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jueves, 10 de agosto de 2023

Un paseo por la calle Rodrigo Caro

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Rodrigo Caro, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     Hoy, 10 de agosto, es el aniversario del fallecimiento (10 de agosto de 1647) de Rodrigo Caro, por lo que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Rodrigo Caro, de Sevilla, dando un paseo por ella.
    La calle Rodrigo Caro es, en el Callejero Sevillano, es una vía que se encuentra en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo; y va de la calle Mateos Gago, a la plaza de Doña Elvira.
   La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. 
     En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
     En 1845 se unificaron toponímicamente varias vías en honor del poeta Rodrigo Caro (1573-1647): la plaza del Tambor, la calle del Horno del Sacramento, el arquillo del Sacramento y la plaza del Pozo Seco. De la plazuela del Atambor o del Tambor, situada entre Mateos Gago y el pasaje de Vila, aunque es posible que sea una denominación antigua, la primera cita localizada es en Peraza, que dice que allí iban los negros a tocar sus tambores. También se aduce que el portillo de la Judería, situado en esta plaza, se cerraba a toque de tambor (Santiago Montoto). La del Horno del Sacramento alcanzaba hasta la actual plaza de la Alianza y recibía este nombre desde el s. XVI por la tahona allí existente y el retablo de la Sagrada Forma que había en el arquillo. La plaza del Pozo Seco pasó a formar parte de Rodrigo Caro y posteriormente se la rotuló como plaza de la Alianza. Hacia 1872 aparece en un plano como Don Rodrigo.
     Calle irregular tanto en su trazado, que cambia de dirección varías veces, como en su anchura, yendo de la estrechez de su confluencia con la plaza de Doña Elvira a la generosa amplitud en la de la plaza de la Alianza. Se distinguen varios tramos; el primero, en la confluencia con Mateos Gago, constituye una placita rectangular. Su origen probablemente sea el ensanche existente en torno al arquillo o puerta de entrada a la Judería. En el s. XVI piden los vecinos que se enderece para hacerlo calle y que se cierre la torre allí existente. La demolición de estos elementos contribuiría al ensanche y forma­ción de una plazuela. En ella se descubrió un túnel abovedado semejante al de Abades, cloacas y restos de un primitivo foro romano. El segundo tramo describe una am­plia curva hacia la plaza de la Alianza. En él existían dos barreduelas, una conocida como callejón del Hospital de los Venerables, hoy Consuelo, y la otra frontera de menos profundidad, que debió ser incorporada a las casas colindantes en la segunda mitad del s. XIX. A finales del mismo se realizó la apertura de los pasajes de Vila y Andreu. Por esta época se efectuaron algunas alineaciones y rectificaciones. El tercer tramo discurre por plaza de la Alianza, confundiéndose con ella hasta el punto que sólo la numeración de los edificios permite distinguirla. El último tramo, que forma un triple ángulo y bordea la muralla, se estrecha paulatinamente hasta alcanzar poco más de un metro de anchura al confluir en plaza de Doña Elvira. Al muro del Alcázar se adosan a fines del s. XIX unas casas que se han conservado hasta la década de los sesenta del presente siglo, en que se abrió la calle Joaquín Rome­ro Murube. Presenta cierta inclinación descendente desde la plaza de la Alianza hacia el comienzo y final de la calle.
