excepto la pintura central del retablo que representa La aparición de Cristo y la Virgen a san Francisco, y que se encuentra actualmente en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Las otras obras que se integraban en el retablo son las Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Buenaventura, San José con el Niño, San Juan Bautista, San Félix Cantalicio y San Antonio de Padua, aparte de La Virgen de la Servilleta. En pequeños altares dispuestos en el presbiterio se encontraban El ángel de la guarda, que fue regalado por los capuchinos a la Catedral de Sevilla, y El arcángel San Miguel, que se encuentra en el Museo de Historia del Arte de Viena. También en el presbiterio, en pequeños altares, se encontraban La Anunciación y La Piedad.
   En los retablos de las pequeñas capillas de la nave de la iglesia de los Capuchinos figuraban pinturas de altar con las representaciones de San Antonio de Padua con el Niño, La adoración de los pastores, La Inmaculada con el Padre Eterno, San Félix Cantalicio con el Niño, San Francisco abrazando el crucifijo y Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna.
   Uno de los programas iconográficos más perfectos y coherentes realizados en el Barroco español lo configuró hacia 1670 el aristócrata sevillano Miguel de Mañara en la iglesia del Hospital de la Caridad, donde, primero a través de las dos representaciones de las postrimerías realizadas por Juan de Valdés Leal y después con seis escenas de las obras de Misericordia realizadas por Murillo, plasmó una profunda reflexión sobre la brevedad de la existencia y la necesidad de que el fiel cristiano lleve una vida alejada de los complacencias humanas para acumular los méritos necesarios que después de la muerte y a la hora del Juicio permitan obtener la salvación eterna. Para conseguir esta anhelada circunstancia, Mañara señaló que era necesaria la práctica de las obras de misericordia, y para ello se las encargó a Murillo, para colocarlas en los muros de las naves de la iglesia. Estas obras de misericordia se ejemplifican en distintos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento y, así, la pintura que representa a Abraham y los tres ángeles alude a la obra de misericordia de dar posada al peregrino, La curación del paralítico por Cristo en la piscina de Jerusalén indica la dedicación a curar a los enfermos, San Pedro liberado por el ángel, a redimir al cautivo, El regreso del hijo pródigo, a vestir al desnudo, La multiplicación de los panes y los peces, a dar de comer al hambriento, y Moisés haciendo brotar el agua de la roca en el desierto, a dar de beber al sediento. La última obra de misericordia, enterrar a los muertos, está representada en el retablo mayor de la iglesia a través del admirable grupo escultórico realizado por Pedro Roldán, en la escena de El entierro de Cristo.
   En otros dos retablos laterales de la iglesia de la Santa Caridad se ejemplifican, a través de pinturas de Murillo, las dos obligaciones fundamentales que tenían los hermanos de esta institución. La primera de ellas era trasladar a sus expensas a los enfermos desde donde se encontrasen postrados hasta el hospital y para el buen cumplimiento de esta misión les propone el ejemplo de San Juan de Dios trasladando a un enfermo. La segunda obligación era curar y dar de comer a los enfermos en el hospital, que Murillo plasmó en la popular pintura que representa a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos.
   A los últimos años de la actividad de Murillo corresponde una serie de pinturas en las cuales se advierte cómo el paso de los años, lejos de disminuir su capacidad técnica, la había acrecentado, siendo cada vez su pincelada más fluida y su colorido más transparente.
    De 1671 son varias versiones que el artista realizó de San Fernando con motivo de su canonización, y de fechas inmediatas hay obras de excepcional calidad, como Los niños de la concha, del Museo del Prado, y el Niño Jesús dormido, del Museo de Sheffield. También en estos años postreros realizó varias versiones de San José con el Niño, cuyos mejores ejemplares se encuentran en el Museo del Hermitage de San Petersburgo y en el Museo Pushkin de Moscú. Igualmente importantes son obras como La Virgen con el Niño, de la Galería Corsini de Roma, y La Virgen de los Venerables, que se conserva en el Museo de Budapest, procedente del Hospital de dicha denominación en Sevilla.