     En el s. XVI estuvo empedrada, al menos la plaza del Atambor, y en el XIX encementada, adoquinada y asfaltada. En la actualidad está adoquinada con losas de Tarifa en sus aceras en los primeros tramos; a la altura de la plaza de la Alianza el pavimento es de adoquines en espiga, sin aceras. El ultimo tramo presenta adoquines en damero con cantos rodados y aceras de losas de Tarifa. Junto a la muralla existe una zona ajardinada con naranjos. Fue iluminada con luz eléctrica en 1941, actualmente tiene farolas adosadas y de pie. El caserío es diverso aunque predominan las casas de carácter popular, algunas de ellas construidas o restauradas recientemente. Llama la atención, por ser poco frecuente en el barrio de Santa Cruz, la que hace esquina con plaza de la Alianza, por su minúsculo jardín lateral. Coexiste el pequeño comercio para uso del vecindario con establecimientos orientados al turismo: tiendas de antigüedades. cerámica, restaurantes y hostal. El bodegón Santa Cruz, esquina a Mateos Gago, goza de gran aceptación entre los jóvenes. En la casa núm. 1 tuvo su palacio en el s. XVI la condesa de Gelves, inspiradora del poeta Fernando de Herrera. En esta residencia, posteriormente propiedad de los duques de Alba, estuvo instalado el colegio de San Fernando, incorporado en el s. XIX al Instituto Provincial de enseñanza media. En ella vivió el historiador Ortiz de Zúñiga, autor de los Anales Eclesiásticos..., y el arquitecto Juan de Oviedo [Salvador Rodríguez Becerra, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Rodrigo Caro, 9. Casa de dos plantas, con un bonito mirador de ángulo con vanos semicirculares separados por pilastras pareadas [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía de Rodrigo Caro, personaje a quien está dedicada esta vía;
     Rodrigo Caro, (Utrera, Sevilla, 4 de octubre de 1573 – Sevilla, 10 de agosto de 1647). Sacerdote, poeta y renombrado anti­cuario.
     Rodrigo Caro nació en Utrera y fueron sus padres Bernabé de Salamanca y Francisca Caro, de la cual tomó el apellido. Comenzó los estudios de Teología en 1590 en la Facultad de Cánones de la Universidad de Osuna; posteriormente se trasladó a Sevilla y ob­tuvo el título de licenciado en 1596. Debió de orde­narse sacerdote casi inmediatamente después y regre­sar a su localidad natal, donde residía en 1598 y era beneficiado de la iglesia de Santa María. Sin embargo, siempre mantuvo una relación estrecha con Sevilla, en la que desempeñó desde 1615 una capellanía fun­dada por su tío Juan Díaz Caro, a la que renunció en 1622 a favor de su hermano Bernabé, también sacerdote. Durante los años de juventud se inició ya en él la afición por las letras, siendo autor de poemas (con la primera redacción de la Canción a las ruinas de Itálica en 1595), así como de escritos eruditos y de tema religioso; afición que se fue desarrollando a la par que continuaba su carrera eclesiástica en la capital sevillana. Así, en 1619 desempeñaba el cargo de cen­sor de libros y, en 1621, obtuvo el nombramiento de letrado de cámara del entonces arzobispo hispalense Pedro Vaca de Castro; desde el año siguiente (aun­que para otros autores ya desde 1620) desempeñó el de visitador general de parroquias y conventos de monjas fuera de Sevilla, lo que le permitió desarro­llar sus aficiones eruditas ya que recorrió el territorio del arzobispado y conoció de forma directa muchos de los yacimientos arqueológicos que estudió, de las actuales provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva, como él mismo indica en el Prólogo de sus Antigüedades..., donde dice: “[...] para escribir este tratado [...] visité personalmente los lugares de que escrivo [...] apro­vechandome assimismo de Inscripciones antiguas, y Medallas, que con estudiosa aficion he juntado [...]”. Como él mismo describe también en un romance que mandó en 1627 a su amigo Juan de Robles, se situó en ese año de forma más definitiva en la capital hispa­lense (quizás tras el primer intento fallido de traslado a Madrid), y aquel verano envió a Sevilla desde la casa de Utrera su colección arqueológica de monedas, epí­grafes y algunas estatuas, que había recogido “con estudiosa aficion”. Su carrera eclesiástica continuó con el nombramiento, en 1628, como visitador de mon­jas de Sevilla. Además, en 1630 se convirtió en vicario general y juez de testamentos, mientras que en el siguiente fue de nuevo censor de libros y consultor del Santo Oficio. El desempeño de esos nuevos cargos, en el marco del enfrentamiento entre Felipe IV y el papa Urbano VIII sobre nuevos impuestos eclesiásticos, le valió a Caro, como juez eclesiástico, un breve destie­rro de Sevilla en 1632. Al año siguiente fue letrado de fábricas y miembro de la Junta de Gobierno, hasta 1636. Llegó a disfrutar de tres capellanías en la parro­quia sevillana de San Miguel, aunque renunció a una de ellas en 1645, pero en ese mismo año se le nombró visitador de hospitales y cofradías, examinador gene­ral y miembro del consejo del arzobispado.
    Desde los años finales del siglo XVI y especialmente desde los primeros decenios del nuevo siglo, se rela­cionó con los círculos cultos sevillanos, de tertulias o academias literarias y artísticas, especialmente las desarrolladas en torno al taller del pintor Francisco Pacheco (quien pintó el más famoso retrato que se co­noce de Caro) y al palacio del tercer duque de Alcalá, con su importante colección de esculturas antiguas. De todas formas, la Sevilla contrarreformista de prin­cipios de la nueva centuria presentaba una decadencia económica y social, habiendo perdido el auge cultural de la centuria anterior, lo que trajo como consecuen­cia también la decadencia de aquellas tertulias, en las que habían destacado humanistas como, entre otros, Benito Arias Montano, Pablo de Céspedes, el licen­ciado Francisco Pacheco —tío homónimo del pintor—, Fernando de Herrera o Pedro de Valencia, dis­cípulo de Montano. El cultivo del saber universalista propio del humanismo del XVI, en el cual el pasado clásico era el paradigma de vida y estudio, dio paso a fines del siglo a un planteamiento más limitado y erudito, de corte manierista, que sirvió de transición hacia los planteamientos barrocos. En éstos el interés por el pasado clásico y el estudio de sus restos mate­riales se convierte en un argumento moralizante, en favor de planteamientos como la propaganda del im­perialismo español, ya no tan boyante, o, sobre todo, la defensa de la ortodoxia católica. De ahí el rebrote de los “falsos cronicones”, como el Dextro de Jerónimo Román de la Higuera, de las tradiciones espurias de santos y mártires o la asunción irracional de falacias histórico-religiosas, como las falsificaciones del Sacromonte granadino. Rodrigo Caro se forma y desarrolla en ese ambiente de transformación cultural y cierta decadencia, a la vez que de provinciana huella contrarreformista, y aunque lo supera en general por su alto grado de erudición y sensibilidad literaria, supone un lastre pesado. Ello se evidencia, sobre todo, en el plano histórico, en la asunción a ultranza de los falsos cronicones, como el citado Dextro, que fue de­fendido por Rodrigo Caro expresamente en una obra editada en 1627, lo que causa extrañeza en un perso­naje de su catadura intelectual. En el fondo, su obra tiene un carácter personal e intimista, con el mante­nimiento de las posturas manieristas de tradición hu­manística, en un cierto extrañamiento de los nuevos planteamientos barrocos que se iban imponiendo, en cierto modo también alentado por su alejamiento de los círculos más destacados de la corte madrileña. En efecto, frustrados fueron los diversos intentos de tras­lado a Madrid, ante la imposibilidad de acceder a un cargo conveniente. Los intentos se inician al menos en 1626, continúan en 1634 (entonces dedica sus An­tigüedades a Gaspar de Guzmán) y culminan en 1641, con la pretensión del cargo de cronista de Indias, que había quedado vacante a la muerte de Tamayo de Vargas; en las dos últimas ocasiones lo solicita al conde-duque de Olivares, a través de la recomendación de su secretario Francisco de Rioja, pero en el fondo éste frena aquellas aspiraciones de promoción de erudito sevillano, seguramente por envidias y re­celos, como le comunica expresamente a Caro el licenciado Sancho Hurtado de la Puente en una carta de 1641. Tampoco obtuvo por ese tiempo la capella­nía real que también pretendió, vedándosele en todo caso su ansiado traslado a la corte. Seguramente re­sentido, y agravada su enfermedad renal desde 1646, emitió testamento en Sevilla el 5 de agosto de 1647 y murió sólo cinco días después, con setenta y tres años, como refiere el capitular y anticuario Martín Vázquez Siruela: “Murió el Dr. Rodrigo Caro [...]. Halléme a su cabecera, envidiando la quietud de conciencia con que dejaba esta vida”. Fue enterrado en la capilla de santa Catalina de la iglesia de San Miguel, pero en 1868, destruida esa iglesia, fueron trasladados sus res­tos a la capilla de la iglesia de la Universidad.