    Una vez mencionados los más relevantes encargos que Murillo realizó a lo largo de su vida, hay que señalar también los principales temas iconográficos que plasmó durante su carrera. En este sentido, conviene indicar que una de las composiciones que más le solicitó el público sevillano fue La Sagrada Familia, siendo las más notables, entre las que realizó, las que se conservan en la National Gallery de Londres, en la Wallace Collection de la misma ciudad y en el Museo del Louvre de París.
    Otro tema recurrente dentro de su producción fue la representación de Santa María Magdalena, en la cual acertó a plasmar admirables modelos de belleza corporal femenina en excelentes versiones, entre las que destaca la conservada en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia.
   Murillo es considerado en nuestros días como el mejor pintor de la Inmaculada en toda la historia del arte, al haber captado los más afortunados modelos que se conocen con esta iconografía. Los mejores ejemplares de su producción los realizó a partir de 1655, con una disposición corporal movida y ondulada de carácter plenamente barroco. Las más afortunadas versiones de la Inmaculada de Murillo se encuentran en el Museo del Prado, pudiéndose mencionar las llamadas Inmaculada de la media luna, Inmaculada de El Escorial, Inmaculada de Aranjuez y, sobre todo, la más conocida de todas, la admirada Inmaculada de los Venerables, que procede de la iglesia del Hospital de dicho nombre en Sevilla.
   Uno de los grandes temas que cimentó en vida la fama de Murillo fue la representación de asuntos populares extraídos de la vida cotidiana de Sevilla, protagonizados especialmente por niños pícaros y vagabundos que en gran número malvivían en las calles de la ciudad en la época del artista. Estos niños abandonados o huérfanos, sobrevivían fácilmente gracias a su astucia, ingenio y habilidad, ajenos al hambre o a la enfermedad, frecuentes en su tiempo. Murillo los describió comiendo o jugando con una intensa vitalidad y desenfado que les permite estar ajenos a la adversidad y sonreír despreocupados en el trascurso de su vida cotidiana. Estas pinturas fueron muy del gusto de acomodados clientes, comerciantes o banqueros, generalmente extranjeros, que muy pronto se las llevaron a sus países de origen. Obras de gran interés en esta modalidad son Niño espulgándose, del Museo del Louvre, Niños comiendo melón y uvas, Niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados, las tres en la Alte Pinakothek de Múnich. Otros temas de la vida popular son Dos mujeres en la ventana, de la Galería Nacional de Washington, y Grupo familiar en el zaguán de una casa del Museo Kimbel de Fortworth. También con personajes de la vida popular Murillo plasmó representaciones de las cuatro estaciones, de las que actualmente se conocen sólo dos: La primavera, en la Dullwich Gallery de Londres, y El verano en la Galería Nacional de Edimburgo.
   Al ser Sevilla ciudad residencial para comerciantes, banqueros y aristócratas, fue frecuente que estas gentes de elevada condición social demandasen a Murillo la ejecución de retratos. No son excesivos los que han llegado hasta nuestros días, pero en todos ellos aparecen modelos dignos y elegantes, dándose la circunstancia de que sólo han llegado hasta nuestros días retratos masculinos, aunque se sabe que también efigió a distinguidas damas. Entre los retratos más importantes pueden citarse el de Don Diego de Esquivel, del Museo de Denver, el de Don Andrés de Andrade, del Museo Metropolitano de Nueva York, y el de Joshua Van Belle, conservado en la Galería Nacional de Dublín.
    Es Murillo, sin duda, el pintor más importante en el ámbito de la historia de la pintura sevillana, por haber sabido otorgar a su pintura una impronta característica y personal, tanto en su aspecto formal como en sus características espirituales. Por ello, y durante mucho tiempo, se ha venido identificando a Murillo con el espíritu de la propia ciudad en la que la gracia y la hermosura han sido elementos fundamentales de su esencia (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "San Agustín con la Virgen y el Niño", de Murillo, en la sala VII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre el Museo de Bellas Artes, en ExplicArte Sevilla.

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