     Desde el punto de vista de la religiosidad de Ro­drigo Caro se ha destacado que, aun no incluyéndose dentro de la tradición del movimiento erasmista es­pañol, presenta en determinadas posiciones coincidencias con el fenómeno reformista, que quedan en evidencia en algunas de sus cartas, donde se critica, por ejemplo, defectos habituales de miembros del es­tamento eclesiástico sevillano, desde el clero medio y bajo, en general mal preparado, aunque con excep­ciones (el propio Rodrigo Caro, pero también otros, como, por ejemplo, Fernando de Herrera, Alonso Sánchez Gordillo, Pablo Espinosa de los Monteros o el citado Francisco de Rioja), hasta los dignata­rios eclesiásticos, cuyos puestos eran acaparados por miembros de las principales familias, y sin olvidar a la misma dignidad arzobispal; así, frente a su respeto por la figura del arzobispo Pedro de Castro (1610-1623), criticó públicamente al cardenal Gaspar de Borja, quien durante sus trece años de arzobispado sevillano (1632-1645) no estuvo más de seis meses en la ciudad. En ese marco histórico, la postura de Caro se acerca a lo que se ha considerado como un “neoestoicismo”, con el ideal de vuelta al modelo es­toico clásico, que en cierto modo se justifica no tanto por el lógico consuelo que debería producirle ante su fracasada promoción, cuanto especialmente por una actitud personal que se manifiesta desde sus prime­ras obras, como se advierte, por ejemplo, en su visión idealizada y melancólica ante las ruinas, en una línea bien asentada durante el humanismo, o en el modelo de vida idílica del retiro al campo, en línea con la lite­ratura clásica de carácter bucólico. En efecto, las dos obras más significativas en los dos ámbitos son tempranas en su producción; la Canción a las Ruinas de Itálica la escribió por vez primera en 1595 y sus Días Geniales o Lúdricos estaba ya compuesto, como muy tarde, en 1626. En esta obra se estudian los juegos an­tiguos, pero realmente defiende y pone como modelo esa vida retirada de lo mundano para solaz del espíritu y el estudio; en su protagonista (don Fernando) posi­blemente se simbolice al propio Caro en su retiro intelectual (su finca La Maya, en el campo de Utrera).
     Las aportaciones más conspicuas de Rodrigo Caro se sitúan tanto en el campo de la poesía como en el de la prosa, más en concreto en relación con los ámbi­tos de la epigrafía y de la anticuaria, orientados hacia la historia local, en línea con los gustos del siglo ba­rroco. Junto a sus tratados eruditos sobre Utrera o Sevilla, escribió una cincuentena de poemas, usando tanto la lengua latina como la castellana. En esta úl­timo escribió, sobre todo, poemas y prosa de carácter histórico y biográfico, mientras que el latín, del que fue un refinado cultivador, lo reservó para los poemas de carácter funerario y los tratados eruditos de tipo más general, como sus notas en defensa de los croni­cones o sobre los dioses antiguos. En todo momento queda clara la consideración extrema que Caro con­cede a la sacrosanta antigüedad, pero su acercamiento al pasado clásico se hace a partir de la valoración y estudio de sus restos materiales, tan evocadores para el autor. Ello queda en evidencia en el ámbito de su poesía lírica desde su ya referida Canción a las Ruinas de Itálica —de cuya autoría no debe dudarse, frente a otras atribuciones propuestas, sobre todo adscribién­dola al citado F. de Rioja—, y que es, en efecto, claro exponente del atractivo idealizado que aquellas rui­nas arqueológicas de la antigua ciudad romana le infundieron durante su primera visita al lugar en 1595, cuando aún era estudiante en Sevilla. Existen, de he­cho, cinco versiones del famoso poema, escritas por Caro entre 1595 y 1614, y se integra perfectamente en un tipo de producción literaria propio de la Edad Moderna que tiene a la ruina arqueológica como tema evocador y de reflexión moral para el poeta o el artista. Otros poemas también reflejan la importancia concedida a los restos arqueológicos antiguos, como en su poema Cupido, escrito en 1627, a propósito de una estatuilla romana aparecida en la cercana loca­lidad sevillana de Lebrija (donde se situó la ciudad romana de Nabrissa) y que Caro había agregado a su colección particular, primero en su casa de Utrera y que precisamente en 1627 trasladó a Sevilla. Como era habitual entre los eruditos de la época, en esas co­lecciones particulares aparecían sobre todo monedas, inscripciones, esculturas y estatuillas y otras piezas ar­queológicas (lucernas, vidrios, urnas, joyas), que Caro cita en diversos trabajos. Las colecciones se integraban en las bibliotecas y también se conocen los libros que conformaban la de Caro, en que destaca el número y variedad temática de obras de que dispuso.
     Más conocida que su obra poética ha sido la rea­lizada en prosa, especialmente la de tipo histórico y epigráfico de ámbito local, si bien muchos de sus tra­bajos quedaron inéditos —han sido publicados en algún caso posteriormente—, como Inscripciones an­tiguas del arzobispado de Sevilla vistas en los años 1621-1625, De ueteribus Hispanorum Diis (manuscrito desaparecido) o Varones insignes en letras, naturales de la ilustrísima ciudad de Sevilla, a los que se une la Corres­pondencia epistolar con varios sujetos literarios. Entre las de carácter epigráfico cabe destacar su temprana obra titulada Memorial de la Villa de Utrera (1604), en que trata las antigüedades y epígrafes de su ciu­dad natal, tema que retomó en Relación de las inscrip­ciones y antigüedad de la villa de Utrera, que incluyó dentro de su Santuario de Ntra. Sra. de Consolación y Antigüedad de la villa de Utrera (1622), donde se ha­cía la historia del santuario y los milagros marianos, aunque más importancia tuvo su libro sobre las An­tiguedades y Principado... (1634), que fue el que más fama le dio y que tuvo luego unas Adiciones que que­daron inéditas. Las Antigüedades se estructura real­mente como dos libros diferentes, donde compendia, en primer lugar, el estudio histórico y arqueológico de la ciudad de Sevilla y, en segundo lugar, sus estudios sobre la historia y arqueología regionales de las principales ciudades romanas del territorio del ar­zobispado hispalense, con base en la documentación de los textos literarios antiguos (poco abundantes), el análisis de las monedas e inscripciones, sobre todo las denominadas geográficas, y el estudio de los res­tos arqueológicos, pero donde el criterio de autoridad de los autores sigue siendo argumento básico. Ade­más, en muchos casos acepta Caro sin una crítica ade­cuada inscripciones interpoladas y contenidas a ve­ces en aquellas obras pseudohistóricas que él defendía (como criticó Emil Hübner su labor epigráfica en el Corpus Inscriptionum Latinarum, II, págs. 169, 171), así como sus comentarios arqueológicos y filológicos son muchas veces incorrectos. A pesar de tales defec­tos, sus Antigüedades se convirtió en la principal obra de referencia de la anticuaria de Andalucía occidental hasta prácticamente el siglo XIX, de donde la fama de buen erudito que en general mantuvo nuestro autor. Una imagen que fue renovada a mediados del siglo XX desde el punto de vista arqueológico por la revalo­rización que llevó a cabo Antonio García y Bellido, dando nombre entonces al Instituto de Arqueología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de Madrid (José Beltrán Fortes, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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Más sobre el Callejero de Sevilla, en ExplicArte Sevilla.

La calle Rodrigo Caro, en detalle:
Edificio calle Rodrigo Caro, 9.
Retablo cerámico de María Santísima de la Amargura

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